Alejandro dumas



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Algunas veces Diana se arrojaba con impaciencia fuera del lecho, cuando la luna argentaba los vidrios de su ventana, y despertando al barón y haciendo salir de su pe­sado sueño a los criados, se ponían en marcha a la clara luz de la luna para ganar algunas leguas en el di­latado camino que para la joven pa­recía no tener fin.

Otras veces, en mitad del cami­no, dejaba pasar adelante a Jarnac, que se enorgullecía al encontrarse el primero de todos; dejaba pasar también a los criados y se quedaba sola en algún cerro con objeto de examinar lo interior del valle y ver si alguno seguía sus pasos. Y cuan­do encontraba el valle desierto, y cuando en él no veía más que reba­ños diseminados en las dehesas; y cuando no oía sino los acentos de la campana de algún lugarejo cons­truido al extremo del camino, echa­ba a andar y se unía a su escolta, mostrándose más impaciente que nunca.

Entonces su padre, que había es­tado observando sus movimientos, le decía:

-No temas nada, Diana.

-¿Qué es de temer, padre mío?

-¿No miras si te sigue H. de Monsoreau?

-¡Ah! Es cierto... Sí, eso mira­ba -decía la joven dirigiendo de nuevo la vista al camino que atrás dejaban.

Así, de temor en temor y de es­peranza en desengaño, llegó Diana, al acabar el octavo día, al castillo de Meridor, y fue recibida en el puente levadizo por madame de San Lucas y su marido, que eran los castellanos en ausencia del barón.

Entonces comenzó para los cua­tro una de esas existencias que to­dos los hombres han soñado al leer a Virgilio, Longo y Teócrito.

El barón y San Lucas cazaban desde la mañana hasta la noche.

Los monteros seguían las huellas de sus caballos.

Veíanse avalanchas de perros lan­zarse desde lo alto de las colinas, en persecución de una liebre o de un raposo, y cuando se oía en los bosques el estrépito de aquella fu­riosa cabalgata, Diana y Juana, sen­tadas una al lado de otra, sobre el césped y a la sombra de un ramaje espeso, se estremecían por un momento y volvían luego a su tierna y misteriosa conversación.

-Cuéntame -decía Juana-, cuéntame todo lo que te ha pasado en la tumba, porque verdaderamen­te has estado muerta para nosotros... mira, el espino albar nos lanza sus últimas migajas de nieve, y los saú­cos nos envían sus deliciosos per­fumes.

Un suave rayo de sol juguetea con las grandes ramas de las enci­nas.

El aire está en calma y no se ve un ser viviente en el parque, pues los gamos han huído sintiendo tem­blar la tierra, y las zorras se han refugiado ya en sus madrigueras... Cuenta, querida hermana, cuenta.

-¿Qué te decía?

-No me decías nada. ¿Eres fe­liz?... pero no, esos bellos ojos rodeados de una sombra azulada, la nacarada palidez de esas mejillas, los vagos movimientos de esos pár­pados, mientras que la boca procu­ra inútilmente acabar de formar una sonrisa... Diana, muchas cosas de­bes de tener que decirme.

-Nada, nada.

-¿Luego eres feliz con M. de Monsoreau?

-Diana se estremeció.

-Ya lo ves -añadió Juana con acento de amistosa reconvención.

-¡Con M. de Monsoreau! -re­pitió Diana-; ¿por qué has pro­nunciado ese nombre? ¿por qué evocas ese fantasma en medio de nuestros bosques, en medio de nues­tras flores, en medio de nuestra fe­licidad?

-Bien, ya sé ahora por qué tus bellos ojos están circundados de negro, y por qué se levantan con tanta frecuencia hacia el cielo; pero todavía ignoro por qué tu boca pro­cura sonreírse.

Diana meneó tristemente la cabe­za.

-Me parece que me has dicho -continuó Juana, rodeando con su brazo blanco y torneado, la cintura de Diana-; me parece que me has dicho que monsieur de Bussy te ha­bía demostrado mucho interés.

Diana se ruborizó tanto, que sus orejas delicadas y redondas pare­cían inflamadas.

-Es un cumplido caballero ese M. de Bussy -dijo Juana, y can­tó:

Llaman al señor de Ambroise

buscarruidos semtiterno.

Diana reclinó la cabeza en el pe­cho de su amiga, y murmuró con voz más suave que la de los ruise­ñores que cantan bajo el follaje:

Nadie aventaja a...

-¡Bussy! acaba de decirlo -ex­clamó- Juana dando un beso en los ojos a su amiga.

-Basta de locuras -repuso Dia­na-, M. de Bussy no piensa ya en Diana de Meridor.

-¡Es posible! -dijo Juana-, yo creería que le agrada mucho Dia­na de Monsoreau.

-No me digas eso.

-¿Por qué? ¿te desagrada?

Diana no respondió.

-Dígote que M. de Bussy no piensa en mí... y hace bien... ¡Oh! he sido muy cobarde. . . -balbuceó la joven.

-¿Qué dices?

-Nada, nada.

-Vamos, Diana, ya vuelves a llo­rar, a culparte... ¡tú cobarde, tú que eres mi heroína! di que te has visto forzada...

-Así lo creía... he visto peli­gros, abismos abiertos a mis pies... pero ahora, Juana, esos peligros me parecen quiméricos, esos abismos un niño podría saltarlos. Te digo que he sido cobarde. ¡Oh! ¿Por qué no habré tenido tiempo para medi­tar?

-No entiendo esos enigmas.

-No, tampoco es eso -exclamó Diana levantándose en extremo agi­tada-; no, no es la culpa mía, es de él, Juana, de él, que no ha que­rido. Recuerdo la situación en que me encontraba, y me parecía terri­ble, yo vacilaba, estaba indecisa, mi padre me ofrecía su apoyo y yo temblaba... él, él me ofrecía su pro­tección... pero no me la ofrecía de modo que pudiese convencerme. Di­rás que el duque de Anjou estaba contra él, que el duque de Anjou había hecho causa común con M. de Monsoreau. ¿Pero qué me im­portan el duque de Anjou y el con­de de Monsoreau? Cuando se de­sea de verdad una cosa, cuando se quiere bien a alguno, de nada sirve la oposición del príncipe ni la del señor, Juana; si yo alguna vez lle­gase a amar...

Diana, dominada por su exalta­ción, se había recostado en una en­cina, como si su cuerpo, no pudien­do resistir el influjo de las pala­bras del alma, necesitase aquel apo­yo para sostenerse.

-Cálmate, querida amiga, me­díta. . .

-Te digo que hemos sido cobar­des.

-Hemos... ¡Oh!, ¡Diana! ¿De quién me hablas? Ese hemos es muy elocuente.

-Quiero decir mi padre y yo, y supongo que no creerás otra cosa... Mi padre es un buen caballero y podía hablar al rey; pero soy orgu­llosa y no temo a un hombre cuan­do le aborrezco. ¿Quieres saber el secreto de esta cobardía? Pues es que comprendí que él no me ama­

-Te engañas a ti misma -ex­clamó Juana-; si lo creyese así, en el estado en que te veo irías a reconvenirle en persona. Pero no lo crees, sabes lo contrario, hipócrita --agregó haciendo a su amigo una tierna caricia.

-Tú tienes motivos para creer en el amor -repuso Diana volviendo a ocupar su lugar al lado de Jua­na-, tú, con quien M. de San Lucas se ha casado a despecho de la voluntad de su rey; tú, que fuiste arrebatada de en medio de París por tu marido; tú, que eres tal vez la causa de que se vea perseguido, y que le pagas con tus caricias la proscripción y el destierro.

-Y se encuentra bien pagado -repuso la graciosa joven.

-Pero yo, reflexiona un poco y no seas egoísta; yo, a quien ese fogoso joven pretende amar; yo, que he fijado las miradas del indomable Bussy, de ese hombre para quien nada sirven los obstáculos, me he casado en público, me he ofrecido a las miradas de toda la corte, y él no ha parado la atención en mí; me he confiado a él en el claustro de Santa María Egipciaca; estába­mos solos, él tenía de su parte a Gertrudis y a Remigio, sus dos cóm­plices, y a mí, más cómplice aún que ellos... ¡Oh! por la misma iglesia, teniendo un caballo a la puerta, podía haberme sacado y lle­vado en uno de los embozos de su capa. En aquel instante le veía en­fermo, desconsolado por mi causa, veía sus ojos lánguidos y sus labios pálidos y abrasados por la fiebre. Si entonces hubiera exigido de mí que muriera para volver el brillo a sus ojos y la frescura a sus labios, me habría dado la muerte... pues bien, salí de allí y él no pensó en detenerme, ni siquiera asiendo la punta de mi velo.

Todavía hay más... ¡Oh! tú no sabes lo que sufro... no ignoraba él que yo debía salir de París, que volvía a Meridor, no dudaba tam­poco que M. de Monsoreau... me causa rubor decirlo... que M. de Monsoreau no es mi marido; no ignoraba que venía sola; en todo el camino, querida Juana, no he ce­sado de volverme a mirar atrás, cre­yendo a cada instante oír el galope de su caballo, pero nada, era el eco del camino. Te digo que no piensa en mí y que no valgo la pena de que se haga por mí un viaje a Anjou, cuando hay en la corte del rey de Francia tantas mu­jeres hermosas y amables, cuya sonrisa vale por cien declaraciones de la provinciana enterrada entre las malezas de Meridor. ¿Comprendes ahora? ¿estás convencida? ¿tengo razón para creerme olvidada y des­deñada, mi pobre Juana?

Apenas acabó la joven de pro­nunciar estas palabras, cuando cru­jieron las ramas de la encina, y de la antigua pared desprendiéronse algu­nos terrones de yeso y algunas pie­dras cubiertas de musgo. Un hom­bre, saltando desde en medio de la yedra y de las zarzas fue a caer a los pies de Diana, la cual lanzó un grito terrible.

-Ya veis que estoy aquí -excla­mó Bussy arrodillándose y besando el extremo del vestido de Diana.

Esta reconoció la voz y la sonri­sa del conde, y fuera de sí, sofoca­da por aquella inesperada dicha, abrió los brazos y se dejó caer, des­vanecida, sobre el pecho de aquel a quien acababa de acusar de in­diferente.

LIV. LOS AMANTES

Los desmayos que produce la ale­gría no son ni muy largos ni muy peligrosos; se han visto mortales, pero pocos.

Diana no tardó, pues, en volver en sí, y al abrir los ojos se halló en los brazos de Bussy, porque Bus­sy no quiso ceder a madame de San Lucas el privilegio de recibir la primera mirada de Diana.

-¡Oh! -murmuró-, es horri­ble, conde, sorprendernos así.

Bussy esperaba otras palabras. ¿Quién sabe (¡los hombres son tan exigentes!) quién sabe, repetimos, si esperaba alguna otra cosa más que palabras, ya que en más de una ocasión había vuelto a la vida des­pués de haber estado desmayada?

Pero no solamente Diana no pasó de aquí, sino que se desprendió con suavidad de los brazos que la te­nían cautiva y corrió hacia su ami­ga, la cual, por discreción, se ha­bía alejado un poco entre los árbo­les, y luego, por curiosidad, deseosa de una reconciliación entre personas que se aman, volvió a acercarse poco a poco, no para tomar parte en la conversación, sino para oírla.

-¿Así me recibís, señora?

-No -repuso Diana-; porque a la verdad, M. de Bussy, la acción que acabáis de ejecutar es afectuosa y tierna... pero...

-¡Oh! por favor, nada de peros -dijo Bussy suspirando y arrodi­llándose nuevamente a los pies de Diana.

-No, no es así como debéis estar, M. de Bussy.

-¡Oh! dejadme por un momento adoraros como lo hago -dijo el conde cruzando las manos-, ¡he envidiado por tanto tiempo este lu­gar!

-Sí, más para venir a ocuparlo habéis saltado la tapia, y eso no sólo está mal a un caballero de vues­tra clase, sino que es una impru­dencia que no cometería quien tu­viese en cuenta mi honor.

-¿Cómo, pues?

-Si os hubiesen visto por casua­lidad. . .

-¿Quién me había de haber visto?

-Nuestros cazadores, que apenas hace un cuarto de hora atravesaron la espesura, detrás de la tapia.

-Tranquilizaos, señora, yo se ocultarme bien para que no me vean.

-¡Habéis estado oculto! en ver­dad -dijo Juana-, que eso es no­velesco hasta el más alto grado; contádnoslo, M. de Bussy.

-En primer lugar, si no os he alcanzado en el camino no ha sido por culpa mía; yo tomé uno y vos otro; vos habéis venido por Ram­bouillet y yo por Chartres. Por otra parte, ved si vuestro pobre Bussy os ama, no me he atrevido a alcan­zaros, y sin embargo, no dudada que podía hacerlo; bien sabía que Jarnac no estaba enamorado, y por consiguiente, el digno animal no ten­dría gran prisa por llegar a Meri­dor; vuestro padre tampoco la te­nía, pues os hallábais a su lado; pe­ro no era en presencia de vuestro padre, no era en el campo ni de­lante de vuestros criados donde yo quería veros, porque tengo más cuidado de lo que pensáis en evita­ros un compromiso; he andado el camino, jornada por jornada, mor­diendo el mango de mi látigo, que ha sido mi alimento ordinario du­rante estos días.

-¡Pobre joven! -dijo Juana-; así estáis vos de flaco.

-Llegasteis, en fin -continuó Bussy-; yo me había alojado en el arrabal de la ciudad y os vi pasar oculto detrás de una celosía.

-¡Oh, Dios mío! -murmuró Diana-. ¿No habéis mudado de nombre en Angers?

-¿Tan mala idea tenéis de mí? -dijo Bussy sonriéndose-; he mu­dado, en efecto, de nombre; soy un mercader que viaja; ya veis mi tra­je color de canela; no creo que es­toy mal disfrazado; este color es muy común entre los tratantes, en paños y los quincalleros; además he tomado cierto aire de hombre activo y de negocios, que no senta­ría mal a un botánico que anduvie­se en busca de simples. En una pa­labra, nadie ha reparado en mí aún.

-¡Bussy, el bello Bussy, estar dos días seguidos en una ciudad de pro­vincia sin haber sido notado! -di­jo Juana-; jamás se creerá eso en la corte.

-Proseguid, conde -dijo Diana ruborizándose-. ¿De qué medio os valéis para venir desde la ciudad aquí?

-Tengo dos caballos de raza es­cogida, monto en uno de ellos; salgo de la ciudad al paso, deteniéndome a mirar las muestras de las tiendas, y cuando advierto que nadie me ve, hago tomar a mi caballo un galope que le permite andar en veinte mi­nutos las tres leguas y media que hay de aquí a la ciudad. Luego que me hallo en los bosques de Meri­dor busco la tapia del parque; pero es larga, muy larga, y el parque es grande.

Ayer exploré esta pared por espa­cio de más de cuatro horas, trepan­do acá y allá con la esperanza de veros; en fin, casi había perdido por completo esta esperanza, cuando os vi en el momento en que entrabais por la tarde en casa; los dos gran­des perros del barón saltaban de­trás de vos, y madame de San Lu­cas tenía levantada en alto una perdiz que ellos se esforzaban por alcanzar.

Salté la tapia, llegué aquí donde estabais hace poco; vi la hierba; vi el césped con señales de haber pi­sado sobre ellos con frecuencia y deduje que podríais tener la cos­tumbre de pasar las horas de calor en este sitio que es delicioso; para encontrar después el camino puse señales como en la caza y sin dejar de suspirar, lo cual me causa un dolor terrible...

-Eso es por falta de costumbre -interrumpió Juana con una sonri­sa.

-No digo que no, señora: sin de­jar, pues, de suspirar, lo cual repito que me causa un dolor terrible, to­mé el camino de la ciudad; hallá­bame muy fatigado; me había des­garrado la ropilla color de canela por subir a los árboles, y no obs­tante a pesar de los desgarrones de mi ropilla y de la opresión de mi pecho, tenía el corazón henchido de gozo; os había visto.

-Vuestra relación me parece ad­mirable -dijo Juana-; habéis su­perado terribles obstáculos; lo que habéis hecho es hermoso, es heroico; pero yo que no tengo tan gran co­razón como vos, si me hubiese hallado en vuestro lugar habría con­servado mi ropilla y tenido más consideración con mis blancas y hermosas manos; mirad en qué es­tado tan lamentable habéis puesto las vuestras; todas las tenéis ara­ñadas de las zarzas.

-Sí, pero no habría visto a aque­lla a quien venía a ver.

-Al contrario, yo habría visto y mucho mejor que vos a Diana de Meridor y a madame de San Lucas.

-¿Qué habrías hecho, pues? -preguntó vivamente Bussy.

-Me habría venido directamente al puente del castillo de Meridor y habría entrado; el barón me ha­bría estrechado entre sus brazos, madame de Monsoreau me hubiera colocado al lado suyo a la mesa, M. de San Lucas me hubiera col­mado de caricias, y madame de San Lucas me habría ayudado a hacer anagramas. Esto era lo más sencillo del mundo; pero de lo más sencillo es de lo que justamen­te se suelen olvidar los enamora­dos.

Bussy movió la cabeza dirigiendo una sonrisa y una mirada a Diana.

-¡Oh! no -dijo-, eso habría estado bien en todos menos en mí.

Diana se ruborizó como un ni­ño, y la misma sonrisa y la misma mirada se reflejaron en sus ojos y en sus labios.

-¡Pues qué! -dijo Juana-, ¿ig­noro yo los buenos modales?

-No -añadió Bussy moviendo la cabeza-, no, yo no podía entrar en el castillo; esta señora es casa­da y el barón debe al marido de su hija, cualquiera que sea, una seve­ra vigilancia.

-Bien -repuso Juana-, esa es una lección de cortesía que me dais; gracias, M. de Bussy, porque merez­co recibirla para aprender a no mezclarme en conversaciones de lo­cos.

-De locos o de enamorados -contestó madame de San Lucas-, y por consiguiente...

Y sin concluir la frase besó a Diana en la frente, hizo una gran reverencia a Bussy y se separó de ellos.

Diana quiso detenerla con una mano, pero Bussy le tomó la otra, y fue necesario que Diana, deteni­da por su amante, se decidiese a soltar a su amiga.

Quedaron, pues; solos Diana y Bussy.

Diana miró a madame de San Lucas que se alejaba cogiendo flo­res; luego se sentó ruborizada.

Bussy se sentó a sus pies, dicien­do.

-¿No es verdad que he hecho bien, señora, y que vos aprobáis mi conducta?

-No sé fingir -repuso Diana-, y además vos sabéis lo que pasa en mi alma; sí, apruebo vuestra con­ducta, pero a eso sólo se limita mi indulgencia: al querer veros, al lla­inaros como lo hacía pocos momen­tos ha, estaba loca, era culpable.

-¿Qué decís, Diana?

-¡Ah! Conde, digo la verdad; tengo derecho para hacer desgracia­do a M. de Monsoreau que me ha conducido a este extremo, pero sólo poseo este derecho mientras me abstenga de hacer feliz a otro; yo puedo negarle mi presencia, mis sonrisas, mi amor; pero si concedie­se a otro estos favores, sería lo mis­mo que robar a aquel que a des­pecho mío es mi dueño.

Bussy escuchó con paciencia aquel trozo de moral, suavizado, es ver­dad, por la gracia y mansedumbre de Diana, y dijo:

-Ahora me toca hablar a mí, ¿no es verdad?

-Hablad -respondió Diana.

-Con franqueza.

-Hacedlo.

-Pues bien, de todo lo que aca­báis de decirme, señora, ni una sola palabra ha salido de vuestro co­razón.

-¿Cómo?


-Oídme sin impaciencia, señora, pues yo os he escuchado también sin despegar mis labios; vuestros ar­gumentos son sofismas.

Diana hizo un movimiento.

-Las vulgaridades de la moral -prosiguió Bussy- no son otra co­sa cuando les falta la aplicación. En respuesta a esos sofismos, yo, señora, os voy a decir algunas ver­dades. Alegáis que un hombre es vuestro dueño, ¿mas le habéis ele­gido vos? No, una fatalidad os le ha impuesto. ¿Pensáis sufrir toda vuestra vida las consecuencias de una opresión odiosa? Entonces yo soy quien debe libraros de ella.

Diana abrió la boca para hablar; Bussy la detuvo con una seña.

-¡Oh! ya sé lo que vais a decir -agregó-. Contestaréis que si le desafío y le mato no volveréis a verme más. Pues bien, moriré del dolor de no volver a veros, pero viviréis libre, viviréis dichosa y po­dréis hacer feliz al hombre que os agrade, el cual en su alegría bende- tira alguna vez mi nombre y dirá: ¡gracias, Bussy, gracias por haber­me libertado de ese horrible Monso­eau! Y vos misma, Diana, vos que no os atrevéis a darme las gracias vivo, me las daréis después de muerto.

La joven asió la mano del conde y la estrechó tiernamente.

-Aún no habéis suplicado, Bus­sy, y ya amenazáis.

-¿Yo amenazaros? Dios que me escucha sabe cuál es mi intención. Os amo tan ardientemente, Diana, que mi conducta para vos no puede igualarse a la que observaría otro hombre. Yo sé que me amáis... ¡Oh, no vayáis a negarlo! Seríais una de esas personas vulgares que desmienten las acciones con las pa­labras. Lo sé porque lo habéis con­fesado. Además, un amor como el mío es como el sol: vivifica todos los corazones que toca. Así no os rogaré, no me consumiré de deses­peración.

No, me arrojaré a vuestras plan­tas, y con la mano puesta sobre este corazón que jamás ha mentido ni por interés ni por temor, os diré: Diana, os amo y os amaré toda mi vida; Diana, os juro a la faz del Cielo que moriré por vos, que mo­riré adorándoos. Si a pesar de esto me respondéis: partid, no robéis la dicha que pertenece a otro, enton­ces, sin exhalar un suspiro, sin ha­cer el menor ademán de disgusto, me levantaré de este sitio, donde tan feliz soy, os saludaré profundamente y me alejaré diciendo: esta mujer no me ama; esta mujer no me ama­rá nunca. Pero como mi adhesión a vos es todavía mayor que mi pa­sión, como mi deseo de veros dicho­sa sobrevivirá a la certeza de no poder serlo yo; como no robaré la dicha de otro, tendré derecho para robarle la vida sacrificando la mía. Esto es lo que yo haré, señora, y lo haré, porque temo que viviendo esclava eternamente tengáis un pre­texto para hacer infelices a los que os amen.

Bussy se había conmovido al pro­nunciar estas palabras: de modo que Diana leyó en sus miradas tan bri­llantes y leales toda la firmeza de su resolución; conoció que haría lo que decía, que sus palabras serían sin duda llevadas a ejecución y co­mo la nieve de abril que se deshace a los rayos del sol, se deshizo su rigor ante la llama de aquellas mi­radas.

-Gracias, amigo mío -excla­mó-, gracias por esa violencia que me hacéis; esa es otra delicadeza de vuestra parte para quitarme has­ta el remordimiento de haber cedido. ¿Me amaréis hasta la muerte como decís? ¿No seré juguete de vues­tra imaginación, ni me dejaréis algún día el odioso pesar de no haber dado oídos al amor de M. de Mon­soreau? Pero no, no tengo condi­ciones que imponer; me confieso vencida, os entrego mi corazón, Bus­sy, es vuestro. Quedaos, amigo mío, y ahora que mi vida es la vuestra velad por nosotros.

Al decir estas palabras Diana pu­so una de sus blancas y pequeñas manos sobre el hombro de Bussy y le tendió la otra, que él conservó amorosamente pegada a sus labios. Diana se estremeció al contacto de aquella boca.

Entonces se oyeron los ligeros pa­sos de Juana, acompañados de una tosecilla que anunciaba su llegada: llevaba madame de San Lucas un canastillo de flores nuevas y una mariposa de alas rojas y negras; la primera tal vez que se había arries­gado a salir de su capullo de seda.

Por instinto se desunieron las ma­nos que estaban enlazadas.

Juana observó este movimiento.

-Perdonad, mis buenos amigos, si os molesto -dijo-, pero es for­zoso volver a casa so pena de que nos vengan a buscar aquí. Señor conde, tomad si os place vuestro magnífico caballo que anda cuatro leguas en media hora y dejadnos an­dar lo más lentamente posible (pues sospecho que tendremos mucho que hablar) los quinientos pasos que nos separan del castillo. Ved lo que os perdéis por vuestra terquedad, M. de Bussy, una comida excelente, so­bre todo para un hombre que aca­ba de montar a caballo y de saltar tapias, y cien buenas chanzas que nos habríamos mutuamente dirigi­do, sin contar con ciertas ojeadas que deleitan el corazón. Vamos, Dia­na.

Y Juana cogió el brazo de su ami­ga haciendo un ligero esfuerzo pa­ra llevarla consigo.

Bussy miró a las dos amigas son­riéndose: Diana, vuelta aún hacia él, le tendió la mano.

Bussy se acercó a ellas.

-¿Y es esto todo lo que me de­cís? -preguntó.

-Hasta mañana -repuso Dia­na-; ¿no hemos quedado en eso?

-¿Hasta mañana nada más?

-Hasta mañana y hasta siem­pre.

Bussy no pudo contener un gri­to de gozo; apoyó los labios en la mano de Diana, y dando el último adiós a las dos jóvenes, se alejó o más bien huyó de allí.

Conocía que necesitaba hacer un grande esfuerzo para separarse de Diana, ya que durante tanto tiem­po había perdido la esperanza de reunirse a ella.

Diana le siguió con la vista has­ta la espesura, y deteniendo a su amiga por el brazo, escuchó hasta el eco más lejano de sus pasos en­tre la maleza.

-Ahora -exclamó Juana cuan­do Bussy hubo desaparecido com­pletamente-, ¿queréis hablar un poco conmigo, Diana?


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