Mujeres enamoradas



Yüklə 1,84 Mb.
səhifə10/42
tarix29.10.2017
ölçüsü1,84 Mb.
#19792
1   ...   6   7   8   9   10   11   12   13   ...   42

Estaba conmovido, pero no asustado. Girándose para hacerle frente, tiró la mesa y se alejó de ella. El era como un frasco pulverizado, se sentía todo en fragmen­tos, aplastado en trozos. Sin embargo, sus movimientos fueron perfectamente coherentes y claros, su alma es­taba entera y sin sorprender.

-No lo harás, Hermione -dijo con una voz baja-. No te dejo.

La vio de pie, alta, lívida y atenta, aferrando tensa­mente la piedra en su mano.

-Apártate y deja que me vaya -dijo él acercán­dose.

Ella se apartó como si hubiese sido movida por al­guna mano, contemplándole todo el tiempo sin cam­biar, como un ángel neutralizado haciéndole frente.

-No sirve -dijo él cuando ya había pasado por de­lante de ella-. No seré yo quien muera. ¿Oyes?

Siguió mirándola hasta salir, para que no pudiese golpear de nuevo. Mientras él estaba en guardia ella no osó moverse. Y él estaba en guardia, ella sin poder. Así se fue, y ella se quedó de pie.

Permaneció perfectamente rígida durante un largo tiempo. Luego se fue tambaleando hacia la cama y se tumbó, durmiéndose profundamente. Cuando despertó recordó lo que había hecho, pero le pareció que se había limitado a golpearle, como cualquier mujer podría ha­berlo hecho, porque la torturaba. Ella había obrado perfectamente. Sabía que, espiritualmente, estaba en lo cierto. El su propia pureza infalible había hecho lo que debía hacerse. Estaba en lo cierto, era pura. Una ex­presión religiosa drogada, casi siniestra, se hizo per­manente en su rostro.

Birkin, apenas consciente pero perfectamente directo en su movimiento, salió de la casa y, cruzando el par­que, se dirigió a campo abierto, hacia las colinas. El día brillante se había estropeado, caían gotas de lluvia. Paseó por una ribera salvaje donde había macizos de avellano, muchas flores, setos de brezo y pequeños ha­ces de abetos jóvenes con suaves agujas, Estaba bas­tante húmedo por todas partes; había un riachuelo co­rriendo por el fondo del valle, que era sombrío o lo parecía. Birkin era consciente de que no podía recupe­rar su conciencia, de que se estaba moviendo en una especie de oscuridad.

Sin embargo, deseaba algo. Era feliz en la ladera húmeda, demasiado crecida y oscura de arbustos y flo­res. Quería tocarlos todos, saturarse con el tacto de todos. Se quitó la ropa y se sentó desnudo entre las flo­res, moviendo suavemente su pie entre ellas, sus pier­nas, sus rodillas, sus brazos hasta las axilas, tumbán­dose y dejando que tocasen su vientre y su pecho. Su tacto era tan fino, fresco y sutil en toda la piel que le pareció que se saturaba con su contacto.

Pero eran demasiado suaves. Fue cruzando la larga hierba hasta un grupo de abetos jóvenes no más altos que un hombre. Las ramas suaves y afiladas le golpea­ron mientras se movía en agudos dolores contra ellas, lanzaron pequeñas duchas frías de gotas sobre su vien­tre y le castigaron los riñones con sus enjambres de agujas afiladas. Hubo un cardo que le pinchó sensible­mente pero no demasiado, porque todos sus movimien­tos eran muy precisos y suaves. Tumbarse y rodar sobre los pegajosos y frescos jacintos jóvenes, tumbarse so­bre el vientre y cubrirse la espalda con manojos de fina hierba húmeda, suave como un aliento, suave y más delicada y más hermosa que el tacto de cualquier mu­jer, y luego pincharse un muslo contra las oscuras cortezas vivientes de las ramas de abeto, y luego sentir el leve látigo del avellano sobre el hombro de uno, picando, y aferrar luego el tronco del plateado abedul contra el pecho de uno, con su suavidad, su dureza, sus nudos y vetas vitales...; esto era bueno, era todo muy bueno, muy satisfactorio. Ninguna otra cosa serviría, nada podría satisfacer excepto esta frescura y sutileza de la vegetación viajando hacia la sangre de uno. ¡Qué afortunado era de que hubiese esa vegetación encanta­dora, sutil, atenta, esperándole como él la esperaba, qué cumplido estaba, qué feliz!

Mientras se secaba un poco con el pañuelo, pensó en Hermione y el golpe. Notaba dolor a un lado de la cabeza. Pero, después de todo, ¿qué más daba? ¿Qué más daba Hermione, qué más daba toda la gente? Allí estaba esta soledad perfectamente fresca, tan encanta­dora e inexplorada. Realmente, qué error había come­tido pensando que deseaba gente, pensando que desea­ba una mujer. No deseaba una mujer... para nada. Las hojas, las flores y los árboles, ellos eran realmente en­cantadores, frescos y deseables; ellos entraban realmen­te en la sangre y se le añadían. Estaba ahora enrique­cido inconmensurablemente y muy alegre.

Fue bastante correcto por parte de Hermione querer matarle. ¿Qué tenía que ver con ella? ¿Por qué iba a pretender que tenía algo que ver con los seres humanos en general? Allí estaba su mundo; no quería a nadie ni a nada excepto a la vegetación encantadora, sutil, aten­ta, y a sí mismo, a su propia ley de ser viviente.

Era necesario volver al mundo, eso era cierto. Pero eso no importaba, uno sabía a qué lugar pertenecía. El sabía ahora a qué lugar pertenecía. Ese era su sitio, su lugar marital. El mundo era extrínseco.

Ascendió hasta salir del valle, preguntándose si esta­ba loco. Pero si era así prefería su propia locura a la salud normal. Se regocijó en su propia locura, era libre. No quería esa vieja salud del mundo, que se había he­cho tan repulsiva. Se regocijó en el mundo recién des­cubierto de su locura. Era tan fresco, delicado y sa­tisfactorio.

En cuanto a la cierta pena que al mismo tiempo sen­tía en su alma, era sólo el resto de una vieja ética que ordenaba a un ser humano adherirse a la humanidad. Pero estaba cansado de la vieja ética, del ser humano y de la humanidad. Amaba ahora la vegetación suave y delicada, que era tan fresca y perfecta. Pasaría por alto la pena antigua, apartaría la vieja ética, sería libre en su nuevo estado.

Era consciente de que el dolor de su cabeza se ha­cía más y más difícil cada minuto. Caminaba ahora por la carretera hacia la estación más próxima. Estaba llo­viendo y no tenía sombrero. Pero multitud de chalados salían por entonces sin sombrero bajo la lluvia.

Se preguntó nuevamente qué parte de su pesadum­bre, cierta depresión, era debida, al miedo de que alguien le hubiese visto desnudo tumbado contra la vegetación. ¡Qué pavor tenía a la humanidad, a otras gentes! Era prácticamente horror, una especie de terror onírico, el espanto que le producía ser observado por otras perso­nas. Si estuviese en una isla, como Alexander Selkirk, solo, con las criaturas y los árboles, sería libre y feliz; no existiría nada de esa pesadumbre, ese temor. Podría amar la vegetación y ser dichoso e incuestionado por sí mismo.

Más le valdría enviar una nota a Hermione; ella po­dría preocuparse por él, y él no quería la responsabili-

dad de eso. Así pues, escribió desde la estación di­ciendo:
«Iré a la ciudad..., por ahora no quiero volver a Breadalby. Pero todo va perfectamente...; no quiero que te preocupes por haberme golpeado en lo más mínimo. Di a los otros que es simplemen­te una de mis ventoleras. Fuiste bastante correcta atacándome... porque sé que lo deseabas. Eso es todo.»
Sin embargo, en el tren se sintió enfermo. Cada mo­vimiento era dolor insufrible y estaba mareado. Se arras­tró desde la estación a un taxi, palpando su camino paso a paso, como un ciego, mantenido sólo por una tenue voluntad.

Estuvo enfermo una o dos semanas, pero no permitió que Hermione lo supiese, y ella pensó que estaba enfa­dado; hubo un completo extrañamiento entre ellos. Ella se hizo estática, abstraída en su convicción de detentar exclusivamente la virtud. Vivía en y por su propia esti­ma, convencimiento de su propia rectitud de espíritu.


9. POLVO DE CARBON

Volviendo a casa desde la escuela, por la tarde, las muchachas Brangwen descendían la colina entre los pintorescos caseríos de Willey Green hasta llegar a la encrucijada del ferrocarril. Encontraron allí cerrado el portón, porque el tren de la mina se estaba acercando. Podían escuchar el áspero jadeo de la pequeña loco­motora a medida que avanzaba con precaución entre los taludes. El hombre de una sola pierna que ocupaba la pequeña garita de señales situada junto a la carrete­ra sacó el cuerpo para mirar desde su refugio, como un caracol lo haría saliendo de su concha.

Mientras las dos muchachas esperaban apareció Gerald Crich trotando sobre una' yegua árabe roja. Mon­taba bien y suavemente, complacido con el delicado temblor de la criatura entre sus rodillas. Y era muy pintoresco, al menos a los ojos de Gudrun, sentándose suave y próximo a la esbelta yegua roja, cuya larga cola fluía sobre el aire. Saludó a las dos muchachas y se acercó al cruce para esperar la apertura del portón, mirando por los carriles hacia el tren que se acercaba.

A pesar de su sonrisa irónica ante lo pintoresco de su aspecto, a Gudrun le gustaba mirarle. Estaba bien puesto y suelto; el cálido moreno de su rostro hacía re­saltar el bigote blanquecino, áspero, y sus ojos azules estaban llenos de luz aguda mientras miraba la distancia.

La locomotora resopló lentamente entre los bancos, escondida. A la yegua no le gustaba. Comenzó a encabri­tarse, como si le doliese el ruido desconocido. Pero Gerald la sujetó y mantuvo su cabeza junto al portón. Las explosiones del ruidoso motor rompían sobre ella con más y más fuerza. Los golpes agudos y repetidos de ruido desconocido, aterrorizante, la golpearon hasta que se puso a temblar de terror. Saltó hacia adelante como un muelle súbitamente suelto. Pero una mirada brillante y sonriente llegó al rostro de Gerald. La trajo de vuelta otra vez, inevitablemente.

El ruido se liberó; la pequeña locomotora, con su ruidosa polea de acero, emergió estruendosamente. La yegua rebotó como una gota de agua sobre hierro ca­liente. Ursula y Gudrun se echaron hacia atrás sobre el seto. Pero Gerald estaba sólidamente sobre la yegua y la forzó a ponerse de nuevo en su sitio. Parecía como si él se hundiese en ella magnéticamente y pudiera em­pujarla en contra de ella misma.

-¡Estúpido! -exclamó en alta voz Ursula-. ¿Por qué no se aleja hasta que haya pasado?

Gudrun le estaba mirando con ojos dilatados, fasci­nados. Pero él se mantenía brillante y obstinado, for­zando a la yegua, que giraba y se torcía como un vien­to, pero sin lograr zafarse de la voluntad de él ni esca­par del enloquecido clamor de pánico que la recorría resonante mientras los vagones pasaban lenta, pesada, pavorosamente uno después del otro, uno persiguiendo al otro, sobre los raíles del cruce.

Como si quisiera saber lo que podía hacerse, la lo­comotora apretó los frenos y los vagones rebotaron so­bre los parachoques de hierro, golpeando como horribles timbales, chocando más y más cerca con golpes aterradoramente estridentes. La yegua abrió la boca y se alzó lentamente, como elevada sobre un viento de terror. En­tonces, de repente, sus patas delanteras cocearon mien­tras ella se convulsionaba estremecedoramente escapan­do del horror. Se echó hacia atrás sobre las patas tra­seras, y las dos muchachas se abrazaron sintiendo que caería de espaldas sobre el jinete. Pero él se inclinó ha­cia adelante, con el rostro divertido brillando muy fijo, y al final la hizo bajar, la hundió y estaba arrastrán­dola de vuelta a su sitio. Pero tan fuerte como era la presión de su orden era la repulsión de su puro terror, lanzándola lejos de la vía, con lo cual giró dando vuel­tas y vueltas sobre dos patas, como si estuviese en el centro de algún remolino. Eso hizo que Gudrun se des­mayase con un agudo mareo que pareció penetrar hasta su corazón.

¡No...! ¡No...! ¡Deje que se vaya! ¡Deje que se vaya, estúpido, estúpido! -exclamó Ursula al limite de su voz, completamente fuera de sí.

Y Gudrun la odiaba amargamente por estar fuera de sí. Era insufrible que la voz de Ursula fuese tan pode­rosa y desnuda.

Una mirada agudizada apareció sobre el rostro de Gerald. Cayó sobre la yegua como un borde afilado y la forzó a dar la vuelta. El animal rugía al respirar, sus narices eran dos agujeros anchos, calientes; su boca estaba abierta; sus ojos, en un frenesí. Era una visión repulsiva. Pero él se mantuvo sobre ella sin relajarse, con una tenacidad casi mecánica, presionando con el filo de una espada. Tanto hombre como caballo sudaban con violencia. Con todo, él parecía sereno como un rayo de fría luz solar.

Mientras tanto, los eternos vagones pasaban tronan­do, muy lentamente, tropezando uno con el otro y suce­diéndose como un sueño desagradable que no termina. Las cadenas de conexión sonaban a medida que variaba la tensión. La yegua pateaba y coceaba mecánicamente ahora, cumplido en ella su terror, porque ahora el hom­bre la rodeaba; sus pezuñas eran ciegas y patéticas mientras golpeaba el aire; el hombre se cerraba alrede­dor de ella y la reducía, casi como si ella fuese parte de su propio físico.

-¡Y está sangrando! ¡Está sangrando! -exclamó Ursula, frenética de oposición y odio hacia Gerald. Sólo ella le comprendía perfectamente, en pura oposición.

Gudrun miró, vio dos hilillos de sangre sobre los flancos de la yegua y se puso blanca. Y entonces sobre la herida misma cayeron las brillantes espuelas, apre­tando tenazmente. El mundo giró y se desvaneció para Gudrun, no pudo percibir nada más.

Cuando se recobró, su alma estaba tranquila y fría, sin sentimiento. Los vagones seguían pasando estruen­dosamente, y el hombre y la yegua seguían luchando.

Pero ella estaba fría y separada, no tenía ya sentimien­to hacia ellos. Estaba bastante dura, fría e indiferente.

Pudieron ver el techo del coche cubierto del guarda aproximándose; el sonido de los vagones estaba dismi­nuyendo, había esperanzas de alivio para el intolerable ruido. El pesado jadeo de la yegua medio aturdida so­naba automáticamente, el hombre parecía estar rela­jándose con confianza, brillante e impecable voluntad. Apareció el último vagón y cruzó lentamente, con el guarda mirando el espectáculo de la carretera. Y a tra­vés del hombre del vagón cerrado Gudrun pudo ver toda la escena espectacularmente, aislada y momentá­nea, como una visión aislada en eternidad.

Un silencio grato, encantador, pareció perseguir al tren que se alejaba. ¡Qué dulce es el silencio! Ursula miró con odio los parachoques del último vagón. El guardagujas estaba preparado en la puerta de su cubículo para abrir el portón. Pero Gudrun saltó de re­pente hacia adelante, frente al pugnaz caballo, levantó el pasador y abrió de par en par las puertas, lanzando una mitad hacia el hombre cojo y corriendo con la otra mitad hacia adelante. Gerald soltó súbitamente al caba­llo y saltó hacia adelante, casi sobre Gudrun. Ella no tuvo miedo. Mientras él apartaba la cabeza de la yegua, Gudrun exclamó con una voz extraña, aguda, como de gaviota o como una bruja, gritando desde el lado de la carretera:

-Pensaría que es usted orgulloso.

Las palabras eran nítidas y formadas. El hombre, girándose sobre su danzante caballo, la miró con algo de sorpresa y curioso interés. Las herraduras de la yegua bailaron tres veces como tambores sobre las tra­viesas del cruce, y entonces hombre y caballo galopaban con ligereza, desigualmente, ascendiendo por la carre­tera.

Las dos muchachas les vieron irse. El guardaagujas cojeó pasando sobre los maderos del cruce con su pier­na de madera. Había cerrado la puerta. Entonces tam­bién él se volvió y dijo a las muchachas:

-Un joven jockey magistral que se abrirá camino.

-Sí -exclamó Ursula en su voz caliente, impe­riosa-. ¿Por qué no apartó el caballo hasta que hubie­sen cruzado los vagones? Es un estúpido y un chulo. ¿Acaso piensa que es varonil torturar a un caballo? Es una cosa viva, ¿por qué forzarla y torturarla?

Hubo una pausa, luego el guardaagujas sacudió su cabeza y repuso:

-Sí, es una yegüita admirable, una cosita hermosa, hermosa. Desde luego hubiera sido imposible ver a su padre tratar así a ningún animal. Son todo lo diferen­tes que podían ser; Gerald Crich y su padre..., dos hom­bres diferentes, hechos diferentemente.

Hubo luego una pausa.

-¿Pero por qué lo hace? -exclamó Ursula-. ¿Por qué? ¿Pensará él que es grandioso maltratando a una criatura sensible, diez veces más sensible que él?

Hubo de nuevo una cautelosa pausa. Entonces el hombre volvió a sacudir su cabeza como si no fuese a decir nada, sino a pensar más.

-Supongo que necesita enseñar a la yegua a que soporte cualquier cosa -repuso-. Un caballo árabe de pura sangre... no es el tipo de raza habitual por aquí..., es una clase distinta por completo de la nuestra. Dicen que se la consiguió en Constantinopla.

-¡Lo creo! -dijo Ursula-. Mejor hubiera hecho dejándosela a los turcos, estoy segura de que se hubieran comportado con más decencia hacia ella.

El hombre entró para beber su taza de té; las mu­chachas continuaron por la vereda cubierta con suave polvo negro. Gudrun estaba como atontada mentalmen­te por la sensación de indomable peso suave del hom­bre ciñéndose al cuerpo viviente del caballo: los mus­los fuertes, indomables, del hombre rubio aferrando el cuerpo palpitante de la yegua en puro control; una es­pecie de dominación magnética blanca y suave desde las nalgas, los muslos y las pantorrillas, rodeando y cu­briendo a la yegua pesadamente hasta obligarla a una subordinación de sangre suave, terrible.

A la izquierda, mientras las muchachas caminaban silenciosamente, la mina de carbón levantaba sus gran­des montones. El tren negro con los vagones en descan­so parecía un puerto justamente debajo, una amplia bahía de ferrocarril con vagones aislados.

Cerca del segundo paso a nivel, que cruzaba sobre muchos raíles brillantes, había una granja pertenecien­te a las minas y un gran globo redondo de hierro, viejo horno en desuso, inmenso, oxidado y perfectamente re­dondo, que permanecía silenciosamente en un prado junto al camino. Las gallinas picoteaban a su alrede­dor, algunos pollos hacían equilibrios sobre el gollete, los aguzanieves volaban desde el agua hasta los va­gones.

Al otro lado del amplio cruce, junto a la carretera, había un montón de piedras gris pálido para reparar los firmes y un carro. Un hombre de edad madura con grandes patillas estaba inclinado sobre su pala, hablan­do con otro hombre joven con polainas que se mante­nía de pie junto a la cabeza del caballo. Ambos hombres miraban de frente el cruce.

Vieron aparecer a las dos muchachas, figuras peque­ñas, brillantes en la escasa distancia, a la fuerte luz de la tarde avanzada. Ambas portaban trajes leves y ale­gres de verano. Ursula llevaba una chaqueta tejida de color naranja; Gudrun, una amarillo pálido. Ursula usaba medias de color amarillo canario; Gudrun, rosa brillante. Las figuras de las dos mujeres parecían lan­zar destellos a medida que progresaban sobre la amplia bahía del cruce de ferrocarril; blanco, naranja, amarillo y rosa centelleando en movimiento a través de un mun­do caliente cubierto por polvo de carbón.

Los dos hombres se quedaron quietos en el calor, contemplando. El mayor era un hombre joven, de ros­tro duro, enérgico y edad madura; el más joven, un trabajador de veintitrés años o así. Quedaron contem­plando en silencio el avance de las dos hermanas. Mira­ron mientras las chicas se acercaban, cuando pasaron y mientras se alejaban por la polvorienta carretera, que tenía viviendas a un lado y un maíz joven y polvoriento al otro.

Entonces el hombre mayor de las patillas dijo con malicia al joven:

-¿Qué precio ésa, eh? Valdrá, ¿verdad?

-¿Cuál? -preguntó ávidamente el joven, con una risa.

-La de las medías rojas. ¿Qué me dices? Daría mi

sueldo de una semana por cinco minutos. ¡Sí!..., sólo por cinco minutos.

El joven rió otra vez.

-Tu señora ya te diría algo -repuso.

Gudrun se había vuelto y miraba a los dos hombres. Para ella eran criaturas siniestras que se la quedaban mirando junto al montón de escoria gris pálida. Le ho­rrorizaba el hombre con patillas.

-Eres de primera, de veras -le dijo el hombre des­de la distancia.

-¿Crees que valdría el sueldo de una semana? -dijo reflexionando el hombre más joven.

-¿Que si lo creo? Me lo sacaba ahora mismo del bolsillo, maldita sea...

El hombre más joven volvió a mirar hacia Gudrun y Ursula objetivamente, como si desease calcular qué podrían tener para valer su salario semanal. Sacudió la cabeza con una duda fatal.

-No -dijo-. Para mí no vale eso.

-¿Que no? -dijo el hombre mayor-. ¡Válgame Dios si no lo vale para mí!

Y continuó recogiendo sus piedras con la pala.

Las muchachas descendieron entre las casas con te­jados de pizarra y muros de ladrillo ennegrecido. La pesada plenitud dorada del crepúsculo próximo yacía sobre todo el distrito minero, y la fealdad cubierta de belleza era como un narcótico para los sentidos. Sobre los caminos alfombrados de polvo negro la luz generosa caía más cálida y pesadamente, lanzando una especie de magia sobre la amorfa sordidez desde el brillante ocaso.

-Este lugar tiene una repugnante especie de belleza -dijo Gudrun, pareciendo evidentemente fascinación-. ¿No puedes sentir de algún modo una atracción espesa, caliente en él? Yo sí. Y me deja bastante estupefacta.

Estaban pasando entre bloques de casas de mineros. En los patios traseros de varias viviendas podía verse a un minero lavándose al aire libre de esa tarde caliente, desnudo hasta la cintura, con sus grandes pantalones de piel de topo cayéndosele casi. Los mineros ya lavados estaban sentados sobre los talones, con las espaldas pró­ximas a los muros, hablando o silenciosos en puro bien­estar físico, cansados y tomándose un descanso físico.

Sus voces sonaban con entonación fuerte, y el amplio dialecto acariciaba curiosamente la sangre; parecía en­volver a Gudrun en la caricia de un trabajador. En toda la atmósfera había una resonancia de hombres físicos, una espléndida densidad de trabajo y varonilidad so­brecargada. Pero era universal en el distrito y, por tan­to, pasaba desapercibida para los habitantes.

Sin embargo, para Gudrun era potente y medio re­pulsiva. Nunca podía decir por qué Beldover era tan radicalmente distinto de Londres y del Sur, por qué todos los sentimientos de uno eran distintos, por qué pa­recía uno vivir en otra esfera. Ahora comprendía que éste era el mundo de hombres poderosos, subterráneos, que pasaban la mayor parte de su tiempo en la oscuri­dad. En sus voces podía ella oír la voluptuosa resonancia de la oscuridad, el mundo subterráneo fuerte, peligroso, despreocupado, inhumano. Sus ruidos eran también como de extrañas máquinas, pesadas, afeitadas. La vo­luptuosidad era como la de la maquinaria, fría y férrea.

Era lo mismo todas las tardes cuando volvía a casa; parecía moverse a través de una ola de fuerza disgregadora surgida de la presencia de miles de mineros vigo­rosos, subterráneos, medio automatizados; ola que pe­netraba hasta el cerebro y el corazón despertando un deseo y una callosidad fatal.

La invadió entonces una nostalgia hacia el lugar. Lo odiaba, sabía lo radicalmente desgajado que estaba, lo repulsivo que era y su mareante falta de espíritu. A veces ella batía sus alas como una nueva Dafne que no se con­virtiese en árbol, sino en máquina. Y, con todo, era so­brepasada por la nostalgia. Luchaba por conseguir más y más de acuerdo con la atmósfera del lugar, ansiaba obtener su satisfacción de él.

Se sintió arrastrada de noche a la calle principal de la ciudad, que era increada y fea, pero sobrecargada con esa misma atmósfera potente de inhumanidad inten­sa, oscura. Había siempre mineros por los alrededores. Se morían con su dignidad extraña, distorsionada, con cierta belleza y fijeza no natural en su porte, un aspec­to de abstracción y semi-resignación en sus rostros pá­lidos, a menudo huesudos. Pertenecían a otro mundo. Tenían un extraño esplendor, sus voces estaban llenas de una intolerable resonancia profunda semejante al zumbido de una máquina, música más enloquecedora que la de las sirenas de antaño.

Se encontró, con el resto de las mujeres comunes, arrastrada las noches de los viernes al pequeño merca­do. El viernes era día de cobro para los mineros, y la noche del viernes era la noche del mercado. Todas las mujeres estaban fuera de casa, todos los hombres tam­bién, comprando con la mujer o reuniéndose con sus compadres. Las aceras estaban oscurecidas a lo largo de millas y millas por la gente que venía. El pequeño mercado situado sobre la cresta de la colina y la calle principal de Beldover estaban negros con la espesa mu­chedumbre de hombres y mujeres.


Yüklə 1,84 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   6   7   8   9   10   11   12   13   ...   42




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin