Henry james



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Le costó un poco replicar al hombre, pues su última impre­sión se volvía cada vez más confusa. Producía en él una vaga decepción, un desmoronamiento más profundo que el de­rrumbe de su entusiasmo durante la noche anterior. El bien que hubiera hecho, si había hecho tanto, no estaba allí para animarle lo que habría hecho falta para un finale grandioso y alegre. Las mujeres eran infinitamente absorbentes y tratar con ellas equivalía a caminar sobre el agua. Lo que en el fondo importaba a la mujer, por más que lo negase y adornase la su­sodicha, era simplemente Chad. Era de Chad de quien, en re­sumidas cuentas, tenía miedo; la extraña fuerza de su pasión no era ni más ni menos que la fuerza del miedo; se aferraba a él, Lambert Strether, como a un manantial de seguridad que ella había probado y, por graciosa, generosa y sincera que quisiese mostrarse, a pesar de su exquisitez, temía que su manipulación conociese el punto final. Sabedor de estas cosas, sin embargo, era como un escalofrío que le traspasase, era casi espantoso que una criatura tan delicada fuera, en virtud de fuerzas misteriosas, una criatura tan exhausta. Pues, en última instancia, eran fuerzas misteriosas; ella había convertido a Chad en lo que era: así pues, ¿cómo se le podía ocurrir que lo había vuelto infinito? Lo había mejorado, lo había mejorado al máximo, lo había hecho como ningún otro; pero pensaba nuestro amigo con profunda extrañeza que, a pesar de todo, no era más que Chad. Strether tenía la impresión de que él, un poco, también había contribuido a transformarle; la elevada calificación de Strether había rubricado la obra de la mujer. La obra, no obstante admirable, era sin embargo de orden estric­tamente humano y, en suma, era maravilloso que el compañe­ro de alegrías simplemente mundanas, de libertades, de abe­rraciones ––cualquiera que fuese su jerarquía–– dentro de la normal experiencia, fuera apreciado de manera tan trascen­dental. Aquello podía haber puesto a Strether nervioso o retraído, como los secretos ajenos, cuando salen a la luz, suelen ponernos; pero lo que le sostenía era tan resistente que era prácticamente inflexible. No era ya el desconcierto de la noche anterior; que había pasado del todo, pues tales descon­ciertos no pasaban de meros detalles; la verdadera coacción era ver un hombre adorado hasta lo indecible. Nuevamente la presencia de las mujeres; si tratar con ellas era caminar sobre las aguas, ¿a quién extrañaba que el agua se sublevase? Y nunca, sin duda, se había sublevado tanto como alrededor de aquella mujer. Descubrió que la mujer le miraba fijamente y acto seguido supo el hombre que había dicho todo lo que pen­saba.

––Tiene usted un miedo atroz.

Aquello interrumpió la prolongada observación y el hom­bre pronto supo por qué. El rostro femenino sufrió una con­tracción, las lágrimas que no había podido contener fluyeron al principio en silencio y a continuación, como la queja que emite de pronto el niño, entre espasmos y sollozos. Se cubrió la cara con las manos, dando de lado todo afán de comedi­miento.

––Así es como me ve, así es como me ve ––tragó aire al decir esto––, así es como me encuentro, así es como debo considerarme y, por supuesto, tiene poca importancia. ––La tribulación femenina fue al principio tan incoherente que lo único que podía hacer él era permanecer allí, confundido y con la sensación de haberla molestado, aunque sabiendo que lo había hecho en nombre de la verdad. Tuvo que escucharla en un silencio que no pudo atenuar, sabiéndola doblemente des­consolada en medio de su menguada y desvanecida elegancia; aceptándolo como había aceptado lo demás e incluso advir­tiendo una ligera ironía ante aquella elegancia cascada de bienaventuranzas. El no podía decir que tuviera poca impor­tancia; pues supo en aquel momento que la estaba ayudando hasta el final: como si lo que él pensase de ella nada tuviese que ver. Era en realidad, por otro lado, como si no pensase de ella absolutamente nada, como si no pudiera pensar en otra cosa que la pasión, abismal, madura, misericordiosa, que ella re­presentaba, y en las posibilidades que revelaba. La veía más vieja aquella noche, menos inmune, a las claras, al paso del tiempo; pero era, lo mismo que siempre, la criatura más ele­gante y delicada, la aparición más maravillosa que se le había permitido conocer en toda su vida; y sin embargo la veía allí, dolorida hasta la vulgaridad, como una criada que llora por su apuesto mozo. Sólo que ella se juzgaba a sí misma como la criada no haría; la debilidad de cuya sabiduría, además, la deshonra de cuyo juicio no parecía sino que la hundieran cada vez más. La crisis, sin embargo, fue breve y en cierto modo se había recuperado ya antes de que el hombre interviniera.

––Por supuesto que tengo mucho miedo. Pero no importa. No tiene la menor importancia.

El hombre siguió guardando silencio, como si pensara en lo que podía importar.

––Se me ocurre que todavía puedo hacer algo.

Pero la mujer rechazó al final, con brusca y triste cabezada, mientras se secaba los ojos, lo que el hombre podía hacer to­davía.

––No me preocupa. Naturalmente, como le he dicho, se representa usted a sí mismo, con su maravilloso estilo; y lo que haga usted por su lado es tan de mi incumbencia, aunque puedo alargar estas manos impías torpemente para tocarlo, como si fuera algo ocurrido en Tombuctú. Es sólo que usted no me rechaza, como ha podido hacer cientos de veces... y su extraordinaria paciencia hace olvidar los propios modales. A pesar de su paciencia, de todos modos ––prosiguió––, usted haría más que quedarse aquí con nosotros, aun si ello fuera posible. Usted lo haría todo por nosotros, salvo mezclarse con nosotros: una afirmación a la que podría usted responder fácilmente, confiando en sus buenos modales. Puede usted decir: «¿De qué sirve hablar de lo que es imposible?» En efecto: ¿de qué sirve? No es más que una pequeña locura mía. Usted hablaría si estuviera atormentado. Y no digo ahora a propósito de él. ¡Oh, para él... ! ––Con energía, con extrañeza, con amargura, pareció a Strether, la mujer lo dejó a «él» a un lado, por el momento––. A usted no le preocupa lo que yo piense de usted; pero ocurre que a mí sí me importa lo que usted piense de mí. Y lo que usted pueda pensar ––añadió––. Lo que quizá haya hecho.

El hombre ganó tiempo.

––¿Lo que yo haya hecho?

––Lo que pensó antes. Antes de esto. ¿Acaso no pensó usted...?

Pero él ya la había atajado.

––Yo no pensaba nada. Nunca pienso ni un milímetro más de lo que debo.

––Eso es del todo falso, me temo ––replicó ella––, sólo que usted, sin duda, puede detenerse cuando las cosas se ponen demasiado feas; y hasta, me atrevería a decir, para ahorrarle las protestas, demasiado hermosas. En cualquier caso, hasta donde es cierto, le hemos impuesto apariencias que usted ha tenido que ver y que por tanto han tenido que apelar a su sentido del deber. Feas o hermosas, no importa cómo las consideremos, usted se las apañaba bien sin ellas y en ese pun­to es donde somos detestables. Le aburrimos: aquí le digo lo mismo. Y bien que podemos... a pesar de lo que le hemos cos­tado a usted. Lo único que puede hacer usted ahora es no pensar en absoluto. Y a mí que me habría gustado parecerme a usted... ¡magnífico, sublime!

Lo único que pudo hacer el hombre, al cabo de un momen­to, fue repetir las palabras de la señorita Barrace.

––Es usted maravillosa.

––Soy vieja, abyecta y repugnante ––continuó la mujer sin prestar atención al hombre––. Sobre todo abyecta. O vieja sobre todo. Cuando una es vieja es peor. No me importa cómo termine esto... que sea lo que tenga que ser. Sé que es una maldición; usted no puede apreciarlo tanto como yo. Las cosas serán como tienen que ser. ––Con lo que volvió a lo que había interrumpido––. Naturalmente, usted no estaría, aunque fue­ra posible y sin que influya lo que pueda sucederle, cerca de nosotros. ¡Pero piense en mí, piense en mí ...! ––exclamó.

El hombre se refugió en la repetición de algo que ya había dicho y que ella no había tomado en consideración.

––Creo que todavía puedo hacer algo. ––Y alargó la mano para despedirse.

La mujer volvió a desoír aquellas palabras; seguía in­sistiendo.

––No le servirá de nada. No hay nada que pueda servirle.

––Bueno, tal vez le sirva a usted ––dijo él.

La mujer negó con la cabeza.

––No hay ni un ápice de seguridad en mi futuro; pues lo único seguro es que al final saldré perdiendo.

La mujer no le había dado la mano, pero le acompañó hasta la puerta.

––¡Muy alentador ––dijo él riendo–– para su benefactor!

––Lo alentador para mí ––replicó ella–– es que usted y yo pudimos ser amigos. Esto sí lo es. Ya ve usted, como lo he dicho, que lo quiero todo. A usted también le he querido.



––Ah, pero usted me ha tenido ––afirmó el hombre, ya en la puerta, con una vehemencia que puso fin a la conversación.
II
Su intención había sido ver a Chad al día siguiente y había imaginado que sería posible con una visita temprana; pues, por regla general, nunca había guardado excesiva ceremonia respecto de las visitas al Boulevard Malesherbes. Había sido costumbre más lógica que fuera él allí que Chad acudiera al hotel, cuyos atractivos eran escasos; sin embargo, en aquel momento, las once aproximadamente, Strether consideró que debía empezar por dar una oportunidad al joven. Se le anto­jaba que, en aquel flujo inevitable, Chad estaría «al caer», como Waymarsh soda decir: Waymarsh que ya parecía, en cier­to modo, tan lejano. No había ido a verlo la víspera porque había acordado con Mme. de Vionnet que ella lo vería prime­ro; pero ahora que el trance ya había tenido lugar haría acto de presencia y el amigo no tendría que esperar mucho. Strether suponía, basándose en este razonamiento, que las partes inte­resadas en el acuerdo se habrían encontrado con tiempo y que la más interesada de las dos ––que era ella, a fin de cuentas­habría comunicado a la otra el resultado de su apelación. Chad sabría sin dilación que el mensajero de su madre había estado con ella y, aunque quizá no fuera fácil intuir cómo calificaría ella lo ocurrido, quedaría por lo menos suficientemente avi­sado para saber que podía continuar. El día, sin embargo, no alumbró, ni pronto ni tarde, la menor noticia del aludido y Strether supuso que, resultado de la situación, se había deci­dido un cambio a raíz del encuentro. Tal vez era un juicio prematuro; o quizá sólo significaba, ¿cómo decirlo?, que la maravillosa pareja que protegía había emprendido otra vez la excursión que él había interrumpido por casualidad. Podían haber vuelto al campo y vuelto de un tirón; esto, a decir verdad, caracterizaría mejor el conocimiento que Chad habría tenido de que no había sido la violencia lo que había acogido la súplica de Mme. de Vionnet. Al cabo de veinticuatro horas, al cabo de cuarenta y ocho seguía sin haber el menor rastro; de modo que Strether mató el tiempo, como tan a menudo lo ha­bía matado antes, yendo a ver a la señorita Gostrey.

Le propuso un poco de expansión; se consideraba ya ex­perto en la propuesta de expansiones; vivió así, durante unos días, la rara experiencia de llevarla por todo París, de pasearla por el Bois, de enseñarle las pequeñas embarcaciones a vapor ––desde las que se gozaba mejor la brisa del Sena–– que podía haberse dado en el tío amable que enseña lo mejorcito de la ca­pital a la sobrina inteligente que ha llegado del campo. Se las arregló incluso para llevarla a tiendas que la mujer no conocía o que, por lo menos, hacía como que ignoraba; mientras que ella, por su lado, como la doncella campestre, era toda modes­tia, pasividad y agradecimiento: llegando hasta el extremo de remedar la rusticidad con ocasionales fatigas y aturdimientos. Strether calificaba aquellos ejercicios, para sí e incluso para ella, como un feliz interludio; síntoma de lo cual fue que los dos amigos no dijeron ni una sola palabra, mientras duró aque­llo, a propósito del tema de que habían hablado hasta la sa­ciedad. El hombre declaró el estado de saciedad al comienzo y la mujer captó en el acto la indirecta, tan dócil en esto y en todo como la sobrina obediente y perspicaz. No le dijo él nada, sin embargo, de su última aventura, pues aventura se le figu­raba; puso a un lado temporalmente todo el asunto y centró su interés en el hermoso consentimiento femenino. Y la mujer no preguntaba: ella, que durante tanto tiempo había parecido la encarnación de la pregunta; se confiaba a él con una inteligen­cia de la que la callada y simple galanura habría sido expresión suficiente. Sabía ella que la circunstancia del hombre había dado otro paso al frente: del que él no era ignorante; pero se decía que, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido, quedaba a la sombra de lo que le ocurría a ella. Esto ––aunque a un alma liberal no habría parecido mucho–– constituía el principal interés y ella lo acogió como una nueva muestra de su fran­queza, midiéndolo en todo momento con la medida de su serio silencio de aceptación. Afectado tan a menudo por ella en otras ocasiones, el hombre se sentía, por su lado también, afectado nuevamente; tanto más cuanto que, no obstante sa­bedor de la raíz sustentadora de su humor, no podía serlo por igual de la raíz del de ella. Es decir, sabía, en cierto modo ––sabía con superficialidad y resignación––, lo que él mismo maquinaba; mientras que se sentía desorientado ante lo que llamaba para sí cálculos de María. Lo único que precisaba era que ella lo considerase apto para lo que estaban haciendo y aún harían mucho.más si la calificación de la aptitud daba para tanto; la frescura fundamental de una relación tan sencilla era una ducha fría para las heridas producidas por las otras. Estas otras se le figuraban en aquel momento terriblemente comple­as; estaban erizadas de espinas, espinas sin cuento y de ante­mano, espinas que se hundían y causaban sangre; hecho que proporcionó a una hora pasada con su actual amiga en un bateau-mouche o a la sombra vespertina de los Campos Elíseos algo del inocente placer de tocar el marfil tallado. Su relación personal con Chad ––desde el momento en que comprendiera su punto de vista–– había sido de las más sencillas; sin embargo también ésta le pareció erizada de espinas cuando hubieron transcurrido un tercero y cuarto días en blanco. Al final, sin embargo, fue como si su interés por tales apreciaciones hu­biera decaído; pues transcurrió un quinto día en blanco y dejó de preguntar y de preocuparse.

Adoptaban en su imaginación, la señorita Gostrey y él, la imagen de los niños perdidos en el bosque; podían confiar en que los misericordiosos elementos les dejarían seguir en paz. El había sido muy pródigo, bien lo sabía, en punto a aplaza­mientos; pero sólo tenía que introducirse en el propio pulso para advertir su delicada atracción. Le gustaba repetirse que podía haber estado a punto de morirse: de morirse con resig­nación; la escena se cargaba entonces de un profundo silencio de velatorio y un encanto melancólico. Esto significaba el aplazamiento de todo lo demás... lo que contribuía al sereno intervalo de vida; y especialmente los aplazamientos del cono­cimiento futuro... a no ser, claro está, que el conocimiento futuro fuera a ser ni más ni menos que la extinción. Le obser­vaba, el conocimiento, a lomos de mucha experiencia circuns­tancial, a través de las cuevas de Kubla Khan. Estaba en realidad al final de todo; no se había mezclado con lo que él había hecho; su apreciación final de lo que él había hecho ––apreciación en el lugar mismo–– vendría con la mayor viru­lencia. El lugar, así tomado, era naturalmente Woollett y él iba a ver, en el mejor de los casos, lo que Woollett sería después de haberse transformado todo para él. ¿No daría cuen­ta aquella revelación del final de su trabajo? Bien, el final del verano lo diría; su incertidumbre tenía, mientras tanto, exac­tamente la dulzura de la demora inútil; y él contaba al res­pecto, conviene decirlo, con otros pasatiempos distintos de la compañía de María... muchos entretenimientos dispersos en que su ocio se venía abajo salvo en un detalle. Se arrimaba a buen puerto, con el mar a sus espaldas, y era sólo cuestión de ganar la playa; tenía un problema pendiente, sin embargo, mientras se apoyaba en el casco de su embarcación, y era liberarse un poco de la obsesión de que estaba prolongando el tiempo que pasaba con la señorita Gostrey. Era un problema propio, pero sólo podía resolverlo viendo otra vez a Chad; era, a decir verdad, su principal razón para querer ver a Chad. Después de esto ya no tendría importancia: sería un fantasma que ciertas palabras devolverían fácilmente al descanso. Sólo que el joven tenía que estar allí para oír las palabras. Una vez que se hubieran escuchado yà no tendría nada pendiente; esto es, nada en relación con este negocio particular. No importaría entonces, ni siquiera ante sí mismo, que pudiera haber sido culpable de hablar a causa de lo que había perdido. Tal era el refinamiento de su supremo escrúpulo: no quería tomar en consideración lo que había perdido. No quería hacer nada porque hubiera perdido algo más, porque estuviera dolido o contristado o en la miseria, porque hubiera sido maltratado o estuviera desesperado; quería hacerlo todo porque se sentía lúcido y sereno y en la misma medida respecto de todos los puntos esenciales que siempre. Fue así como, mientras prácti­camente esperaba a Chad, siguió expresándolo en silencio. «Te han despedido, compañero; pero ¿qué tiene que ver eso?» La idea de la venganza le resultaba intolerable.

Estas sombras no eran, sin duda, sino la iridiscencia de su ocio y en aquel momento se habían dispersado ante la nueva luz de María. Tenía algo nuevo que decirle antes de que terminase la semana en curso y prácticamente se lo dijo en cuanto apareció el hombre por la noche. No había visto a la mujer en todo el día, pero había planeado presentarse en el momento oportuno para pedirle que cenase con él fuera. Pero entonces se había puesto a llover, de modo que, desconcer­tado, cambió de idea; cenó solo en casa, con su poco de des­gana y su poco de estupidez, y luego fue a buscarla para compensar su derrota. No tardó ni un minuto en percatarse de que había ocurrido algo; estaba de tal modo en la atmósfera de la preciosa salita que no tenía sino que hacer una alusión. Suavemente iluminada, todo el color del lugar, con sus vagos matices, estaba en fría fusión: efecto que hizo que el visitante quedase un tanto sorprendido. Fue como si al hacerlo hubiera advertido una reciente presencia: apercepción que la anfitrio­na adivinó a su vez. Ni siquiera fue necesario que dijera:

––Sí, ha estado aquí ella y esta vez la he recibido. ––Un minuto más tarde añadía––: Pues no había, si mal no le enten­dí, ningún motivo...

––¿Para no admitirla?

––No... si ha hecho usted lo que tenía que hacer.

––Lo he hecho hasta tal extremo ––dijo Strether–– que no necesita usted temer que el efecto, o su apariencia, pese sobre nosotros. Entre nosotros no hay nada más que lo que usted y yo hemos comentado, y ni un centímetro de espacio para nada más. Por lo tanto se ha limitado usted a ser maravillosa con nosotros, como siempre, aunque ahora, sin duda, si ha habla­do con usted, más con nostros que antes. Por supuesto que si vino ––añadió–– fue para hablar con usted.



––Fue para hablar conmigo ––replicó María; con lo que el hombre estuvo seguro de que la mujer sabía prácticamente lo que él no le había contado todavía. Estaba seguro incluso de que estaba en posesión de cosas que él no habría podido con­tar; pues la conciencia de las mismas brillaba en la cara feme­nina junto con un dejo de tristeza que evidenciaba el despeje de todas las incertidumbres. Se le ocurrió con mayor convic­ción que desde el principio había estado ella en posesión de un conocimiento que no creía hubiera de tener el hombre, un co­nocimiento cuya rápida adquisición podía afectarle. No era inconcebible que dicha afección se tradujera en la pérdida de la independencia masculina y en un cambio de actitud: en otras palabras, una reacción en favor de los principios de Woollett. Había prefigurado ella la posibilidad de una conmoción que enviara al hombre de rebote con la señora Newsome. El hom­bre, cierto, no había manifestado, tras todas aquellas sema­nas, ningún síntoma de haberla sufrido, pero la posibilidad había estado más o menos en el aire. Lo que María, en conse­cuencia, había tenido que comprender era que la conmoción había mejorado y que él, en cualquier caso, no había sido víctima de rebote alguno. Había resuelto, sin más, una cues­tión largo tiempo pendiente con la señora Newsome, pero a consecuencia de la misma no se había dado ninguna reaproxi­mación a la mujer. Mme. de Vionnet, con su visita, había acercado la antorcha a tales verdades y lo que en aquel mo­mento permanecía en el rostro de la pobre María era la, en cierto modo, luz humeante de la escena habida entre ambas mujeres. Si la luz, sin embargo, no era, como hemos apun­tado, el resplandor de la alegría, los motivos quizá los distin­guiera Strether incluso a través del desdibujado contorno que en ellos producía su natural modestia. La mujer se había contenido durante meses; no se había entrometido en ninguna circunstancia (éstas habían abundado) que pudiera redundar en beneficio propio. Había vuelto la espalda a la fantasiosa especulación de que la ruptura con la señora Newsome, las pérdidas del amigo común (el compromiso, el trato mismo, ro­to y sin posibilidad de reparación) podían revertir en su prove­cho, y, para evitar el fomento de tales casos, se entregaba, en privado, a apasionados momentos, notables por su honradez. No podía, por tanto, sino advertir que, aunque, al final de todo, los hechos en cuestión habían acabado por confirmarse, su base para lo que podría llamarse interesada exultación seguía estando sin definir del todo. Strether podía haber adivi­nado con facilidad que la mujer se había preguntado, en las horas en que no había hecho sino esperar, si seguiría habiendo o no para ella un retazo de incertidumbre. Apresurémonos a añadir, sin embargo, que lo que él dedujo al principio en aquella ocasión se lo guardó al principio también para sí. Sólo se preguntaba a qué habría ido en particular Mme. de Vion­net; y en cuanto a esto, su compañera estaba preparada.

––Quería tener noticias del señor Newsome, a quien al pa­recer no ha visto desde hace días.

––¿Luego no ha vuelto a marcharse con él?

––Al parecer ––respondió María––, ella pensaba que se ha­bía ido con usted.

––¿Y no le dijo que yo no sé nada de él?

La mujer negó con la cabeza con condescendencia.

––Yo no sabía nada de lo que usted sabía. Sólo pude decirle que se lo preguntaría.

––Le diré en tal caso que no le he visto desde hace una semana... Y por supuesto me ha sorprendido. ––Su sorpresa parecía confirmada ya, pero añadió––: Sin embargo, tal vez pueda averiguar su paradero. ¿No advirtió ––preguntó–– si nuestra amiga estaba nerviosa?

––Siempre está nerviosa.

––¿Después de todo lo que he hecho por ella? ––Y sufrió uno de sus últimos brotes de su leve risa ocasional––. ¡Pensar que era esto lo que yo quena evitar!

La mujer comprendió, pero para replicar en el acto.

––¿No considera usted entonces que está seguro?

––Iba a preguntarle a usted qué opinión le merece, en este sentido, Mme. de Vionnet.

La mujer le dirigió una breve mirada.

––¿Qué mujer está segura? Ella me contó ––añadió, y aca­so a instancias de aquel nexo–– el extraordinario encuentro en el campo. Después de eso, à quoi se fier?

––Fue, en tanto que accidente, en el capítulo de lo proba­ble y lo improbable ––admitió Strether––, monstruosamente asombroso. Sin embargo, sin embargo...

––¿Sin embargo a ella no le importa?

––A ella no le importa nada.

––Bueno, en tal caso, como a usted tampoco, olvidémonos de lo demás.

El hombre pareció estar de acuerdo con ella, pero tenía sus reservas.

––Lo que me preocupa es la desaparición de Chad.

––Oh, ya le hará usted volver. Pero ahora ya sabe ––dijo ella–– por qué fui a Mentone. ––El hombre le había dado tiempo suficiente para que comprendiera que había hecho las debidas conexiones, pero estaba en la naturaleza de la mujer el deseo de una mayor claridad––. No quiero que me lo pre­gunte.


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