-Sí lo hay -dijo él-. Hay un lugar donde podemos ser libres..., un lugar donde no necesitamos llevar muchas ropas..., incluso ninguna..., donde uno se encuentra unas pocas personas que han ido lo bastante lejos y pueden dar las cosas por hechas..., donde puede ser uno mismo, sin preocuparse. Hay ese lugar..., hay una o dos personas...
-¿Pero dónde? -suspiró ella.
-En algún lugar..., en cualquier lugar. Vaguemos. Eso es lo que tenemos que hacer..., vaguemos escapando.
-Sí... -dijo ella emocionada ante el pensamiento del viaje.
Pero para ella era solamente viaje.
-Ser libres -dijo él-. Ser libres en un lugar libre, con unas pocas otras personas.
-Sí -dijo ella algo entristecida.
Esas «pocas otras personas» la deprimían.
-Aunque no es realmente una localidad -dijo él-. Es una relación perfeccionada entre tú y yo y otros..., la relación perfecta para que seamos libres juntos.
-Lo es, amor mío -dijo ella-. Somos tú y yo. Somos tú y yo, ¿verdad?
Ella extendió los brazos hacia él. El se adelantó e inclinó para besar su rostro. Los brazos de ella se cerraron alrededor de él nuevamente, sus manos se desparramaron sobre sus hombros, moviéndose -lentamente allí, lentamente sobre su espalda, con un movimiento extrañamente recurrente, rítmico, pero lentamente descendente, oprimiendo misteriosamente sus riñones, sus flancos. La sensación de esa terrible riqueza que jamás podría ser dañada inundaba la mente de Ursula como un desfallecimiento, una muerte en la más maravillosa de las posesiones, místicamente segura. Le poseía tan profunda e intolerablemente que ella misma se echaba atrás. Pero estaba sólo sentada en una silla, con las manos apretadas sobre él, perdida.
De nuevo la besó suavemente.
-Nunca nos separaremos de nuevo -murmuró tranquilamente.
Y ella no habló, sino que se limitó a apretar con más firmeza las manos sobre la fuente de oscuridad en él.
Cuando se despertaron nuevamente del puro desfallecimiento decidieron escribir sus renuncias al mundo del trabajo allí y entonces. Ella deseaba esto.
El tocó la campanilla y pidió papel de escribir sin membrete. El camarero limpió la mesa.
-Vamos a ver -dijo él-, primero la tuya. Pon el domicilio de tu casa y la fecha..., luego «Director de Educación, Ayuntamiento...». ¡Bueno!, no sé cómo se dirige uno realmente..., supongo que será posible resolverlo en menos de un mes...; en cualquier caso: «Señor..., le ruego acepte mi renuncia al puesto de profesora en la Escuela de Willey Green. Le agradecería mucho que me liberase lo antes posible, sin esperar a que termine el período de un mes.» Eso servirá. ¿Lo has escrito? Déjame verlo. «Ursula Brangwen.» ¡Bien! Ahora escribiré la mía. Debo darles tres meses, pero puedo alegar salud. Podré arreglarlo perfectamente.
Se sentó y escribió su renuncia formal.
-Ahora -dijo él cuando los sobres estaban cerrados y con los domicilios- ¿los enviaremos juntos desde aquí? Sé que Jackie dirá: «¡vaya coincidencia!», cuando los reciba en toda su identidad. ¿Dejaremos que lo diga o no?
-No me importa -dijo ella.
-¿No...?
-¿Verdad que no importa? -dijo ella.
-Sí -repuso él-. Sus imaginaciones no trabajarán a costa nuestra. Enviaré la tuya desde aquí; la mía, después. No puedo verme implicado en sus suposiciones.
La miró con su singularidad extraña, no humana.
-Sí, tienes razón -dijo ella.
Levantó el rostro hacia él, todo brillante y abierto. Era como si él pudiese entrar derecho a la fuente de su esplendor radiante. El rostro de él se hizo un poco distraído.
-¿Nos vamos? -dijo.
-Como quieras -repuso ella.
Pronto habían salido de la pequeña ciudad y se deslizaban por los senderos abruptos del campo. Ursula se cobijaba junto a su calor constante, contemplando la revelación pálidamente encendida corriendo delante, la noche visible.
A veces era un camino ancho y viejo con espacios de hierba a ambos lados, volando mágico y élfico en la iluminación verdosa; a veces eran árboles cerniéndose desde la altura, a veces zarzas, a veces los muros de un patio comunal o la esquina de un granero.
-¿Vas a ir a cenar a Shortlands? -le preguntó de repente Ursula.
El se sobresaltó.
-¡Buen Dios! -dijo él-. ¡Shortlands! Nunca más. Eso no. Además, debe ser demasiado tarde.
-¿Dónde vamos entonces? ¿Al molino?
-Si te gusta. Es una pena ir a ninguna parte en esta buena noche oscura. Es una pena salir de ella, realmente. Es una pena que no podamos quedarnos en la buena oscuridad. Es mejor de lo que sería ninguna otra cosa jamás... esta buena oscuridad inmediata.
El coche brincaba y se balanceaba. Ella sabía que estaba descartado dejarle, la oscuridad les mantenía juntos conteniéndoles y no debía ser sobrepasada. Además, ella poseía un conocimiento místico pleno de sus suaves riñones de oscuridad, y en ese conocimiento había algo de la inevitabilidad y la belleza del hado, un hado que ella pedía y aceptaba plenamente.
El se sentaba inmóvil como un faraón egipcio conduciendo el coche. Se sentía sentado en potencia inmemorial, como las grandes estatuas talladas del verdadero Egipto, tan real y cumplido con fuerza sutil como ellas, con una vaga sonrisa inescrutable sobre los labios. Sabía lo que era tener la extraña y mágica corriente de fuerza en su espalda y bajando por sus piernas, fuerza tan perfecta que le dejaba inmóvil, con el rostro sonriendo sutil y despreocupadamente. Sabía lo que era estar despierto y potente en esa otra mente básica, la más profunda mente física. Y esta fuente le daba un control puro y mágico, místico, una fuerza oscura como la electricidad.
Era muy difícil hablar, era tan perfecto sentarse en ese puro silencio viviente, sutil, lleno de conocimiento impensable y de fuerza impensable, sostenido inmemorialmente en fuerza sin tiempo, como los egipcios inmóviles y supremamente potentes, sentado para siempre en su silencio sutil, vivo.
-No necesitamos una casa -dijo él-. Este coche tiene asientos abatibles. Podemos hacer una cama y levantar la capota.
Ella estaba contenta y asustada. Se apretujó a él.
-Pero ¿qué pensarán en casa? -dijo.
-Manda un telegrama.
Nada más se dijo. Continuaron desplazándose en silencio. Pero con una especie de segunda conciencia él dirigió el coche hacia el destino. Porque tenía la inteligencia libre para dirigir sus propios fines. Sus brazos, su pecho y su cabeza eran redondeados y vivientes como los de los griegos; no tenía los brazos rectos y sin despertar de los egipcios, ni la cabeza sellada, durmiente. Una inteligencia centelleante jugaba de modo secundario sobre su pura concentración egipcia en la oscuridad.
Llegaron a una aldea que se alineaba siguiendo el camino. El coche se arrastró lentamente por entre las casas hasta ver la oficina de correos. Entonces se detuvo.
-Le enviaré un telegrama a tu padre -dijo él-. Me limitaré a decir: «Pasaré la noche en la ciudad^, ¿te parece?
-Sí -respondió ella.
No deseaba verse distraída por esas cosas.
Le contempló mientras entraba en la oficina de correos. Vio que era también una tienda. Aunque entrase en el lugar público e iluminado, permanecía oscuro y mágico; parecía ser en él la realidad corpórea ese silencio vivo, sutil, potente, indescubrible. ¡Allí estaba! Ella le vio en un ,extraño brote de júbilo como el ser que jamás se revelaría, terrible en su potencia, místico y ,real. Esa realidad oscura, sutil de él, que nunca podría traducirse, la liberaba por completo, hacía perfecto su propio ser. Ella también era oscura y plena en el silencio.
El salió y lanzó algunos paquetes dentro del coche.
-Aquí hay algo de pan, queso, pasas, manzanas y chocolate duro -dijo él, con la voz como riendo debido a la impecable fijeza y fuerza que era la realidad en él.
Ella tenía que tocarle. Hablar y ver no era nada. No pasaba del simulacro mirar e intentar comprender al hombre allí. La oscuridad y el silencio debían caer absolutamente sobre ella, y entonces podría conocer místicamente mediante el pacto sin revelar. Debía conectar con él luego y no intelectualmente, tener el conocimiento que es muerte del conocimiento, la realidad de la certeza de no conocer.
Pronto se habían internado de nuevo en la oscuridad. Ella no preguntó dónde iban, no le importaba. Se sentaba en una plenitud y una potencia pura que eran como apatía, despreocupada e inmóvil. Estaba junto a él y se f mantenía en un puro descanso, como se mantiene una estrella equilibrada impensablemente. Sin embargo, había allí todavía un oscuro centellear de anticipación. Ella deseaba tocarle. Con yemas perfectamente finas de realidad tocaría la realidad en él, la realidad suave, pura e intraducible de sus flancos de oscuridad. Tocar, llegar sin mente en la oscuridad a un puro tacto de su realidad viviente, sus suaves riñones y muslos de oscuridad perfecta; eso era la sustentante anticipación de Ursula. Y él esperaba también en la firmeza mágica de lo suspenso que ella tomase ese conocimiento de él como él lo había tomado de ella. La conocía oscuramente, con la plenitud del conocimiento oscuro. Ahora ella le conocería y él quedaría también liberado. Quedaría nocturnamente liberado, como un egipcio, firme en un equilibrio perfectamente suspendido, puro nudo místico de ser místico. Se darían el uno al otro ese equilibrio estelar que constituye la única libertad.
Ella vio que cruzaron entre árboles..., grandes árboles viejos con una vegetación de helechos agonizantes en la base. Los troncos pálidos y nudosos ofrecían un aspecto fantasmagórico, como viejos sacerdotes en la tenebrosa distancia; el helecho se alzaba mágico y misterioso.
Era una noche de total oscuridad, con las nubes bajas. El automóvil avanzó lentamente.
-¿Dónde estamos? -susurró ella.
-En el bosque de Sherwood.
Era evidente que él conocía el lugar. Condujo despacio, mirando. Cuando llegaron a un camino verde entre los árboles torcieron cautelosamente y avanzaron entre los olmos del bosque, bajando por un sendero verde. El sendero verde se ensanchó hasta formar un pequeño círculo de hierba, donde había un pequeño manantial de agua en el fondo de un talud inclinado. El coche se detuvo.
Apagó al momento y fue pura noche, con sombras de árboles como realidades de otro ser nocturno. Tiró una alfombrilla sobre los helechos y quedaron sentados en silencio inmóvil y desprovisto de mente. Había débiles ruidos provenientes del bosque, pero ninguna perturbación era posible, porque el mundo estaba bajo un extraño bando, se había producido un nuevo misterio. Se quitaron sus ropas, él la atrajo hacia sí y la encontró, encontró la pura realidad centelleante de su carne para siempre invisible. Saciándose, inhumanos, los dedos de él sobre la desnudez sin revelar de ella. Eran los dedos del silencio sobre el silencio, el cuerpo de la noche misteriosa sobre el cuerpo de la noche misteriosa, lo masculino y lo femenino nocturno que jamás se veían con el ojo o conocerían por la mente, lo conocido únicamente como una revelación palpable de una viva otreidad.
Ella tuvo su deseo de él, tocó, recibió el máximo de comunicación inexpresable en pacto oscuro, sutil, positivamente silencioso; un obsequio magnífico que regalar al mismo tiempo, una perfecta aceptación y rendición, un misterio cuya realidad jamás podría ser conocida, realidad vital, sensual, que jamás podría ser transmutada en contenido mental y permanece fuera; cuerpo viviente de oscuridad y silencio y sutileza, el cuerpo místico de la realidad. Ella vio colmado su deseo. El vio colmado su deseo. Porque ella fue para él lo que él fue para ella: el esplendor inmemorial de la oscuridad mística, palpable.
Durmieron la gélida noche bajo la capota del automóvil, una noche de sueño imperturbado. Ya era bien de día cuando él despertó. Se miraron el uno al otro y rieron, luego miraron hacia otra parte llenos de oscuridad y secreto. Entonces se besaron y recordaron el esplendor de la noche. Era tan espléndida esa herencia de un universo de realidad oscura, que tenían miedo de aparentar recordar. Escondieron el recuerdo y el conocimiento.
24. MUERTE Y AMOR
Thomas Crich murió lentamente, con una terrible lentitud. Pareció imposible para todos que el hilo de la vida pudiese estimarse tanto sin ser roto. El enfermo yacía indescriptiblemente débil y gastado, mantenido en vida gracias a la morfina y a bebidas que sorbía lentamente. Sólo estaba consciente a medias..., una fría hebra de conciencia conectaba la oscuridad de la muerte con la luz del día. Pero su voluntad estaba intacta, él era íntegro, completo. Sólo que necesitaba tener una quietud perfecta a su alrededor. Actualmente cualquier presencia, salvo la de las enfermeras, era un esfuerzo y una tensión para él. Todas las mañanas, Gerald iba al cuarto esperando descubrir que su padre había pasado al otro mundo por fin. Pero siempre veía el mismo rostro transparente, el mismo horrendo pelo oscuro sobre la frente cerúlea, los ojos espantosos, incubados, que parecían estar descomponiéndose en oscuridad informe con sólo un minúsculo grano de ilusión en su interior.
Y siempre que los ojos oscuros e incubados se volvían hacia él, recorría las entrañas de Gerald un ardiente golpe de rebelión que parecían resonar por todo su ser, amenazando romperle la mente con su estrépito y enloqueciéndole.
Cada mañana quedaba allí el hijo, erecto y robusto de vida, brillando con su cabello tan rubio. El rubio brillante de su ser extraño, inminente, lanzaba al padre a una fiebre de furiosa irritación. No podía soportar la mirada extraña y baja de los ojos azules de Gerald. Pero era sólo durante un momento. Situados ambos en el andén de partida, el padre y el hijo se miraban el uno al otro y luego se separaban.
Gerald mantuvo durante largo tiempo una perfecta sang froid, permaneció bastante recogido, pero al final fue minado por el miedo. Temía algún horrible colapso en sí mismo. Necesitaba quedarse y soportarlo. Alguna voluntad perversa le hacía contemplar a su padre extendido sobre las fronteras de la vida. Y ahora, sin embargo, cada día se inflamaba más el gran látigo rojo candente de miedo horrorizado que restallaba por las entrañas del hijo. Gerald se pasaba todo el día con una tendencia a acobardarse, como si tuviese sobre la nuca la punta de una espada de Damocles.
No había escapatoria..., estaba atado a su padre, tenía que quedarse hasta el final. Y la voluntad del padre jamás se relajaría ni se rendiría a la muerte. Tendría que quedarse cuando la muerte la rompiese al fin..., si es que no persistía después de una muerte física. Del mismo modo, la voluntad del hijo jamás se rindió. Permaneció firme e inmune, estaba fuera de esa muerte y de esa agonía.
Era un juicio por ordalía. Para él se trataba de soportar ver a su padre disolverse lentamente y desaparecer en la muerte sin rendir jamás su voluntad, sin jamás ceder ante la omnipotencia de la muerte. Como si fuera un piel roja sufriendo tortura, Gerald experimentaba todo el proceso de la muerte lenta con absoluta impasibilidad. Incluso triunfaba en ello. De alguna manera, él deseaba esa muerte. Era como si él mismo estuviese administrando la muerte, incluso cuando retrocedía con máximo horror. Pero no por ello dejaría de administrarla, triunfaría a través de la muerte.
Pero en la tensión de esta ordalía Gerald perdió también su contacto con la vida exterior, cotidiana. Lo que era mucho para él llegó a significar nada. Trabajo, placer..., todo quedó atrás. Continuó más o menos mecánicamente con su negocio, pero su actividad le era totalmente ajena. La verdadera actividad era esa lucha cadavérica por la muerte en su propia alma. Y su propia voluntad tenía que triunfar. Sucediese lo que sucediese,
él no se inclinaría, ni se sometería, ni reconocería a un señor. El no tenía ningún señor en la muerte.
Pero a medida que proseguía la lucha y todo cuanto él había sido y era continuaba siendo destruido -con lo cual la vida era una caracola hueca rugiendo con el sonido del mar, ruido donde él participaba exteriormente, y dentro de esa concha hueca estaba toda la oscuridad y el espacio temible de la muerte-, sabía que habría de encontrar refuerzos, pues en otro caso se hundiría hacia dentro sobre el gran vacío oscuro que rodeaba el centro de su alma.
Su voluntad sujetaba su vida exterior, su mente exterior; impedía que fuese roto o cambiado su ser externo, pero la presión era demasiado grande. Tendría que encontrar algo para mantener el equilibrio. Debía llegar algo con él al hueco vacío de la muerte en su alma. Algo que lo llenara igualando la presión interior con la presión exterior, porque día a día se sentía más y más como una burbuja llena de oscuridad, alrededor de la cual giraba en; remolino la iridiscencia de su conciencia y sobre la cual rugía vastamente la presión del mundo externo, de la vida externa.
En esa tesitura su instinto le condujo a Gudrun. Abandonó todo entonces..., sólo deseaba que se estableciera la relación con ella. La seguía al estudio para estar cerca de ella, para hablar con ella. Se quedaba por el cuarto cogiendo sin meta fija los instrumentos, los trozos de arcilla, las figurillas que ella había despreciado ; -caricaturescas y grotescas-, mirándolas sin ver. Y ella sentía que él la seguía, pegado a sus tobillos como un destino. Se apartaba de él, pero sabía que él se acercaba cada vez un poco más, un poco más.
-Me preguntaba -le dijo él una noche de un modo raro impensado, inseguro-, ¿por qué no te quedas a cenar esta noche? Me encantaría.
Ella se sobresaltó ligeramente. Le hablaba como un hombre pidiéndole algo a otro hombre.
-Estarán esperándome en casa -dijo ella.
-Oh, ¿crees que les importará? -dijo él-. Me pondría terriblemente contento si te quedases.
Su largo silencio acabó consintiendo.
-¿Se lo digo a Thomas?
Debo irme casi inmediatamente después de cenar -dijo ella.
Era una tarde oscura, fría. No había fuego en el cuarto de estar, se sentaron en la biblioteca. El se pasó la mayor parte del tiempo silencioso, ausente, y Winifred habló poco. Pero cuando Gerald se animaba, sonreía y era amable y llano con ella. Entonces caían sobre él de nuevo las largas lagunas de las que no era consciente.
Ella se sentía muy atraída por él. Tenía un aspecto tan preocupado con sus silencios extraños, lacunarios, indescifrables para ella; eso movía a Gudrun a preguntarse por él, a sentirse reverente hacia él.
Pero él estuvo muy gentil. Le dio las mejores cosas de la mesa; hizo que trajeran una botella de vino levemente dulce y deliciosamente dorado para la cena, sabiendo que lo preferiría al borgoña. Ella se sintió querida, casi imprescindible.
Mientras tomaba el café en la biblioteca oyeron un golpe suave, muy suave, en la puerta. El dio un respingo y dijo:
-Entre.
El timbre de su voz, como algo que vibrase en una tonalidad aguda, desasosegó a Gudrun. Entró una enfermera de blanco que quedó medio parada en el umbral como una sombra. Era muy bonita, pero tímida y sin confianza en sí misma.
-El doctor querría hablarle, señor Crich -dijo con su voz baja, discreta.
-¡El doctor! -dijo él poniéndose en pie de un salto-. ¿Dónde está?
-En el comedor.
-Dígale que voy.
Se bebió el café y siguió a la enfermera, que se había disuelto como una sombra.
-¿Qué enfermera es ésa? -preguntó Gudrun.
-La señorita Inglis... Para mí, la mejor -repuso Winifred.
Gerald volvió al cabo de un rato, con aspecto de estar absorto en sus propios pensamientos y teniendo algo de esa tensión y abstracción que aparecen en un hombre levemente ebrio. No dijo para qué le buscaba el médico, pero quedó ante el fuego con las manos cruzadas a su espalda y el rostro abierto como en un trance. No es que estuviese realmente pensando..., estaba sólo detenido en puro suspenso dentro de sí mismo, y los pensamientos cruzaban su mente sin orden.
-Debo irme ahora, ver a mamá -dijo Winifred- y ver a papá antes de que se vaya a dormir.
Les dio las buenas noches a ambos.
Gudrun se levantó también para partir.
-No necesitas irte todavía, ¿verdad? -dijo Gerald lanzando una ojeada rápida al reloj-. Es pronto aún. Iré contigo caminando cuando vayas. Siéntate, no salgas apresuradamente.
Gudrun se sentó como si, a pesar de encontrarse ausente él, su voluntad tuviese poder sobre ella. Se sentía casi mesmerizada. El era extraño para ella, algo desconocido. ¿Qué estaba pensando, qué estaba sintiendo mientras permanecía allí tan en trance, sin decir nada? El la guardaba..., ella podía sentir eso. No dejaba que se fuese. Ella le contemplaba con humilde sumisión.
-¿Tenía algo nuevo que contarte el médico? -preguntó suavemente al cabo de un rato, con esa simpatía gentil y tímida que tocaba una fibra aguda en el corazón de él.
El levantó las cejas con una expresión negligentemente indiferente.
-No..., nada nuevo -repuso, como si la cuestión fuese bastante casual, trivial-. Dice que el pulso es realmente muy débil, muy intermitente..., pero eso no significa necesariamente gran cosa.
Miró hacia ella. Los ojos de Gudrun eran oscuros, suaves y plegados, con un aire arcanzado que le despertó.
-No -acabó murmurando ella-. No entiendo nada de estas cosas.
-Yo tampoco -dijo él-. ¿No quieres un pitillo? ¡Fúmatelo!
Cogió rápidamente la caja y le dio fuego. Entonces quedó de nuevo frente a ella, de espaldas a la chimenea.
-No -dijo-, nunca hemos tenido mucha enfermedad en la casa..., no hasta padre.
Pareció meditar un rato. Luego, mirándola con ojos azules extrañamente comunicativos que la llenaron de temor, continuó:
-Es algo que uno no reconoce hasta que está allá, ¿sabes? Y entonces comprende que estuvo allí todo el tiempo..., que estuvo allí siempre..., ¿entiendes lo que quiero decir?... La posibilidad de esa enfermedad incurable, esa muerte lenta.
Movió con inquietud los pies sobre el borde marmóreo de la chimenea y se puso un cigarrillo en la boca mirando al techo.
-Lo sé -murmuró Gudrun-, es espantoso.
El fumaba sin saber. Entonces se quitó el cigarrillo de los labios, desnudó sus dientes y poniendo la punta de la lengua entre ellos escupió un pequeño trozo de tabaco volviéndose levemente de lado, como un hombre que está solo o perdido en sus cavilaciones.
-No sé cual es realmente el efecto en uno -dijo mirando de nuevo hacia ella.
Los ojos de ella eran oscuros y tocados por el conocimiento cuando miraban los de él. El la vio sumergida y volvió el rostro hacia otra parte.
-Pero yo, absolutamente, no soy el mismo. No queda nada, si entiendes lo que quiero decir. Uno parece vacío en sí mismo. Y entonces no se sabe qué hacer.
-No -murmuró ella. Un denso escalofrío recorrió sus labios, casi placer y casi dolor en su densidad-. ¿Qué puede hacerse? -añadió.
El se giró y lanzó la ceniza de su cigarrillo sobre las losas de mármol de la chimenea que yacían desnudas en el cuarto sin guardafuegos.
-No lo sé, estoy seguro -repuso él-. Pero pienso que es necesario encontrar algún modo de resolver la situación.. , no porque uno lo desee, sino porque es pre- ciso, o en otro caso estás listo. La totalidad, con uno mismo incluido, está justamente a punto de hundirse, y uno se encuentra justamente sujetándola con sus manos. En fin, es una situación que obviamente no puede continuar. No puede uno seguir sujetando el tejado con las manos para siempre. Uno sabe que antes o después tendrá que soltar. ¿Entiendes lo que quiero decir? Y por eso debe hacerse algo o hay un colapso universal..., al me- nos en cuanto le concierne a uno.
El resbaló levemente al pisar sobre una brasa. Miró el trozo de carbón. Gudrun era consciente de los hermosos paneles viejos de mármol de la chimenea, esculpidos suavemente alrededor y sobre él. Gudrun se sentía como si hubiese sido cazada al fin por el hado, encarcelada en alguna trampa horrible y fatal.
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