Alejandro dumas



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Después, llevándole fuera de la ciudad, como Amán conducía a Mardoqueo, le situó en una especie de sendero, y allí le dijo:

-Deja marchar a Rolando: al ex­tremo del sendero encontrarás el bosque, en el bosque un parque, al­rededor del parque una tapia: en el sitió inmediato a esta tapia donde Rolando se pare, allí arrojarás el ramillete.

El papel que había escrito Bussy decía lo siguiente:

"El que debía venir no viene, por­que el que no debía venir ha venido, y es más peligroso que nunca, pues sigue enamorado.

"Tomad con los labios y con el corazón todo lo que hay de imper­ceptible a la vista en este papel."

Remigio aflojó las riendas a Ro­lando, el cual partió a galope en dirección de Meridor.

Bussy volvió al palacio ducal y halló al príncipe vestido.

En media hora llegó Remigio lle­vado por el caballo como una nube impelida por el viento, y confiado en las palabras de su señor atravesó campos, bosques, arroyos, colinas, y se detuvo al pie de una tapia a la que faltaban algunas piedras y cu­yo caballete parecía unido a las grandes ramas de las encinas por medio de la yedra que le tapizaba.

Cuando llegó allí se puso de pie sobre los estribos, ató fuertemente el papel al ramillete, y haciendo un vigoroso esfuerzo le arrojó a lo in­terior del parque.

Un pequeño grito que resonó al otro lado de la tapia, le anunció que el mensaje había llegado a buen puerto.

Nada más tenía que hacer por­que no le habían mandado esperar contestación.

Volvióse, pues, por donde había ido, lo cual no gustó mucho a Ro­lando por estar acostumbrado a pa­cer allí todo el día: pero Remigio le aplicó la espuela, le hizo sentir él látigo y el noble animal tuvo que volver a emprender su paso acos­tumbrado.

Cuarenta minutos después ya se encontraba en la nueva caballeri­za, teniendo a su disposición un pe­sebre bien provisto de heno y ave­na.

Bussy se hallaba a la sazón visi­tando el palacio con el príncipe.

Remigio se reunió con él en el momento en que examinaba un sub­terráneo que iba a dar a la poterna.

-¿Qué hay? -interrogó Bussy a su mensajero-; ¿qué has visto? ¿qué has oído? ¿qué has hecho? -Una tapia, un grito y andar siete leguas-, repuso Remigio con el laconismo de uno de aquellos hi­jos de Esparta, que se dejaban de­vorar por las zorras para mayor gloria de las leyes de Licurgo.

LIX. UNA BANDA DE ANGEVINOS

Bussy logró tener tan ocupado al du­que con sus preparativos de guerra, que durante dos días no le dejó tiempo ni para ir a Meridor, ni para hacer que fuese el barón a Angers.

No obstante, ya algunas veces le ocurrían de nuevo al príncipe sus ideas de visita; pero al momento Bussy fingía gran solicitud, revistaba los mosquetes de toda la guarnición, mandaba que la caballería se equi­pase como en tiempo de guerra, y hacía traer de acá para allá los ca­ñones y las cureñas, como si se tra­tara de conquistar un nuevo mun­do; Remigio por su parte, obser­vando este movimiento, se ponía a hacer hilas, a afilar sus instrumen­tos y a confeccionar sus bálsamos, como si se tratase de curar a la mi­tad del género humano; de manera que el duque se asustaba de lo enor­me de semejantes preparativos.

Excusado es decir que de cuando en cuando, y bajo pretexto de exa­minar las fortificaciones exteriores, montaba Bussy a caballo, y en cua­renta minutos llegaba a cierta tapia por donde trepaba con tanta más ligereza, cuanto que cada vez de­jaba caer alguna piedra y hundía el caballete que poco a poco se iba transformando en brecha.

En cuanto a Rolando no era pre­ciso indicarle el camino. Bussy no tenía que hacer más que soltar la brida y cerrar los ojos.

-Ya he ganado dos días -decía el gentilhombre-, malo será que de aquí a otros dos no ocurra algo que me haga ganar más.

No se engañaba Bussy al contar con su fortuna.

El tercer día, a tiempo que en­traba en la ciudad un gran convoy de víveres, producto de una contri­bución impuesta por el duque a sus buenos y fieles angevinos, y en el instante en que aquél para hacerse popular probaba el pan negro de los soldados, arenques salados y el bacalao seco, se oyó gran ruido ha­cia una de las partes de la pobla­ción.

El duque de Anjou preguntó la causa de aquel rumor, pero nadie pudo decírselo.

Hacia el punto de donde venía el ruido, se distribuían los golpes de partesana y culatazos a gran núme­ro de paisanos atraídos por la no­vedad de un espectáculo curioso.

Un hombre montado en un caba­llo blanco, empapado en sudor, se había presentado a la puerta que daba al camino de París.

Ahora bien, como Bussy, siguien­do su sistema de intimidación, se ha­bía hecho nombrar capitán general del país de Anjou y gran maestre de todas las plazas, estableciendo la más rigurosa disciplina en Angers, nadie podía salir de la ciudad sin un pase; ni entrar sin saber el santo y seña o llevar un documento cual­quiera en que se le permitiese la entrada.

Toda esta disciplina no tenía otro objeto que impedir al duque que enviase algún mensaje a Diana sin que Bussy lo supiera, o que Diana entrase en Angers sin que él tuvie­ra noticia de ello.

Esto parecerá quizás un poco exa­gerado, pero mayores locuras hizo Buckingham cincuenta años más tarde por Ana de Austria.

Había, pues, llegado como he­mos dicho, el hombre del caballo blanco a la inmediación del cuerpo de guardia.

Mas la guardia tenía su consigna; la consigna había sido comunicada al centinela, y el centinela atravesó la partesana delante de la puerta; el caballero no hizo caso de la insi­nuación, pero el centinela gritó:

-¡A las armas!

La guardia salió y fue preciso entrar en explicaciones.

-Soy Antraguet -dijo el caba­llero- y quiero hablar al duque de Anjou.

-No os conocemos -contestó el jefe de la guardia-; en cuanto a hablar al duque de Anjou vuestro deseo quedará satisfecho, porque vamos a prenderos y a llevaros a presencia de Su Alteza.

-¡Prenderme! -confesó el ca­ballero-. ¿Pretendes, bribón, pren­der a Carlos de Balzac d'Entragues, barón de Cuneo y conde de Gravi­lle?

-Ni más ni menos -dijo ajus­tándose la gola el paisano y re­flexionando que tenía veinte hom­bres detrás de sí y uno solo enfrente.

-Aguardad un poco, mis buenos amigos -dijo Antraguet-. Voso­tros no conocéis todavía a los pa­risienses, ¿eh? Pues yo voy a mos­traros lo que son y lo que saben hacer...

-Prendámosle y conduzcámosle a presencia de Su Alteza -gritaron los milicianos furiosos.

-Poco a poco, corderos míos -dijo Antraguet-, yo soy quien tendrá ese gusto.

-¿Qué dice? -se preguntaron unos a otros los paisanos.

-Dice -respondió Antraguet-, que su caballo no ha andado hoy más que diez leguas y que por lo tanto pasará por encima de todos vosotros, si no os apartáis: ¡apartaos o si no, voto al demonio!...

Y como los milicianos de Angers no comprendiesen aquel juramento parisiense, Antraguet sacó la espa­da, y haciendo con ella un moline­te deslumbrador, tiró por tierra a un lado y a otro las astas de las alabardas que más cerca tenía.

Antes de diez minutos quedaron quince o veinte alabardas transfor­madas en palo de escoba. Los mi­licianos furiosos cayeron a palos sobre el recién venido, el cual se presentaba ya delante, ya detrás, ya a la izquierda, ya a la derecha de ellos con habilidad prodigiosa y riéndose a carcajadas.

-¡Magnífica entrada! -decía haciendo dar vuelta al caballo-. ¡Qué buena gente son estos paisa­nos de Angers! ¡Pardiez, aquí sí que se divierte uno! ¡Qué bien ha hecho el príncipe en salir de Pa­rís, y qué bien he hecho yo en ve­nir a su lado!

Y Antraguet no tan sólo paraba los golpes que se le dirigían, sino que cuando se veía estrechado muy de cerca, hendía con su espada de hoja española el casco de éste, el coleto de aquél, y algunas veces, es­cogiendo la víctima aturdía de un golpe de plano al guerrero impru­dente que se lanzaba en medio de la pelea sin llevar en la cabeza más que el simple gorro de lana.

Los paisanos agolpándose sin or­den contra Antraguet tiraban gol­pes a todos lados estropeándose los unos a los otros; pero luego volvían a la carga, y como los soldados de Cadmo parecía que salían de la tie­rra.

Antraguet notó que le iban fal­tando las fuerzas.

-Vamos -dijo, viendo que las filas de paisanos se iban haciendo cada vez más compactas-, ya veo que sois valientes como leones y de ello daré testimonio. Pero ya no os quedan más que los mangos de vuestras alabardas, y no sabéis car­gar los mosquetes. Había decidido entrar en la ciudad, pero ignoraba que estuviese guardada por un ejér­cito de Césares; renuncio a vence­ros: buenas tardes, me voy; decid tan sólo al príncipe que he venido expresamente de París a verle.

Entretanto el capitán había logra­do comunicar el fuego a la mecha de su mosquete; pero en el instante en que apoyaba la culata en el hom­bro, Antraguet le dio tan fuerte latigazo con su flexible acero en los dedos, que le hizo arrojar el arma y ponerse a saltar alternativamente, ya sobre un pie, ya sobre otro.

-¡Muera, muera! -gritaron los paisanos furiosos-; ¡que no se es­cape! ¡no lo dejemos huir!

-¡Hola! -dijo Antraguet-, an­tes no queríais dejarme entrar, y ahora no queréis dejarme salir; pen­sadlo bien, porque si cambio de táctica, en lugar de dar de plano daré de punta, y en vez de cortar las alabardas cortaré las manos: vamos, corderos míos, ¿me dejáis mar­char?

-¡No! ¡muera, muera! ¡ya está cansado, acabemos con él a garro­tazos!

-Perfectamente, ¿con que ahora vale todo?

-Sí, sí.


-Pues bien, cuidado con los de­dos porque voy a cortar las manos.

Apenas acababa de decir estas palabras y de ponerse en disposición de realizar sus amenazas, cuando apareció en el horizonte otro caba­llero, el cual llegó a galope tendido el sitio del combate.

-Antraguet -gritó el recién ve­nido-, Antraguet, ¿qué diablos ha­ces entre esos paisanos?

-¡Livarot! -exclamó Antraguet volviéndose-; ¡pardiez! a buen tiempo llegas: ¡a ellos, amigo mío, a ellos!

-Ya sabía yo que te había de en­contrar; hace cuatro horas que tuve noticias de ti y vine en tu segui­miento. ¿Pero dónde te has metido? Parece que quieren asesinarte.

-Sí, son nuestros amigos de An­jou que no quieren dejarme entrar ni salir.

-Señores -exclamó Livarot qui­tándose el sombrero-, ¿nos haréis el favor de apartaos a derecha o a izquierda para que pasemos?

-¡Nos insultan! -vociferaron los paisanos-, ¡mueran, mueran! -¡Lo que es esta gente de An­gers! -dijo Livarot, poniéndose con una mano el sombrero y sacando con la otra la espada.

-Ya lo ves -repuso Antra­guet-; por desgracia son muchos.

-¡Bah! entre los tres bien po­demos vencerlos.

-Sí, si fuésemos tres: más como no somos más que dos...

-Ahí viene Ribeirac.

-¿Él también?

-¿Le oyes?

-Le veo. ¡Hola, Ribeirac! ¡eh! ¡aquí, aquí!

En efecto, en aquel momento Ri­beirac se presentó no menos presu­roso que sus dos compañeros, di­ciendo:

-¡Oiga! aquí hay combate; bue­nas tardes, Antraguet, buenas tar­des, Livarot.

-Carguemos -contestó Antra­guet.

Los paisanos se miraron unos a otros espantados al notar el refuer­zo que acababa de llegar a los dos amigos, los cuales de situados se disponían a convertirse en sitiado­res.

-¿Qué es esto? Aquí viene un regimiento -exclamó el capitán de la milicia a su gente-; señores, nuestro orden de batalla me parece defectuoso y propongo que demos media vuelta a la izquierda.

Los paisanos, con la destreza que les caracteriza en la ejecución de los movimientos militares, dieron inmediatamente media vuelta a la derecha.

Y era que prescindieron de la orden de su capitán, que natural­mente les incitaba a la prudencia, veían a los tres caballeros formarse en batalla con un aire marcial capaz de hacer temblar a los más intrépi­dos.

-Esta es la vanguardia -grita­ron, deseando hallar un pretexto para huir; ¡al arma, al arma!

-¡Fuego! -gritaron otros.

-¡El enemigo, el enemigo! -ex­clamaron la mayor parte.

-Somos padres de familia: de­bemos conservar nuestras vidas, pues tenemos mujeres e hijos: sál­vese quien pueda -gritó el capitán.

Y aquellos diversos gritos, que sin embargo de ser diferentes todos tenían el mismo objeto, produjeron un espantoso tumulto en la calle, y fueron causa de que comenzase a llover palos sobre los curiosos que agolpándose impedían la fuga a los tímidos.

Entonces fue cuando llegó hasta la plaza del palacio el rumor que puso en cuidado al príncipe, el cual, como hemos dicho, se encontraba a la sazón probando el pan negro, los arenques salados y el bacalao seco de sus partidarios.

Bussy y el príncipe preguntaron de nuevo la causa de aquel ruido y al fin les dijeron que los que le producían eran tres hombres o más bien tres diablos en carne humana, que acababan de llegar de París.

-¡Tres hombres! -dijo el prín­cipe-, mira quiénes son, Bussy.

-¿Tres hombres? -repitió Bus­sy-, venid conmigo, monseñor.

Y ambos marcharon en dirección de la puerta de París: Bussy iba delante: el príncipe marchaba de­trás por prudencia y seguido de unos veinte caballeros.

Cuando llegaron comenzaban los paisanos a ejecutar la maniobra de que hemos hablado, con gran de­trimento de los cráneos y costillas de los curiosos.

Bussy se enderezó sobre los estri­bos y dirigió su mirada de águila al sitio de la pelea: entonces, cono­ciendo a Livarot por su cara larga:

-¡Vive Dios! -gritó con voz de trueno y dirigiéndose al príncipe-, venid, monseñor; son nuestros ami­gos de París que nos asedian.

-No hay tal -contestó Liva­rot-, al contrario, son tus amigos de Anjou que quieren acuchillarnos.

-¡Abajo las armas, abajo las ar­mas, tunantes; son amigos! -excla­mó el duque.

-¡Amigos! -gritaron los paisa­nos rendidos y apaleados-, ¡ami­gos! entonces bien podía habérseles dado el santo y seña, y no que hace una hora que les tratamos como paganos y ellos a nosotros como turcos.

Y los paisanos acabaron de po­nerse en retirada.

Livarot, Antraguet y Ribeirac se adelantaron con aire de victoria por el espacio que la retirada de la mi­licia cívica había dejado libre y se apresuraron a besar la mano de Su Alteza, hecho lo cual se arrojaron en brazos de Bussy.

-Parece -exclamó filosófica­mente el capitán- que era una pan­da de angevinos la que nosotros te­níamos por banda de buitres.

-Monseñor -dijo Bussy en voz baja al príncipe-, contad vuestros milicianos.

-¿Para qué?

-Contadlos, formad un cálculo, no digo precisamente que los con­téis uno por uno.

-Aquí habrá cuando menos cien­to cincuenta.

-Y algunos más.

-Y bien, ¿qué queréis decir con eso?

-Que no tenéis en ellos soldados de gran mérito, pues que tres hom­bres les han derrotado.

-Es cierto -dijo el duque-. ¿Y qué más?

-¿Qué más? ¡Salid de la ciudad con gente como ésta!

-Tienes razón -repuso el du­que-, pero saldré con tres hombres que han derrotado a los demás.

-¡Oiga! -dijo Bussy interior­mente-, no había pensado en ello. No hay como los cobardes para ser lógicos.

LX. ROLANDO

El esfuerzo que le había llegado al duque de Anjou le permitía salir frecuentemente a reconocer las for­tificaciones exteriores. Iba, pues, re­conociéndolas, acompañado de sus amigos que tan oportunamente ha­bían llegado, y con un lucido tren de campaña que enorgullecía a los habitantes de Angers, aun cuando la comparación entre aquellas caba­lleros bien armados y equipados, y los arneses rotos y mohosas arma­duras de la milicia cívica no favore­ciesen mucho a esta última.

Al principio examinó el duque las murallas; luego los huertos que se hallaban inmediatos a ellas, luego los campos inmediatos a los huer­tos, y por último los castillos situa­dos en aquellos campos. Al pasar a vista de los bosques de Meridor dirigía siempre el príncipe una mi­rada arrogante a aquellos bosques que tanto miedo le habían causado o por mejor dicho, con los cuales Bussy le había inspirado tanto mie­do.

Los nobles angevinos llegaban con dinero y hallaban en la corte del du­que de Anjou una libertad que no podían en manera alguna prometer­se en la corte de Enrique III. Por consiguiente, no les faltaban oca­siones de llevar una vida alegre en una ciudad, dispuesta como debe estarlo toda capital, para apurar la bolsa de sus huéspedes.

No transcurrieron tres días sin que Antraguet, Ribeirac y Livarot entablasen relaciones con los nobles angevinos, más amigos de las modas y maneras parisienses. Excusado es decir que estos dignos señores eran casados y tenían mujeres jóvenes y bonitas.

Así el duque de Anjou no reco­rría la ciudad a caballo por puro capricho, como podrían pensar los que conocen su egoísmo; sino tam­bién por agradar a los gentilhom­bres parisienses que se le habían unido, a los señores angevinos y es­pecialmente a las damas angevinas.

Dios debía de alegrarse de todo puesto que la causa de la Liga era 1-a causa de Dios.

Después el rey debía evidentemen­te de enfurecerse con la rebelión de la provincia.

En fin, las damas debían de estar satisfechas.

Así la gran trinidad de la época, Dios, el rey y las damas, se halla­ba representada.

El contento de los habitantes de Angers llegó a su colmo cuando una mañana vieron entrar en magnífica procesión veintidós caballos de ma­no, treinta caballos de tiro, y cua­renta mulas que con los carros, lite­ras y furgones, constituían el equi­paje del señor duque de Anjou.

Todo aquello llegaba como por encanto de Tours por la módica can­tidad de cincuenta mil escudos que el duque de Anjou había dedicado a este uso.

Debemos decir que si bien los ca­ballos se hallaban ensillados, se de­bía el importe de las sillas a los guarnicioneros: que si bien los co­fres tenían magníficas cerraduras y llaves, estaban vacíos, lo cual es un elogio para el príncipe, pues que podía llenarlos imponiendo más tri­butos; pero el tomar no le agra­daba al príncipe, el cual prefería sustraer.

La entrada de esta procesión pro­dujo efecto en Angers.

Los caballos pasaron a las caba­llerizas y los carros a las cocheras. Los cofres fueron conducidos a pa­lacio por los criados en quienes el príncipe tenía más confianza, pues las sumas que no contenían no po­dían ser entregadas sino a manos muy seguras.

Por último, se cerraron las puer­tas del palacio dejando fuera gran multitud de gente que había acudi­do atraída por el espectáculo, la cual quedó convencida de que el príncipe acababa de recibir dos mi­llones, mientras por el contrario ha­bía tenido que dar una suma idén­tica, la cual estaba en los cofres antes vacíos.

Desde aquel día se consolidó la reputación de opulencia del duque de Anjou, y toda la provincia, en vista del espectáculo que había pre­senciado, se cercioró de que el prín­cipe era bastante rico para guerrear contra toda Europa si era preciso.

Esta confianza debía ayudar a los angevinos a sufrir con paciencia las nuevas contribuciones que el du­que, aconsejado por sus amigos, pen­saba imponerles. Por otra parte, los angevinos prevenían casi todos los deseos del duque.

Nunca se siente prestar o dar di­nero a los ricos.

El rey de Navarra, con su fama de miserable, jamás había podido obtener la cuarta parte de los re­cursos que obtenía el duque de An­jou con su fama de opulento.

El digno príncipe vivía como un patriarca en medio de la abundan­cia de todos los bienes de la tierra, y todos saben que Anjou es buena tierra.

Los caminos se hallaban cubier­tos de caballeros que acudían a An­gers para ofrecer sus servicios al duque.

Este, por su parte, practicaba re­conocimientos que siempre tenían por objeto el hallazgo de algún te­soro.

Bussy había logrado hasta enton­ces que ninguno de estos reconoci­mientos fuese dirigido contra el cas­tillo que habitaba Diana.

Porque Bussy se reservaba para sí aquel tesoro y saqueaba a su mo­do aquel pequeño rincón de la pro­vincia, que después de haberse de­fendido de un modo conveniente, se había entregado a discreción.

Ahora bien, mientras el duque de Anjou efectuaba sus reconocimien­tos y Bussy sus saqueos, M. de Mon­soreau llegaba a las puertas de An­gers en su caballo de caza.

Serían las cuatro de la tarde; para llegar a las cuatro había tenido que andar M. de Monsoreau dieciocho leguas aquel día; por eso sus espue­las se hallaban rojas de sangre, y su caballo blanco de espuma y me­dio muerto.

Ya había pasado el tiempo en que se ofrecían dificultades a los cami­nantes para entrar en la ciudad; los angevinos se habían hecho tan or­gullosos y negligentes que habrían dejado pasar sin obstáculos un ba­tallón de suizos, aunque estos suizos hubiesen ido a las órdenes del mis­mo Crillon.

M. de Monsoreau, que no era Crillon, entró sin detenerse dicien­do:

-Voy al palacio del señor du­que de Anjou.

No oyó la contestación de los mi­licianos de guardia: su caballo pa­recía que sólo se sostenía sobre las piernas por un milagro de equili­brio debido a la ligereza con que andaba; iba el pobre animal sin sa­ber si existía, y parecía probable que cayese en el instante que se de­tuviera.

Detúvose a la puerta de palacio, pero M. de Monsoreau era un exce­lente jinete, el caballo era de buena raza, y ambos permanecieron fir­mes.

-El señor duque de Anjou -pre­guntó el montero mayor.

-Su Alteza ha salido a hacer un reconocimiento -respondió un cen­tinela.

-¿Por dónde? -volvió a pregun­tar M. de Monsoreau.

-Por ahí -dijo el soldado ex­tendiendo la mano hacia uno de los cuatro puntos cardinales.

-¡Diablo! -exclamó Monso­reau-, lo que tenía que decir al du­que era urgente: ¿qué haré?

-Lo primero y principal que de­béis hacer, es llevar vuestro caba­llo a la cuadra -repuso el centi­nela que era un soldado de Alsa­cia-, porque si no le arrimáis con­tra una pared se caerá.

-No es mal consejo -dijo Mon­soreau-. ¿Dónde están las caballe­rizas?

-Allá abajo.

En aquel instante se acercó un hombre a Monsoreau y le manifestó su nombre y su destino.

Era el mayordomo.

M. de Monsoreau contestó dicien­do su nombre, apellido y círcunstan­cias.

El mayordomo saludó respetuosa­mente.

El nombre de M. de Monsoreau era conocido, hacía mucho tiempo, en toda la provincia de Anjou.

-Entrad, caballero, donde podáis descansar un instante. Apenas hace diez minutos que salió Su Alteza y no volverá hasta después de las ocho de la noche.

-¡A las ocho de la noche! -ex­clamó Monsoreau mordiéndose el bigote-, eso sería perder demasia­do tiempo. Traigo una gran noticia que debe saber Su Alteza lo más pronto posible: ¿no tenéis un ca­ballo y un guía que proporcionar­me?

-¡Un caballo! diez tenemos a vuestra disposición -dijo el mayor­domo-. En cuanto al guía es otra cosa, porque Su Alteza no ha dicho adónde iba, y el mismo servicio os hará el guía que cualquiera a quien preguntéis; además no quiero sa­car gente del castillo, pues así me lo ha dejado ordenado Su Alteza.

-¡Hola! -dijo el montero ma­yor-. ¿No estamos seguros aquí?

-¡Oh! sí, señor, siempre hay se­guridad donde están hombres como M. Bussy, Livarot, Ribeirac y An­traguet, sin contar con nuestro in­vencible príncipe el señor duque de Anjou; pero ya comprenderéis...

-Sí, conozco que cuando ellos no están aquí, hay menos seguridad.

-Eso es precisamente.

-Entonces tomaré un caballo descansado, y buscaré a Su Alteza preguntando por ahí.

-Puede apostarse a que de ese modo le hallaréis.

-¿Han salido a galope?

-¡Qué! no, señor, al paso.

-Muy bien, enseñadme el caballo que puedo llevar.

-Entrad en la caballeriza y esco­gedle vos mismo: todos son de Su Alteza.

-Muy bien.

Monsoreau entró.

Diez o doce caballos, de los más hermosos y arrogantes, estaban to­mando su pienso en pesebres llenos del grano y del forraje más sabroso de Anjou.

-Ahí tenéis -dijo el mayordo­mo-: elegid.


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