Stefan Zweig



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LA NUEVA SOCIEDAD


Apenas María Antonieta se encuentra restablecida en su alegre morada, cuando comienza ya, enérgicamente, a manejar su nueva escoba. Primeramente, fuera toda la gente vieja. Los vie­jos son aburridos y feos. No saben bailar ni saben divertirla; están siempre predicando prudencia y reflexión, y de estas eter­nas recomendaciones y amonestaciones de moderación está fundamentalmente harta aquella mujer de temperamento ar­diente, desde sus tiempos de delfina. Fuera, pues, la rígida mentora, «Madame Etiqueta», la condesa de Noailles: una rei­na no necesita ser educada; le es lícito hacer lo que quiera. Fuera, a una distancia respetable, el confesor y consejero dado por su madre, el abate Vermond. Fuera, y muy lejos, todos aque­llos para hablar con los cuales hay que hacer un esfuerzo espi­ritual. A su lado, exclusivamente jóvenes; una alegre compañía que no eche a perder con una abobada gravedad el juego y las bromas de la vida. Si estos compañeros de diversión son o no de alta categoría, de una de las primeras familias, y si poseen un carácter honorable a irreprochable, se toma poco en consi­deración; tampoco necesitan ser excesivamente cultos, educa­dos  la gente culta es pedante, y maliciosa la educada ; le basta que posean un espíritu agudo, que sepan referir anécdo­tas picantes y hagan buen papel en las fiestas. Diversión, diver­sión y diversión es lo primero y lo único que exige María Antonieta de su círculo íntimo. Así se rodea de tout ce qui est de plus mauvais à Paris et plus jeune, como dice suspirando María Teresa; de una soi disant société, como gruñe, enojado, su hermano José II; de una tertulia en apariencia indolente, pero, en realidad, en extremo egoísta, que se hace pagar su fácil tarea de ser el maitre de plaisir de la reina con las más impor­tantes prebendas y que durante los juegos galantes se guarda en su bolso de arlequín las más pingües pensiones.

Un solo señor aburrido desluce, de cuando en cuando y tran­sitoriamente, la gozosa compañía. Pero no se le puede rechazar sin dificultades porque  sería fácil olvidarlo  es el mari­do de aquella desenfadada señora y, fuera de eso, es el sobera­no de Francia. Sinceramente enamorado de su encantadora esposa, Luis el Tolerante, no sin haber pedido antes permiso, viene a veces a Trianón y contempla cómo se divierte la gente joven; intenta a veces hacer tímidas represiones, cuando se han traspasado con excesiva despreocupación las fronteras de lo convenido, o cuando los gastos crecen hasta el cielo; pero en­tonces la reina se ríe, y con esa risa está concluido todo. Tam­bién los alegres intrusos tienen una especie de condescendiente simpatía por aquel rey que, siempre bueno y obediente, estam­pa un «Louis» escrito con su hermosa letra, al pie de cada uno de aquellos decretos con los cuales la reina les proporciona los más altos empleos. Pero aquel buen hombre no perturba jamás largo tiempo; no permanece a11í más que una hora o dos, y des­pués se vuelve al trote de sus caballos hacia Versalles, en busca de sus libros o de su taller de cerrajero. Una vez, como se está a11í sentado demasiado tiempo y la reina está ya impaciente por trasladarse a París con su alegre compañía, adelanta ella misma, secretamente, la hora del reloj, y el rey, sin notar el más pequeño engaño, dócil como un cordero, se va a la cama a las diez en vez de a las once, y toda la elegante canalla se ríe hasta troncharse.

Cierto que el concepto de la dignidad real no se realza con tales bromas. Pero ¿qué tiene que ver Trianón con un hombre tan tope y zopenco? No sabe contar anécdotas maliciosas, no sabe reírse. Asustado y tímido, se deja estar sentado en medio de la ale­gre reunión, como si tuviese dolor de vientre, y bosteza de sueño mientras los otros sólo a medianoche comienzan a estar anima­dos. No va a ningún baile de máscaras, no juega a juegos de azar, no le hace la corte a ninguna mujer.. No; no es aprovechable para nada este buen hombre aburrido: en las reuniones de Trianón, en el imperio del rococó, en aquellas arcádicas praderas de la frivo­lidad y la petulancia, está completamente fuera de lugar.

El rey no significa nada, por tanto, como miembro de la nueva sociedad. Por su parte, su hermano el conde de Provenza que esconde su ambición detrás de una fingida indiferencia, juz­ga más prudente no perjudicar su dignidad con el trato de aque­Ilos caballeretes. No obstante, como algún individuo masculino de la familia tiene que acompañar a la reina en sus diversiones, el hermano más joven de Luis XVI, el conde de Artois, es el que coma a su cargo el papel de ángel tutelar. Aturdido, frívo­lo, descarado, pero hábil y manejable, padece igual temor que María Antonieta ante el aburrimiento o el tener que ocuparse de cosas serias. Conquistador, pródigo, divertido, elegante, fanfa­rrón, más descarado que valiente, más jactancioso que verdade­ramente apasionado, conduce a aquella alocada pandilla adon­dequiera que haya algún nuevo sport, alguna nueva moda, un nuevo placer, y pronto tiene más deudas que el rey, la reina y toda la corte reunidos. Pero precisamente por ser así concuerda admirablemente con María Antonieta. No estima ella en mucho a este impertinente atolondrado, ni mucho menos le ama, aun­que las malas lenguas lo hayan afirmado con ligereza; pero le cubre las espaldas. Hermano y hermana, en su furia de placeres, forman en poco tiempo una pareja inseparable.



El conde de Artois es el comandante electo de la guardia de corps con la cual María Antonieta emprende sus correrías diur­nas y nocturnas por todas las provincias de la alegre ociosidad; esta tropa es realmente reducida, y en ella cambian constante­mente los cargos directivos, pues la indulgente reina dispensa a sus satélites toda clase de transgresiones, deudas y arrogancias, una conducta provocativa y excesivamente familiar, aventuras galantes y escándalos, pero cada cual tiene agotado el caudal del regio favor tan pronto como comienza a aburrir a la reina. Durante algún tiempo, el barón de Besenval, un noble suizo de cincuenta años, con la ruidosa brusquedad de un antiguo sol­dado, es el que ostenta la supremacía; después cae la preferen­cia sobre el duque de Coigny, un des plus constamment favori­sés et le plus consulté. A estos dos, junto con el ambicioso duque de Guines y el conde húngaro de Esterhazy. les es asig­nada la asombrosa tarea de encargarse de la reina durante sus viruelas, lo que dio ocasión en la corte para la maliciosa pregunta de cuáles serían las cuatro damas de honor que elegiría el rey en igual situación. Permanentemente se mantiene en su posición el conde de Vaudreuil, amante de la favorita de María Antonieta, la condesa de Polignac; algo más en segundo térmi­no, el más prudente y más sutil de todos, el príncipe de Ligne, el único que no cobra por su posición en Trianón ninguna lucrativa renta del Estado; también el único que conserva res­peto a la memoria de su reina, en la ancianidad, al escribir los recuerdos de su vida. Estrellas fugaces de aquel arcaico firma­mento son el «hermoso» Dillon y el joven, ardiente y atolon­drado duque de Lauzun, los cuales, durante algún tiempo, lle­gan a ser muy peligrosos para la involuntaria virginidad de la reina. Trabajosamente, con enérgicos esfuerzos, logra el emba­jador Mercy alejar a este joven aturdido antes de que haya conquistado más que la simple simpatía de la reina. Por su parte, el conde de Adhémar canta lindamente, acompañándose al arpa, y representa bien comedias; esto es suficiente para pro­porcionarle el cargo de embajador en Bruselas y después en Lon­dres. Mas los otros prefieren permanecer a11í y pescar, en aguas artificiosamente revueltas, los cargos más productivos de la corte. Ninguno de estos caballeros, a excepción del príncipe de Ligne, tiene realmente una categoría espiritual; ninguno, la am­bición de utilizar elevadamente, en sentido político, la influencia que les brinda la amistad de la reina: ninguno de estos héroes de las mascaradas de Trianón ha llegado a ser realmente un héroe de la Historia. Por ninguno de ellos, verdaderamente, en lo profundo, siente estimación María Antonieta. A varios les ha permitido la joven coqueta más familiaridades de lo que hubiera sido conveniente en la posición de una reina, pero a ninguno de ellos, y esto es lo decisivo, se le ha entregado por completo ni físi­ca ni espiritualmente. El único de todos que, de una vez para siempre, debe ser quien llegue al corazón de la reina está todavía envuelto en sombra. Y acaso la abigarrada agitación de la com­parsería sirva sólo para ocultar mejor su proximidad y presencia.

Más peligrosas que estos caballeros dudosos, y que Gam­bian frecuentemente. son para la reina sus amigas; entran aquí en juego, misteriosamente. fuerzas emotivas confusas y fatales. María Antonieta, en lo que toca a su carácter, es una mujer ple­namente natural, muy femenina y tierna, llena de necesidad de confianza y de afecto, necesidad que en estos primeros años, al lado de un esposo apático y poltrón, había quedado sin corres­pondencia. Franca de natural, quería confiar a alguien sus impulsos espirituales, y como por razón de las costumbres no puede ser a un hombre, a un amigo, o no lo puede ser todavía, María Antonieta, involuntariamente, se busca desde el princi­pio una amiga.

Que en las amistades femeninas de María Antonieta vibre cierto tono de ternura es cosa completamente natural. María An­tonieta, a los dieciséis años, a los diecisiete y a los dieciocho, aun­que casada, o más bien aparentemente casada, se encuentra aní­micamente en la edad típica y en la disposición típica de las amistades de colegio. Arrancada temprano, cuando niña, a su ma­dre, a la educadora, amada muy sinceramente; colocada junto a un esposo torpe y todavía poco tierno, no ha podido dar libre curso a aquel íntimo afán de confiarse a otra persona que es pro­pio de la naturaleza de la doncella como el aroma de la flor. To­das estas pequeñas infantilidades: los paseos cogidas de la ma­no, el abrazarse una a otra, las risas en los rincones, el alborotar en la habitación, la adoración recíproca; todos estos ingenuos síntomas del Frühlingserwachens, del despertar de la primave­ra, no han acabado todavía de fermentar en su cuerpo adoles­cence. No a los dieciséis años, ni a los diecisiete, a los die­ciocho, a los diecinueve o a los veinte, le ha sido dado todavía a María Antonieta enamorarse de una manera sinceramente juve­nil; no es en modo alguno un elemento sexual lo que se consu­me en tales tempestuosas ebulliciones, sino un tímido presenti­miento, el entusiasmo amoroso. Siendo esto así, las primeras relaciones de María Antonieta con sus amigas tenían que ser caracterizadas por las notas más tiernas, y esta nada conven­cional conducta de una reina al punto fue interpretada del modo más maligno por la galante corte. Harto cultivada y pervertida, aquella gente no puede comprender lo natural, y pronto comienzan cuchicheos y conversaciones sobre sádicas tendencias de la reina. «Con gran liberalidad me han atribuido ambas in­clinaciones, hacia las mujeres y hacia los amantes», le escribe, con toda franqueza y alegría, María Antonieta a su madre, bien segura de sus sentimientos; su sinceridad orgullosa desprecia a la corte, a la opinión pública y al mundo entero. No sabe toda­vía el poder de las mil lenguas de la calumnia, aún se entrega sin reserva a la insospechada alegría de poder, por fin, amar y confiarse a alguien, sacrificando toda prudencia, sólo para po­der probar a sus amigas lo ilimitado que puede ser su cariño.

La primera favorita de la reina, madame de Lamballe, fue una elección relativamente afortunada. Perteneciente a una de las primeras familias de Francia, y por ello no codiciosa de di­nero ni de poder; naturaleza delicada y sentimental, no muy inteligente, pero al propio tiempo tampoco una intrigante; no muy notable, pero tampoco ambiciosa, corresponde al cariño de la reina con una real amistad. Sus costumbres pasan por ser irreprochables, su influencia se limita al círculo de la vida pri­vada de la reina; no mendiga protección para sus amigos ni para su familia; no se mezcla en los asuntos de Estado ni en la política. No tiene ninguna sala de juego; no arrastra más pro­fundamente a María Antonieta en el torbellino de los placeres, sino que le conserva, discreta y constantemente, su fidelidad, y una muerte heroica imprime, por fin, el sello de su amistad.

Pero una noche se extingue repentinamente su poder, como una luz bajo un soplo. En un baile de corte, el año 1775, des­cubre la reina una joven a quien no conoce todavía, conmove­dora en su modesta gracia, angelicalmente pura la mirada azul, de una delicadeza virginal toda la figura; a sus preguntas le dan el nombre de la condesa de Jules Polignac. Esta vez no es, como en el caso de la princesa de Lamballe, una simpatía humana que asciende poco a poco hasta la amistad, sino un repentino interés apasionado, un coup de foudre, una especie de ardiente enamoramiento. María Antonieta se acerca a la desconocida y le pregunta por qué se le ve tan rara vez en la corte. No es lo bastante acomodada para costear los gastos de la vida de palacio, confiesa sinceramente la condesa de Polignac, y esta fran­queza encanta a la reina, pues ¿qué alma pura tiene que ocultar­se en esta mujer encantadora para que confiese con tan conmo­vedora sinceridad, a las primeras palabras, que padece la más terrible vergüenza en aquellos tiempos, el no tener dinero? ¿No será ésta, para ella, la amiga ideal tanto tiempo buscada? Al punto María Antonieta trae a la corte a la condesa de Polignac y amontona sobre ella tal suerte de sorprendentes privilegios que excita la envidia general; va con ella públicamente cogida del brazo, la hace habitar en Versalles, la lleva consigo a todas partes y hasta llega una vez a trasladar toda la corte a Marly sólo para poder estar más cerca de su idolatrada amiga, que está a punto de dar a luz. Al cabo de pocos meses, aquella noble arruinada ha llegado a ser dueña de María Antonieta y de toda la corte.

Pero, desgraciadamente, este ángel tierno a inocente no des­ciende del cielo, sino de una familia pesadamente cargada de deudas, que quiere amonedar celosamente para sí aquel favor inesperado; bien pronto los ministros de Hacienda saben algo de tal cuestión. Primeramente son pagadas cuatrocientas mil libras de deudas; la hija recibe como dote ochocientas mil; el yerno, una plaza de capitán, a lo que se añade, un año más tar­de, una posesión rústica que rinde setenta mil ducados de renta; el padre, una pensión, y el complaciente esposo, a quien en rea­lidad hace mucho tiempo que ha sustituido un amante, el título de duque y una de las prebendas más lucrativas de Francia: los correos. La cuñada Diana de Polignac, a pesar de su mala fama, llega a ser dama de honor de la corte, y la misma condesa Julia, aya de los hijos de la reina; el padre, además de su pensión, aún llega a ser embajador, y toda la familia nada en la opulencia y los honores, y derrama además sobre sus amigos el cuerno de la abundancia repleto de favores; en una palabra, este capricho de la reina, esta familia de Polignac, le cuesta anualmente al Estado medio millón de libras. «No hay ningún ejemplo  es­cribe espantado a Viena el embajador Mercy  de que en tan poco tiempo una suma de tanta importancia haya sido adjudicada a una sola familia.» Ni siquiera la Maintenon o la Pom­padour han costado más que esta favorita de ojos angelical­mente bajos, que esta tan modesta y bondadosa Polignac.

Los que no son arrebatados por el torbellino contemplan, se asombran y no comprenden la ilimitada condescendencia de la reina, que deja que abuse de su nombre regio, de su posición y de su reputación aquella parentela indigna, aprovechada sin valor alguno. Todo el mundo sabe que la reina, en cuanto a in­teligencia natural, fuerza de alma y lealtad, está colocada cien codos por encima de aquellas criaturas que forman su diaria compañía. Pero en las relaciones humanas nunca decide la fuerza, sino la habilidad; no la superioridad de inteligencia, sino la voluntad. María Antonieta es indolente y los Polignac ambiciosos; ella es inconstante y los otros tenaces: se mantie­ne sola, pero los otros han formado una cerrada camarilla que aparta intencionadamente a la reina de todo el resto de la corte; divirtiéndola, la conservan en su poder. ¿De qué sirve que el pobre viejo confesor Vermond amoneste a su antigua discípula diciéndole: «Sois demasiado indulgente respecto a las costum­bres y a la fama de vuestros amigos y amigas», o que la repren­da, con notable atrevimiento, diciéndole: «La mala conducta, las peores costumbres, una reputación averiada o perdida, han llegado a ser justamente los medios para ser admitido en vues­tra sociedad». ¿De qué sirven tales palabras contra aquellas dulces y tiernas conversaciones, cogidas del brazo; de qué la prudencia contra esta diaria astucia, todo cálculo? La Polignac y su pandilla poseen las llaves mágicas de su corazón, ya que divierten a la reina, ya que combaten su aburrimiento, y al cabo de algunos años María Antonieta está por completo en poder de aquella banda de fríos calculadores. En el salón de la Polignac, los unos apoyan las aspiraciones de los otros a obtener puestos y colocaciones; mutuamente se procuran prebendas y pensio­nes: cada uno parece preocuparse sólo del bienestar de los demás, y de este modo corren por entre las manos de la reina, que no se da cuenta de nada, las últimas fuentes áureas de las agotadas cámaras del tesoro del Estado en favor de unos pocos.

Los ministros no pueden impedir este impulso. «Faites parler la Reine.» Haga usted que hable la reina en su favor, respon­den, encogiéndose de hombros, a todos los solicitantes; porque categorías y títulos, destinos y pensiones, únicamente los con­fiere en Francia la mano de la reina, y esta mano la guía invisi­biemente la mujer de ojos de violeta, la bella y dulce Polignac.



Con estas permanentes diversiones, el círculo que rodea a María Antonieta va haciéndose inaccesiblemente limitado. Las otras gentes de la corte lo advierten pronto; saben que detrás de aquellas paredes está el paraíso terrenal. Allí florecen los altos empleos, allí manan las pensiones del Estado, a11í, con una broma, con un alegre cumplido, se recoge un favor al cual mu­chos otros, con perseverante capacidad, vienen aspirando desde hace decenios. En aquel dichoso más a11á reina eternamente la serenidad, la despreocupación y la alegría, y quien ha penetra­do en estos campos elíseos del favor real tiene para sí todas las mercedes de la tierra. No es milagro que todos los expulsados fuera de aquellos muros, la antigua y meritoria nobleza, a la que no es permitido el acceso a Trianón, cuyas manos, igual­mente ávidas, jamás se han humedecido con la lluvia de oro, es­tén cada vez agriadas de modo más violento. ¿Somos, pues, me­nos que esos arruinados Polignac?, rezongan los Orleans, los Rohan, los Noafles, los Marsan. ¿De qué sirve tener un rey joven, modesto y honesto, que por fin no es juguete de sus maî­tresses, para que después de la Pompadour y de la Du Barry tengamos otra vez que mendigar de una favorita lo que nos per­tenece por razón y derecho? ¿Debe realmente soportarse este descarado modo de dejarse a uno a un lado, esta osada descon­sideración de la joven austríaca, que se rodea de mozos extran­jeros y mujeres dudosas, en lugar de hacerlo de la nobleza ori­ginaria del país o domiciliada en él desde siglos remotos? Cada vez más estrechamente se agrupan los excluidos unos con otros; cada día, cada año, crecen sus filas. Y pronto, por las ventanas del desierto Versalles, un odio con cien ojos fija sus miradas en el despreocupado y frívolo mundo de juguete de la reina.


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