Alejandro dumas



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-Elijo este caballo bayo obscu­ro: mandad que le ensillen.

-¡Rolando!

-¿Se llama Rolando?

-Sí, es el caballo preferido de Su Alteza: le monta todos los días; se le ha regalado M. de Bussy y ciertamente no estaría ahora en la caballeriza, si Su Alteza no estuvie­se probando nuevos caballos que le han llegado de Tours.

-Vamos, parece que no tengo mal ojo -contestó Monsoreau.

Acercóse un palafreno.

-Ensillad a Rolando -ordenó el mayordomo.

El caballo del conde había entra­do por sí mismo en la cuadra y se había echado sobre un montón de paja sin aguardar a que le quitasen la silla.

En pocos segundos estuvo dispues­to Rolando. M. de Monsoreau mon­tó con ligereza y se informó segun­da vez de la dirección que había tomado el duque.

-Salió por esa puerta y siguió por esa calle -repuso el mayordo­mo indicando al montero mayor el mismo camino que ya había señala­do el centinela.

¡Pardiez! -dijo Monsoreau aflo­jando su brida y viendo que el ca­ballo tomaba por sí mismo el mismo camino, -no parece sino que Ro­lando sigue la pista.

-¡Oh! no tengáis cuidado -dijo el mayordomo-, he oído decir a M. de Bussy y a su médico M. Re­migio que es el animal más inteli­gente que existe; en olfateando a sus compañeros él les alcanzará; ved que hermosos remos, darían envidia a un ciervo.

Monsoreau se inclinó hacia un lado, y dijo:

-Magnífico.

Efectivamente, el caballo echó a andar sin necesidad de que el jinete le excitase, y salió resueltamente de la ciudad, tomando antes de lle­gar a la puerta una calle que salía más derechamente al camino, el cual en aquel sitio se dividía en dos ra­males, uno circular a la derecha y otro recto a la izquierda.

Al mismo tiempo que daba esta prueba de inteligencia, sacudió la cabeza como para librarse de la su­jeción del freno; parecía querer de­cir al caballero que era inútil con él toda clase de influencia; a medi­da que se aproximaba a la puerta de la ciudad iba acelerando el paso.

-Seguramente -dijo Monso­reau-, no me han engañado en lo que me han dicho de este caballo; vamos, pues que conoces el cami­no, anda.

Y soltó las riendas sobre el cue­llo de Rolando.

El caballo, luego que llegó al ba­luarte exterior, dudó un instante el camino que debía seguir.

Al fin tomó a la izquierda.

Un paisano pasaba por allí en aquel momento.

-¿Habéis visto unos señores a caballo? -preguntó Monsoreau.

-Sí, señor, allá abajo les he en­contrado -contestó el rústico.

La dirección indicada por éste era precisamente la que había tomado Rolando.

El caballo tomó un trote largo, con el cual podrían andarse tres le­guas por hora.

Siguió aún por algún tiempo a lo largo del baluarte, y después tor­ciendo de repente a la derecha, tomó un sendero florido que atravesaba el campo.

Monsoreau dudó un instante si debería detener a Rolando, pero Ro­lando parecía tan seguro de lo que hacía, que Monsoreau no se atrevió a detenerle.

Conforme el caballo iba marchan­do se animaba; pasó del trote al galope, y en menos de un cuarto de hora desapareció la ciudad de la vista del caballero.

Este por su parte iba reconocien­do los sitios por donde pasaba, pen­sando que no era la primera vez que los veía.

-¡Pardiez! -exclamó al entrar en un bosque-, no parece sino que vamos a Meridor: ¿se habrá dirigi­do Su Alteza hacia el castillo?

Y una idea, que no era la prime­ra vez que se le ocurría, nubló la frente del montero mayor.

-¡Hola! -murmuró-; ¡yo que venía a ver al príncipe y dejaba pa­ra mañana el ver a mi mujer! ¿ten­dré el placer de ver a los dos a un mismo tiempo?

Una sonrisa espantosa apareció en los labios del montero mayor.

El caballo continuaba su rápido paso dirigiéndose siempre a la de­recha, con una seguridad que indi­caba gran conocimiento del camino.

-Por mi vida -murmuró Mon­soreau-, no creo que debe estar muy lejos el parque de Meridor.

En aquel momento relinchó el ca­ballo, y poco después otro relincho contestó al de Rolando desde lo interior de la selva.

-¡Hola! -dijo el montero ma­yor-, ya parece que Rolando ha encontrado a sus compañeros.

El caballo redoblaba su velocidad cruzando como un relámpago bajo las altas ramas de los árboles.

De repente, Monsoreau divisó una tapia y cerca de ella un caba­llo atado a un árbol.

El caballo relinchó segunda vez y Monsoreau observó que era el mismo que había relinchado la pri­mera.

-¡Aquí hay alguno! -exclamó palideciendo.

LXI. LA NOTICIA DE QUE ERA PORTADOR EL SEÑOR CONDE DE MONSOREAU

M. de Monsoreau iba de sorpresa en sorpresa; la tapia del parque de Meridor hallada como por encan­to; aquel caballo respondiendo al relincho de Rolando como si le co­nociese desde mucho tiempo: todo esto habría dado que sospechar a los menos celosos.

Al acercarse, y ya se supondrá que M. de Monsoreau se acercaría rápi­damente, al acercarse observó el de­terioro de la tapia en aquel paraje; allí vio una verdadera escalera que tenía trazas de convertirse pronto en brecha; parecía que los pies se habían abierto escalones en la tapia, y las zarzas recientemente cortadas, colgaban aún de las estropeadas ra­mas.

El conde abrazó con una mirada todo aquel conjunto, y después pasó del conjunto a los detalles.

El caballo merecía el primer lu­gar y le obtuvo.

El indiscreto animal llevaba una silla guarnecida de mantilla borda­da de plata, en cuyas puntas se veían una F enlazada con una A.

Era indudable que aquel caballo pertenecía al duque de Anjou, pues que la cifra estaba compuesta de las iniciales de su nombre.

La sospecha del conde se convir­tió en verdadera alarma: el duque de Anjou había llegado por aquel sitio y entraba por él frecuentemen­te, pues que además del caballo que tenía atado al árbol, había otro que sabía el camino.

Monsoreau juzgó que debía seguir la pista hasta el fin, ya que el acaso le había hecho dar con ella.

Esto estaba de acuerdo con sus costumbres de montero mayor y con su carácter de marido celoso.

Por consiguiente, ató su caballo junto al otro, y empezó con reso­lución a escalar la tapia.

No era cosa difícil: los pies y las manos encontraban huecos a propó­sito para colocarse; la curva del brazo estaba trazada en las piedras de la superficie superior y se cono­cía que con un cuchillo de caza ha­bían entresacado con cuidado las ramas de una encina, que en aquel paraje dificultaba la vista e impe­día la acción.

Tales esfuerzos fueron coronados con un éxito completo.

Apenas M. de Monsoreau se hubo establecido en su observatorio, divi­só al pie de un árbol una mantilla de color azul y una capa de tercio­pelo negro.

La mantilla pertenecía evidente­mente a una mujer y la capa negra a un hombre, los cuales por otra parte no estaban lejos, pues se pa­seaban a cincuenta pasos de allí asidos del brazo, volviendo la es­palda a la pared y ocultos por el follaje espeso.

Desgraciadamente para M. de Monsoreau, la tapia no estaba acos­tumbrada a las maneras violentas, se desprendió una piedra del ca­ballete y cayó al suelo rompiendo las ramas de una encina, y produ­ciendo un eco fuerte y prolongado.

Al oír el ruido se volvieron indu­dablemente los personajes cuyos semblantes ocultaba el box a M. de Monsoreau, pues en aquel momento se oyó un grito de mujer muy sig­nificativa, y después el murmullo de las ramas avisó al conde que los susodichos personajes huían como gamos espantados.

Monsoreau, al oír el grito de la mujer, experimentó una angustia terrible, y sintió su frente empapa­da en sudor, porque conoció la voz de Diana.

Incapaz de resistir al furor que le dominaba, se arrojó de lo alto de la tapia, y con espada en mano atra­vesó por el box y los juncos para seguir a los fugitivos.

Mas éstos habían desaparecido; nada turbaba el silencio del parque ni se veía una sombra de cuerpo humano en las alamedas, ni una hue­lla en los caminos, ni se oía más ruido en la espesura que el del cán­tico de los ruiseñores y colorines que acostumbrados a ver a los dos amantes, no se recelaban de ellos.

¿Qué hacer en aquella soledad? ¿qué resolver? ¿adónde dirigirse? El parque era grande, y Monsoreau, persiguiendo a los que buscaba po­dría quizá dar con los que no bus­caba.

Pensó, pues, que era suficiente por entonces el descubrimiento que acababa de hacer; se veía dominado por sensaciones demasiado violen­tas, para tener la prudencia que con­venía emplear con un rival tan te­rrible como era Francisco, pues no dudaba que fuera el príncipe su ri­val; además, si por casualidad no era, tenía que darle un mensaje urgente, y por último, reuniéndose con él, le sería fácil averiguar si era o no culpable.

Ocurrióle después una idea su­blime, que fue saltar al otro lado de la tapia por el mismo punto por donde había entrado, y llevarse con su caballo el del intruso a quien había sorprendido en el parque.

Este proyecto vengador le dio energías; echó a correr y llegó al pie de la tapia jadeante y cubierto de sudor.

Entonces, con el auxilio de las ra­mas de encina, logró subir al ca­ballete, y después bajó al otro lado; pero en el otro lado se encontró sin caballo, o mejor dicho, sin caballos. La idea que le había ocurrido era tan buena, que antes que a su ima­ginación, se había presentado a la de su enemigo y su enemigo la había puesto por obra.

Rendido de fatiga M. de Monso­reau, lanzó un rugido de ira, ense­ñando los puños al malicioso demo­nio que sin duda se reía de él en la sombra ya espesa de los bosques; pero como su voluntad no se daba fácilmente por vencida, haciendo frente a la fatalidad que parecía obstinada en perseguirle, se puso a examinar el terreno a pesar de la noche que rápidamente se acercaba, y reuniendo todas sus fuerzas, logró encontrar un camino de travesía que conocía desde su infancia, y que conducía directamente a Angers.

Dos horas y media más tarde lle­gaba a la puerta de la ciudad muerto de sed, de calor y de fatiga; pero la exaltación de su mente le había dado ánimo y conservado su cons­tancia y la fuerza de su carácter violento.

Una idea mantenía su valor; pen­saba interrogar al centinela o a los centinelas, y para ello estaba resuel­to a ir de puerta en puerta si fuese necesario, con el objeto de saber por cuál de ellas había entrado un hombre con dos caballos: prometía­se que a fuerza de oro lograría saber quién era aquel hombre, y en­tonces, quienquiera que fuese, pen­saba hacerle pagar su deuda tarde o temprano.

Preguntó, pues, al centinela, pero éste acababa de entrar de relevo y no sabía nada. Pasó al cuerpo de guardia y se informó; el miliciano que acababa de salir de centinela díjole que hacía dos horas, poco más o menos, había visto entrar un caballo solo y sin jinete, el cual ha­bía tomado el camino del palacio, y que entonces se había figurado que habiendo ocurrido una desgra­cia al jinete, el inteligente animal se volvía solo a s-u casa.

Monsoreau se dio una palmada en la frente: estaba escrito que no sabría nada.

Entonces se dirigió al palacio du­cal.

Allí todo era animación, bullicio y gresca; las ventanas brillaban co­mo soles, y las cocinas resplandecían como hornos encendidos, despidien­do por las chimeneas un olor a car­ne de venado y de faisán, capaz de hacer que el estómago diese al olvi­do su proximidad al corazón.

Pero las verjas estaban cerradas y era preciso hacer que las abriesen. Monsoreau llamó al portero y le dijo su nombre; pero el portero no quiso conocerle.

-M. de Monsoreau es derecho, y vos sois encorvado -le contestó.

-Es de la fatiga.

-M. de Monsoreau es pálido y vos sois colorado.

-Es efecto del calor.

-M. de Monsoreau salió a caba­llo y vos venís a pie.

-Es que mi caballo se ha asus­tado, ha dado una huida, me ha sacado de la silla y se ha vuelto solo. ¿No le habéis visto?

-¡Ah! es verdad -dijo el por­tero.

-En todo caso id a avisar al ma­yordomo.

El portero, contento de hallar un medio de salvar su responsabilidad, envió recado a M. Remigio.

M. Remigio llegó y conoció a Monsoreau.

-¿De dónde venís tan mal para­do? -le interrogó.

Monsoreau repitió la misma fábu­la que había contado al portero.

- En efecto -dijo el mayordo­mo, que llegó a la sazón-, hemos estado con mucho cuidado desde que vimos el caballo sin jinete; Su Alteza especialmente, a quien yo ha­bía tenido el honor de anunciar vuestra venida.

-¿Su Alteza ha estado con cui­dado?

-Con gran cuidado.

-¿Y qué ha dicho?

-Que os llevásemos a su pre­sencia tan luego como volvieseis.

-Bien, dejadme solamente el tiempo preciso para pasar a la ca­balleriza y ver si ha llegado sin le­sión el caballo de Su Alteza.

Y Monsoreau, entrando en las cuadras vio en el mismo sitio de donde le había tomado al inteligen­te animal comiendo como caballo que comprende la necesidad de re­parar sus fuerzas.

Después, sin tomarse el cuidado de mudar de traje, pues la impor­tante noticia que traía debía hacer­le prescindir de la etiqueta, se diri­gió al comedor.

En aquel instante, los gentilhom­bres del príncipe y Su Alteza mismo, reunidos en torno de una mesa mag­níficamente servida y espléndida­mente iluminada, se hallaban dando un ataque a cierto número de em­panadas de faisanes y de platos de asado y de jabalí y de entremeses compuestos con especias, que hu­medecían ya con el vino tinto de Cahors tan generoso y tan suave, ya con el pérfido y espumoso vino de Anjou, cuyos vapores se extravasan en la cabeza antes que los topacios que se destilan en el vaso hayan si­do enteramente agotados.

-La corte está aquí toda reuni­da -decía Antraguet, el cual tenía el rostro sonrosado como el de una doncella, y el cuerpo lleno de vino como una cuba-; toda reunida -añadió-, y tan completa como la bodega de Vuestra Alteza.

-No tal, no tal -repuso Ribei­rac-, nos falta un montero mayor. Es en verdad vergonzoso que nos comamos las provisiones de Su Al­teza y no las busquemos por noso­tros mismos.

-Voto por un montero mayor cualquiera -exclamó Livarot-, aunque sea M. de Monsoreau.

El duque se sonrió; era el único que sabía la llegada del conde. Apenas acabó Livarot su frase, se abrió la puerta y entró M. de Monsoreau.

El duque lanzó al verle una ex­clamación tanto más estruendosa, cuanto que resonó en medio del silencio general.

-Vedle aquí -dijo-: el Cielo nos favorece, pues nos envía al ins­tante lo que deseamos.

Monsoreau, estupefacto al ver la serenidad del príncipe, serenidad que en semejantes casos no era habi­tual en Su Alteza, saludó con aire de turbación, y volvió la cabeza des­lumbrado como un búho a quien de pronto trasladasen de la obscuridad al sol.

-Sentaos allí y cenad -dijo el duque, indicando a M. de Monso­reau una silla enfrente de la suya.

-Monseñor -respondió Monso­reau-, tengo sed, tengo hambre, es­toy cansado, pero no beberé, ni co­meré, ni me sentaré hasta después de haber dado a Vuestra Alteza un mensaje de la mayor importancia.

-¿Venís de París?

-Y a largas jornadas, monseñor.

-Pues bien, va escucho -repuso el duque.

Monsoreau se acercó a Francisco, y con la sonrisa en los labios y el odio en el corazón, le dijo en voz baja:

Monseñor, Su Majestad la reina madre viene a ver a Vuestra Alteza y llegará aquí de un instante a otro. El duque, en quien todos tenían clavados los ojos, dio a su semblan­te la expresión de una repentina alegría.

-Muy bien -exclamó-, gracias. M. de Monsoreau, hoy como siem­pre, vuestra conducta es la de un fiel servidor; continuemos cenando, señores.

Y acercó a la mesa un sillón que había separado un momento para escuchar a M. de Monsoreau.

Comenzó de nuevo el festín; pero el montero mayor, sentado entre Livarot y Ribeirac, apenas hubo probado las dulzuras de una buena silla, y apenas se hubo encontrado ante una copiosa cena, perdió de pronto el apetito.

Los males del alma eran supe­riores a las fatigas del cuerpo.

Su imaginación, ocupada con tris­tes pensamientos, le representaba el parque de Meridor y haciendo de nuevo el viaje que su fatigado cuer­po acababa de hacer, le obligaba a pasar y repasar como atento pere­grino el florido sendero que le ha­bía conducido a la tapia.

Veía a su caballo relinchando, veía la pared deteriorada, veía las dos sombras amorosas y fugitivas, y finalmente, oía el grito de Diana, aquel grito que había resonado en lo más profundo de su corazón.

Entonces, indiferente al bullicio, a la iluminación, al banquete; olvi­dando al lado y enfrente de quien se encontraba, se abismaba en sus propios pensamientos; dejaba que su frente se obscureciese poco a poco, y que de su pecho se escapasen sor­dos gemidos que llamaban la aten­ción de los convidados.

-Muy fatigado estáis, señor mon­tero mayor -dijo el príncipe-; ha­rías bien en iros a acostar.

-Cierto -dijo Livarot-, el con­sejo es bueno, y, si no le seguís, co­rréis gran riesgo de quedaros dormi­do sobre el plato.

-Perdonad, monseñor -repuso Monsoreau alzando la cabeza-; en efecto, estoy abrumado de fatiga.

-Bebed, conde, hasta embriaga­ros; nada quita el cansancio como la embriaguez.

-Y además -balbuceó Monso­reau-, el que se embriaga tiene la ventaja de olvidarlo todo.

-¿Qué es esto? -dijo Livarot-; señores, su vaso está todavía lleno.

-A vuestra salud, conde -dijo Ribeirac alzando el suyo.

Monsoreau se vio obligado a brin­dar con el gentilhombre y se bebió el vaso de un solo trago.

-No parece que bebe mal a pe­sar de todo -dijo Antraguet.

-Sí -contestó el príncipe, tratan­do de adivinar por el semblante de Monsoreau lo que pasaba en su co­razón-, sí.

-Es preciso que nos proporcio­néis una buena partida de caza, conde -exclamó Ribeirac-; vos conocéis el país.

-Tenéis aquí haciendas -dijo Livarot.

-Y mujer -añadió Antraguet.

-Sí -repitió maquinalmente el conde-, haciendas y mujer, sí, se­ñores.

-Proporcionadnos una cacería de jabalíes -exclamó el príncipe.

-Ya veremos, monseñor.

-¡Pardiez! -dijo uno de los no­bles angevinos-, ¡vaya respuesta, cuando está el bosque lleno de ja­balíes! Si yo cazase en el antiguo bosque de corta levantaría diez an­tes de cinco minutos.

Monsoreau se puso pálido; el bos­que de corta era precisamente el punto a que Rolando le había con­ducido.

-Sí, sí mañana, mañana -dije­ron a coro los circunstantes.

-¿Queréis que sea mañana, Mon­soreau? -preguntó el príncipe.

-Siempre estoy a las órdenes de Vuestra Alteza -contestó Monso­reau-; no obstante, estoy muy fa­tigado, como Vuestra Alteza se ha dignado observar hace un momento, y no podría dirigir mañana la par­tida. Además, debo antes examinar los bosques y ver en qué estado se encuentran.

-Y sobre todo, señores, dejé­mosle ver a su mujer; ¡qué dia­blo! -dijo el duque con un aire de candor que dejó al pobre mari­do persuadido de que Francisco era su rival.

-¡Concedido, concedido! -grita­ron los jóvenes-, concedamos vein­ticuatro horas a M. de Monsoreau para hacer en sus bosques lo que tenga que hacer.

-Sí, señores, dadme veinticua­tro horas -dijo el conde-, y yo prometo emplearlas bien.

-Ahora, señor montero mayor -exclamó el duque-, os permito que vayáis a acostaros. Que lleven a M. de Monsoreau a su habitación.

M. de Monsoreau saludó y salió, quedando libre de un gran peso. Los afligidos aman la soledad más aún que los amantes.

LXII. COMO EL REY ENRIQUE III SUPO LA FUGA DEL DUQUE DE ANJOU

Cuando M. de Monsoreau salió del comedor continuó la cena con más bullicio y libertad que nunca.

La sombría figura del montero mayor había contribuido en gran parte a mantener cierta reserva en­tre los concurrentes, los cuales ha­bían adivinado que no era sólo la fatiga la que imprimía en la frente del conde el sello de mortal tristeza que era el rasgo más marcado de su semblante, sino que su imaginación se entretenía en lúgubres objetos.

Cuando salió, el príncipe, que no se hallaba bien en su presencia, re­cobró la serenidad, y dijo a Liva­rot:

-Continúa, Livarot, refiriéndo­nos vuestra fuga de París, ya que no nos puede interrumpir como an­tes M. de Monsoreau.

Y Livarot continuó.

Mas como nuestro título de his­toriador nos da el privilegio de sa­ber mejor que el mismo Lívarot lo que había pasado, sustituiremos nuestra relación a la del joven, y lo que perderá en viveza ganará en extensión, pues que sabemos lo que Livarot no podía saber, es decir, lo que aconteció en el Louvre.

Como a las doce de la noche des­pertó Enrique III al oír un ruido extraordinario en palacio, no obs­tante estar prescrito el silencio más absoluto durante el sueño del rey.

Percibíanse juramentos, golpes de alabarda en las paredes, rápidas ca­rreras en las galerías, imprecaciones capaces de hacer abrir la tierra y entre golpe y golpe, y entre carrera y carrera y entre blasfemia y blasfe­mia, estas palabras:

-¿Qué dirá el rey? ¿qué dirá el rey?

Enrique se sentó en el lecho y miró a Chicot, el cual, después de haber cenado con Su Majestad, se había dormido en un gran sillón con las piernas enroscadas en su tizona.

Aumentaron los rumores.

Enrique, todo reluciente de poma­das, saltó del lecho, gritando:

-¡Chicot, Chicot!

Chicot abrió un ojo, pues era hombre prudente que apreciaba mu­cho el sueño y no se despertaba nunca de improviso.

-¡Ah! qué mal has hecho en despertarme, Enrique: soñaba que tenías un hijo.

-Escucha -dijo Enrique-, es­cucha.

-¿Qué quieres que escuche? Bas­tantes tonterías me dices por el día, sin que tenga precisión de oírlas por la noche.

-¿Pero no oyes? -dijo el rey extendiendo la mano en dirección del ruido.

-¡Hola! -exclamó Chicot-, efectivamente, oigo gritos.

-¿Qué dirá el rey? ¿qué dirá el rey? -repitió Enrique-; ¿oyes?

-Una de dos: o tu lebrel Narciso se ha puesto malo, o los hugonotes toman la revancha de San Bartolo­mé y hacen un degüello de cató­licos.

-Ayúdame a vestir, Chicot.

-Sí, haré, pero ayúdame antes a levantarme, Enrique.

-¡Qué desgracia! ¡qué desgra­cia! -decían varias voces en las antecámaras.

-¡Diablo! esto se va poniendo serio -dijo Chicot.

-Bueno será que nos armemos -dijo el rey.

-Mejor será -repuso Chicot-, que nos demos prisa a salir por la puerta secreta, a fin de enterarnos por nosotros mismos de esa desgra­cia, en vez de esperar a que ven­gan a contárnosla.

Inmediatamente, Enrique y Chi­cot salieron por la puerta secreta, y penetraron en el corredor que conducía a las habitaciones del du­que de Anjou.

Allí vieron muchos brazos levan­tados al cielo, y oyeron las excla­maciones más desesperadas.

-¡Ah! -dijo Chicot-, ya cai­go: tu infeliz hermano se habrá ahorcado en la prisión. ¡Pardiez! te felicito, Enrique: eres un gran po­lítico, más de lo que yo creía.

-¡Eso no puede ser! -exclamó Enrique.

-Tanto peor -dijo Chicot.

-Ven, ven.

Enrique llevó al gascón hasta el cuarto del duque.

El balcón estaba abierto y lleno de una multitud de curiosos que se agolpaban a contemplar la escala de cuerda pendiente de las barras de hierro.

Enrique se quedó pálido como la muerte.

-¡Hola! hijo mío -dijo Chi­cot-, aún no estás tan viciado co­mo yo creía.

-¡Se ha escapado! -gritó Enri­que con voz tan fuerte que todos los que estaban al balcón se volvie­ron.

Los ojos del rey chispeaban y su mano apretaba convulsivamente el puño de su puñal.

Schomberg se arrancaba los cabe­llos, Quelus se desfiguraba el rostro a puñadas, y Maugiron, cual si fue­ra ariete, daba con la cabeza en las paredes.

En cuanto a d'Epernon, había desaparecido bajo el pretexto espe­cioso de perseguir al duque de An­jou.

La vista de la penitencia que se imponían sus favoritos desespera­dos, calmó de pronto la cólera del rey.


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