Alejandro dumas



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-Deteneos, señor -dijo Que­lus-, porque si vos podéis relevar­nos de nuestra palabra, sólo Dios puede relevar a Vuestra Majestad de la suya. No juréis, pues si por tal motivo merecemos vuestra cólera y nos desterráis, iremos alegres a nuestro destierro; y entonces, no ha­llándonos ya en territorio sujeto a Vuestra Majestad, podremos cum­plir nuestra palabra, luchando con nuestros adversarios en país extran­jero.

-Si esos señores se acercan a vosotros a distancia de un tiro de arcabuz -exclamó Enrique-, les haré encerrar a todos cuatro en la Bastilla.

-Señor -exclamó Quelus-, si eso hiciera Vuestra Majestad, noso­tros iríamos descalzos y con la soga al cuello, a presentarnos a maese Lorenzo Testu, el gobernador, para que nos encerrase con ellos.

-Les haré cortar la cabeza, ¡par­diez! o soy rey o no lo soy.

-Si tal cosa aconteciese a nues­tros enemigos, nosotros nos mata­ríamos al pie de su cadalso.

Enrique guardó por largo tiempo silencio; luego, alzando sus negros ojos, dijo:

-Sea en buena hora, sois mo­delos de valor y de nobleza: si Dios no bendijese una causa defendida por hombres como vosotros...

-No seas impío, no blasfemes -dijo con solemnidad Chicot, ba­jando de la cama y acercándose al rey-. Sí, son modelos de nobleza: vamos, haz lo que quieren y fíjales un día: eso es lo que te toca a ti, y no dictar su deber a la Providen­cia.

-¡Oh, Dios mío, Dios mío! -bal­buceó Enrique.

-Señor, nosotros os lo suplica­mos -dijeron los cuatro jóvenes ba­jando la cabeza y doblando la rodi­lla.

-Pues bien, sea; en efecto, Dios es justo y nos dará el triunfo, pero a mayor abundamiento, nosotros nos haremos dignos de él por me­dios cristianos y juiciosos. Queridos amigos, acordaos de que Jarnac rezó sus oraciones e hizo con exactitud sus actos de devoción antes de com­batir con la Chataigneraie: buena espada era la de Chataigneraie, pero se olvidó de rezar, asistió a banque­tes y buscó la compañía de muje­res, pecado abominable que indignó a Dios, que tal vez le quería salvar la vida viendo su juventud, gallar­día y robustez. Sin embargo, Jarnac le cortó el jarrete de una cuchillada. Mirad, vamos a hacer actos de de­voción, y si tuviese tiempo de en­viar vuestras espadas a Roma para que las bendijese el Santo Padre... Más ahí tenemos la urna de reli­quias de Santa Genoveva, que vale tanto como la de cualquiera otras. Ayunemos juntos, mortifiquémonos, santifiquemos el gran día del Cor­pus, y al siguiente por la mañana...

-¡Ah, señor! gracias, gracias -respondieron los cuatro jóvenes-: el Corpus es dentro de ocho días -y tomaron precipitadamente las manos del rey, el cual les abrazó de nuevo y se retiró llorando a su oratorio.

-Nuestro cartel está redactado -exclamó Quelus-, no falta más que poner el día y la hora. Escri­be, Maugiron, en esa mesa... con la pluma del rey, escribe el día des­pués del Corpus por la mañana.

-Ya está hecho -repuso Mau­giron-; ¿quién es el heraldo que va a llevar este cartel?

-Yo, si os agrada -dijo Chicot acercándose-; pero quiero daros un consejo, hijos míos. Su Majestad habla de ayunos, de disciplina y re­liquias: eso es muy bueno para des­pués del triunfo, pero antes del com­bate prefiero la eficacia de un buen alimento, vino generoso v sueño so­litario de ocho horas por día o por noche. Nada da a la muñeca tanta elasticidad y vigor, como tres horas de buena comida, es decir, sin em­briagarse. En cuanto al capítulo de amores, apruebo lo que dice el rey; haréis bien en absteneros por ahora, porque afeminan con exceso.

-¡Bravo, bravo, Chicot! -excla­maron los jóvenes.

-Hasta luego, leoncillos -res­pondió el gascón-, voy a casa de Bussy.

Dio tres pasos hacia la puerta y retrocedió.

-A propósito -dijo-, no os se­paréis del rey en todo el día del Corpus; no salgáis de París ningu­no, permaneced en el Louvre como buenos paladines. Quedamos en eso, ¿eh? sí: entonces voy a desempeñar vuestro encargo.

Y desapareció llevándose el car­tel.

LXXXII. EL DIA DE CORPUS

En los ocho días que transcurrie­ron hasta el del Corpus se prepara­ron los sucesos como se prepara una tempestad en el cielo en los ca­lurosos y pesados días del verano.

Monsoreau, restablecido al cabo de cuarenta y ocho horas de fiebre, se ocupó en acechar por sí mismo al ladrón de su honor pero no ha­biendo descubierto a nadie se con­venció de la hipocresía del duque de Arijou y de sus malos propósi­tos respecto a Diana.

Bussy no suspendió sus visitas de día a casa del montero mayor; pero habiéndole advertido Remigio la vi­gilancia con que andaba el conva­leciente, se abstuvo de visitar a Dia­na por el balcón.

Chicot repartía el tiempo en dos ocupaciones: la primera cuidar a su amo Enrique de Valois, de quien se separaba lo menos posible, ve­lando por él como una madre por su hijo; la segunda acompañar a su caro amigo Gorenflot, a quién ha­bía reducido, no sin trabajo, a vol­ver a su celda, donde el prior le recibió con los brazos abiertos.

En esta primera visita se habló mucho de la piedad del rey, y el prior parecía muy agradecido al ho­nor que Su Majestad dispensaba al convento visitándolo.

Esta honra era mayor de lo que al principio se había esperado, pues Enrique, a petición del venerable prior, consintió en pasar el día y la noche retirado en el convento.

Chicot confirmó al prior en esta esperanza que no se atrevía a abri­gar, y como todos sabían que Chi­cot era el ojo derecho del rey, le hicieron muchas súplicas para que repitiese sus visitas al convento, lo cual el gascón prometió hacer. Go­renflot adquirió en el ánimo de los frailes un concepto mucho más ele­vado que hasta entonces, pues efec­tivamente no era mal golpe el haber­se captado toda la confianza de Chi­cot, y Maquiavelo, de política me­moria, no podía haber hecho otro tanto.

Invitado Chicot a volver, volvió, y como en los bolsillos, bajo la capa y en las anchas botas llevaba fras­cos de los mejores y más exquisitos vinos, el P. Gorenflot le recibía to­davía con más agasajo que el reve­rendo José Foulon.

Entonces se encerraba horas en­teras en la celda del fraile, partici­pando, según se decía generalmen­te, de sus estudios y de sus éxtasis. La antevíspera del Corpus perma­neció toda la noche en el conven­to, de modo que a la mañana si­guiente corría la voz de que Go­renflot había conseguido de Chicot que se metiese fraile.

Mientras tanto el rey daba leccio­nes de esgrima a sus amigos, idean­do con ellos golpes nuevos y pro­curando principalmente ejercitar a d'Epernon, a quien había caído en suerte tan formidable adversario y a quien quitaba el sueño la proximi­dad del día fatal.

Cualquiera que hubiese recorrido la ciudad a ciertas horas de la no­che, habría encontrado en el barrio de Santa Genoveva a los extraños frailes de quienes hemos dado va­rias descripciones en los primeros capítulos de la historia, y que más parecían soldados que monjes.

En fin, para emplear el cuadro que hemos comenzado a bosquejar, podríamos añadir que el palacio de Guisa se había transformado en el antro más misterioso y turbulento, más poblado en lo interior y más desierto en lo exterior que pudiera verse; en el salón se celebraban to­das las noches largos conciliábulos, luego de cerradas herméticamente las puertas y celosías, y a estos con­ciliábulos precedían banquetes pre­sididos por madame de Montpensier, pero a los cuales sólo asistían hom­bres.

Nos vemos obligados a dar estos pormenores, que hemos hallado en las memorias de aquel tiempo, por­que nuestros lectores no los encon­trarían en los archivos de la policía.

Efectivamente, la policía de aquel benigno reinado, ni aun sospechaba los planes que se urdían, aunque éstos, como luego se verá, eran de importancia, y los dignos ciudada­nos que con su casco en la cabeza y alabarda en mano hacían la ronda nocturna, no lo sospechaban tampo­co, no siendo capaces de prever otros peligros más que los que re­sultan del fuego, de los ladrones, de los perros rabiosos y de las dispu­tas de gente embriagada.

De vez en cuando se detenía al­guna patrulla delante del mesón de La Hermosa Estrella, en la calle del Árbol Seco; pero maese La Huriére era tan conocido por celoso católi­co, que no se dudaba que el estré­pito que había dentro de su casa fuese para la mayor gloria de Dios.

Así llegó la mañana en que de­bía celebrarse la gran solemnidad, abolida por el gobierno constitucio­nal y que se llama el Corpus.

El tiempo era hermoso y las flo­res que cubrían las calles llenaban el aire de sus balsámicos perfumes. Chicot, que hacía quince días dor­mía en el cuarto del rey, despertó a Enrique temprano antes que na­die entrase.

-¡Ah, pobre Chicot! -dijo En­rique-: ¡Mal hayas tú! Nunca he visto un hombre más importuno: me sacas del sueño más dulce que he tenido en mi vida.

-¿Y qué soñabas, hijo mío? -preguntó Chicot.

-Soñaba que Quelus había muer­to a Antraguet de una cuchillada en segunda, y que nadaba en la sangre de su adversario. Pero ya es de día: vamos a pedir a Dios que mi sueño se realice; llama, Chicot, llama.

-¿Qué quieres?

-Mi cilicio y mis disciplinas.

-¿No sería mejor que nos sirvie­sen un buen almuerzo?

-¡Pagano! -exclamó Enrique- ­¿Quieres oír la misa del Corpus con el estómago lleno?

-Nada más justo.

-Llama, Chicot, llama.

-Paciencia -repuso Chicot-, no son más que las ocho y tienes tiempo para disciplinarte todo el día. Ha­blemos primero, ¿quieres hablar un rato con tu amigo? No te arrepen­tirás, Valois, a fe de Chicot.

-Habla -dijo Enrique-, mas despacha pronto.

-¿Cómo dividimos el día de hoy, hijo mío?

-En tres partes.

-En honra de la Santísima Trini­dad, muy bien. Veamos cuáles son esas tres partes.

-Primero la misa en Saint-Ger­main-l'Auxerrois.

-Bien.


-Al regreso al Louvre la cola­ción.

-Muy bien.

-Después, procesión de peniten­tes por las calles, deteniéndose en los principales conventos de París comenzando por los Jacobinos y acabando por Santa Genoveva, don­de he prometido al prior recoger­me hasta mañana en la celda de una especie de santo que pasará la noche en oración para asegurar la victoria de nuestras armas.

-Le conozco.

-¿Al santo?

-Perfectamente.

-Tanto mejor, así me acompa­ñarás, Chicot, y rezaremos juntos.

-Sí, pierde cuidado.

-Entonces, vístete y vamos.

-Aguarda.

-¿Qué?

-Todavía tengo otras cosas que preguntarte...



-¿No puedes preguntarlas mien­tras me visten?

-Es preferible preguntártelas a solas.

-Pregunta, pues, y no perdamos tiempo.

-¿Qué hacen los señores de tu Corte?

-Me acompañan.

-¿Y tu hermano?

-También.

-¿Y tu guardia?

-Los guardias franceses me aguardan con Crillon en el Louvre, y los suizos me aguardan a la puer­ta de Santa Genoveva.

-Perfectamente -dijo Chicot-, ya sé cuanto quería saber.

-¿Puedo ya llamar?

-Llama.


Enrique dio un golpe sobre la plancha de metal.

-La ceremonia será magnífica -prosiguió Chicot.

-Espero que sea aceptable a los ojos de Dios.

-Eso lo veremos mañana. Pero dime; Enrique, ¿no tienes ninguna cosa que decirme?

-No: ¿se me ha olvidado algo del ceremonial?

-No me refiero a eso.

-¿Pues de qué hablas?

-De nada.

-¿Pues qué me preguntabas?

-Si es cosa decidida que vayas al convento de Santa Genoveva.

-Indudablemente.

-Y que pases allí la noche.

-He dado mi palabra.

-Pues bien, si nada tienes que decirme, hijo mío, yo te diré que ese ceremonial no me agrada.

-¿Cómo?

-No, y después de comer.. .



-¿Qué?

-Te participaré otra nueva dis­posición que he imaginado.

-Consiento en ello.

-Igual sería que no consintieras, hijo mío.

-¿Qué quieres decir?

-¡Chit! Ya entran a vestirte. En efecto, los ujieres abrieron las mamparas y dejaron franco el paso al barbero, peluquero y ayuda de cámara, los cuales, apoderándose del rey, le afeitaron, peinaron y vistie­ron del modo que hemos descrito al principio de esta obra.

Poco antes de que se terminasen estas operaciones, anunció un ujier a Su Alteza el duque de Anjou.

Enrique se volvió hacia él y le recibió con agradable sonrisa.

El duque iba en compañía de Monsoreau, d'Epernon y Aurilly. D'Epernon y Aurilly se quedaron a la puerta,

Enrique, al ver el semblante páli­do y espantoso de Monsoreau, no pudo contener un ademán de sor­presa.

El duque y el conde lo advirtie­ron.

-Señor -dijo el duque-, os pre­sento a M. de Monsoreau que quie­re ponerse a las órdenes de Vuestra Majestad.

-Lo agradezco -dijo Enrique dirigiéndose al conde-, y tanto más cuanto que según me han dicho habéis estado gravemente herido, ¿no es cierto?

-Sí, señor.

-¿Recibisteis la herida estando de caza?

-Sí, señor.

-Pero ya estáis mejor, ¿no es así?

-Ya me encuentro restablecido.

-Señor -dijo el duque de An­jou-, ¿os agradaría que después de la procesión vaya el conde de Mon­soreau a prepararnos una buena ca­cería a los bosques de Compiegne?

-¿Mas no sabéis que mañana... ?

Iba Enrique a decir: "cuatro ami­gos míos riñen con cuatro de los vuestros", pero se detuvo recordan­do que debía guardar secreto.

-No sé nada, señor -repuso el duque de Anjou-: si Vuestra Ma­jestad tiene a bien informarme.. .

-Decía -añadió Enrique-, que como he de pasar la noche en oración en el convento de Santa Geno­veva, no estaré quizás mañana' en disposición de salir de caza; mas prepárela el conde, que si no es para mañana será para pasado ma­ñana.

-¿Lo oís? -preguntó el duque a Monsoreau.

-Sí, monseñor -contestó el con­de inclinándose.

En aquel momento entraron Schomberg y Quelus: el rey les re­cibió con los brazos abiertos.

-Aún falta un día -dijo Que­lus saludando al rey.

-Sí, pero por fortuna no falta más -dijo Schomberg.

Mientras tanto Monsoreau dijo al duque:

-Parece que me hacéis desterrar, monseñor.

-El deber de un montero mayor, ¿no es preparar partidas de caza para el rey? -dijo el duque rién­dose.

-Yo me entiendo -replicó Mon­soreau-, y sé bien lo que digo. Esta noche concluye el término que Vuestra Alteza me pidió, y Vuestra Alteza quiere enviarme a Compieg­ne para eximirme de cumplir su promesa, mas advierta Vuestra Al­teza que de aquí a la noche, puedo con una sola palabra...

Francisco cogió a Monsoreau por la muñeca.

-Callad -le dijo-, pues de lo contrario no podré cumplir esa pro­mesa que reclamáis.

-Explicaos.

-Todos conocerán vuestra mar­cha, pues que la orden es oficial.

-¿Y qué?

-No marcharéis, os esconderéis en las inmediaciones de vuestra ca­sa, y entonces, creyéndoos ausente, irá el hombre a quien queréis co­nocer: lo demás es cosa vuestra, pues yo no he prometido más.

-¡Ah! si es así... -dijo Mon­soreau.

-Tenéis mi palabra -dijo el du­que.

-Tengo otra cosa mejor -repli­có Monsoreau-, tengo vuestra fir­ma.

-¡Oh, sí, pardiez! harto que lo sé.

El duque se apartó de Monsoreau para acercarse a su hermano; Auri­lly tocó el brazo a d'Epernon.

-Es cosa hecha -exclamó.

-¿Qué?

-M. de Bussy no acudirá mañana al desafío.



-¿No acudirá M. de Bussy?

-Yo respondo de que no.

-¿Y quién podrá impedírselo?

-¿Qué importa con tal que no acuda?

-Si así sucede, querido profeta, os he de dar mil escudos.

-Señores -dijo Enrique termi­nando de vestirse-, vamos a Saint-­Germain-l'Auverrois.

-¿Y de allí al convento de Santa Genoveva? -preguntó el duque.

-Ciertamente -contestó el rey.

-Con eso podéis contar -dijo Chicot mientras se abrochaba el cin­turón de su tizona, y Enrique pasó a la galería, donde le aguardaba toda su corte.

LXXXIII. CONTINUACION DEL ANTERIOR

En la víspera del Corpus por la noche, luego que los Guisas y los angevinos arreglaron los pormeno­res de su plan, M. de Monsoreau se retiró a su casa y halló en ella a Bussy.

Entonces, pensando que aquel va­liente gentilhombre, a quien profe­saba grande amistad, podría, no es­tando advertido, comprometerse sin­gularmente, le llamó aparte y le di­jo:

-Conde, amigo, ¿me permitiréis que os dé un consejo?

-¿No he de permitir? y aun os suplico que me lo deis.

-Yo en vuestro lugar saldría ma­ñana de París.

-¿Y por qué?

-Todo lo que puedo deciros es que, según las apariencias, vuestra ausencia os salvaría de un gran pe­ligro.

-¿De un gran peligro? -repitió Bussy, mirando ahincadamente a Monsoreau-. ¿Y cuál?

-¿Ignoráis lo que debe pasar ma­ñana?

-Por completo.

-¿De veras?

-A fe de caballero.

-¿Nada os ha dicho el duque de Anjou?

-Nada: el duque de Anjou sólo me confía lo que puede decir en alta voz, y aun debería añadir lo que puede decir a todo el mundo.

-Pues bien, yo que no soy el du­que de Anjou, y que quiero a mis amigos por ellos mismos y no por mí, os diré, amigo conde, que se preparan para mañana graves suce­sos, y que el partido del duque de Anjou y de los Guisas proyectan un golpe de mano, cuyo resultado podrá muy bien ser el destronamiento del rey.

Bussy contempló a M. de Mon­soreau con cierta desconfianza, pero el rostro del montero mayor tenía tal expresión de franqueza, que no le fue posible dudar de la verdad de cuanto acababa de decirle.

-Conde -repuso-, soy del du­que de Anjou, ya lo sabéis, es decir, que mi vida y mi espada le pertene­cen. El rey, a quien ostensiblemente jamás he ofendido, me guarda ren­cor y no ha desaprovechado ningu­na ocasión de decirme o hacerme alguna cosa que me ofendiera. Ma­ñana mismo (Bussy bajó la voz), os digo esto en confianza, mañana mis­mo voy a arriesgar mi vida por hu­millar a Enrique de Valois en la persona de sus favoritos.

-¿Es decir que estáis decidido a sufrir todas las consecuencias de vuestra adhesión al duque de An­jou?

-Sí.

-Indudablemente sabéis hasta dónde llegan esas consecuencias.



-Sé hasta dónde debo llegar yo: cualquiera que sea el motivo que tenga para quejarme del rey, jamás levantaré mi mano sobre el ungido del Señor: dejaré a los demás que hagan lo que les plazca, y yo, sin atacar ni insultar a nadie, acompa­ñaré al duque de Anjou para de­fenderle en caso necesario.

M. de Monsoreau reflexionó un instante y poniendo luego la mano sobre el hombro de Bussy:

-Conde amigo -le dijo-, el du­que de Anjou es pérfido, cobarde, traidor, capaz de sacrificar, por ce­los o por temor, a su más fiel ser­vidor, o a su más leal amigo: aban­donadle, querido, seguid mi conse­jo, id a pasar el día de mañana a vuestra casita de Vincennes o adón­de os plazca, pero no vayáis a la procesión del Corpus.

Bussy miró a Monsoreau fijamen­te.

-¿Y por qué seguís vos al du­que de Anjou? -le preguntó.

-Porque, por cosas en que está interesado mi honor -contestó el conde-, necesito de él por algún tiempo.

-Pues bien, lo mismo me suce­de a mí -dijo Bussy-, por cosas en que está también interesado mi honor seguiré al duque.

El conde de Monsoreac estrechó la mano a Bussy y ambos se sepa­raron.

Ya hemos dicho en el capítulo an­terior lo que pasó al día siguiente al levantarse el rey.

Monsoreau volvió a su casa y avi­só a su mujer su salida para Com­piegne, dando al mismo tiempo la orden de hacer todos los prepara­tivos para la marcha.

Alegróse Diana con la noticia, pues aunque sabía por su esposo el desafío de Bussy con d'Epernon, co­mo éste era el que menos reputación de valor y destreza tenía entre los favoritos del rey, era poco el temor que sentía comparado con el orgu­llo que le infundía el pensar en el combate del día siguiente.

Bussy se había presentado muy de mañana en el palacio del duque, a quien acompañó al Louvre, que­dándose en la galería.

El duque se unió a él al volver del cuarto de su hermano, y toda la real comitiva se dirigió a la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois.

Sintió el príncipe algún remordi­miento al ver a Bussy tan fresco, tan -leal, tan adicto a su persona; pero dos cosas combatían sus bue­nas disposiciones y ahogaban los es­crúpulos de su conciencia: el gran dominio que Bussy había adquirido sobre él como todo hombre resuel­to le adquiere sobre todo hombre débil, dominio que le inspiraba el temor de verse completamente a merced de su gentilhombre cuando llegara al trono, y el amor de Bus­sy a madame de Monsoreau, amor cuyo recuerdo humillaba su orgullo y excitaba su envidia.

Sin embargo, como Monsoreau le infundía casi tanto miedo como Bus­sy, dijo para sí:

-O Bussy me acompaña y auxi­liándome con su valor hace triunfar mi causa y entonces poco me im­porta lo que pueda decir o hacer Monsoreau, o me abandona y en­tonces ya no le debo nada y le aban­donaré también a él.

Estas reflexiones hicieron que el príncipe no apartase un instante la vista de Bussy; vióle entrar risueño y sereno en la iglesia y arrodillarse un poco detrás de él, después de haber cedido cortésmente el paso a M. d'Epernon, su adversario.

Hízole entonces seña para que se aproximase, pues en la posición en que se hallaba le era preciso para verle volver completamente la ca­beza y por lo mismo quería tenerle a su izquierda para observarle sin más que mover los ojos.

Ya hacía un cuarto de hora que había comenzado la misa cuando Remigio entró en la iglesia y fue a arrodillarse cerca de su amo. El duque se conmovió al ver al joven médico, pues sabía que era el con­fidente de los más íntimos pensa­mientos de Bussy.

En efecto, al cabo de un instante Remigio, después de haber hablado con su amo en voz baja, le dio con mucho disimulo, una carta.

Estremecióse el príncipe al ver el sobre de aquel billete escrito de una letra pequeña, fina y elegante.

-Es de ella -dijo-, y le anun­cia que su marido sale de París.

Bussy dejó caer el billete dentro del sombrero, le abrió y le leyó. El príncipe no veía el billete, pero veía el semblante de Bussy animado con una expresión de júbilo y de amor.

-¡Ah! ¡desgraciado de ti si no me acompañas! -murmuró.

Bussy se llevó la carta a los labios y se la guardó en el pecho cerca del corazón.

El duque miró a todas partes; tal vez si Monsoreau hubiese estado allí no habría tenido la paciencia de esperar hasta la noche para decirle que Bussy era el amante de su mu­jer.

Acabada la misa, todos volvieron al Louvre, donde estaba preparada una colación para el rey en sus ha­bitaciones, y para los gentileshom­bres en la galería. Los suizos se ha­llaban formados a uno y otro lado de la puerta del Louvre hasta los aposentos; los guardias franceses es­taban en el patio.

Chicot no perdía de vista al rey ni el duque de Anjou se separaba de Bussy.

Éste se aproximó al príncipe al entrar en el Louvre.

-Perdonad, monseñor -dijo-, desearía decir dos palabras a Vues­tra Alteza.

-¿Es cosa urgente? -preguntó el duque.

-Muy urgente, monseñor.

-¿No podrás decírmelas en la procesión, puesto que hemos de ir juntos?

-Vuestra Alteza me disimulará, pero justamente lo que quería era pedirle permiso para no asistir a la procesión.

-¿Cómo? -preguntó el duque con cierta alteración de voz que no pudo disimular por completo.

-Monseñor, mañana es gran día, Vuestra Alteza lo sabe, pues que se verifica el desafío entre los amigos del rey y los vuestros; desearía, pues, retirarme hoy a mi casita de Vincen­nes.

-¿De modo que no vienes a la procesión á que asiste toda la cor­te, a que asiste el rey?

-No, monseñor, si Vuestra Alte­za me lo permite.

-¿Ni aun irás a buscarme a San­ta Genoveva?

-Monseñor, deseo tener todo el día libre.

-Sin embargo -dijo el duque-, si en todo el día se presentase una ocasión en que yo necesitase de mis amigos...


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