Alejandro dumas



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-En efecto, monseñor -dijo-, arrancádselas si podéis; pero mirad no sea que en vez de aprovecharos os perjudique este retraso. El rey por ejemplo...

-¿Qué?

-El rey, no conociendo vuestras intenciones puede irritarse; Su Ma­jestad es muy irascible.



-Tienes razón, sería preciso que yo pudiese enviar alguno para salu­dar al rey en mi nombre y anun­ciarle mi regreso: con esto ganaría los ocho días que necesito.

-Sí, pero ese alguno, corre gran riesgo -dijo Bussy.

El duque de Anjou se sonrió de un modo siniestro.

-Si yo cambiase de resolución, ¿no es esto? -preguntó.

-Y cambiaréis de resolución, a pesar de la promesa hecha al rey, si vuestro interés lo exige, ¿no es así?

-¡Toma! -repuso el príncipe.

-Muy bien, y entonces vuestro embajador será encerrado en la Bas­tilla.

-Le daremos una carta y no sa­brá lo que lleva.

-Al contrario -dijo Bussy-, decidle a lo que se arriesga y no le deis carta.

-Pero entonces nadie querrá en­cargarse de la comisión.

-Sí, conozco a uno.

-¿Quién?


-Yo, monseñor.

-¿Tú?


-Sí, yo, me agradan las negocia­ciones difíciles.

-Bussy, mi querido Bussy -ex­clamó el duque-, si haces eso pue­des contar con mi eterno reconoci­miento.

Bussy se sonrió, pues sabía hasta dónde llegaba la gratitud de que hablaba Su Alteza.

El duque creyó que vacilaba y agregó:

-Y te daré diez mil escudos para el viaje.

-Vamos, monseñor -dijo Bus­sy-, sed más generoso, esas cosas no se pagan.

-¿De modo que irás?

-Iré.


-¿A París?

-A París.

-¿Y cuándo?

-¡Psé! cuando os plazca.

-Cuanto antes mejor.

-¿Sí? pues bien.

-¿Qué?

-Marcharé esta noche si que­réis, monseñor.



-¡Valiente Bussy, querido Bus­sy! ¿pero consientes de veras?

-¿Si consiento? -repuso Bus­sy-, bien sabéis, monseñor, que por servir a Vuestra Alteza sería yo capaz de arrojame al fuego. Está dicho, esta noche saldré para Pa­rís; entretanto divertíos aquí y con­seguidme de la reina madre alguna buena prebenda.

-Eso pienso, amigo mío.

-Quedad con Dios, monseñor.

-Adiós, Bussy: ¡ah! no eches en olvido una cosa.

-¿Cuál?


-El despedirte de mi madre.

-Tendré ese honor.

En efecto, Bussy, más ligero y alegre que un colegial que acaba de oír la hora destinada al recreo, hizo su visita a Catalina y se dis­puso para marchar tan luego como le llegase de Meridor la señal de partida.

La señal se hizo aguardar hasta la mañana siguiente; Monsoreau se sintió tan débil a causa de la emo­ción que había experimentado que creyó preciso descansar aquella no­che.

Pero a las siete de la mañana el mismo palafranero que había lleva­do la carta de San Lucas, llevó a Bussy la noticia de que el conde, a despecho de las lágrimas del ancia­no barón y de la oposición de Re­migio, acababa de partir para Pa­rís en una litera que escoltaban a caballo Diana, Remigio y Gertrudis.

Esta litera era conducida por ocho hombres, que de legua en legua de­bían relevarse.

Bussy, que no esperaba más que esta noticia, saltó sobre el caballo, ya ensillado desde el día antes y se puso en marcha.

LXXI. LA VUELTA A PARIS DE M. DE SAN LUCAS

Desde la partida de Catalina, el rey, a pesar de la confianza que tenía en el embajador enviado a Angers, sólo pensaba en armarse contra las tentativas de su hermano.

Conocía por experiencia el carác­ter de su familia: sabía todo lo que puede un pretendiente a la corona, es decir, el hombre nuevo, contra el poseedor legítimo, esto es, con­tra el hombre gastado y enojoso.

Divertíase, o más bien se aburría como Tiberio, en formar con Chicot listas de proscripción, donde inscri­bía por orden alfabético los nom­bres de todos aquellos que no se habían mostrado celosos partidarios suyos.

Estas listas iban siendo cada día más largas.

Y en la S y en la L, es decir, dos veces en vez de una, escribía todos los días el nombre de M. de San Lucas.

Por otra parte, la cólera de En­rique contra su antiguo favorito, estaba bien alimentada con los comen­tarios de la Corte, con las insinua­ciones pérfidas de los cortesanos, y con las amargas recriminaciones contra la fuga a Anjou del esposo de Juana de Cossé, fuga que se había convertido en traición desde el instante en que el mismo duque se había refugiado en la provincia.

En efecto, San Lucas, huyendo a Meridor, ¿no debía ser considera­do como el aposentador del duque de Anjou, que iba a disponer alo­jamiento para el príncipe en An­gers?

En medio de todo aquel desorden, de todo aquel barullo, era cosa de ver a Chicot, estimulando a los fa­voritos a afilar las dagas y las es­padas para acuchillar con ellas los enemigos de Su Majestad Cristianí­sima.

La conducta del gascón era tan­to más admirable cuanto que fin­giendo hacer el papel de la mosca en el coche, representaba otro de mucha más importancia. Chicot, po­co a poco, y por decirlo así, hombre por hombre, iba reuniendo un ejér­cito para el servicio de su amo.

Un día, a la hora en que el rey estaba cenando con la reina, cuya sociedad cultivaba Enrique más asi­duamente desde que la partida de Francisco había provocado un peli­gro político, entró Chicot en el ga­binete con las piernas y brazos ex­tendidos como las figuras de cartón a que se hace bailar por medio de un hilo.

-¡Uf! -dijo.

-¿Qué hay? -interrogó el rey.

-M. de San Lucas -respondió Chicot.

-¿M. de San Lucas? -excla­mó Su Majestad.

-Sí.

-¿Se halla en París?



-Sí.

-¿En el Louvre?

-Sí.

Al oír la última de estas tres afir­maciones, se levantó el rey de la mesa trémulo y sofocado.



Hubiera sido difícil decir cuál era la sensación que más le dominaba.

-Perdonad -dijo a la reina, lim­piándose el bigote y arrojando la servilleta sobre un sillón-; éstos son asuntos de Estado en que nada tienen que ver las mujeres.

-Sí -dijo Chicot ahuecando la voz-, son asuntos de Estado.

La reina quiso levantarse de la mesa para dejar en libertad a su marido.

-No, señora -dijo Enrique-, quedaos si os place, yo voy a entrar en mi gabinete.

-Señor -repuso la reina con el tierno interés que siempre manifes­tó a su ingrato esposo-, no os irri­téis, yo os lo suplico.

-Dios lo quiera -respondió En­rique, sin notar el aire burlón con­que Chicot se retorcía el bigote.

El rey salió con presteza del cuar­to seguido de Chicot.

Luego que estuvo fuera preguntó con voz trémula:

-¿Qué viene a hacer aquí ese traidor?

¿Quién sabe? -dijo Chicot.

-Estoy seguro de que viene en clase de diputado de la provincia de Anjou. Viene como embajador de mi hermano, porque de este modo se forman las rebeliones: son como aguas turbias y fangosas en que los sublevados pescan toda clase de be­neficios, sórdidos, es verdad, pero ventajosos, y que de provisionales y precarios se convierten poco a poco en fijos e inamovibles. Este ha previsto la rebelión y se ha hecho dar un salvoconducto para venir a insultarme.

-¿Quién sabe? -dijo Chicot.

-El rey miró al gascón como ex­trañando su laconismo. -También puede ser -añadió, sin dejar de marchar por la galería con pasos desiguales que demostra­ban claramente su agitación-, tam­bién puede ser que venga a pedir­me los bienes, cuyas rentas le tengo embargadas, lo cual es quizás un abuso, porque al fin no ha cometi­do un crimen calificado, ¿eh?

-¿Quién sabe? -respondió Chi­cot.

-¡Hola! -dijo Enrique-, veo que repites constantemente la mis­ma cosa como mi papagayo: ¡par­diez! tú me harás perder al fin la paciencia con tu eterno ¿quién sa­be?

-¿Y tú crees que estás divertido con tus eternas preguntas?

-Contesta alguna cosa al menos.

-¿Y qué quieres que responda? ¿Me crees acaso el Hado de los antiguos, o el dios Júpiter, o el dios Apolo o la adivina Manto? Tú eres el que cansa mi paciencia con tus imbéciles suposiciones.

-¡M. Chicot! ...

-¿Qué hay, M. Enrique?

-Chicot, amigo mío, ¿estás vien­do mi dolor y todavía me tratas así?

-No sientas dolor, ¡pardiez!

-Pero todo el mundo me es in­fiel.

-¿Quién sabe? ¡Voto al demo­nio! ¿Quién sabe?

Enrique, perdiéndose en conjetu­ras bajó a su gabinete, donde al oír la extraña noticia del regreso, de San Lucas, se habían reunido todos los dependientes principales del Lou­vre, entre los cuales o más bien a la cabeza de los cuales brillaba Cri­llon con los ojos chispeantes, en­cendidas las narices y erizado el bigote, como un perro de presa que se apercibe al combate.

San Lucas estaba allí de pie en medio de aquellos hombres de rostro amenazador sintiendo hervir a su alrededor la cólera que llenaba to­dos los pechos, conservando a pe­sar de esto la mayor serenidad. ¡Cosa extraña!... Había llevado a su mujer y la había hecho sentar en un taburete junto a la balaustra­da del lecho, mientras él se paseaba con la mano en la cadera mirando a los curiosos y a los insolentes del mismo modo que ellos le miraban. Juana, modestamente cubierta con manto de camino, aguardaba con los ojos fijos en el suelo.

San Lucas, orgullosamente embo­zado en su capa, esperaba también, pero en actitud que parecía desear las provocaciones en vez de temer­las.

En fin, los concurrentes espera­ban para insultarle a saber el ob­jeto que le llevaba a la corte, en la cual todos le creían inútil, deseo­sos como estaban de repartirse los favores que un tiempo le había dis­pensado el rey.

Todos se hallaban, pues, en es­pectación cuando Enrique III se presentó.

El rey entró agitado y animán­dose a sí mismo: esta perpetua agi­tación compone la mayoría de las veces lo que se llama dignidad en los príncipes.

Apareció, pues, Enrique, seguido de Chicot, el cual había tomado la actitud digna y tranquila que hu­biera debido tomar el rey de Fran­cia, y contemplaba el continente de San Lucas, que era lo primero que habría debido hacer Enrique.

-¡Ah, M. San Lucas! ¡vos aquí! -exclamó el monarca sin hacer ca­so de los demás circunstantes pa­recido en esto, a un toro de los que marchan derechos al bulto, sin que les llamen la atención las capas ni sus variados colores.

-Sí, señor -contestó sencilla y modestamente San Lucas, inclinán­dose con respeto.

Esta respuesta conmovió un po­co al rey; el aire de tranquilidad y de respeto con que fue pronunciada comunicó a su ciego espíritu tan levemente los sentimientos de razón y mansedumbre que debe excitar tanto el respeto debido a los demás, como el cuidado deja dignidad pro­pia, que prosiguió sin intervalo.

-Vuestra presencia en el Louvre me sorprende extraordinariamente.

Un sepulcral silencio sucedió a esta brutal salida del rey.

Era como el silencio que reina en un campo cerrado en torno de dos adversarios que van a decidir una cuestión de suprema importancia.

San Lucas le rompió el primero.

-Señor -dijo con su elegancia habitual y sin mostrar turbación por el brusco ataque del rey-, a mí no me sorprende más que una cosa, y es que Vuestra Majestad no me esperase, hallándose en las circuns­tancias en que se halla.

-¿Qué quiere decir eso? -repli­có Enrique con majestuoso orgullo y levantando la cabeza, a la cual sabía dar en las grandes ocasiones una incomparable expresión de dig­nidad.

-Señor -prosiguió San Lucas-, Vuestra Majestad corre un peligro.

-¡Un peligro! -exclamaron los concurrentes.

-Sí, señores, un peligro grande, verdadero, un peligro en el cual el rey necesita el auxilio de todos los que le son adictos, desde el más pe­queño, hasta el más grande, y con­vencido yo de que en un caso como el presente no hay auxilio que sea de despreciar, vengo a ofrecer a los pies de mi rey mis humildes servi­cios.

-¡Hola! -dijo Chicot-, ¿ves, hijo mío, como yo tenía razón en decir; quién sabe?

Enrique III guardó silencio por algunos momentos: miró a los con­currentes, los concurrentes parecían conmovidos y ofendidos, pero En­rique distinguió al momento en sus miradas, indicios de la envidia que hervía en la mayor parte de los co­razones.

De aquí dedujo que San Lucas había hecho alguna cosa que era incapaz de hacer la mayoría de la asamblea; es decir, alguna cosa bue­na.

No obstante, no quiso darse tan pronto por vencido.

-Caballero -respondió-, no habéis hecho más que cumplir con vuestra obligación, porque nos de­béis vuestros servicios.

-Los servicios de todos los súb­ditos del rey, son del rey; ya lo sé, señor -repuso San Lucas-; pero en los tiempos que corren hay mu­chos que se olvidan de pagar sus deudas; yo, señor, vengo a pagar la mía, feliz si Vuestra Majestad tiene a bien seguir contándome en el nú­mero de sus deudores.

Enrique desarmado con aquella dulzura y humildad tan perseveran­te, dio un paso hacia San Lucas, diciendo:

-¿Conque regresáis sin más mo­tivo que el que decís, sin traer mi­sión alguna, sin salvoconducto?

-Señor -dijo con presteza San Lucas reconociendo en el tono con que el rey le hablaba, que ya su amo estaba satisfecho-; vuelvo úni­camente por volver, y esto a toda prisa. Ahora Vuestra Majestad pue­de mandarme encerrar en la Bastilla o arcabucear antes de una hora o de dos: yo he cumplido con mi de­ber, señor, la provincia de Anjou se halla en combustión, la Turena se dispone para sublevarse, la Guie­na se prepara para auxiliar la su­blevación: el señor duque de An­jou tiene en agitación las provincias de Occidente y del Mediodía de Francia.

-Y en esa tarea está bien auxi­liado, ¿no es cierto? -exclamó el rey.

-Señor -dijo San Lucas com­prendiendo el sentido de las pala­bras reales-, ni los consejos ni los avisos pueden detener al duque, y M. de Bussy, con toda su fuerza, no puede librar al príncipe del te­rror que Vuestra Majestad le ha inspirado.

-¡Hola! -dijo Enrique-, ¿con­que tiembla el rebelde?

Y se sonrió de manera que el bi­gote ocultase la sonrisa.

-¡Pardiez! -dijo Chicot pasán­dose la mano por la barba-, éste es un hombre que lo entiende.

Y dando al rey con el codo.

-Apártate un poco, Enrique -exclamó-, que voy a dar un apre­tón de mano a M. de San Lucas.

La acción de Chicot animó al rey, el cual, después de haber de­jado al gascón que felicitase a San Lucas, se dirigió lentamente hacia su antiguo amigo y le puso la mano en el hombro, diciendo:

-Bien venido, San Lucas.

-¡Ah, señor! -exclamó San Lu­cas besando la mano al rey-, al fin vuelvo a hallar a mi querido amo.

-Sí; pero yo no te encuentro a ti -dijo el rey-, o al menos te hallo tan flaco, mi pobre San Lucas, que no te habría conocido viéndote pasar.

A estas palabras respondió una voz femenil.

-Señor -dijo esta voz-, es del pesar de haber desagradado a Vues­tra Majestad.

Aunque la voz era respetuosa y dulce, Enrique se estremeció, pues para él era tan antipática como para Augusto el ruido de los truenos.

-¡Madame de San Lucas! -mur­muró-. ¡Ah! es cierto, ya se me había olvidado.

Juana se arrodilló a sus pies.

-Levantaos, señora -dijo el rey- yo aprecio a todos los que llevan el nombre de San Lucas.

Juana asió la mano del rey y se la llevó a los labios.

Enrique la retiró con presteza.

-Id -dijo Chicot a la joven-, id a convertir al rey, ¡pardiez! sois bastante hermosa para ello.

Pero Enrique volvió la espalda a Juana, y pasando su brazo alrede­dor del cuello de San Lucas se le llevó a sus habitaciones diciendo:

-¿Conque está hecha la paz en­tre nosotros, San Lucas?

-Decid, señor -repuso el cor­tesano- que está concedido el per­dón.

-Señora -dijo Chicot a Juana que se hallaba indecisa-, una bue­na esposa no debe dejar a su ma­rido, sobre todo cuando está en pe­ligro.

E hizo entrar a Juana detrás del rey y de San Lucas.

LXXII. DOS ANTIGUOS PERSONAJES

Hay un personaje en esta historia o mejor dicho, hay dos personajes, de cuyas acciones y gestos tiene de­recho el lector para pedirnos cuenta.

Con la humildad de un autor de prólogo antiguo nos apresuramos a satisfacer esta curiosidad cuya im­portancia no nos es desconocida.

Trátase en primer término de un corpulento fraile de espesas cejas, de labios rojos y carnosos, de an­chas manos y dilatados hombros, cuyo cuello se disminuye todos los días a medida que alcanzan mayor desarrollo su pecho y sus mejillas.

Trátase en segundo lugar de un burro grande y fuerte, cuyos costa­dos se van redondeando con gra­cia.

El fraile se va asemejando cada día más a un tonel sostenido por dos vigas.

El asno se parece ya a una cuna de niño sobre cuatro ruedas.

El uno habita una celda del con­vento de Santa Genoveva, en la cual le visitan todas las gracias del Se­ñor.

El otro habita la cuadra del mis­mo convento y tiene delante de sí un pesebre constantemente lleno.

El uno responde al nombre de Gorenflot.

El otro debería responder al nom­bre de Panurgo.

Ambos disfrutan, al menos por ahora, del destino más próspero que han podido soñar jamás un burro y un fraile. Los padres de Santa Genoveva obsequian grandemente a su ilustre compañero, y los fámulos del convento, parecidos a las divinida­des de tercer orden que cuidaban del águila de Júpiter, del pavo real de Juno y de las palomas de Ve­nus, ceban a Panurgo en honor de su amo.

La cocina del convento humea constantemente; el vino de las bo­degas más famosas de Borgoña lle­na los más anchos vasos.

Cuando llega un misionero que ha recorrido lejanos países para pro­pagar la fe; cuando llega un emi­sario secreto del Papa con indul­gencias de parte de Su Santidad, le enseñan al padre Gorenflot, mode­lo de la Iglesia predicadora y mili­tante que maneja la retórica como San Lucas, y la espada como San Pa­blo, le muestran al padre Gorenflot en toda su gloria, es decir, en un festín; en la mesa se ha hecho una escotadura para el vientre sagrado de Gorenflot, y los padres mani­fiestan un noble orgullo cuando ha­cen ver al santo viajero que Go­renflot devora él solo la ración de ocho de los más robustos frailes del convento.

Y, cuando el recién llegado ha contemplado piadosamente este pro­digio:

-¡Qué admirable naturaleza! -dice el prior cruzando las manos y levantando los ojos al cielo-, el padre Gorenflot es gastrónomo y cultiva las artes; mirad cómo come. ¡Ah! ¡si le hubierais oído el ser­món que pronunció una noche, en el cual ofrecía sacrificarse por el triunfo de la fe! Tiene una boca que habla como la de San Juan Cri­sóstomo, y que engulle como la de Gargantúa.

No obstante, a veces, en medio de este esplendor, se anubla la fren­te de Gorenflot; las gallinas del Mans humean inútilmente delante de sus anchas narices: las pequeñas ostras de Flandes, de las cuales se come un millar jugando, bostezan y se agitan en sus conchas nacara­das; las botellas de diferentes for­mas permanecen intactas aunque destapadas.

Gorenflot está triste, Gorenflot no tiene apetito, Gorenflot medita. Entonces corre la voz en el con­vento de que el digno padre se ha­lla en éxtasis como San Francisco o como Santa Teresa y crece la ad­miración que a sus compañeros ins­pira.

Para ellos no es un fraile, es un santo, es un semidiós, y algunos llegan hasta decir que es un dios completo.

-¡Chiss! -murmuran-; no in­terrumpáis la meditación del padre Gorenflot.

Y todos se apartan con respeto.

Sólo el prior aguarda el momen­to en que el padre Gorenflot da se­ñales de vida y entonces se acerca a él, le toma la mano con afabili­dad y le interroga con respeto.

Gorenflot alza la cabeza y mira al prior con ojos desencajados, como si viniera de otro mundo.

-¿Qué hacías, mi digno herma­no? -le interrogó el prior.

-¿Yo? -dice Gorenflot.

-Sí, vos, algo estabais haciendo.

-Estaba componiendo un ser­món.

-¿Del género de aquel que tan enérgicamente pronunciasteis la no­che de la Santa Liga?

Cada vez que le hablan de este sermón, Gorenflot deplora amarga­mente su enfermedad.

-Sí -dice exhalando un suspi­ro-, del mismo género, ¡qué des­gracia no haber escrito aquél!

-Un hombre como vos, no tiene necesidad de escribir, padre Goren­flot: habla por inspiración, abre la boca, y como la palabra de Dios se desprende de sus labios.

-¿Lo creéis? -preguntó Goren­flot.

-Felices los que dudan -res­pondió el prior.

En efecto, de cuando en cuando Gorenflot, conociendo las obligacio­nes de su posición y la precisión de no desmentir sus antecedentes, se pone a meditar un sermón.

-¡Qué sirven Marco Tulio, ni César, ni San Gregorio, ni San Agus­tín, ni San jerónimo, ni Tertulia­no! La regeneración de la elocuen­cia sagrada va a empezar en Go­renflot: rerum novus ordo nascitur.

De cuando en cuando también, al fin de sus comidas o en medio de sus éxtasis, se levanta Gorenflot y como impulsado por un brazo invi­sible se iba en derechura a la cua­dra, se pone a contemplar amoro­samente a Panurgo, el cual rebuzna de placer, y después le pasa la ma­no Por el abundante pelo, bajo el cual desaparecen por completo sus gruesos dedos: entonces Panurgo en el colmo de su felicidad, no conten­to con rebuznar, se tiende panza arriba.

El Prior y tres o cuatro dignata­rios del convento escoltan ordina­riamente al padre Gorenflot y ha­cen mil caricias a Panurgo: uno le ofrece bollos, otro bizcochos, otro macarrones como antiguamente los que querían tener propicio a Plu­tón obsequiaban con tortas de miel al Cancerbero.

Panurgo se deja obsequiar; tiene el carácter acomodaticio: por otra parte, no teniendo éxtasis, ni ser­mones que meditar, ni reputación que sostener, más que la terquedad, pereza y lujuria, ve que nada tiene que desear y se considera el más di­choso de los burros.

El prior le mira con enterneci­miento; sencillo y manso, dice, la sencillez v la mansedumbre son las virtudes de los fuertes.

Gorenflot ha sabido que en latín se dice ita para decir sí, esto le sirve extraordinariamente, pues a cuanto le preguntan responde ita con una fatuidad que nunca deja de producir su efecto.

Animado por estas respuestas siempre afirmativas, el prior le dice en ocasiones:

-Trabajáis mucho, padre Goren­flot, y eso os pone triste.

Gorenflot responde al prior, co­mo Chicot a Enrique III.

-¿Quién sabe?

-Quizás nuestros alimentos son un poco groseros -añade el prior-; ¿deseáis que nombremos otro pa­dre cocinero? Ya sabéis, padre Go­renflot que quoedam saturationes minus sucedunt.

-Ita -contesta eternamente Go­renflot acariciando más y más su burro.

-Mucho acariciáis a Panurgo, padre Gorenflot, ¿os vuelve la ma­nía de viajar?

-¡Oh! -responde entonces Go­renflot exhalando un suspiro.

Cierto que éste es el recuerdo que atormentaba a Gorenflot. Gorenflot, que al principio creyó una gran des­gracia su destierro del convento, ha descubierto en el destierro goces in­finitos que no conocía, y cuyo ori­gen es la libertad. En medio de su felicidad un gusano le roe el cora­zón; es el deseo de la libertad: la libertad con Chicot, alegre compa­ñero, con Chicot, a quien ama sin saber por qué, tal vez porque de cuando en cuando le sacude.

-¡Ah! -dice con timidez un fraile que ha estado observando la expresión de la fisonomía de Go­renflot-, creo que tenéis razón, pa­dre prior, y que su reverencia se cansa de estar en el convento.

-Cansarme precisamente no -re­puso Gorenflot-, pero conozco que he nacido para una vida activa, de luchas, para la política de las pla­zas, para predicar sobre guardacan­tones.

Y mientras dice estas palabras, sus ojos se animan: piensa en las tortillas de Chicot, en el vino de Anjou de maese Claudio Bonhomet y en la sala baja del Cuerno de la Abundancia.

Desde el día del alistamiento de la Liga, o mejor dicho desde el siguiente por la mañana, no le han dejado salir del convento; desde que el rey se ha hecho jefe de la Unión, los coligados proceden con doble mayor prudencia.


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