Alejandro dumas



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-¡Y el embajador llevará el en­cargo de pedir la paz!

-Y de comprarla si es necesario.

-¿Y qué ventajas nos resulta­rán?

-Hijo mío -dijo la florentina-, aun cuando no hubiese más que la de poder ahorcar con toda seguri­dad luego de hechas las paces, a los que se han escapado para ha­ceros la guerra.. . ¿No decíais hace poco que deseabais tenerlos en vues­tro poder?

-¡Oh! Daría cuatro provincias de mi reino por tenerlos en mi po­der, una provincia por cada hom­bre.

-Pues bien, el que quiere el fin quiere los medios -repuso Catali­na con voz penetrante, que llegan­do hasta el fondo del corazón de Enrique, excitó en él la ira y el de­seo de venganza.

-Creo que tenéis razón, madre mía -dijo el rey-, ¿pero a quién enviaremos?

-Mirad si entre vuestros ami­gos...

-Es inútil, no tengo ningún hom­bre a quien pueda confiar semejan­te misión.

-Entonces confiadla a una mu­jer.

-¡A una mujer, madre! ¿Quizás consentiríais?

-Hijo mío, tengo muchos años y pocas fuerzas; la muerte me es­pera tal vez al volver de este viaje; pero le haré tan rápidamente, que llegaré a Angers antes que los ami­gos de vuestro hermano mismo, ha­yan tenido tiempo de darse cuenta de lo que piensan.

-¡Oh madre mía, mi buena ma­dre! -exclamó Enrique con efusión de júbilo y besando las manos a Catalina-. Siempre sois mi apoyo, mi bienhechora, mi providencia.

-Es decir que soy aún la reina de Francia -murmuró Catalina mi­rando a su hijo con tanto desprecio como ternura.

LXIV. LA GRATITUD DE M. DE SAN LUCAS

Al siguiente día del en que mon­sieur de Monsoreau había hecho tan triste figura entre los concu­rrentes a la mesa del duque de An­jou, circunstancia que le había va­lido el permiso de acostarse antes de acabarse la cena, se levantó el montero mayor muy de madrugada y bajó al patio de palacio.

Pensaba buscar al palafranero, que había ensillado a Rolando la víspera y sacar de él, si era posi­ble, algunas noticias acerca del ca­ballo.

Hallóle en efecto: entró primero en una vasta cuadra, en donde cua­renta caballos magníficos rumiaban agradablemente la paja y la avena de los angevinos.

La primera mirada del conde fue para buscar a Rolando: Rolando se hallaba en su sitio y se distinguía entre los de mejor boca.

La segunda mirada fue para bus­car al palafranero; el palafranero es­taba de pie con los brazos cruza­dos mirando, según costumbre, de los que saben su obligación, de qué modo comían los caballos de Su Alteza el pienso de la mañana.

-¡Hola! amigo -dijo el conde-, los caballos de Su Alteza, ¿tienen por costumbre volverse solos a la caballeriza? ¿Les enseñan aquí eso?

-No, señor conde -contestó el palafranero-, ¿por qué me lo pre­gunta vueseñoría?

-Lo digo por Rolando.

-¡Ah! sí, que volvió solo ayer; eso no me extraña en Rolando por­que es un caballo inteligente.

-Sí -dijo Monsoreau-, ya lo he conocido; ¿ha venido otras veces solo?

-No, señor; comúnmente le monta el señor duque de Anjou y como Su Alteza es excelente jinete, no le tira en tierra fácilmente nin­gún caballo.

-Tampoco me ha tirado Rolan­do, amigo mío -repuso el conde, picado de que un hombre, aunque fuese palafranero pudiera creerle mal jinete-; porque sin ser tan maestro en la equitación como el señor duque de Anjou, aun monto regularmente. Le até al pie de un árbol para entrar en una casa, y a la vuelta me encontré sin él; creí que le habían robado, o que alguno que pasase por el camino me había querido dar la pesada chanza de hacerme venir, a pie; por eso te pre­guntaba quién le había traído a la caballeriza.

-Ha venido solo, señor conde, como ayer os dijo el mayordomo.

-Es extraño -repuso Monso­reau.

Quedó un momento pensativo, y después mudando de conversación preguntó:

-¿Monta Su Alteza a menudo este caballo?

-Le montaba casi todos los días antes que llegasen los demás.

-¿Vino tarde ayer el duque?

-Una hora próximamente antes que vos.

-¿Y qué caballo traía? ¿no era un caballo bajo obscuro, paticalzado y con una estrella en la frente?

-No señor -dijo el palafrane­ro-: Su Alteza montaba a Isolino, que es este que veis ahí.

-¿Y en la escolta del príncipe, no había ningún caballero que mon­tase un caballo como el que yo di­go?

-No conozco a nadie que tenga un caballo semejante.

-Está bien -dijo Monsoreau con cierta impaciencia, al ver lo poco que avanzaba en sus pesquisas-; está bien, gracias: ensíllame a Ro­lando.

-¿Quiere vueseñoría a Rolando?

-Sí, ¿ha dado el príncipe orden en contrario?

-No, señor; antes bien, el escu­dero de Su Alteza me ha encargado en su nombre que ponga todos los caballos de la caballeriza a vuestra disposición.

No había medio de enfadarse con­tra un príncipe que tales atenciones usaba.

Monsoreau hizo un signo con la cabeza al palafranero, el cual se puso a ensillar el caballo, y hecha esta operación le desató del pese­bre, le puso la brida y se le entre­gó al conde.

-Oye -dijo éste tomando la brida-, y contéstame.

-De buena gana -dijo el pala­franero.

-¿Cuánto sueldo tienes al año?

-Veinte escudos.

-¿Quieres ganarte en un instan­te diez años de salario?

-¡Pardiez! -dijo el palafrane­ro-: ¿pero cómo los he de ganar?

-Averiguando quién montaba ayer un caballo bayo obscuro, pati­calzado y con una estrella en la frente.

-¡Oh! -dijo el palafranero-, muy difícil es lo que me pedís; hay tantos señores que vienen a visitar a Su Alteza...

-Sí; más doscientos escudos son una cantidad que bien merece que un hombre se tome algún trabajo para ganarla.

-Sin duda, señor conde; por eso no me opongo a hacer diligencias para saberlo.

-Vamos -dijo el conde-, tu buena voluntad me agrada; aquí tie­nes diez escudos para empezar; ya ves que no perderás el tiempo.

-Gracias, señor conde.

-Dirás al príncipe que he ido a reconocer el bosque para preparar la partida de caza que me ha en­cargado.

Apenas acababa el conde de pro­nunciar estas palabras, los pasos de un recién llegado hicieron crujir la paja. Volvióse Monsoreau y excla­mó:

-¡Monsieur de Bussy!

-Buenos días, monsieur de Mon­soreau -exclamó Bussy-: ¡vos en Angers! ¡Qué milagro!

-Y vos, caballero, que decían que estabais malo...

-Y lo estoy, en efecto -repuso Bussy-: por eso hace ocho días que no he salido de la ciudad: el médico me tenía mandado reposo absoluto. ¡Hola! Vais a montar a Rolando, a lo que parece: yo se lo vendí al duque de Anjou, y Su Al­teza está tan contento con él, que le monta casi todos los días.

Monsoreau se puso pálido.

-Sí -dijo-, como es tan buen animal. . .

-No habéis tenido mal ojo -di­jo Bussy.

-¡Oh! no es hoy la primera vez que le monto -repuso el conde-, salí ayer con él.

-Y por eso os ha dado gana de llevárosle hoy igualmente.

-Sí -dijo el conde.

-Perdonad -añadió Bussy-, ¿no decíais que ibais a prepararnos una partida de caza?

-El príncipe quiere correr un ciervo.

-Muchos hay en las cercanías, se­gún me han informado.

-Muchos.


-¿Y hacia qué sitio pensáis que se dirija la cacería?

-Hacia Meridor.

-¡Ah! muy bien -dijo Bussy poniéndose pálido a pesar suyo.

-¿Queréis acompañarme? -in­terrogó Monsoreau.

-No, mil gracias -respondió Bussy-: voy a meterme en la ca­ma porque me vuelve la calentura.

-Muy bien, muy bien -exclamó desde el umbral una voz sonora-, ya está M. de Bussy levantado otra vez sin mi permiso.

-El médico -exclamó Bussy-, buena la hemos hecho: adiós, con­de, os recomiendo a Rolando.

-No tengáis cuidado.

Bussy salió de la caballeriza y Monsoreau montó a caballo.

-¿Qué tenéis? -interrogó Re­migio-, estáis tan pálido que casi voy creyendo que os sentís enfer­mo.

-¿Sabéis adónde va? -pregun­tó Bussy.

-No.


-Va a Meridor.

-¡Pues qué! ¿Esperabais que no fuese?

-¿Qué va a acontecer, Dios mío, después de lo que ayer pasó? -Madame de Monsoreau negará.

-Más él nos vio.

-Ella sostendrá que fue ilusión.

-Diana no tendrá valor para eso.

-¡Oh señor de Bussy, es posible que conozcáis tan poco a las mujeres!

-Remigio, me siento malo.

-Lo creo: volved a vuestro apo­sento y os recetaré para hoy por la mañana...

-¿Qué?


-Un estofado de perdiz, una ma­gra de jamón y un potaje con can­grejos.

-No siento apetito.

-Razón más para que os mande comer.

-Remigio, preveo que ese ver­dugo va a causar alguna desgracia en Meridor. He debido acompañar­le cuando me lo propuso.

-¿Para qué?

-Para sostener a Diana.

-La señora Diana se sostendrá por sí sola; ya os lo he dicho y lo repito, y como es necesario que no­sotros hagamos otro tanto, os su­plico que vengáis a vuestra habita­ción. Además, importa que no os vea levantado. ¿Por qué habéis sa­lido sin mi autorización?

-Estaba con mucho cuidado y no he podido resistir al deseo de cal­mar mi inquietud.

Remigio se encogió de hombros, llevó a Bussy a su habitación, y lue­go de haber cerrado la puerta le hizo sentar delante de una mesa bien provista:

Entretanto Monsoreau salía de Angers por la misma puerta que la víspera.

Uno de los motivos que le habían inducido a llevar a Rolando más bien que a otro caballo, era el deseo de cerciorarse de si aquél había obedecido a la costumbre llevándo­le al pie de la tapia del parque, o bien había tomado aquella direc­ción por casualidad. Con esta idea al salir de palacio le dejó sueltas las riendas.

Rolando no defraudó las esperan­zas de su jinete. Apenas salió al campo torció a la izquierda y des­pués a la derecha, sin que Monso­reau tratase de hacerle variar de dirección.

Luego penetró en el hermoso y florido sendero, después penetró por entre las matas, y finalmente en el bosque, y como en el día ante­rior iba apretando el paso confor­me se acercaba a Meridor. Allí pa­sando del trote al galope al cabo de cuarenta o cincuenta minutos puso a M. de Monsoreau a la vista de la tapia y en el mismo paraje que en el día anterior.

El sitio estaba solitario y silencio­so no se oía relincho alguno ni se veía ningún caballo atado ni suelto.

M. de Monsoreau echó pie a tie­rra; pero para no correr el riesgo de tener que volverse a pie introdu­jo el brazo por la brida y se puso a escalar la tapia.

Pero así dentro del parque como fuera, reinaba una imponente so­ledad. Hallábanse desiertas las lar­gas alamedas, cuyos límites se per­dían de vista y sólo poblaban el césped de los vastos prados algu­nos juguetones cervatillos.

El conde pensó que era inútil per­der tiempo en acechar a personas ya advertidas, y que asustadas sin duda por su aparición anterior, ha­bían interrumpido sus citas o ele­gido otro sitio para ellas: volvió a montar a caballo, y entrándose por una vereda, después de un cuarto de hora de marcha en el cual se vio muchas veces obligado a reprimir el ímpetu de Rolando, llegó a la verja del parque.

El barón estaba ocupado en casti­gar a los perros para tenerlos bien dispuestos a lanzarse sobre la presa. Cuando vio al conde cruzar el puen­te levadizo salió a recibirle y le hizo una acogida ceremoniosa.

Diana, sentada bajo un magnífi­co sicomoro estaba leyendo las poe­sías de Marot. Gertrudis su fiel criada se hallaba sentada bordando.

El conde después de haber salu­dado al barón, vio a las mujeres: echó pie a tierra y se acercó a ellas.

Diana se levantó, se adelantó tres pasos y le hizo una grave reveren­cia.

-¡Qué serenidad, o mejor dicho qué perfidia! -murmuró el con­de-; pero yo levantaré muy pronto una tempestad terrible en el seno de esas sosegadas almas.

Aproximóse un lacayo: el mon­tero mayor le dio la brida de su ca­ballo y después volviéndose hacia Diana:

-Señora -dijo-, os ruego que me concedáis un instante de aten­cien.

-Con mucho gusto, caballero -respondió Diana.

-¿Nos haréis la honra de queda­ros en el castillo, señor conde? -preguntó el barón.

-Sí, señor, al menos hasta ma­ñana.

El barón se alejó para cuidar por sí mismo de que el aposento de su yerno fuese preparado con arreglo a las leyes de la hospitalidad.

Monsoreau mostró a Diana la si­lla de donde ésta acababa de le­vantarse, y él se sentó en la de Ger­trudis, dirigiendo a su mujer una mirada capaz de intimidar al hom­bre más decidido.

-Señora -dijo-, ¿quién estaba con vos en el parque ayer tarde?

Los ojos límpidos y brillantes de Diana se fijaron en el semblante del conde.

-¿A qué hora? -interrogó con voz tranquila, pues a fuerza de ha­cerse violencia había logrado des­terrar de sí toda emoción.

-A las seis.

-¿Hacia qué sitio?

-Hacia el antiguo bosque de corta.

-Sería alguna amiga mía, y no yo la que se paseaba por ese lado. -Erais vos, señora -exclamó Monsoreau.

-¿Qué sabéis vos? -preguntó Diana.

Monsoreau estupefacto no supo qué contestar, pero pronto se dejó dominar por la ira y exclamó:

-¿Cómo se llama ese hombre? ¡responded!

-¿Qué hombre?

-El que se paseaba con vos.

-¿Cómo os lo he decir si no era yo la que paseaba?

-Repito que erais vos -gritó Monsoreau dando con el pie en el suelo.

-Os engañáis, caballero -res­pondió Diana con frialdad.

-¿Cómo os atrevéis a negar lo que yo he visto?

-¡Ah! ¿me habéis visto vos?

-Sí, señora, yo mismo. ¿Cómo pues osáis negar que erais vos cuan­do no hay otra mujer en Meridor?

-También en eso os engañáis, caballero, porque está aquí Juana de Brissac.

-¿Madame de San Lucas? -Sí, madame de San Lucas mi amiga.

-¿Y M. de San Lucas?

-No se aparta de su mujer; co­mo sabéis, su casamiento ha sido casamiento de amor: sin duda las personas que visteis eran M. y ma­dame de San Lucas.

-No eran ni uno ni otro, erais vos; os conocí perfectamente; a quien no conocí es al hombre que iba con vos, mas le conoceré, os lo juro.

-¿Insistís en decir que era yo?

-Cuando os digo que os vi; cuan­do digo que oí el grito que lanzas­teis.

-Cuando no estéis ofuscado, ca­ballero -dijo Diana-, consentiré en oiros; pero en este momento creo que vale más que me retire.

-No señora, no os retiraréis -ex­clamó Monsoreau deteniendo a Dia­na por el brazo.

-Caballero -dijo Diana-, aquí viene M. y madame de San Lucas: creo que os contendréis delante de ellos.

En efecto, San Lucas y su mujer se presentaron al extremo de una calle de árboles, llamados por la campana que acababa de tocar a comer, como si en el castillo no se hubiese esperado más que a Mon­soreau para poner la mesa.

Los dos conocieron al conde, y adivinando que iban con su pre­sencia a sacar a Diana de algún apuro, se acercaron presurosos.

Madame de San Lucas hizo una gran reverencia a M. de Monsoreau: San Lucas le alargó cordialmente la mano: los tres se dirigieron re­cíprocamente algunos cumplimien­tos; luego San Lucas hizo que su mujer tomase el brazo del conde y apoderándose él del de Diana se dirigieron todos al castillo.

Los habitantes de Meridor comían a las nueve según la antigua cos­tumbre del buen rey Luis XII, cos­tumbre que el barón había conser­vado en toda su integridad.

M. de Monsoreau se halló coloca­do entre San Lucas y su mujer; Diana por una hábil maniobra de su amiga logró sentarse lejos de su marido entre San Lucas y el barón.

La conversación se hizo general, y giró, como naturalmente debía su­ceder sobre la llegada del hermano del rey a Angers, y sobre la conmo­ción que iba a causar en la pro­vincia.

Monsoreau habría querido hacer­la girar sobre otros objetos, pero tenía que habérselas con convida­dos reacios y no pudo conseguir su intento, no porque San Lucas se ne­gase a contestarle; al contrario, no dejaba de adular al curioso marido con gracia sin igual, y Diana, que merced a la charla de San Lucas podía guardar silencio, daba gra­cias a su amigo con elocuentes mi­radas.

-Este San Lucas es un imbécil que charla como una cotorra -dijo para sí el conde-; yo le sacaré de un modo o de otro el secreto que deseo saber.

M. de Monsoreau no conocía a San Lucas, pues había hecho su entrada en la corte justamente en el momento en que éste salía de ella. Con la convicción de que le arrancaría el secreto, se puso a res­ponderle de modo que aumentó la alegría de Diana y la tranquilizó.

Además San Lucas hacía señas con los ojos a madame de Monso­reau, y estas señas querían decir sin duda:

-Tranquilizaos, señora, estoy madurando un proyecto.

En el capítulo siguiente veremos cuál era el proyecto de M. de San Lucas.

LXV. EL PROYECTO DE M. DE MONSOREAU

Terminada la comida, Monsoreau tomó por el brazo a su nuevo ami­go y sacándole fuera del castillo:

-¿Sabéis? -le dijo-, que he tenido la mayor satisfacción en ba­beros encontrado aquí? La idea de estar solo en Meridor me espanta­ba.

-¡Pues qué! -dijo San Lucas-, ¿no tenéis a vuestra mujer? por mi parte creo que con semejante com­pañía un desierto me parecería de­masiado poblado.

-No digo que no -repuso M. de Monsoreau mordiéndose los la­bios-: sin embargo...

-¿Sin embargo, qué?

-Sin embargo, tengo un gran placer en hallaros aquí.

-Caballero -repuso San Lucas, limpiándose los dientes con un pa­lillo de oro-, sois en verdad muy político, porque jamás creeré que habéis podido temer la soledad con semejante mujer y en tan delicioso paraje.

-¡Bah! -dijo Monsoreau-, yo he pasado la mitad de mi vida en los bosques.

-Esa es una razón más para que os guste vivir en ellos; a mí me pa­rece que cuanto más tiempo vive uno en los bosques, más le agradan; ved que admirable parque: el día que tenga que abandonarlo será pa­ra mí un día de luto; por desgracia temo que este día ha de llegar pron­to.

-¿Por qué?

-El hombre no es dueño de su destino, el hombre es la hoja del ár­bol a quien el viento arranca y pa­sea por la llanura y por los valles, sin que él mismo sepa adónde va. Vos sí que sois feliz.

-¡Feliz! ¿por qué?

-Porque os quedaréis disfrutando de estas sombras magníficas.

-¡Oh! -dijo Monsoreau-, tam­poco estaré yo aquí mucho tiempo.

-¡Bah! ¿Quién dice eso? Yo creo que os engañáis.

-No -repuso Monsoreau-, no soy tan fanático como vos por las bellezas naturales, y desconfío de este parque que os parece tan her­moso.

-¿Que desconfiáis? -dijo San Lucas.

-Sí -replicó Monsoreau.

-¿Habéis dicho que desconfiáis de este parque? ¿Y por qué?

-Porque no me parece seguro.

-¿Seguro? -dijo San Lucas ad­mirado-. ¡Ah! ya entiendo, a cau­sa de estar muy aislado, querréis decir.

-No, no es precisamente por eso, pues sospecho que aquí veréis gen­te.

-No a fe -dijo San Lucas con bien fingido candor-; no viene un alma.

-¿De veras?

-Como os lo digo.

-¡Cómo! ¿no recibís de vez en cuando alguna visita?

-Ni una.

-No puede ser.

-Pues, no obstante, es.

-¡Ah! Vos calumniáis a los an­gevinos.

-Yo no sé si los calumnio, pero el diablo me lleve si he visto la pluma del sombrero de uno solo.

-Entonces me he engañado.

-Completamente: pero volvamos a lo que decíais al principio: ¿cómo es que el parque no os parece se­guro? ¿Hay osos?

-¡Oh! no.

-¿Lobos?

-Tampoco.

-¿Ladrones?

-Probablemente. Decidme, mi querido monsieur de San Lucas, vuestra mujer es muy linda, según lo que me ha parecido.

-En efecto.

-¿Se pasea a menudo por el par­que?

-Muchas veces: es como yo: le agrada infinito el campo: ¿pero por qué me hacéis esa pregunta?

-Por nada: ¿y cuando se pasea la acompañáis vos?

-Siempre.

-Casi siempre.

-¿Mas, adónde diablos vais a pa­rar?

-Pse, a nada, querido monsieur de San Lucas, o a poco más que nada.

-Ya oigo.

-Es el caso, que me han di­cho. . .

-¿Qué os han dicho? Hablad.

-¿Pero no os enfadéis?

-Yo no me enfado nunca.

-Por otra parte, entre maridos es muy común esta clase de confian­zas; lo que me han dicho es que habían visto rondar a un hombre por el parque.

-¿A un hombre?

-Sí.


-¿Y venía por mi mujer?

-¡Oh! no quiero decir tanto.

-Harías mal en no decirlo, querido monsieur de Monsoreau, por­que la cosa no puede ser más inte­resante: ¿y quién ha visto eso?

-¿Para qué queréis saberlo?

-Pse, ya que nos hallamos en conversación, lo mismo es hablar de eso que de otra cosa. Decís, pues, que ese hombre venía por madame de San Lucas. ¡Oiga!

-Si he deciros la verdad, no creo que viniese por vuestra mujer.

-¿Y entonces por quién?

-Temo que fuese por Diana.

-¡Ah! Sería preferible.

-¿Cómo que sería preferible?

-Sin duda: ya sabéis que no hay raza más egoísta que la de los ma­ridos: cada uno mire por sí y Dios mirará por todos.

-El diablo más bien.

-Así pues, pensáis que ha entra­do aquí un hombre.

-No sólo lo creo, sino que lo he visto.

-¿Visteis a un hombre en el par­que?

-Sí.


-¿Solo?

-Con madame de Monsoreau.

-¿Y cuándo?

-Ayer.


-¿Dónde?

-Ved, aquí a la izquierda.

Y como Monsoreau hubiese diri­gido el paso hacia la parte del anti­guo bosque, pudo desde el sitio donde estaba indicar a su compañe­ro el punto donde la víspera había visto a los dos amantes.

-¡Hola! -dijo San Lucas-, en efecto, esta tapia se encuentra en mal estado: avisaré al Barón que le echan a perder la cerca.

-¿Y a quién suponéis culpable?

-¿Yo?


-Sí.

-¿De qué?

-De saltar la tapia para venir al porque a hablar con mi mujer.

San Lucas aparentó abismarse en profunda meditación: Monsoreau aguardó con paciencia el resultado.

-¿Qué pensáis? -dijo el mon­tero mayor.

-Como no sea... no veo más que...

-¿Qué?

-Que. . . a vos -repuso San Lu­cas levantando la cabeza y miran­do fijamente a Monsoreau.



-¿Bromeáis, mi querido mon­sieur de San Lucas?

-No por cierto: también yo, po­co tiempo después de casado, hacía esas diabluras; ¿por qué no habíais de hacerlas vos?

-Vamos, está visto que no que­réis contestar, confesadlo, querido amigo; pero nada temáis.. . yo ten­go valor para todo... Ayudadme a averiguar... grande es el servicio que espero de vos.

San Lucas se rascó la oreja y repuso:

-Confieso que, como no seáis vos. . .

-Dejad para otra ocasión las chanzas; la cosa es grave y os pre­vengo que no se quedará así.

-¿Pero creéis?...

-Cuando os digo que estoy con­vencido...

-Eso es otra cosa: ¿y cómo viene ese hombre? ¿lo sabéis?

-¡Pardiez! vendrá de oculto.

-¿Muchas veces?

-Así lo creo; sus huellas están impresas en la piedra blanda de la tapia mirad.

-Efectivamente.

-¿No lo habéis notado hasta aho­ra?

-¡Oh! -dijo San Lucas-, algo sospeché yo.

-¿Algo? -dijo el conde ansio­samente-, ya veis...

-Sí, pero después no hice caso; pomo pensé que seríais vos...

-Cuando os digo que no.

-Lo creo, amigo mío.

-¿Me creéis?

-Sí.

-Así, pues, ¿no sospecháis? -Sospecho que si no erais vos, era otro.



El montero mayor dirigió una mi­rada amenazadora a San Lucas, pe­ro éste siguió afectando amabilidad y negligencia.

-¡Ya! -dijo Monsoreau.

-Otra idea se me ocurre -aña­dió San Lucas.

-Veamos.

-Si fuese...

-¿Quién?

-No.

-¿No?


-Mas, sí.

-Hablad.


-Si fuese el duque de Anjou...

-Ya había yo pensado en ello -repuso Monsoreau-; mas he to­mado informes y no puede ser él.

-¡Oh! el duque es muy ladino.


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