Mujeres enamoradas



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Entonces fue enviado a la escuela, que tanto repre-. sentó para él. Se negó a ir a Oxford, eligiendo una universidad alemana. Pasó cierto tiempo en Bonn, en Berlín y en Frankfurt. Allí fue despertada en su mente una curiosidad. Deseaba ver y conocer de un modo cu­riosamente objetivo, como si fuese una diversión para él. Luego quiso intentar la guerra. Luego tuvo que via­jar hacia las regiones salvajes que le habían atraído tanto.

El resultado fue que descubrió a una humanidad muy semejante en todas partes, y para una mente como la suya, curiosa y fría, el salvaje era más insulso, menos excitante que el europeo. En consecuencia, se apoderó de todo tipo de ideas sociológicas y de reforma. Pero nunca dejaron de ser superficiales, nunca fueron cosa distinta de una diversión mental. Su interés residía básicamente en la reacción contra el orden positivo, la reacción destructiva.

Por último descubrió una aventura real en las minas de carbón. Su padre le pidió que le ayudase en la fir­ma. Gerald había sido educado en la ciencia de la mi­nería y jamás le interesó. Ahora, de repente, con una especie de júbilo, se apoderó del mundo.

Allí estaba, impresa fotográficamente en su concien­cia, la gran industria. De repente era real, él era parte de ella. Por el valle discurría el ferrocarril minero vincu­lando mina con mina. Por el ferrocarril pasaban los trenes; trenes cortos con vagones pesadamente carga­dos, trenes largos de vagones vacíos, llevando cada uno en grandes letras blancas las iniciales: «C. B. & Co.»

Esas letras blancas las había visto en todos los va­gones desde su primera infancia, pero era como si no las hubiese visto nunca de tan familiares e ignoradas hasta entonces. Ahora veía al fin su propio nombre es­crito sobre el muro. Ahora tenía una visión de poder.

¡Cuántos vagones con sus iniciales recorrían el país! Los vio al entrar en Londres con el tren, los vio al en­trar en Dover. Hasta allí se ramificaba su poder. Miraba Beldover, Selby, Whatmore, Lethley Bank, las grandes aldeas mineras que dependían completamente de sus minas. Eran hediondas y sórdidas, durante su infancia habían sido como ampollas en su conciencia. Y ahora las veía con orgullo. Cuatro nuevas ciudades, húmedas y frías, y muchos pueblos industriales feos se aglome­raban bajo su dependencia. Vio la corriente de mineros que fluían desde las minas hacia el final de la tarde; miles de seres humanos ennegrecidos, levemente dis­torsionados, con bocas rojas, moviéndose todos bajo el yugo de su voluntad. Se abría paso lentamente con su auto a través del pequeño mercado de Beldover las noches de los viernes, atravesando una masa sólida de seres humanos que hacían sus compras y el gasto se­manal. Todos le estaban subordinados. Eran feos y vul­gares, pero eran sus instrumentos. El era el dios de la máquina. Se abrían dejando paso a su coche auto­mática, lentamente.

A él no le importaba que le dejasen paso con ávida y jubilosa disposición o rencorosamente. No le impor­taba lo que pensasen de él. Su visión había cristalizado súbitamente. Súbitamente había concebido la pura instrumentalidad de la humanidad. Había habido tanto humanitarismo, tanta charla sobre sufrimientos y senti­mientos. Era ridículo. Los sufrimientos y los sentimien­tos de los individuos no importaban lo más mínimo. Eran meras condiciones, estados, como el viento. Lo que importaba era la pura instrumentalidad del indivi­duo. De un hombre como de un cuchillo. ¿Corta bien? Nada más importaba.

Todo en el mundo tiene su función, o es bueno o no en cuanto cumple esa función más o menos perfectamente. ¿Era un minero buen minero? Entonces era completo. ¿Era un empresario buen empresario? Eso bastaba. El propio Gerald, que era responsable de toda esta industria, ¿era un buen director? Si lo era había cumplido su vida. Lo demás, el resto, era digresión o pantomima.

Las minas estaban allí, eran viejas. Se estaban ago­tando, no compensaba trabajar los filones. Se hablaba de cerrar dos de ellas. Fue entonces cuando entró en escena Gerald.

Miró en torno. Allí estaban las minas. Eran viejas, anacrónicas. Eran como leones viejos, inútiles ya. Vol­vió a mirar. ¡Bah! Las Tinas no eran sino esfuerzos torpes de mentes impuras. Allí estaban, abortos de una mente formada a medias. Bárrase su idea. Se limpió el cerebro de ellas, pensando sólo en el carbón del sub­suelo. ¿Cuánto había?

Había mucho carbón. Los viejos métodos no podían llegar hasta él, eso era todo. Entonces rompámosle el cuello a los viejos procedimientos. El carbón estaba allí en sus filones, aunque los filones fuesen delgados. Allí estaba, materia inerte, como había estado siempre des­de el comienzo del tiempo, sometido a la voluntad del hombre. La voluntad del hombre era el factor deter­minante. El hombre era el archidiós de la Tierra. Su mente era obediente a la hora de servir a su voluntad. La voluntad del hombre era lo absoluto, el único ab­soluto.

Y su voluntad era subyugar a la Materia, plegándola a sus propios fines. El sometimiento mismo era el pun­to. La lucha era la meta suprema, los frutos de la victo­ria eran meros resultados. No fue por dinero que Gerald se dedicó a las minas. Fundamentalmente, no le im­portaba el dinero. No era ostentativo ni afecto al lujo, ni tampoco alguien preocupado por posición social, no finalmente. Lo que deseaba era la pura realización de su propia voluntad en lucha con las condiciones natu­rales. Su voluntad era ahora extraer el carbón de la tierra provechosamente. El beneficio era meramente la condición de la victoria, aunque la victoria misma es­tuviese en la hazaña lograda. Vibraba con celo ante el reto. Estaba todos los días en las minas examinando, verificando, consultando expertos, hasta que gradual­mente ordenó toda la situación en su mente, tal como ordena un general el plan de su campaña.

Entonces hubo necesidad de una ruptura completa. Las minas funcionaban siguiendo un sistema viejo, una idea desfasada. La idea inicial había sido obtener de la tierra dinero para hacer confortablemente ricos a los propietarios, permitir salarios suficientes y buenas con­diciones a los trabajadores e incrementar la riqueza del país al mismo tiempo. El padre de Gerald, que venía en la segunda generación, teniendo la fortuna suficien­te, sólo había pensado en los hombres. Para él las mi­nas eran fundamentalmente grandes campos para pro­ducir pan y abundancia a todos los cientos de seres humanos reunidos en torno a ellas. Había vivido y lucha­do con los otros copropietarios para beneficiar siempre a los hombres. Y los hombres habían sido benefi­ciados a su manera. Había pocos pobres, pocos nece­sitados. Todo era abundancia, porque las minas eran buenas y fáciles de trabajar. Y en esos días, descubrién­dose más ricos de lo que podrían haber esperado, los mineros se sentían alegres y triunfantes. Se pensaban bien encaminados, se congratulaban por su buena suer­te, recordaban cómo habían padecido hambre y sufri­miento sus padres y sentían que habían venido los tiem­pos mejores. Estaban agradecidos a esos otros, los pioneros, los nuevos propietarios que habían abierto los pozos, dejando manar esa corriente de abundancia.

Pero el hombre nunca está satisfecho, y así los mi­neros pasaron de la gratitud a sus dueños a la murmu­ración. Su suficiencia decrecía con el conocimiento, de­seaban más. ¿Por qué tendría que ser el dueño tan desproporcionadamente rico?

Hubo una crisis cuando Gerald era un muchacho, y la patronal cerró las minas porque los hombres se nega­ron a aceptar una reducción. Este lock-out había im­puesto las nuevas condiciones a Thomas Crich. Como miembro de la Federación de Empresarios, se vio obli­gado por su honor a cerrar los pozos contra sus hom­bres. El, el padre, el patriarca, se veía forzado a ne­garle medios de vida a sus hijos, a su pueblo. El, el rico que malamente podría llegar a entrar en el cielo debido a sus posesiones, debía ahora volverse a los pobres, a los más próximos a Cristo que él mismo, los humildes, despreciados y más próximos a la perfección, a los que eran varoniles y nobles en sus labores, para decirles: «Ni trabajaréis ni comeréis pan.»

Fue este reconocimiento del estado de guerra lo que le rompió realmente el corazón. Deseaba que su indus­tria funcionase sobre el amor. Oh, deseaba que el amor fuese el poder dirigente hasta en las minas. Y ahora, bajo la capa del amor se extraía cínicamente la espada, la espada de la necesidad mecánica.

Esto le rompía realmente el corazón. Necesitaba la ilusión, y ahora la ilusión resultaba destruida. Los hom­bres no estaban contra él, pero estaban contra los pa­tronos. Era una guerra, y sin quererlo ni beberlo se encontró en el lado malo, para su propia conciencia. Mitigar los males de masas de mineros cada día, arras­trado por un nuevo impulso religioso. Fluía a través de ellos la idea: «Todos los hombres son iguales sobre la Tierra», y llevarían la idea a su cumplimiento material. Después de todo, ¿no es ésa la enseñanza de Cristo?, y ¿qué es. una idea sino un germen activo en el mundo material? «Todos los hombres son iguales de espíritu, todos son hijos de Dios. ¿De dónde viene entonces esa obvia desigualdad?» Era un credo religioso empujado a su conclusión material. Thomas Crich, por lo menos, no tenía respuesta. Sólo conseguía admitir -según sus sinceros criterios- que la desigualdad estaba mal. Pero no podía renunciar a sus bienes, que eran el meollo de la desigualdad. Con lo cual los hombres lucharían por sus derechos. Les inspiraban los últimos impulsos de la última pasión religiosa que quedaba sobre la Tierra, la pasión por la igualdad.

Mitigar los males de muchedumbres de hombres en formación, con los rostros iluminados como para la gue­rra santa, con un humo de avidez. ¿Cómo desenmarañar la pasión de la igualdad y la pasión de la avidez cuando comienza la lucha por la igualdad de posesiones? Pero el dios era la máquina. Cada hombre reclamaba igual­dad en la cumbre divina de la gran máquina productiva. Todo hombre era igualmente parte de esa cumbre divi­na. Pero de algún modo, en alguna parte, Thomas Crich sabía que eso era falso. Cuando la máquina es la divi­nidad y la producción o trabajo es culto, la mente más mecánica parece la más pura y elevada, el represen­tante de Dios sobre la Tierra. Y el resto está subordi­nado, cada uno con arreglo a su grado.

Estallaron disturbios, se incendió la cabeza de pozo de Whatmore. Era el pozo más metido en el campo, próximo a los bosques. Vinieron soldados. Desde las ventanas de Shortlands ese día fatal podía verse el ful­gor del fuego en el cielo no muy distante, y el pequeño tren minero con los vagones de trabajadores que se usaba para transportar a los mineros al distante Whatmore estaba cruzando el valle lleno de soldados, lleno de chaquetas rojas. Se oyó entonces el ruido distante de disparos, luego las noticias posteriores de que la muchedumbre se dispersó, un hombre fue muerto a ti­ros y se apagó el fuego.

Gerald, que era un muchacho, quedó lleno del placer y la excitación más salvajes. Deseaba ir con los solda­dos a disparar contra los hombres. Pero no se le per­mitió que pasase las puertas del jardín. Alrededor había estacionados centinelas con armas. Gerald quedó cerca de ellos, encantado, mientras grupos de mineros iróni­cos se paseaban arriba y abajo por las veredas, gritan­do y burlándose: «Vamos, valientes, veamos cómo dis­paráis vuestras armas.» Pintaban insultos en los muros y vallados; los criados se fueron.

Y todo este tiempo Thomas Crich se estaba rompien­do el corazón y dando cientos de libras por caridad. En todas partes había comida gratis, había una sobre­abundancia de comida gratis. Cualquiera podía conse­guirse un pan simplemente pidiéndolo, y una loncha sólo costaba tres medios peniques. Había todos los días un té gratis en alguna parte; los niños jamás recibie­ron tantas atenciones en su vida. El viernes por la tarde fueron llevados a las escuelas suizos y bollos junto con grandes jarras de leche; así obtuvieron los escola­res lo que deseaban. Se pusieron malos de comer tanto pastel y leche.

Y entonces se terminó, y los hombres volvieron al trabajo. Pero nunca fue como antes. Se había creado una, nueva situación, reinaba una nueva idea. Incluso en la máquina habría igualdad. Ninguna parte debía es­tar subordinada a ninguna otra parte: todas las partes debían ser iguales. El instinto del caos había entrado. La igualdad mística descansa en la abstracción, no en ' tener o hacer, que son procesos. En función y proceso un hombre, una parte, debe necesariamente estar subor­dinado a otro. Es una condición del ser. Pero se había alzado el deseo del caos, y la idea de la igualdad me. cánica era el arma desintegradora que ejecutaría la voluntad de los hombres, la voluntad del caos.

Gerald era un muchacho cuando la huelga, pero an­siaba ser un hombre para luchar contra los mineros. Sin embargo, el padre estaba atrapado entre dos me­dias verdades y desgarrado. Deseaba ser un cristiano puro, uno e igual con todos los demás hombres. Incluso deseaba regalar todo lo que tenía a los pobres. Sin em­bargo, era un gran promotor de industria y sabía muy bien que debía conservar sus bienes y su autoridad. Esta era una necesidad tan divina como la de regalar todo cuanto poseía..., más divina incluso, puesto que era la necesidad desde la cual actuaba. Con todo, jus­tamente porque no actuaba desde el otro ideal, éste le dominaba, estaba muriendo de aflicción por incumplir­lo. Deseaba ser un padre de amorosa afabilidad y sacri­ficada benevolencia. Los mineros le gritaban sus millo­nes anuales. No se dejarían engañar.

Cuando Gerald aprendió los modos del mundo cam­bió de posición. No le importaba la igualdad. Toda la actitud cristiana de amor y abnegación era prenda vie­ja. Sabía que posición y autoridad eran lo correcto en el mundo, y era inútil lamentarse sensiblemente por ello. Eran lo correcto por la simple razón de que eran fun­cionalmente necesarias. No eran ni el ser supremo ni el fin supremo. Era como ser parte de una máquina. El también resultaba ser una parte central, controlado­ra, y las masas de hombres eran las partes diversamen­te controladas. Así acontecía, sencillamente. Es lo mis­mo excitarse porque un cubo central de rueda arrastra cien radios exteriores que porque el universo gira al­rededor del Sol. Después de todo, sería simple necedad decir que la Luna, y la Tiera, y Saturno, y Júpiter, y Venus tienen tanto derecho como el Sol a ser el centro

del universo, cada uno de ellos separadamente. Tal afir­mación se hace simplemente desde el deseo del caos.

Sin preocuparse de pensar en una conclusión, Ge­rald saltó a una conclusión. Abandonó todo el problema democrático-igualitario como un problema de necedad. Lo que importaba era la gran máquina social produc­tiva. Que eso funcione perfectamente, que produzca lo bastante de todo, que a todo hombre se le entregue una parte racional, mayor o menor según su grado o mag­nitud funcional, y entonces, con reservas abundantes, permítase que vuelva el diálogo, que cada hombre se busque sus propias diversiones y apetitos mientras no interfiera con nadie.

Así se puso a trabajar Gerald, deseando poner en orden a la gran industria. En sus viajes, y en las lec­turas que le acompañaron, llegó a la conclusión de que el secreto esencial de la vida era la armonía. No se de­finía a sí mismo claramente para nada lo que era «armonía». La palabra-le gustaba, sentía que había llegado a sus propias conclusiones. Y procedía a poner su filo­sofía en práctica imponiendo orden al mundo estable­cido, traduciendo la palabra mística «armonía» por la palabra práctica «organización».

Inmediatamente vio la firma, comprendió lo que po­día hacer. Tenía que celebrar una lucha con la Mate­ria, con la tierra y el carbón que encerraba. La única idea era ésta: volverse hacia la materia inanimada del subsuelo y reducirla a su voluntad. Y para esta lucha con la materia era preciso tener instrumentos perfectos en perfecta organización, un mecanismo tan sutil y ar­monioso en su funcionamiento como la mente singular del hombre, que por su incesante repetición del movi­miento dado cumplirá un propósito irresistiblemente, inhumanamente. Era este principio inhumano del me­canismo que deseaba construir el que inspiraba una exaltación casi religiosa en Gerald. El, el hombre, po­día interponer un medio perfecto, incambiable y divi­no entre él y la Materia a subyugar. Había dos opues­tos: su voluntad y la Materia resistente de la Tierra. Y entre ellos podía establecer la expresión misma de su voluntad, la encarnación de su poder, una máquina gran­de y perfecta, un sistema, una actividad de orden puro, de repetición mecánica pura ad infinitum, eterna e in­finita. Descubrió su eterno y su infinito en el puro principio mecánico de coordinación perfecta en un solo movimiento puro, complejo, infinitamente repetido como el giro de una rueda; pero un giro productivo, tal como se puede considerar productiva la revolución del uni­verso, una repetición productiva a través de la eterni­dad, hasta la infinitud. Y éste era el movimiento-Dios, esa repetición productiva ad infinitum. Y Gerald era el dios de la máquina, Deus ex machina. Y toda la vo­luntad productiva del hombre era lo divino.

La obra de su vida era ahora extender sobre la Tie­rra un sistema grande y perfecto, donde la voluntad del hombre actuara suave y sin frustraciones, intemporal, como algo divino en proceso. Debía comenzar con las minas. Los términos estaban dados: primero, la Mate­ria resistente del subsuelo; luego, los instrumentos de su sometimiento, instrumentos humanos y metálicos; y por último, su propia voluntad pura, su propia mente. Se necesitaría un maravilloso ajuste de minadas de instrumentos humanos, animales, metálicos, cinéticos y dinámicos, una maravillosa integración de minadas de totalidades minúsculas en una gran integridad perfecta. Y en ese caso se alcanzaba la perfección, se cumplía la voluntad de lo más alto, la voluntad de la humanidad perfectamente realizada, pues ¿no se distinguía místi­camente la humanidad frente a la Materia inanimada, no era la historia de la humanidad sencillamente la historia de la conquista de la una por la otra?

Los mineros estaban sobrepasados. Mientras se en­contraban aún en las labores de la igualdad divina del hombre, Gerald había pasado, garantizando esencialmen­te su caso, para seguir en su cualidad de ser humano a cumplir la voluntad de la humanidad en su conjunto. El sencillamente representaba a los mineros en un sen­tido superior, cuando percibía que el único modo de cumplir perfectamente la voluntad del hombre era esta­blecer la máquina perfecta, inhumana. Pero les repre­sentaba muy esencialmente; ellos estaban muy por de­trás, desfasados, riñiendo por su igualdad material. El deseo ya se había transmutado en este deseo nuevo y mayor de un perfecto mecanismo interviniente entre hombre y Materia, el deseo de traducir la divinidad en puro mecanismo.

Tan pronto como Gerald entró en la firma recorrió al viejo sistema una convulsión de muerte. El se había visto torturado toda su vida por un demonio furioso y destructivo, que le poseía a veces como una demencia. Ese ánimo penetró ahora como un virus en la firma y se produjeron erupciones crueles. Sus inspecciones eran terribles e inhumanas en todos los detalles; no había intimidad que respetara, ningún viejo sentimiento al que no diese la vuelta. Los viejos directores grises, los viejos escribientes grises, los temblorosos pensionistas ancianos eran para él trastos viejos que movía a su antojo. Todo el asunto le parecía como un hospital de empleados inválidos. No tenía escrúpulos emocionales. Dispuso las pensiones necesarias, buscó sustitutos efi­caces, y cuando los encontró sustituyó las viejas manos.

-Tengo aquí una carta lastimera de Letherington -decía a veces su padre con un tono de crítica y ape­lación-. ¿No crees que el pobre podría mantenerse un poco más? Siempre supuse que lo hacía muy bien.

-Tengo alguien en su lugar ahora, padre. Créeme que estará más contento y será más feliz jubilado, crée­me. Piensas que su pensión es generosa, ¿verdad?

-El pobre no desea la pensión. Lo que lamenta mu­cho es verse jubilado. Dice que pensaba poder trabajar veinte años más todavía.

-No el tipo de trabajo que yo deseo. No comprende.

El padre suspiraba. No deseaba saber más. Pensaba que era necesario hacer un cuidadoso examen de los pozos si iban a seguir funcionando. Después de todo, sería peor a la larga para todos que debieran cerrar. Por lo cual no podía responder a las súplicas de sus criados antiguos y de confianza, sólo podía repetir: «Gerald dice.»

Así se alejaba más y más de la luz el padre. Todo el marco de la vida real estaba roto para él. Había sido correcto de acuerdo con su entendimiento. Y su enten­dimiento había sido el de la gran religión. Sin embargo, parecía haberse hecho anacrónico, quedar desfasado por el mundo. No lograba comprenderlo. Sólo se retiraba con sus luces a un cuarto interior, al silencio. Las hermosas velas de la fe, incapaces ya de iluminar el mun­do, seguirían ardiendo dulces y suficientes en el cuarto interior de su alma, en el silencio de su retiro.

Gerald se apresuró a la reforma de la firma, empe­zando por el despacho. Era necesario ahorrar severa­mente para hacer posibles las grandes alteraciones que debía introducir.

-¿Qué son estas cargas de carbón para viudas? -preguntó.

-Siempre hemos concedido una carga de carbón cada tres meses a las viudas de trabajadores de la firma.

-En lo sucesivo deberán pagar el precio de costo. La firma no es una institución de caridad, como pare­cen pensar todos.

Las viudas, esas figuras de almacén del humanitaris­mo sentimental, le producían un sentimiento de desa­grado. Eran casi repulsivas. ¿Por qué no se las inmola­ba en la pira del esposo, como hacían en la India los sati? En cualquier caso, que pagasen el costo de su carbón.

Redujo los gastos de mil maneras, algunas tan suti­les que los hombres apenas las percibieron. Los mine­ros debían pagar los portes de su carbón, gravosos por­tes; debían pagar sus herramientas, el afilado de ellas, el cuidado de las lámparas y las muchas cosas aparen­temente triviales que elevaban la cuenta de todos los obreros hasta un chelín o así semanal. Los mineros no lo percibieron con mucha nitidez, aunque les irritase. Pero ahorraba cientos de libras cada semana a la firma.

Gerald se apoderó gradualmente de todo. Y entonces empezó la gran reforma. Se introdujeron ingenieros ex­pertos en todos los departamentos. Se instaló una enor­me planta eléctrica, tanto para- luz y fuerza como para el arrastre subterráneo. Todas las minas fueron electri­ficadas. Trajeron nueva maquinaria de América jamás vista antes por los mineros -.el gran hombre de hie­rro», como llamaban a las máquinas cortadoras- e ins­trumentos infrecuentes. Se modificó profundamente el trabajo en los pozos, todo el control fue retirado de ma­nos de los mineros. Todo funcionaba siguiendo el mé­todo científico más preciso y delicado, por todas partes controlaban hombres educados y expertos, los mineros se vieron reducidos a meros instrumentos mecánicos. Tenían que trabajar duro, mucho más duro que antes, la faena era terrible y desoladora en su mecanicidad.

Pero se sometieron a todo ello. La alegría desapare­ció de sus vidas, pareció morir la esperanza a medida que se fueron mecanizando más y más. Y, sin embargo, aceptaron las nuevas condiciones. Incluso obtuvieron una satisfacción adicional de ellas. Al principio odiaban a Gerald Crich, juraban hacerle algo, asesinarle. Pero a medida que pasó el tiempo aceptaron todo con una especie de satisfacción fatalista. Gerald era su sumo sacerdote, representaba la religión que ellos sentían realmente. Su padre ya estaba olvidado. Había un mun­do nuevo, un orden nuevo estricto, terrible, inhumano, pero satisfactorio en su destructividad misma. Los hom­bres estaban satisfechos perteneciendo a la máquina grande y maravillosa, incluso mientras les destruía. Era lo que deseaban. Era lo más alto que el hombre había producido, lo más maravilloso y sobrehumano. Les exal­taba pertenecer a este sistema grande y sobrehumano que estaba más allá del sentimiento o la razón, que era algo realmente afín a la divinidad. Sus corazones se les murieron, pero sus almas estaban satisfechas. Era lo que deseaban. En otro caso, Gerald jamás podría haber hecho lo que hizo. Estaba simplemente algo adelantado a ellos, dándoles lo que deseaban, esa participación en un sistema grande y perfecto que sometía la vida a prin­cipios puramente matemáticos. Esto era una especie de libertad, la que realmente deseaban. Fue el primer paso a la hora de deshacer, la primera gran fase de caos, la sustitución del principio orgánico por el mecánico, la destrucción del propósito orgánico, la unidad orgánica y la subordinación de toda unidad orgánica al gran pro­pósito mecánico. Fue pura desintegración orgánica y pura organización mecánica. Este es el primer y mejor estado de caos.


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