Mujeres enamoradas



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-¿Pero qué puede hacerse? -murmuró ella humilde­mente-. Debes usarme si puedo servirte de alguna ayu­da..., ¿pero cómo puedo ayudar? No se me ocurre cómo puedo ayudarte.

El miró críticamente en su dirección.

-No deseo que ayudes -dijo levemente irritado-, porque nada puede hacerse. Sólo deseo simpatía, ya ves; deseo alguien con quien hablar simpáticamente. Eso aflo­ja la tensión. Y no hay nadie con quien hablar simpáti­camente. Eso es lo curioso. No hay nadie. Bueno, está Rupert Birkin. Pero él no es simpático, desea dictar. Y eso no sirve para nada.

Ella estaba capturada en su extraño cepo. Se miró las manos.

Entonces hubo el sonido de la puerta abriéndose sua­vemente. Gerald dio un respingo. Parecía sufrir como quien es cogido en falta. Fue su respingo el que real. mente sorprendió a Gudrun. Entonces él se adelantó con cortesía rápida, graciosa, intencional.

-¡Ven, madre! -dijo-. Cómo me alegro de que ba­jes. ¿Qué tal estás?

La anciana, envuelta en una bata púrpura ancha y suelta, se aproximó silenciosamente, algo desgarbada, como de costumbre. Su hijo estaba a su lado. Le acercó una silla diciendo:

-Conoces a la señorita Brangwen, ¿verdad?

La madre miró con indiferencia hacia Gudrun.

-Sí -dijo.

Entonces volvió sus maravillosos ojos de nomeolvi­des azul hacia su hijo mientras se sentaba lentamente en la silla que le había traído.

-Vine a preguntarte sobre tu padre -dijo con su voz rápida, apenas audible-. No sabia que tuvieses com­pañía.

-¿No? ¿No te lo dijo Winifred? La señorita Brangwen se quedó a cenar con nosotros para animarnos un poco...

La señora Crich se dio lentamente la vuelta hacia Gudrun y al miró, pero con ojos que no veían.

-Temo que no le costaría nada -dijo. Luego se vol­vió de nuevo hacia su hijo-. Winifred me contó que el médico tenía algo que decir sobre tu padre. ¿Qué fue?

-Sólo que el pulso está muy débil..., falla muchas veces..., por lo cual quizá no pase la noche -repuso Gerald.

La señora Crich se sentaba perfectamente impasible, como si no hubiese escuchado. La masa de su cuerpo parecía encorvada en la silla, su pelo rubio le colgaba desaliñado sobre las orejas. Pero su piel era clara y fina, sus manos eran bastante hermosas, allí olvidadas y ple­gadas, llenas de energía potencial. Una gran masa de energía parecía desintegrarse activamente en esa forma silenciosa, desgarbada.

Miró hacia el hijo, que se mantenía agudo y marcial, próximo a ella. Los ojos de la mujer tenían el azul más maravilloso, un azul más intenso que los nomeolvides. Ella parecía tener cierta confianza en Gerald y sentir cierto recelo maternal hacia él.

-¿Qué tal estás tú? -musitó en su voz extrañamente quieta, como si nadie debiese escuchar excepto él-. No irás a dejarte llevar, ¿verdad? No permitirás que te pon­ga histérico, ¿verdad?

El curioso reto de las últimas palabras sorprendió a Gudrun.

-No lo creo, madre -repuso él con afectuosidad más bien fría-. Alguien tiene que pasarlo, ya sabes.

-¿Tiene qué? ¿Tiene qué? -repuso rápidamente su madre-. ¿Por qué has de cargar tú con ello? ¿De qué te va a servir pasarlo? Ya pasará por sí mismo. No eres necesario.

-No, no supongo que pueda hacer nada útil -repuso él-. Es simplemente el modo en que nos afecta, ya ves.

-Te gusta ser afectado..., ¿no es cierto? ¿Qué te es indiferente? Tendrías que ser importante. No tienes ne­cesidad de quedarte en casa. ¡Más valdría que te fueses!

Esas frases, evidentemente grano madurado de mu­chas horas oscuras, cogieron a Gerald por sorpresa.

-No creo que sea nada bueno irse ahora, madre, en el último minuto -dijo él fríamente.

-Cuídate -repuso su madre-. Cuida de ti mismo..., ése es tu asunto. Te cargas con demasiadas cosas. Ocúpa­te de ti o te encontrarás en la calle de los raros, eso es lo que te sucederá. Eres histérico, lo fuiste siempre.

-Estoy perfectamente bien, madre -dijo él-. Te aseguro que no hay necesidad de preocuparse por mí.

-Deja que los muertos entierren a sus muertos..., no vayas a enterrarte junto con ellos..., eso es lo que te digo. Te conozco bastante bien.

El no contestó a esto por no saber qué decir. La ma­dre se sentaba recogida en silencio, aferrando sus her­mosas manos blancas y sin anillo alguno los pomos de su sillón.

-No puedes hacerlo -dijo casi amargamente ella-. No tienes la fibra. Eres tan débil como un gato en reali­dad..., siempre lo fuiste. ¿Se va a quedar aquí esta joven?

-No -dijo Gerald-. Se va a su casa esta noche. -Más le valdría entonces coger la tartana. ¿Va lejos? -Sólo a Beldover.

-¡Ah!


La anciana nunca miraba a Gudrun, pero parecía re­parar en su presencia.

-Estás inclinado a cargarte en demasía, Gerald -dijo la madre, poniéndose con cierta dificultad en pie.

-¿Vas a irte, madre? -preguntó él educadamente.

-Sí, me subo otra vez -repuso.

Se volvió a Gudrun y dijo:

-Buenas noches.

Luego fue lentamente hacia la puerta, como si no tuviese costumbre de caminar. Al llegar al umbral le­vantó implícitamente el rostro para él. El la besó.

-Déjame aquí -dijo ella con su voz apenas audible-. No quiero que me sigas más.

El le dio las buenas noches, viéndola subir las escale­ras lentamente. Luego cerró la puerta y volvió a Gudrun.

Gudrun se levantó también para marcharse.

-Un ser raro, mi madre -dijo él.

-Sí -replicó Gudrun.

-Tiene sus propios pensamientos.

-Sí -dijo Gudrun.

Quedaron entonces silenciosos.

-¿Quieres irte? -preguntó él-. En medio minuto haré que preparen un caballo...

-No -dijo Gudrun-. Deseo caminar.

El había prometido caminar con ella la larga y soli­taria milla de distancia, y ella lo deseaba.

-Podríamos igualmente ir en coche -dijo él.

-Yo preferiría con mucho caminar -afirmó ella con énfasis.

-¡Vaya! Entonces iré contigo. ¿Sabes dónde están tus cosas? Me pondré botas.

Se caló una gorra y se puso un abrigo sobre el smo­king. Salieron a la noche.

-Encendamos un cigarrillo -dijo él deteniéndose en un ángulo protegido del porche-. Fúmate uno también.

Así, con el aroma del tabaco sobre el aire de la noche, comenzaron a caminar por la senda oscura que discurría entre setos muy recortados, cruzando prados ascenden­tes y descendentes.

El deseaba poner su brazo alrededor de ella. Si pudie­se poner su brazo alrededor de ella y atraerla contra él mientras caminaban, se equilibraría. Porque ahora se sentía como uno de los platillos de una balanza, que se hundía y hundía en un vacío indefinido. Tenía que recu­perar alguna especie de equilibrio. Y allí estaba la espe­ranza y la recuperación perfecta.

Ciego para ella, pensando sólo en sí mismo, deslizó suavemente su brazo alrededor de la cintura de Gudrun y la atrajo hacia él. El corazón de ella desfalleció cuando se sintió tomada. Pero el brazo de él era tan fuerte que se acobardó bajo su poderosa presa. Murió una pequeña muerte y fue arrastrada contra él mientras caminaban por la tormentosa oscuridad. El parecía equilibrarla a la perfección oponiéndola a sí mismo en su movimiento dual de caminar. De ese modo, repentinamente, era libre y perfecto, fuerte, heroico.

Se acercó la mano a la boca y tiró el cigarrillo, punto de resplandor en el invisible seto. Entonces quedó más libre para sujetarla.

-Así es mejor -dijo exultante.

El júbilo de su voz era como una droga dulzona y venenosa para ella. ¡Significaba entonces tanto para él! Ella sorbió el veneno.

-¿Te encuentras más feliz? -preguntó con remordi­miento.

-Mucho mejor -dijo él con la misma voz exultante-, y me habría ido bien lejos.

Ella se cobijó contra él. El la sintió toda suave y cáli­da, era la sustancia rica y encantadora de su ser. La calidez y el movimiento de los pasos de Gudrun le pe­netraban maravillosamente.

-Me alegra tanto poder ayudarte -dijo ella.

-Sí -repuso él-. Nadie más podría salvo tú.

«Eso es cierto», se dijo ella con un escalofrío de júbilo extraño, fatal.

Mientras caminaban, él parecía levantarla y acercarla más y más, hasta que se vio movida sobre el firme vehículo del cuerpo de él. Era tan fuerte, tan sustentante, y no podía ser contradicho. Ella se dejó ir en una maravi­llosa interfusión de movimiento físico mientras bajaban la colina oscura y ventosa. A lo lejos brillaban las luces amarillas, de Beldover, muchas, diseminadas en una fran­ja ancha sobre otra colina oscura. Pero ella y él estaban caminando en una oscuridad perfecta, aislada, fuera del mundo.

-¡Cuánto te importo! -llegó la voz de ella casi que­jumbrosa-. No sé, ¡no entiendo!

¡Cuánto!


Su voz resonaba con un júbilo doloroso.

-Yo tampoco lo sé..., pero es todo.

Quedó atónito ante su propia declaración. Era verdad. Se desnudó por eso de toda cautela admitiéndolo ante ella. Ella le importaba totalmente..., ella era todo. -Pero no puedo creerlo -dijo ella con voz baja, asombrada, temblando.

Estaba temblando con duda y júbilo. Eso era lo que deseaba oír, sólo eso. Pero ahora que lo escuchaba, oía la extraña vibración de la verdad en su voz mientras lo decía y no podía creerlo. No podía creer..., no creía. Pero creía, triunfantemente, con júbilo fatal.

-¿Por qué no? -dijo-. ¿Por qué no lo crees? Es verdad. Es tan verdad como que estamos aquí en este momento... -quedó inmóvil con ella en el viento-; nada me importa sobre la tierra o en el cielo fuera de este lugar donde nos encontramos. Y no me importa mi pro­pia presencia, eres tú completamente. Vendería cien ve­ces mi alma..., pero no podría soportar dejar de tener­te aquí. No podría soportar estar solo. Mi cerebro esta­llaría. Es verdad.

Con un movimiento definido hizo que ella se acercase más a él.

-No -murmuró ella, temerosa.

Pero esto era lo que deseaba. ¿Por qué perdía coraje entonces?

Reanudaron su extraño paseo. Se eran tan extraños... y, con todo, estaban tan asustadora, impensablemente cerca. Era como una locura. Pero era lo que ella deseaba, era lo que ella deseaba. Habían bajado la colina y llega­ban ahora al arco cuadrado donde la carretera pasaba por debajo del ferrocarril minero. Gudrun sabía que el arco tenía muros de piedra cuadrada, musgosa por el lado donde escurría el agua y seca por el otro. Ella había estado debajo oyendo rugir al tren mientras pasaba tro­nando sobre las gruesas vigas de madera. Y sabía que bajo este puente oscuro y solitario los mineros jóvenes pasaban el tiempo lluvioso en la oscuridad con sus no­vias. Por eso deseaba estar bajo el puente con su novio y ser besada bajo el puente en la oscuridad invisible. Sus pasos se arrastraron al aproximarse.

Así, se detuvieron bajo el puente y él la levantó sobre su pecho. Su cuerpo vibraba fuerte y poderoso mientras se cerraba sobre ella aplastándola, dejándola sin aliento, aturdida y destruida. Ah, era terrible y perfecto. Bajo ese puente los mineros apretaban contra su pecho a sus amantes. ¡Y ahora, bajo el puente, el señor de todos ellos la apretaba contra sí! ¡Y cuanto más poderoso y terrible era su abrazo, cuanto más concentrado y supremo era su amor que el de ellos! Ella sintió que se desvanecería, que moriría bajo la tensión vibrante, inhumana, de sus brazos y su cuerpo..., que desaparecería. Entonces la vi­bración impensamente alta se aflojó y pasó a ser más on­dulante. El aflojó, arrastrándola consigo hasta quedar con la espalda apoyada sobre el muro.

Ella estaba casi inconsciente. Así se quedaban los mi­neros, con la espalda apoyada en el muro, sujetando a sus novias y besándolas como estaban besándola ahora a ella. Ah, ¿pero serían sus besos bellos y poderosos como los del señor de firme boca? Incluso el bigote agudo, ralo..., los mineros no lo tendrían.

Y las novias de los mineros, como ella, dejarían col­gar sus fláccidas cabezas sobre los hombros de ellos, mi­rando desde el oscuro pasaje hacia la franja próxima de luces amarillas sobre la colina invisible en la distancia o contemplando por el otro lado la forma vaga de los árbo­les y los edificios de la leñera de la mina.

Los brazos de él fueron rápidos sobre ella; parecía estar recogiéndola e introduciéndose su calidez, su sua­vidad, su peso adorable, bebiendo ávidamente el derrame de su ser físico. La levantó y pareció servírsela como se sirve el vino en una taza.

-Esto vale por todo -dijo él con una voz extraña, penetrante.

Con lo cual ella se relajó y pareció fundirse, fluir dentro de él como si fuese un derrame infinitamente cáli­do y precioso penetrando en sus venas, semejante a un tóxico. Los brazos de ellas rodeaban su cuello, él la besa­ba y la mantenía perfectamente suspendida; ella estaba floja y fluyendo dentro de él, y él era la taza firme, fuer­te, que recibía el vino de su vida. Así permaneció echada sobre él, varada, levantada contra él, derritiéndose y de­rritiéndose bajo sus besos, derritiéndose en los miembros y los huesos de él, como si él fuese hierro dulce que se fuese sobrecargando con la vida eléctrica de ella.

La mente de Gudrun progresó gradualmente hasta que pareció desmayarse y desapareció; todo en ella esta­ba derretido y fluido mientras permanecía inmóvil, con­tenida por él, durmiendo en él, como el relámpago duer­me en una piedra dura, suave. Así desapareció ella en él, y él quedó perfecto.

Cuando abrió los ojos de nuevo y vio la franja de lu­ces en la distancia, le pareció extraño que el mundo si­guiese existiendo, que ella estuviese bajo el puente apo­yando la cabeza sobre el pecho de Gerald. Gerald..., ¿quién era? Era la aventura exquisita, el deseable des­conocido para ella.

Miró y vio en la oscuridad su rostro sobre el de ella, su rostro anguloso y viril. Parecía emitir una débil luz blanca, un aura blanca, como si fuese un visitante llega­do de lo invisible. Ella se acercó -como Eva a las man­zanas del árbol del conocimiento- y le besó, aunque su pasión fuese un miedo trascendente a la cosa que él era, tocándole el rostro con sus dedos infinitamente delica­dos, que se acercaban rodeando, inquiriendo. Sus dedos fueron hacia el molde del rostro de él, sobre sus rasgos. ¡Qué perfecto y ajeno era él..., ah, qué peligroso! El alma de ella se estremeció de conocimiento completo. Esa era la manzana brillante, prohibida, ese rostro de un hombre. Ella le besó poniéndole los dedos sobre el ros­tro, sobre los ojos, la nariz, las cejas y las orejas, sobre su cuello, para conocerle, para reunirle mediante el tacto. El era tan firme y bien formado, con esa belleza incon­cebible, tan satisfactoria, extraña aunque indescriptible­mente clara. Era un enemigo indescriptible, centelleante de misterioso fuego blanco. Ella deseaba tocarle, y tocar­le, y tocarle, hasta tenerle todo entero en sus manos, hasta que le hubiese forzado a entrar en el conocimiento de ella. Ah, si ella pudiese tener el precioso conocimiento de él quedaría llena, y nada podría privarla de eso. Por­que él era tan poco seguro, tan arriesgado en el mundo común del día.

-Eres tan bello -murmuró ella en su garganta.

El se sorprendió y quedó suspendido. Pero ella le notó temblar y se pegó involuntariamente más a él. El no po­día evitarlo. Los dedos de ella hacían que estuviese bajo su poder. El deseo insondable, que podía evocar en él era más profundo que la muerte, donde no tenía elec­ción.

Pero ella lo sabía ahora y bastaba. Por el momento, su alma estaba destruida con una conmoción exquisita del invisible rayo fluido de él. Ella sabía. Y ese conoci­miento era la muerte de la cual necesitaba recobrarse. ¿Cuánto más de él quedaba por saber? Ah, mucho, mu­cho; muchos días cosechando sus manos grandes, pero perfectamente sutiles e inteligentes, sobre el campo de su cuerpo viviente, radiactivo. Ah, las manos de ella eran ávidas, codiciosas de conocimiento. Pero por el momento bastaba, bastaba; era todo cuanto su alma podía sopor­tar. Un poco más y se rompería, llenaría demasiado rá­pidamente el fino vial de su alma y se rompería. Bastaba ahora..., bastaba por el momento. Había todos los otros días en que sus manos, como pájaros, podrían picotear

sobre los campos de su mística forma plástica..., bastaba hasta entonces.

E incluso él quedó contento de verse detenido, recha­zado. Porque desear es mejor que poseer, la radicalidad del fin era tan profundamente temida como deseada.

Caminaron hacia la ciudad, donde las lámparas se dis­ponían en fila india, a largos intervalos, siguiendo la os­cura carretera del valle. Acabaron llegando a la esquina de la calle.

-No me sigas -dijo ella.

-¿Preferirías que no lo hiciese? -preguntó él ali­viado.

No deseaba caminar por la calle con ella, desnuda e iluminada su alma como entonces estaba.

-Lo preferiría con mucho..., buenas noches -le ten­dió la mano.

El la cogió y luego tocó los dedos peligrosos, potentes, con sus labios.

-Buenas noches -dijo él-. Mañana.

Y se separaron. El se fue a su casa lleno de la fuerza y el poder del deseo vivo.

Pero al día siguiente ella no vino, envió una nota diciendo que un catarro le obligaba a quedarse en su casa. ¡Eso fue un tormento! Pero él poseía su alma con una especie de paciencia; escribió una breve respuesta contándole lo apenado que se encontraba por no verla.

Al día siguiente se quedó en casa..., parecía tan trivial ir a la oficina. Su padre no sobreviviría a esa semana. Y él deseaba estar en casa, en suspenso.

Gerald se sentaba en una silla junto a la ventana en el cuarto de su padre. El paisaje exterior era negro y estaba empapado de invierno. Su padre yacía gris y ceniciento sobre la cama. Una enfermera se movía silenciosamente con su traje blanco, limpio y elegante, incluso hermoso. Había un aroma a agua de colonia en el cuarto. La enfer­mera salió y Gerald quedó solo con la muerte, con el ros­tro vuelto hacia el paisaje negro de invierno.

-¿Queda todavía mucha más agua en Denley? -llegó la voz débil, resuelta, quejumbrosa, desde la cama.

El moribundo estaba preguntando sobre una filtra­ción desde Willey Water a uno de los pozos.

-Algo más..., tendremos que desaguar el lago -dijo Gerald.

-¿Querrás hacerlo? -la débil voz se filtró hasta la extinción.

Hubo una quietud muerta. El enfermo de rostro gris yacía con los ojos cerrados, más muerto que la muerte. Gerald miró hacia otra parte. Sintió que su corazón se secaba, que perecería si esto continuaba mucho más tiempo. De repente escuchó un ruido extraño. Al volverse vio los ojos de su padre abiertos de par en par, desorbi­tados y moviéndose en un frenesí de lucha inhumana. Gerald se puso en pie de un salto y quedó transfigurado de horror.

-¡Uua-a-ah-h-h! -brotó el aullido horrible y ahogado desde la garganta de su padre; los ojos aterrados, frené­ticos, girando terriblemente en su salvaje y estéril bús­queda de ayuda, pasaron ciegos sobre Gerald, luego llegó la sangre oscura bombeando en un vómito sobre el rostro del agonizante. El cuerpo tenso se relajó, la cabeza cayó a un lado, fuera de la almohada.

Gerald permaneció transfigurado, resonando su alma de horror. Quería moverse pero no podía. Era incapaz de mover sus miembros. Su cerebro parecía repetir el eco, como un pulso.

Entró suavemente la enfermera de blanco. Miró a Gerald y luego a la cama.

-¡Ah! -sonó su exclamación' suave, casi sollozante, mientras se apresuraba a llegar al hombre muerto-. ¡Ah-h! -fue el leve ruido de su agitada aflicción mien­tras permanecía inclinada sobre la cama.

Entonces se recobró, se dio la vuelta y vino a buscar toalla y esponja. Estaba limpiando cuidadosamente el rostro muerto y murmurando, casi sollozando, muy sua­vemente:

-¡Pobre señor Crich!... ¡Pobre señor Crich!... ¡Oh, pobre señor Crich!

-¿Ha muerto? -sonó con estrépito la voz áspera de Gerald.

-Oh, sí, se ha ido -repuso la voz suave y gemebunda de la enfermera mientras miraba el rostro de Gerald.

Era joven, bella y temblorosa. Una extraña especie de sonrisa cruzó el rostro de Gerald sobre el horror. Y salió del cuarto.

Iba a decírselo a su madre. En el rellano encontró a' su hermano Basil.

-Se ha ido, Basil -dijo, apenas capaz de someter su propia voz, de impedir que un júbilo inconsciente y asus­tador se filtrase.

-¿Qué? -exclamó Basil palideciendo.

Gerald asintió. Entonces fue al cuarto de su madre. Ella estaba sentada con su bata púrpura cosiendo, cosiendo muy lentamente, dando una puntada y luego otra. Miró hacia Gerald con sus ojos azules impávidos.

-Padre se ha ido -dijo él.

-¿Está muerto? ¿Quién lo dice?

-Oh, se sabe, madre, solamente con verle.

Ella apartó la costura y se incorporó lentamente.

-¿Vas a verle? -preguntó él.

-Sí -dijo ella.

Los niños ya estaban junto a la cama en un grupo sollozante.

-¡Oh, madre! -exclamaron las hijas casi histéricas, llorando en voz alta.

Pero la madre fue hacia adelante. El muerto yacía en reposo, como gentilmente dormido, tan gentil y pacífico como un joven durmiendo en la pureza. Estaba todavía caliente. Ella se le quedó mirando con un silencio tene­broso y denso durante algún tiempo.

-¡Ay! -acabó diciendo con amargura, hablando como a los testigos invisibles del aire-. Estás muerto -quedó en silencio algunos minutos, mirando hacia abajo-. Her­moso -afirmó-, hermoso, como si la vida no te hubiese tocado jamás. ., como si jamás te hubiese tocado. Espero de Dios que yo tenga un aspecto distinto. Espero parecer mis años cuando esté muerta. Hermoso, hermoso -can­turreó sobre él-. Podéis verle en su adolescencia, con su primera barba sobre el rostro. Un alma hermosa, her­mosa...

Hubo entonces un desgarramiento en su voz cuando gritó:

-¡Que ninguno de vosotros se le parezca cuando muera! Que no vuelva a suceder.

Era una orden extraña y salvaje proveniente de lo desconocido. Sus hijos se agruparon inconscientemente en un conjunto más denso ante el terrible imperativo de su voz. Sus mejillas estaban arrebatadas de color, la anciana parecía terrible y maravillosa.

-Culpadme, culpadme si queréis porque él yazca allí como un adolescente, con su primera barba sobre el ros­tro. Culpadme si queréis. Pero ninguno de vosotros sabe.

Quedó silenciosa en silencio intenso. Entonces brotó una voz baja, tensa:

-Si pensara que los hijos que parí tendrían ese ros- tro en la muerte, los estrangularía mientras eran cría turas, sí...

-No, madre -llegó la voz extraña, como de clarín de Gerald desde el fondo-, somos diferentes, no te culpamos.

Ella se giró y le miró de lleno a los ojos. Luego le. vantó sus manos en un extraño medio gesto de loca de- - sesperación.

-¡Rezad! -dijo con fuerza-. Rezad a Dios por voso­tros mismos, porque ya no hay ayuda para vosotros que venga de vuestros padres.

-¡Oh, madre! -exclamaron salvajemente sus hijas.

Pero ella ya se había dado la vuelta y desaparecido, y todos ellos se fueron rápidamente lejos los unos de los otros.

Cuando Gudrun supo que el señor Crich estaba muer­to se reconvino. Había permanecido lejos a fin de que Gerald no la considerase demasiado fácil de conquistar. Y ahora él estaba en el corazón del trastorno mientras ella se encontraba fría.

Al día siguiente fue como de costumbre a ver a Winifred, que se alegró de verla y de irse al estudio. La muchacha había llorado y luego, demasiado asustada, se había girado para evitar cualquier otra eventualidad trá­gica más. Ella y Gudrun reanudaron el trabajo como de costumbre en el aislamiento del estudio, .y esto parecía una felicidad inconmensurable. Un mundo puro de liber­tad tras el despropósito y la miseria de la casa. Gudrun se quedó hasta la noche. Ella y Winifred hicieron que les trajeran la cena al estudio, donde comieron en liber­tad, lejos de todas las gentes de la casa.

Gerald llegó después de la cena. El gran estudio estaba lleno de sombra y con un aroma a café. Gudrun y Winifred tenían una mesita cerca del fuego, en uno de los extremos, con una lámpara blanca de luz concentrada. Eran un mundo minúsculo para sí mismas las dos mu­chachas rodeadas por sombras encantadoras, ensombre­cidas las vigas y traviesas del techo, los bancos e imple­mentos del estudio.


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