Mujeres enamoradas



Yüklə 1,84 Mb.
səhifə30/42
tarix29.10.2017
ölçüsü1,84 Mb.
#19792
1   ...   26   27   28   29   30   31   32   33   ...   42

-Sí lo hay -dijo él-. Hay un lugar donde podemos ser libres..., un lugar donde no necesitamos llevar mu­chas ropas..., incluso ninguna..., donde uno se encuen­tra unas pocas personas que han ido lo bastante lejos y pueden dar las cosas por hechas..., donde puede ser uno mismo, sin preocuparse. Hay ese lugar..., hay una o dos personas...

-¿Pero dónde? -suspiró ella.

-En algún lugar..., en cualquier lugar. Vaguemos. Eso es lo que tenemos que hacer..., vaguemos escapando.

-Sí... -dijo ella emocionada ante el pensamiento del viaje.

Pero para ella era solamente viaje.

-Ser libres -dijo él-. Ser libres en un lugar libre, con unas pocas otras personas.

-Sí -dijo ella algo entristecida.

Esas «pocas otras personas» la deprimían.

-Aunque no es realmente una localidad -dijo él-. Es una relación perfeccionada entre tú y yo y otros..., la relación perfecta para que seamos libres juntos.

-Lo es, amor mío -dijo ella-. Somos tú y yo. So­mos tú y yo, ¿verdad?

Ella extendió los brazos hacia él. El se adelantó e inclinó para besar su rostro. Los brazos de ella se cerra­ron alrededor de él nuevamente, sus manos se desparra­maron sobre sus hombros, moviéndose -lentamente allí, lentamente sobre su espalda, con un movimiento extraña­mente recurrente, rítmico, pero lentamente descendente, oprimiendo misteriosamente sus riñones, sus flancos. La sensación de esa terrible riqueza que jamás podría ser dañada inundaba la mente de Ursula como un desfalle­cimiento, una muerte en la más maravillosa de las po­sesiones, místicamente segura. Le poseía tan profunda e intolerablemente que ella misma se echaba atrás. Pero estaba sólo sentada en una silla, con las manos apretadas sobre él, perdida.

De nuevo la besó suavemente.

-Nunca nos separaremos de nuevo -murmuró tran­quilamente.

Y ella no habló, sino que se limitó a apretar con más firmeza las manos sobre la fuente de oscuridad en él.

Cuando se despertaron nuevamente del puro desfalle­cimiento decidieron escribir sus renuncias al mundo del trabajo allí y entonces. Ella deseaba esto.

El tocó la campanilla y pidió papel de escribir sin membrete. El camarero limpió la mesa.

-Vamos a ver -dijo él-, primero la tuya. Pon el domicilio de tu casa y la fecha..., luego «Director de Educación, Ayuntamiento...». ¡Bueno!, no sé cómo se di­rige uno realmente..., supongo que será posible resolver­lo en menos de un mes...; en cualquier caso: «Señor..., le ruego acepte mi renuncia al puesto de profesora en la Escuela de Willey Green. Le agradecería mucho que me liberase lo antes posible, sin esperar a que termine el período de un mes.» Eso servirá. ¿Lo has escrito? Déja­me verlo. «Ursula Brangwen.» ¡Bien! Ahora escribiré la mía. Debo darles tres meses, pero puedo alegar salud. Podré arreglarlo perfectamente.

Se sentó y escribió su renuncia formal.

-Ahora -dijo él cuando los sobres estaban cerrados y con los domicilios- ¿los enviaremos juntos desde aquí? Sé que Jackie dirá: «¡vaya coincidencia!», cuando los reciba en toda su identidad. ¿Dejaremos que lo diga o no?

-No me importa -dijo ella.

-¿No...?


-¿Verdad que no importa? -dijo ella.

-Sí -repuso él-. Sus imaginaciones no trabajarán a costa nuestra. Enviaré la tuya desde aquí; la mía, des­pués. No puedo verme implicado en sus suposiciones.

La miró con su singularidad extraña, no humana.

-Sí, tienes razón -dijo ella.

Levantó el rostro hacia él, todo brillante y abierto. Era como si él pudiese entrar derecho a la fuente de su esplendor radiante. El rostro de él se hizo un poco distraído.

-¿Nos vamos? -dijo.

-Como quieras -repuso ella.

Pronto habían salido de la pequeña ciudad y se des­lizaban por los senderos abruptos del campo. Ursula se cobijaba junto a su calor constante, contemplando la revelación pálidamente encendida corriendo delante, la noche visible.

A veces era un camino ancho y viejo con espacios de hierba a ambos lados, volando mágico y élfico en la iluminación verdosa; a veces eran árboles cerniéndose desde la altura, a veces zarzas, a veces los muros de un patio comunal o la esquina de un granero.

-¿Vas a ir a cenar a Shortlands? -le preguntó de repente Ursula.

El se sobresaltó.

-¡Buen Dios! -dijo él-. ¡Shortlands! Nunca más. Eso no. Además, debe ser demasiado tarde.

-¿Dónde vamos entonces? ¿Al molino?

-Si te gusta. Es una pena ir a ninguna parte en esta buena noche oscura. Es una pena salir de ella, realmente. Es una pena que no podamos quedarnos en la buena os­curidad. Es mejor de lo que sería ninguna otra cosa jamás... esta buena oscuridad inmediata.

El coche brincaba y se balanceaba. Ella sabía que estaba descartado dejarle, la oscuridad les mantenía juntos conteniéndoles y no debía ser sobrepasada. Además, ella poseía un conocimiento místico pleno de sus suaves riñones de oscuridad, y en ese conocimiento había algo de la inevitabilidad y la belleza del hado, un hado que ella pedía y aceptaba plenamente.

El se sentaba inmóvil como un faraón egipcio condu­ciendo el coche. Se sentía sentado en potencia inmemo­rial, como las grandes estatuas talladas del verdadero Egipto, tan real y cumplido con fuerza sutil como ellas, con una vaga sonrisa inescrutable sobre los labios. Sa­bía lo que era tener la extraña y mágica corriente de fuerza en su espalda y bajando por sus piernas, fuerza tan perfecta que le dejaba inmóvil, con el rostro son­riendo sutil y despreocupadamente. Sabía lo que era es­tar despierto y potente en esa otra mente básica, la más profunda mente física. Y esta fuente le daba un control puro y mágico, místico, una fuerza oscura como la elec­tricidad.

Era muy difícil hablar, era tan perfecto sentarse en ese puro silencio viviente, sutil, lleno de conocimiento impensable y de fuerza impensable, sostenido inmemo­rialmente en fuerza sin tiempo, como los egipcios inmó­viles y supremamente potentes, sentado para siempre en su silencio sutil, vivo.

-No necesitamos una casa -dijo él-. Este coche tiene asientos abatibles. Podemos hacer una cama y le­vantar la capota.

Ella estaba contenta y asustada. Se apretujó a él.

-Pero ¿qué pensarán en casa? -dijo.

-Manda un telegrama.

Nada más se dijo. Continuaron desplazándose en si­lencio. Pero con una especie de segunda conciencia él dirigió el coche hacia el destino. Porque tenía la inteli­gencia libre para dirigir sus propios fines. Sus brazos, su pecho y su cabeza eran redondeados y vivientes como los de los griegos; no tenía los brazos rectos y sin des­pertar de los egipcios, ni la cabeza sellada, durmiente. Una inteligencia centelleante jugaba de modo secundario sobre su pura concentración egipcia en la oscuridad.

Llegaron a una aldea que se alineaba siguiendo el camino. El coche se arrastró lentamente por entre las casas hasta ver la oficina de correos. Entonces se detuvo.

-Le enviaré un telegrama a tu padre -dijo él-. Me limitaré a decir: «Pasaré la noche en la ciudad^, ¿te parece?

-Sí -respondió ella.

No deseaba verse distraída por esas cosas.

Le contempló mientras entraba en la oficina de co­rreos. Vio que era también una tienda. Aunque entrase en el lugar público e iluminado, permanecía oscuro y mágico; parecía ser en él la realidad corpórea ese silen­cio vivo, sutil, potente, indescubrible. ¡Allí estaba! Ella le vio en un ,extraño brote de júbilo como el ser que jamás se revelaría, terrible en su potencia, místico y ,real. Esa realidad oscura, sutil de él, que nunca podría traducirse, la liberaba por completo, hacía perfecto su propio ser. Ella también era oscura y plena en el silencio.

El salió y lanzó algunos paquetes dentro del coche.

-Aquí hay algo de pan, queso, pasas, manzanas y cho­colate duro -dijo él, con la voz como riendo debido a la impecable fijeza y fuerza que era la realidad en él.

Ella tenía que tocarle. Hablar y ver no era nada. No pasaba del simulacro mirar e intentar comprender al hombre allí. La oscuridad y el silencio debían caer ab­solutamente sobre ella, y entonces podría conocer mís­ticamente mediante el pacto sin revelar. Debía conectar con él luego y no intelectualmente, tener el conocimien­to que es muerte del conocimiento, la realidad de la cer­teza de no conocer.

Pronto se habían internado de nuevo en la oscuridad. Ella no preguntó dónde iban, no le importaba. Se sen­taba en una plenitud y una potencia pura que eran como apatía, despreocupada e inmóvil. Estaba junto a él y se f mantenía en un puro descanso, como se mantiene una estrella equilibrada impensablemente. Sin embargo, ha­bía allí todavía un oscuro centellear de anticipación. Ella deseaba tocarle. Con yemas perfectamente finas de rea­lidad tocaría la realidad en él, la realidad suave, pura e intraducible de sus flancos de oscuridad. Tocar, llegar sin mente en la oscuridad a un puro tacto de su realidad viviente, sus suaves riñones y muslos de oscuridad per­fecta; eso era la sustentante anticipación de Ursula. Y él esperaba también en la firmeza mágica de lo suspenso que ella tomase ese conocimiento de él como él lo había tomado de ella. La conocía oscuramente, con la plenitud del conocimiento oscuro. Ahora ella le conocería y él quedaría también liberado. Quedaría nocturnamente li­berado, como un egipcio, firme en un equilibrio perfec­tamente suspendido, puro nudo místico de ser místico. Se darían el uno al otro ese equilibrio estelar que cons­tituye la única libertad.

Ella vio que cruzaron entre árboles..., grandes árboles viejos con una vegetación de helechos agonizantes en la base. Los troncos pálidos y nudosos ofrecían un aspecto fantasmagórico, como viejos sacerdotes en la tenebrosa distancia; el helecho se alzaba mágico y misterioso.

Era una noche de total oscuridad, con las nubes ba­jas. El automóvil avanzó lentamente.

-¿Dónde estamos? -susurró ella.

-En el bosque de Sherwood.

Era evidente que él conocía el lugar. Condujo despa­cio, mirando. Cuando llegaron a un camino verde entre los árboles torcieron cautelosamente y avanzaron entre los olmos del bosque, bajando por un sendero verde. El sendero verde se ensanchó hasta formar un pequeño círculo de hierba, donde había un pequeño manantial de agua en el fondo de un talud inclinado. El coche se detuvo.

Apagó al momento y fue pura noche, con sombras de árboles como realidades de otro ser nocturno. Tiró una alfombrilla sobre los helechos y quedaron sentados en silencio inmóvil y desprovisto de mente. Había débiles ruidos provenientes del bosque, pero ninguna perturba­ción era posible, porque el mundo estaba bajo un extra­ño bando, se había producido un nuevo misterio. Se qui­taron sus ropas, él la atrajo hacia sí y la encontró, en­contró la pura realidad centelleante de su carne para siempre invisible. Saciándose, inhumanos, los dedos de él sobre la desnudez sin revelar de ella. Eran los dedos del silencio sobre el silencio, el cuerpo de la noche mis­teriosa sobre el cuerpo de la noche misteriosa, lo mascu­lino y lo femenino nocturno que jamás se veían con el ojo o conocerían por la mente, lo conocido únicamente como una revelación palpable de una viva otreidad.

Ella tuvo su deseo de él, tocó, recibió el máximo de comunicación inexpresable en pacto oscuro, sutil, positi­vamente silencioso; un obsequio magnífico que regalar al mismo tiempo, una perfecta aceptación y rendición, un misterio cuya realidad jamás podría ser conocida, reali­dad vital, sensual, que jamás podría ser transmutada en contenido mental y permanece fuera; cuerpo viviente de oscuridad y silencio y sutileza, el cuerpo místico de la realidad. Ella vio colmado su deseo. El vio colmado su deseo. Porque ella fue para él lo que él fue para ella: el esplendor inmemorial de la oscuridad mística, pal­pable.

Durmieron la gélida noche bajo la capota del automó­vil, una noche de sueño imperturbado. Ya era bien de día cuando él despertó. Se miraron el uno al otro y rie­ron, luego miraron hacia otra parte llenos de oscuridad y secreto. Entonces se besaron y recordaron el esplendor de la noche. Era tan espléndida esa herencia de un universo de realidad oscura, que tenían miedo de aparen­tar recordar. Escondieron el recuerdo y el conocimiento.

24. MUERTE Y AMOR

Thomas Crich murió lentamente, con una terrible len­titud. Pareció imposible para todos que el hilo de la vida pudiese estimarse tanto sin ser roto. El enfermo yacía indescriptiblemente débil y gastado, mantenido en vida gracias a la morfina y a bebidas que sorbía lentamente. Sólo estaba consciente a medias..., una fría hebra de conciencia conectaba la oscuridad de la muerte con la luz del día. Pero su voluntad estaba intacta, él era íntegro, completo. Sólo que necesitaba tener una quietud perfecta a su alrededor. Actualmente cualquier presen­cia, salvo la de las enfermeras, era un esfuerzo y una tensión para él. Todas las mañanas, Gerald iba al cuarto esperando descubrir que su padre había pasado al otro mundo por fin. Pero siempre veía el mismo rostro trans­parente, el mismo horrendo pelo oscuro sobre la frente cerúlea, los ojos espantosos, incubados, que parecían es­tar descomponiéndose en oscuridad informe con sólo un minúsculo grano de ilusión en su interior.

Y siempre que los ojos oscuros e incubados se vol­vían hacia él, recorría las entrañas de Gerald un ardiente golpe de rebelión que parecían resonar por todo su ser, amenazando romperle la mente con su estrépito y enlo­queciéndole.

Cada mañana quedaba allí el hijo, erecto y robusto de vida, brillando con su cabello tan rubio. El rubio brillante de su ser extraño, inminente, lanzaba al padre a una fiebre de furiosa irritación. No podía soportar la mirada extraña y baja de los ojos azules de Gerald. Pero era sólo durante un momento. Situados ambos en el an­dén de partida, el padre y el hijo se miraban el uno al otro y luego se separaban.

Gerald mantuvo durante largo tiempo una perfecta sang froid, permaneció bastante recogido, pero al final fue minado por el miedo. Temía algún horrible colapso en sí mismo. Necesitaba quedarse y soportarlo. Alguna voluntad perversa le hacía contemplar a su padre exten­dido sobre las fronteras de la vida. Y ahora, sin embar­go, cada día se inflamaba más el gran látigo rojo canden­te de miedo horrorizado que restallaba por las entrañas del hijo. Gerald se pasaba todo el día con una tendencia a acobardarse, como si tuviese sobre la nuca la punta de una espada de Damocles.

No había escapatoria..., estaba atado a su padre, tenía que quedarse hasta el final. Y la voluntad del padre jamás se relajaría ni se rendiría a la muerte. Tendría que quedarse cuando la muerte la rompiese al fin..., si es que no persistía después de una muerte física. Del mismo modo, la voluntad del hijo jamás se rindió. Per­maneció firme e inmune, estaba fuera de esa muerte y de esa agonía.

Era un juicio por ordalía. Para él se trataba de sopor­tar ver a su padre disolverse lentamente y desaparecer en la muerte sin rendir jamás su voluntad, sin jamás ce­der ante la omnipotencia de la muerte. Como si fuera un piel roja sufriendo tortura, Gerald experimentaba todo el proceso de la muerte lenta con absoluta impasibilidad. Incluso triunfaba en ello. De alguna manera, él deseaba esa muerte. Era como si él mismo estuviese administran­do la muerte, incluso cuando retrocedía con máximo horror. Pero no por ello dejaría de administrarla, triun­faría a través de la muerte.

Pero en la tensión de esta ordalía Gerald perdió tam­bién su contacto con la vida exterior, cotidiana. Lo que era mucho para él llegó a significar nada. Trabajo, pla­cer..., todo quedó atrás. Continuó más o menos mecá­nicamente con su negocio, pero su actividad le era total­mente ajena. La verdadera actividad era esa lucha cada­vérica por la muerte en su propia alma. Y su propia voluntad tenía que triunfar. Sucediese lo que sucediese,

él no se inclinaría, ni se sometería, ni reconocería a un señor. El no tenía ningún señor en la muerte.

Pero a medida que proseguía la lucha y todo cuanto él había sido y era continuaba siendo destruido -con lo cual la vida era una caracola hueca rugiendo con el sonido del mar, ruido donde él participaba exteriormente, y dentro de esa concha hueca estaba toda la oscuridad y el espacio temible de la muerte-, sabía que habría de encontrar refuerzos, pues en otro caso se hundiría hacia dentro sobre el gran vacío oscuro que rodeaba el centro de su alma.

Su voluntad sujetaba su vida exterior, su mente ex­terior; impedía que fuese roto o cambiado su ser exter­no, pero la presión era demasiado grande. Tendría que encontrar algo para mantener el equilibrio. Debía llegar algo con él al hueco vacío de la muerte en su alma. Algo que lo llenara igualando la presión interior con la pre­sión exterior, porque día a día se sentía más y más como una burbuja llena de oscuridad, alrededor de la cual gi­raba en; remolino la iridiscencia de su conciencia y sobre la cual rugía vastamente la presión del mundo externo, de la vida externa.

En esa tesitura su instinto le condujo a Gudrun. Abandonó todo entonces..., sólo deseaba que se estable­ciera la relación con ella. La seguía al estudio para estar cerca de ella, para hablar con ella. Se quedaba por el cuarto cogiendo sin meta fija los instrumentos, los tro­zos de arcilla, las figurillas que ella había despreciado ; -caricaturescas y grotescas-, mirándolas sin ver. Y ella sentía que él la seguía, pegado a sus tobillos como un destino. Se apartaba de él, pero sabía que él se acercaba cada vez un poco más, un poco más.

-Me preguntaba -le dijo él una noche de un modo raro impensado, inseguro-, ¿por qué no te quedas a cenar esta noche? Me encantaría.

Ella se sobresaltó ligeramente. Le hablaba como un hombre pidiéndole algo a otro hombre.

-Estarán esperándome en casa -dijo ella.

-Oh, ¿crees que les importará? -dijo él-. Me pon­dría terriblemente contento si te quedases.

Su largo silencio acabó consintiendo.

-¿Se lo digo a Thomas?

Debo irme casi inmediatamente después de cenar -dijo ella.

Era una tarde oscura, fría. No había fuego en el cuar­to de estar, se sentaron en la biblioteca. El se pasó la mayor parte del tiempo silencioso, ausente, y Winifred habló poco. Pero cuando Gerald se animaba, sonreía y era amable y llano con ella. Entonces caían sobre él de nuevo las largas lagunas de las que no era consciente.

Ella se sentía muy atraída por él. Tenía un aspecto tan preocupado con sus silencios extraños, lacunarios, indescifrables para ella; eso movía a Gudrun a pregun­tarse por él, a sentirse reverente hacia él.

Pero él estuvo muy gentil. Le dio las mejores cosas de la mesa; hizo que trajeran una botella de vino leve­mente dulce y deliciosamente dorado para la cena, sa­biendo que lo preferiría al borgoña. Ella se sintió queri­da, casi imprescindible.

Mientras tomaba el café en la biblioteca oyeron un golpe suave, muy suave, en la puerta. El dio un respingo y dijo:

-Entre.

El timbre de su voz, como algo que vibrase en una tonalidad aguda, desasosegó a Gudrun. Entró una en­fermera de blanco que quedó medio parada en el umbral como una sombra. Era muy bonita, pero tímida y sin confianza en sí misma.



-El doctor querría hablarle, señor Crich -dijo con su voz baja, discreta.

-¡El doctor! -dijo él poniéndose en pie de un sal­to-. ¿Dónde está?

-En el comedor.

-Dígale que voy.

Se bebió el café y siguió a la enfermera, que se había disuelto como una sombra.

-¿Qué enfermera es ésa? -preguntó Gudrun.

-La señorita Inglis... Para mí, la mejor -repuso Winifred.

Gerald volvió al cabo de un rato, con aspecto de estar absorto en sus propios pensamientos y teniendo algo de esa tensión y abstracción que aparecen en un hombre le­vemente ebrio. No dijo para qué le buscaba el médico, pero quedó ante el fuego con las manos cruzadas a su espalda y el rostro abierto como en un trance. No es que estuviese realmente pensando..., estaba sólo detenido en puro suspenso dentro de sí mismo, y los pensamientos cruzaban su mente sin orden.

-Debo irme ahora, ver a mamá -dijo Winifred- y ver a papá antes de que se vaya a dormir.

Les dio las buenas noches a ambos.

Gudrun se levantó también para partir.

-No necesitas irte todavía, ¿verdad? -dijo Gerald lanzando una ojeada rápida al reloj-. Es pronto aún. Iré contigo caminando cuando vayas. Siéntate, no salgas apresuradamente.

Gudrun se sentó como si, a pesar de encontrarse au­sente él, su voluntad tuviese poder sobre ella. Se sentía casi mesmerizada. El era extraño para ella, algo descono­cido. ¿Qué estaba pensando, qué estaba sintiendo mien­tras permanecía allí tan en trance, sin decir nada? El la guardaba..., ella podía sentir eso. No dejaba que se fuese. Ella le contemplaba con humilde sumisión.

-¿Tenía algo nuevo que contarte el médico? -pre­guntó suavemente al cabo de un rato, con esa simpatía gentil y tímida que tocaba una fibra aguda en el corazón de él.

El levantó las cejas con una expresión negligentemen­te indiferente.

-No..., nada nuevo -repuso, como si la cuestión fue­se bastante casual, trivial-. Dice que el pulso es real­mente muy débil, muy intermitente..., pero eso no sig­nifica necesariamente gran cosa.

Miró hacia ella. Los ojos de Gudrun eran oscuros, suaves y plegados, con un aire arcanzado que le despertó.

-No -acabó murmurando ella-. No entiendo nada de estas cosas.

-Yo tampoco -dijo él-. ¿No quieres un pitillo? ¡Fú­matelo!

Cogió rápidamente la caja y le dio fuego. Entonces quedó de nuevo frente a ella, de espaldas a la chimenea.

-No -dijo-, nunca hemos tenido mucha enferme­dad en la casa..., no hasta padre.

Pareció meditar un rato. Luego, mirándola con ojos azules extrañamente comunicativos que la llenaron de temor, continuó:

-Es algo que uno no reconoce hasta que está allá, ¿sabes? Y entonces comprende que estuvo allí todo el tiempo..., que estuvo allí siempre..., ¿entiendes lo que quiero decir?... La posibilidad de esa enfermedad incu­rable, esa muerte lenta.

Movió con inquietud los pies sobre el borde marmó­reo de la chimenea y se puso un cigarrillo en la boca mirando al techo.

-Lo sé -murmuró Gudrun-, es espantoso.

El fumaba sin saber. Entonces se quitó el cigarrillo de los labios, desnudó sus dientes y poniendo la punta de la lengua entre ellos escupió un pequeño trozo de tabaco volviéndose levemente de lado, como un hombre que está solo o perdido en sus cavilaciones.

-No sé cual es realmente el efecto en uno -dijo mi­rando de nuevo hacia ella.

Los ojos de ella eran oscuros y tocados por el conoci­miento cuando miraban los de él. El la vio sumergida y volvió el rostro hacia otra parte.

-Pero yo, absolutamente, no soy el mismo. No queda nada, si entiendes lo que quiero decir. Uno parece vacío en sí mismo. Y entonces no se sabe qué hacer.

-No -murmuró ella. Un denso escalofrío recorrió sus labios, casi placer y casi dolor en su densidad-. ¿Qué puede hacerse? -añadió.

El se giró y lanzó la ceniza de su cigarrillo sobre las losas de mármol de la chimenea que yacían desnudas en el cuarto sin guardafuegos.

-No lo sé, estoy seguro -repuso él-. Pero pienso que es necesario encontrar algún modo de resolver la situación.. , no porque uno lo desee, sino porque es pre- ciso, o en otro caso estás listo. La totalidad, con uno mismo incluido, está justamente a punto de hundirse, y uno se encuentra justamente sujetándola con sus manos. En fin, es una situación que obviamente no puede conti­nuar. No puede uno seguir sujetando el tejado con las manos para siempre. Uno sabe que antes o después ten­drá que soltar. ¿Entiendes lo que quiero decir? Y por eso debe hacerse algo o hay un colapso universal..., al me- nos en cuanto le concierne a uno.

El resbaló levemente al pisar sobre una brasa. Miró el trozo de carbón. Gudrun era consciente de los hermosos paneles viejos de mármol de la chimenea, escul­pidos suavemente alrededor y sobre él. Gudrun se sentía como si hubiese sido cazada al fin por el hado, encarcela­da en alguna trampa horrible y fatal.


Yüklə 1,84 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   26   27   28   29   30   31   32   33   ...   42




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin