Alejandro dumas



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-Las que esos hombres elijan.

-El día, lugar y hora.

-Los que esos señores quieran.

-Pero en fin...

-No hablemos más de esas pe­queñeces: desempeñad pronto vues­tra comisión y cuando volváis me hallaréis allá bajo, en el jardín del Louvre.

-¿Me esperáis?

-Sí.

-Como gustéis, pero puede ser que tarde un poco.



-No tengo prisa.

Ya sabemos cómo San Lucas en­contró a los cuatro jóvenes todavía reunidos en la sala de audiencia, y cómo entabló conversación.

Volvamos ahora a la antesala de la casa de Schomberg, donde le de­jamos aguardando ceremoniosamen­te, según la etiqueta de aquella épo­ca, mientras los cuatro favoritos de Su Majestad, sospechando la cau­sa de su visita se colocaban a los cuatro extremos cardinales del vas­to salón.

Hecho esto, se abrieron las dos hojas de la puerta y avanzó un laca­yo a saludar a San Lucas, el cual, apoyando la mano izquierda en la guarnición de la espada, y levan­tando elegantemente la capa con la punta de aquélla, se encaminó te­niendo el sombrero en la derecha mano, hacia la puerta y se detuvo tan en medio del umbral, que su regularidad hubiera hecho honor al más hábil arquitecto.

-¡M. d'Epinay de San Lucas! -gritó el portero.

San Lucas entró.

Schomberg, como dueño de casa, se levantó y salió a recibir a su huésped, el cual, en vez de saludar­le, se puso el sombrero.

Esta formalidad anunciaba las in­tenciones con que se hacía la visita. Schomber contestó con un salu­do y volviéndose después hacia Que­lus, dijo:

-Tengo el horror de presentaros a M. Santiago de Levis, conde de Quelus.

San Lucas avanzó un paso hacia Quelus y le hizo un profundo salu­do diciendo:

-Le buscaba.

Quelus saludó.

Schomberg, volviéndose hacia otro extremo de la sala, añadió:

-Tengo el honor de presentaros a M. Luis de Maugiron.

San Lucas y Maugiron se saluda­ron.

-Le buscaba -repuso San Lu­cas.

La presentación de d'Epernon se verificó con las mismas ceremonias, cachaza y lentitud.

Luego Schomberg, se nombró a sí mismo, y recibió igual cumpli­miento.

Hecho esto los cuatro amigos se sentaron, quedándose San Lucas en pie.

-Señor conde -dijo a Quelus-, habéis ultrajado al señor conde Luis de Clermont d'Amboise, señor de Bussy, el cual os presenta sus res­petos y os llama a singular combate en el día y hora que os convenga y con las armas que elijáis, hasta que uno de los dos quede sin vida.

-Cierto que sí -contestó tran­quilamente Quelus-, y el señor conde de Bussy me hace mucho honor.

-¿Qué día escogéis?

-Me es indiferente; no obstan­te, cuanto antes mejor.

-¿A qué hora?

-Por la mañana.

-¿Armas?


-La espada y la daga, si a M. de Bussy le agradan estos dos ins­trumentos.

San Lucas, saludó y dijo:

-Todo lo que vos decidáis sobre este punto, será una ley para M. de Bussy.

Después se dirigió a Maugiron, d'Epernon y Schomberg, los cuales contestaron lo mismo.

-Pero no hemos pensado en una cosa -dijo Schomberg, que como amo de la casa recibió la invitación el último.

-¿En cuál?

-En que si nos acomodase, por­que el azar suele hacer cosas raras, si nos acomodase a todos elegir el mismo sitio y la misma hora, M. de Bussy se vería perplejo.

-Ciertamente -exclamó-, que monsieur de Bussy se vería perple­jo como debe verse todo un ca­ballero en presencia de cuatro va­lientes; pero dice que el caso no sería nuevo para él, puesto que ya se le ha presentado otra vez cerca de la Bastilla, en el ángulo que for­ma el palacio de Tournelles.

-¿Y reñiría con los c u a t r o? -preguntó d'Epernon.

-Con los cuatro -repuso San Lucas-. Separadamente o a la vez; el desafío es individual y colectivo.

Contempláronse los cuatro jóve­nes. Quelus fue el primero que rom­pió el silencio.

-Eso está muy bueno de parte de Bussy -dijo ardiendo en cóle­ra-; pero por poco que valgamos, aun cada uno de nosotros puede reñir por sí solo sin auxilio extra­ño; aceptamos, pues, la proposición del conde, y reñiremos uno después de otro, o lo que sería mejor...

Quelus miró a sus amigos, los cuales, comprendieron indudable­mente su pensamiento, hicieron una seña afirmativa.

-O lo que sería mejor -conti­nuó-, pues no tratamos de asesi­nar a un caballero, es que la suerte eligiese cual de nosotros ha de re­ñir con M. de Bussy.

-¿Pero y los otros tres? -pre­guntó Maugiron.

-¡Los otros tres! Ciertamente que M. de Bussy tiene demasiados amigos y nosotros tenemos demasia­dos enemigos para que los otros tres permanezcan con los brazos cru­zados. ¿Es éste vuestro parecer, se­ñores? -añadió Quelus volviéndo­se hacia sus compañeros.

-Sí -dijeron todos a una voz.

-Y yo me alegraría mucho -di­jo Schomberg-, de que M. de Bus­sy invitase a esta función a M. de Livarot.

-Si me atreviese a dar mi parecer -dijo Maugiron-, desearía que M. de Balzac d'Entragues fuese de la partida.

-La cual sería completa -agre­gó Quelus-, si M. de Ribeirac qui­siese acompañar a sus amigos.

-Señores -dijo San Lucas-, participaré vuestros deseos al señor conde de Bussy, y creo poder con­testaros de antemano que se confor­ma con ellos, pues no debe espe­rarse otra cosa de su mucha cor­tesía. Sólo me falta, señores, daros las más sinceras gracias de parte del señor conde.

San Lucas saludó nuevamente y los cuatro gentilhombres bajaron sus cabezas al nivel de la de su antiguo compañero, al cual acompañaron hasta la puerta del salón.

En la última pieza encontró San Lucas a -los cuatro lacayos reuni­dos.

Sacó un bolsillo lleno de oro y le lanzó en medio de ellos, diciendo:

-Ahí va para beber a la salud de vuestros amos.

LXXVI. BUSSY Y SAN LUCAS

San Lucas volvió muy satisfecho de lo bien que había desempeñado su comisión.

Bussy, que le aguardaba, le dio las gracias.

San Lucas halló a su amigo muy triste, cosa que no era natural en un hombre tan valiente, al recibir la noticia de un famoso y brillante desafío.

-¿He desempeñado mal mi encar­go? -dijo San Lucas-; parece que estáis disgustado.

-¡Pardiez! Amigo mío, siento que en vez de fijar un término no hayáis exigido que el duelo se efec­tuase inmediatamente.

-¡Ah! paciencia, todavía no han venido vuestros amigos de Anjou, ¡qué diablo! dejadles tiempo para venir, y además, ¿qué necesidad hay de formarse tan pronto una comitiva de muertos y moribundos?

-Es que me agradaría morir lo más pronto posible.

San Lucas miró a Bussy con la sorpresa que experimentan las per­sonas perfectamente organizadas, al notar la menor apariencia de una desgracia, hasta en los extraños.

-¿Morir un hombre de vuestra edad, de vuestra fama y que tiene una querida como la vuestra?

-Sí, estoy seguro de que mataré a los cuatro, pero también recibiré una estocada que me tranquilizará para siempre.

-¡Aprensión! Bussy.

-Yo quisiera veros en mi caso: un marido a quien yo creía muerto y que resucita; una mujer que no quiere abandonar la cabecera del lecho de ese pretendido moribundo; nunca poderse sonreír con ella, ha­blarle ni tocarle la mano. ¡Pardiez! Quisiera tener alguno con quien darme de cuchilladas.

San Lucas soltó una carcajada tan estrepitosa que espantó a una banda de gorriones que picoteaban los servales del jardinillo del Lou­vre.

-¡Ah! -exclamó-, ¡Qué ino­cente sois! ¡y decir que las mujeres se mueren por ese Bussy, que es un niño en tales materias! Pero querido, vos habéis perdido el seso: sabed que no hay amante más feliz que vos en la tierra.

-¡Ah! demostrádmelo vos que sois hombre casado.

-Nihil facilius, según decía el jesuita Triquet, mi pedagogo. ¿No sois amigo de M. de Monsoreau?

-¡Pardiez! lo confieso para ver­güenza de la inteligencia humana: ese necio me llama su amigo.

-Pues bien, sedlo.

-¡Oh!... abusar de ese título.



-¡Prorsus absurdum! como de­cía también Triquet, ¿es realmente vuestro amigo?

-Él lo dice.

-No lo es, pues que os hace in­feliz: ahora bien, el objeto de la amistad es que los hombres se ha­gan dichosos mutuamente; al menos así lo dice Su Majestad, y Su Ma­jestad es letrado.

Bussy se echó a reír.

-Continúo -dijo San Lucas-: si os hace infeliz, claro es que no sois amigos y por lo tanto que le podéis tratar, o bien como indife­rente, tomándole su mujer, o bien como enemigo, matándole si no se da por contento.

-El hecho es que yo le aborrez­co.

-Y él os teme.

-¿Creéis que no me ama?

-Haced la prueba, tomadle la mujer y veréis.

-¿Es también esa lógica del pa­dre Triquet?

-No, es mía.

-Os felicito.

-¿Os agrada?

-No: prefiero ser hombre de ho­nor.

-¿Y dejar a madame de Monso­reau que cure moral y físicamente a su marido? Porque, en resumen, si vos os dejáis matar, claro es que ella cobrará cariño al único hom­bre que le queda.

Bussy frunció el ceño.

-Pero aquí viene mi mujer -ex­clamó San Lucas-, que suele dar buenos consejos; ahora que ha com­puesto un ramillete de las flores que ha cogido en el jardín de la reina madre, estará de buen humor: oíd­la, tiene un pico de perlas.

En efecto; Juana llegó en aquel momento, alegre y risueña como siempre. Hay naturalezas felices que son para todo lo que les rodea lo que la alondra para los campos: un feliz agüero y un comienzo de ale­gría.

Bussy la saludó amistosamente y ella le tendió su mano, lo cual prue­ba que no es el plenipotenciario Dubois el que importó esta moda de Inglaterra con el tratado de la cuádruple alianza.

-¿Cómo van vuestros amores? -le preguntó atando el ramo con una cinta de oro.

-Se mueren -repuso Bussy.

-Lo que hay es que están heri­dos y se desmayan -dijo San Lu­cas-; pero yo apuesto a que vos les hacéis volver en sí.

-Veamos la herida -dijo Juana.

-En dos palabras te contaré el caso -añadió San Lucas-: M. de Bussy no quere amistad con el con­de de Monsoreau y ha formado el designio de retirarse.

-¿Y dejar a Diana? -exclamó Juana conmovida.

Bussy, asustado al ver esta de­mostración, agregó:

-Señora, San Lucas no os ha di­cho que quiero morir.

Juana le miró un instante con una compasión que nada tenía de evangélica.

-¡Pobre Diana! -murmuró-: ¡qué ingratos son los hombres!

-Ahí tenéis -repuso San Lu­cas-, ahí tenéis la moral de mi mujer.

-¡Ingrato yo -exclamó Bussy-, porque temo envilecer mi amor so­metiéndome a la infame práctica de la hipocresía!

-¡Eh! ese no es sino un' pretex­to -dijo Juana-. Si estuvieseis verdaderamente apasionado, no te­meríais más que una especie de envilecimiento: el de no ser queri­do.

-Pero, señora -observó afec­tuosamente Bussy-, hay sacrificios tales...

-No prosigáis; confesad que ya no amáis a Diana, eso sería más digno de un caballero.

Bussy palideció.

-¿No os atrevéis a decírselo? pues bien, yo se lo diré.

-¡Señora, señora!

-Están graciosos los hombres con sus sacrificios: ¡pues que! ¿nosotras no hacemos sacrificios? ¡pues qué! ¿no es heroísmo arriesgarse a mo­rir a manos de ese tigre de Mgn­soreau, conservar todos sus dere­chos a un hombre desplegando una fuerza -y una energía de que Sansón y Aníbal habrían sido incapaces; domar la bestia feroz de Marte para hacerla tirar del carro del vence­dor? ¡Oh! Diana es sublime y pue­do jurar que yo no habría hecho la cuarta parte de lo que ella está haciendo todos los días.

-Gracias -repuso San Lucas, con una profunda reverencia que hizo reír a Juana a carcajadas.

Bussy no sabía qué determinar.

-¡Y aun vaciláis -exclamó Jua­na-, y no caéis a mis pies diciendo el yo pecador!

-Tenéis razón -contestó Bus­sy-, soy hombre, es decir, criatura imperfecta e inferior a la más vulgar de las mujeres.

-Fortuna es -dijo Juana-, que os hayáis convencido.

-¿Qué me ordenáis?

-Que inmediatamente vayáis a hacer una visita.

-¿A M. de Monsoreau?

-¿Quién os habla de M. de Mon­soreau? A Diana.

-Mas si no se separan uno de otro...

-Cuando ibais a ver con tanta frecuencia a madame de Barbezieux, ¿no estaba siempre a su lado aquel enorme mono que os mordía por­que le dabáis celos?

Bussy lanzó una carcajada, Juana le imitó y San Lucas siguió su ejem­plo, de modo que aquel terceto de carcajadas hizo que se asomasen a las ventanas los cortesanos que se paseaban por las galerías.

-Señora -dijo Bussy por últi­mo-, voy a casa de M. de Monso­reau.

Y acto seguido se separaron, ha­biendo antes encargado Bussy a San Lucas que no dijese nada de su desafío con los favoritos.

Dirigióse en efecto a casa de M. de Monsoreau y le encontró en el lecho.

El conde dio un grito de alegría al verle: acababa Remigio de pro­meterle que su herida quedaría cu­rada antes de tres semanas.

Diana se puso un dedo en la bo­ca; ésta era su manera de saludar.

Fue preciso que _ Bussy refiriese a Monsoreau toda la historia de la comisión que le había dado el du­que de Anjou, su visita a la corte, el mal talante del rey y el frío as­pecto de los favoritos.

Frío aspecto fueron las palabras que empleó Bussy; así Diana nada sospechó.

Monsoreau, al oír estas noticias, se quedó pensativo; después rogó a Bussy que se inclinase hacia él y le dijo al oído:

-¿Hay todavía proyectos entre manos?

-Así lo creo -repuso Bussy.

-Creedme -dijo Monsoreau-, no os comprometáis por ese hombre perverso: le conozco, es muy pérfi­do y muy capaz de cometer una traición.

-Ya lo sé -dijo Bussy con una sonrisa y recordando la circunstan­cia en que le había hecho traición el duque.

-Sois mi amigo -dijo Monso­reau-, y quiero libertaros de toda asechanza. Siempre que os encon­tréis en alguna situación dificulto­sa pedidme consejo.

-¡Señor conde, señor conde! -dijo Remigio-, es necesario dor­mir después de la cura, vamos, dor­mid.

-Sí, querido doctor. Amigo, si queréis, podéis dar un paseo con mi mujer por el jardín; dicen que está muy hermoso este año.

-Estoy a vuestras órdenes-con­testó Bussy.

LXXVII. PRECAUCIONES DE M. DE MONSOREAU

San Lucas tenía razón; Juana te­nía razón, al cabo de ocho días lo comprendió Bussy y les hizo ple­na justicia.

Bello y magnífico hubiera sido para su fama póstuma continuar ob­servando su antigua conducta, pero esto era ser viejo y Bussy, olvidando a Plutarco, que había dejado de ser su autor favorito desde que el amor le había corrompido, Bussy, galán como Alcibíades, no pensando más que en lo presente, se mostraba ya muy poco aficionado a leer los párrafos de la historia que tratan de Escipión o de Bayardo, en sus días de continencia.

Diana era más sencilla, más na­tural, según se dice hoy, y se dejaba llevar de los dos instintos que el mi­sántropo Fígaro reconoce como in­natos en el bello sexo: el de amar y el de engañar. Nunca le había ocurrido la idea de elevar a teoría filosófica sus opiniones sobre lo que Charron y Montaine llaman lo honesto. Amar a Bussy era su lógica; no ser más que de Bussy era su mo­ral; y conmoverse al simple contacto de su mano era su metafísica.

M. de Monsoreau, a los quince días de su herida, se encontraba ya mucho mejor. Había evitado la fie­bre, merced a las aplicaciones de agua fría, nuevo remedio que la ca­sualidad, o mejor dicho la Providen­cia, había hecho descubrir al médi­co de la corte Ambrosio Paré; había evitado la fiebre, decimos, cuando de repente se puso peor, a conse­cuencia de haber sabido que el du­que de Anjou acababa de llegar a París con la reina madre y sus an­gevinos.

Razón tenía el conde para estar con cuidado, pues el duque, de An­jou, al día siguiente de su llegada, y bajo pretexto de saber de la salud del montero mayor, visitó la casa de la calle de Petits Péres.

Imposible es cerrar la puerta a una Alteza Real cuando se presen­ta a dar una prueba tan grande de interés.

M. de Monsoreau recibió, pues, al príncipe, y el príncipe estuvo amabilísimo con el montero mayor y sobre todo con su mujer.

Tan luego como se despidió, M. do Monsoreau llamó a Diana; se apo­yó en su brazo, y sin hacer caso de los gritos de Remigio, dio tres vuel­tas en torno de su sillón.

Hecho esto se sentó en el mismo sillón, en torno del cual, como he­mos dicho, acababa de trazar una triple línea de circunvalación; pare­cía encontrarse muy satisfecho y Diana adivinó en su sonrisa que me­ditaba algún proyecto.

Pero esto pertenecía a la historia particular de la casa de Monsoreau. Volvamos al duque de Anjou, cuya llegada pertenece a la parte épica de este libro.

Ya se comprenderá que no fue un día indiferente para los obser­vadores aquél en que Su Alteza Francisco de Valois hizo su entrada en el Louvre. Lo que observaron fue lo que sigue:

Mucha seriedad en el rey.

Mucha tibieza en la reina madre.

Y una humilde insolencia en el duque de Anjou, el cual parecía de­cir:

-¿A qué diablos me llamáis si, cuando regresara, pensabais poner­me tan mala cara?

Aquel recibimiento fue sazonado con miradas centelleantes, ardientes, devoradoras de parte de Livarot, Ribeirac y Antraguet, los cuales ad­vertidos por Bussy, trataban de dar a entender a sus futuros antagonis­tas que si el combate encontraba algún obstáculo, este obstáculo no sería puesto por ellos.

Chicot entró y salió aquel día, fue y vino, y corrió de un lado a otro, más que César la víspera de la bata­lla de Farsalia.

Luego todo quedó tranquilo.

A los dos días de su entrada en el Louvre pasó el duque de Anjou a hacer una visita al herido.

Monsoreau, sabedor de las meno­res circunstancias de la entrevista del rey con su hermano, estuvo ama­ble y complaciente con el duque, para mantenerle en sus hostiles dis­posiciones.

Luego que el duque se hubo des­pedido, y encontrándose cada vez mejor, tomó el brazo de su mujer, y en vez de dar tres vueltas alre­dador de su sillón, dio una alrededor de la estancia.

Después de lo cual se sentó con aire más satisfecho que la vez pri­mera.

Aquella tarde misma hizo avisar Diana a Bussy que M. de Monso­reau meditaba algún proyecto.

Un momento después se hallaba Bussy a solas con Monsoreau.

-¡Cuando pienso -dijo éste- ­que el príncipe, que me pone tan buena cara es mi enemigo mortal y que fue quien comisionó a San Lucas para asesinarme!...

-¡Asesinaros! -exclamó Bus­sy-; no creáis tal, señor conde. San Lucas es caballero, y vos mis­mo confesáis que le desafiasteis, que sacasteis la espada el primero, y que recibisteis la estocada comba­tiendo.

-Es verdad, pero no lo es menos que San Lucas obraba por instiga­ción del duque de Anjou.

-Mirad -dijo Bussy-, yo co­nozco al duque y a M. de San Lu­cas, y debo deciros que M. de San Lucas es amigo del rey y enemigo del príncipe. Si esa estocada os la hubiese dado Antraguet o Livarot o Ribeirac, no digo que... mas San Lucas...

-No sabéis la historia de Fran­cia como yo, mi querido M. de Bus­sy -dijo Monsoreau aferrado en su opinión.

Bussy habría podido contestarle que si no sabía tan bien como él la historia de Francia, en cambio sabía perfectamente la de Anjou, y en especial la de la parte en que estaba situado Meridor.

Por último, Monsoreau consiguió levantarse y bajar al jardín.

-Esto me basta -dijo al subir a su cuarto.

-¿Por qué? -dijo Remigio-, ¿no os prueba bien el aire de la calle de Petits Péres? ¿echáis de menos alguna distracción?

-Al contrario -repuso Monso­reau-, tengo demasiadas distraccio­nes; el duque de Anjou me fastidia con sus visitas; siempre trae consi­go dos docenas de gentileshombres, y el ruido de sus espuelas me irrita terriblemente los nervios.

-¿Pero adónde vais?

-He hecho disponer mi casita frente al palacio de Tournelles.

Bussy y Diana se .miraron mutua­mente recordando su primera entre­vista en aquella casa.

-¡Cómo! ¿aquella casuca? -re­plicó imprudentemente Remigio.

-¡Hola! ¿sabéis cuál es? -dijo M. de Monsoreau.

-¡Pardiez! -dijo el joven-, ¿quién no sabe la casa del montero mayor de Francia? y especialmen­te, ¿cómo no la he de saber yo, ha­biendo vivido en la calle de Beau­treillis?

Monsoreau, por costumbre, con­cibió una vaga sospecha.

-Sí, sí -dijo-, nos mudare­mos y allí estaré bien. Es casa don­de no se puede recibir sino a cuatro personas cuando más; es una forta­leza, y desde la ventana se ve a los que vienen a trescientos pasos de distancia, de modo que cuando se quiere se pueden evitar las visitas, sobre todo hallándose uno bueno.

Bussy se mordió los labios: temía que llegase un tiempo en que M. de Monsoreau evitase también sus vi­sitas.

Diana suspiró: se acordaba de ha­ber visto en aquella casita a Bussy herido y desmayado en su lecho.

Remigio reflexionó, y, por consi­guiente, fue el primero de los tres que rompió el silencio.

-No podéis mudaros -dijo.

-¿Y por qué, señor doctor? -re­plicó Monsoreau.

-Porque un montero mayor de Francia tiene visitas que recibir, cria­dos que mantener y caballos que hacer cuidar. Se concibe que tenga un palacio para sus perros, pero no es concebible que tenga una perre­ra para él.

-¡Hum! -dijo Monsoreau en tono que quería dar a entender que Remigio tenía razón.

-Además -dijo Remigio-, yo soy médico del corazón lo mismo que del cuerpo, y sé que lo que os da cuidado no es el vivir en esta casa o en otra.

-¿Qué es entonces?

-El que viva o no en ella vues­tra esposa.

-¿Y qué?


-¿Y qué? Que se mude la con­desa.

-¡Separarme de ella! -exclamó Monsoreau fijando en Diana una mirada más bien de ira que de amor.

-Entonces separaos de vuestro empleo, haced dimisión del cargo de montero mayor. Creo que esto se­ría prudente; porque una de dos o hacéis o no hacéis el servicio; si no le hacéis, el rey se disgustará, y si le hacéis...

-Haré lo que sea preciso -dijo Monsoreau apretando los dientes-, pero no me separaré de la conde­sa.

Apenas acabó el conde de decir estas palabras, se oyó en el patio gran ruido de caballos y de voces.

Monsoreau se estremeció de ira.

-¡Otra vez el duque! -excla­mó.

-Sí, justamente -dijo Remigio asomándose a la ventana.

En el mismo instante entró el du­que en la sala sin hacerse anunciar, pues los príncipes tienen este pri­vilegio.

Monsoreau, que se hallaba alerta, vio que la primera mirada de Fran­cisco fue para Diana.

Pronto la inagotable galantería del duque puso más en claro sus sospechas, pues llevaba a Diana una joya de aquellas que consumen la cuarta parte de la vida de un ar­tista, y obra de uno de los pacientes y generosos que ilustraran aquella época, en la cual las obras maes­tras, a pesar de la lentitud con que se ejecutaban, eran más frecuentes que en el día.

Era esta joya un hermoso puñal de mango de oro cincelado, cuyo mango era un frasco, y en la hoja estaban grabadas con maravilloso talento varias figuras alusivas a la caza: perros, caballos, cazadores, cuervos, árboles y cielo se confun­dían allí en conjunto armonioso que obligaba a los ojos a fijarse durante largo tiempo sobre aquella hoja de azul y oro.

-Veamos -dijo Monsoreau, te­miendo que el puñal contuviese ocul­to en el mango algún billete.

El príncipe disipó este temor se­parando el puñal en dos partes y diciendo:

-A vos que sois cazador la hoja, y a la condesa el mango. Buenos días, Bussy, ¿sois ahora amigo ín­timo del conde?

Diana enrojeció, Bussy, por el contrario, no perdió su serenidad.

-Monseñor -dijo-, Vuestra Alteza olvida que esta mañana me mandó que viniese a saber de la salud de M. de Monsoreau: yo he obedecido siempre vuestras órdenes.

-Es cierto -dijo el duque.

Y se fue a sentar junto a Diana y le habló en voz baja.

Al cabo de un instante, dijo:


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