Mujeres enamoradas



Yüklə 1,84 Mb.
səhifə32/42
tarix29.10.2017
ölçüsü1,84 Mb.
#19792
1   ...   28   29   30   31   32   33   34   35   ...   42

-Esto está muy acogedor -dijo Gerald acercándose.

Había una chimenea de ladrillos llena de fuego, una vieja alfombra turca azul, la pequeña mesita de roble con la lámpara, el mantel blanco y azul, el postre y Gudrun haciendo café en una vieja cafetera de cobre mientras Winifred calentaba un poco de leche en un minúsculo cazo.

-¿Has tomado café? -dijo Gudrun.

-Sí, pero tomaré algo más con vosotras -repuso.

-Entonces tendrás que tomarlo en un vaso..., solo hay dos tazas -dijo Winifred.

-Me da lo mismo -dijo él cogiendo una silla y acer­cándose al círculo encantado de las dos muchachas.

¡Qué felices eran, qué acogedor y agradable era es­tar con ellas, en un mundo de altivas sombras! El mundo exterior, donde había estado tratando negocios funera­rios todo el día, quedo completamente borrado. En un instante respiro esplendor y magia.

Tenían todas sus cosas muy primorosamente; dos ta­citas raras y encantadoras, escarlata y con el borde de oro solido, y una pequeña jarrita negra con lunares escarlata, y la curiosa cafetera, cuya llama votiva fluía de modo continuo, casi invisible. Se creaba el efecto de una riqueza más bien siniestra, hacia la cual escapo al punto Gerald.

Todos ellos estaban sentados y Gudrun sirvió cuida­dosamente el café.

-¿Tomarás leche? -pregunto tranquila, aunque acer­case nerviosamente la pequeña jarrita negra con los grandes lunares rojos.

Estaba siempre tan completamente controlada, aun­que tan amargamente nerviosa.

-No, lo tomaré sin leche -contesto él.

Entonces, con una curiosa humildad, ella le entregó la tacita de café, quedándose con el inconveniente vaso. Parecía desear servirle.

-Dame el vaso..., es tan basto para ti -dijo él.

Prefería con mucho tenerlo él y verla a ella primoro­samente servida. Pero ella estaba silenciosa, complacida con la oscuridad, con su autodegradacion.

-Estáis bastante en ménage -dijo él.

-Sí. No estamos realmente en casa para visitantes -dijo Winifred.

-¿No? ¿Soy entonces un intruso?

Porque había sentido una vez que su traje conven­cional se encontraba fuera de lugar, que era un desplazado.

Gudrun estaba muy silenciosa. No se sentía arrastra­da a hablarle. En este estadio el silencio era lo mejor... o meras palabras leves. Era mejor apartar las cosas serias. Por lo cual hablaron jovial y superficialmente hasta que oyeron al hombre traer el caballo abajo y retenerle con un «soo» en la tartana que iba a llevar a Gudrun a su casa. Se puso sus cosas y le dio la mano a Gerald, sin toparse en ningún momento sus ojos con los de él. Y desapareció.

El funeral fue detestable. Después, ante la mesa de té, las hijas seguían diciendo:

-Fue un buen padre para nosotras..., el mejor padre del mundo.

O bien:

-No encontraremos fácilmente otro hombre tan bue­no como padre.



Gerald asentía a todo esto. Era la actitud convencio­nal correcta, y él creía en las convenciones para tratar con el mundo. Lo daba por supuesto. Pero Winifred odia­ba todo y se escondía en el estudio a llorar de corazón, deseando que Gudrun viniese.

Por suerte, todos se estaban yendo. Los Crich nunca se quedaban mucho en casa. Para la hora de cenar, Gerald se encontró prácticamente solo. Incluso Winifred fue llevada a Londres para pasar unos pocos días con su hermana Laura.

Pero cuando Gerald quedo completamente solo no pudo soportarlo. Paso un día y otro. Y estaba todo el tiempo como un hombre encadenado al borde de un abismo. Luchase como luchase no podía volverse hacia la tierra sólida, no podía encontrar asidero. Estaba suspen­dido sobre el borde de un vacío, retorciéndose. El abismo ocupaba todo su pensamiento..., fuese que estuviera con amigos o extraños, trabajando o jugando; todo cuanto aparecía ante él era sólo el mismo vacío sin fondo donde su corazón perecía en un movimiento pendular. No había escapatoria, no había nada a lo cual aferrarse. Debía retorcerse sobre el borde de la cima, suspendido en ca­denas de invisible vida física.

Al principio quedó silencioso, inmóvil, esperando que la agudísima crisis pasase, esperando encontrarse libera­do en el mundo de los vivientes tras ese exceso de dolor. Pero no sucedió y fue sobrecogido por lo que temía.

Cuando se acercaba la noche del tercer día su corazón retumbó con miedo. No podía soportar otra noche. Esta­ba llegando otra noche, otra noche más se encontraría suspendido en la cadena de vida física sobre el abismo insondable de nada. Y no podía soportarlo. No podía soportarlo., Estaba profundamente asustado, fríamente, en su alma. Ya no creía en su propia fuerza. No podía caer en ese vacío infinito y brotar de nuevo. Si caía, desaparecería para siempre. Debía retirarse, debía buscar refuerzos. Ya no creía en su propio ser singular más allá de esto.

Tras cenar, enfrentado a la experiencia última de su propia nada, giró hacia otro lado. Se puso sus botas y el abrigo y se lanzó a pasear en la noche.

Era una noche oscura y neblinosa. Cruzó el bosque, tropezando y encontrando a tientas el camino hacia el molino. Birkin estaba fuera. Bien..., eso medio le ale­graba. Subió por la colina y tropezó ciegamente en las abruptas laderas, perdiendo el sendero en la oscuridad completa. Era aburrido. ¿Dónde iba? Daba igual. Tropezó y siguió tropezando hasta desembocar de nuevo en un sendero. Entonces cruzó otro bosque. Su mente se oscu­reció, continuaba automáticamente. Sin pensamiento o sensación tropezaba irregularmente ya de nuevo en cam­po abierto, tanteando en busca de portillas con escalones, perdiendo el sendero y siguiendo los setos de los campos hasta llegar a la desembocadura.

Y llegó al fin a la carretera. Le había distraído luchar ciegamente a través de la maraña de oscuridad. Pero ahora tenía que tomar una dirección. Y ni siquiera sabía dónde estaba. Pero debía tomar una dirección ahora. Y nada se resolvería andando simplemente, alejándose. Necesitaba tomar una decisión.

Quedó quieto sobre la carretera en la noche radical­mente oscura y no sabía dónde estaba. Era una sensación extraña su corazón latiendo, circundado por la oscuridad radicalmente desconocida. Así permaneció algún tiempo.

Entonces oyó pasos y vio una pequeña luz que se balanceaba. Fue inmediatamente hacia allí. Era un mi­nero.

-¿Puede decirme -dijo- dónde va esta carretera?

-¿Carretera? Ah, va a Whatmore.

-¿Whatmore? Oh, gracias, es cierto. Pensé que estaba equivocado. Buenas noches.

-Buenas noches -repuso la voz ancha del minero.

Gerald sospechaba dónde estaba. Lo sabría desde lue­go cuando llegase a Whatmore. Le gustaba estar en una carretera. Caminaba hacia adelante como en un sueño de decisión:

¿Eso era Aldea Whatmore...? Sí, King's Head..., y allí las puertas del vestíbulo. Bajó la empinada colina co­rriendo. Serpenteando a través del hueco cruzó la escuela y llegó a la iglesia de Willey Green. ¡El cementerio! Se detuvo.

Un momento después había trepado el muro y se pa­seaba entre las tumbas. Incluso con la oscuridad reinante podía ver la palidez apilada de viejas flores blancas a sus pies. Esa era la tumba entonces. Se agachó. Las flores estaban frías y viscosas. Había un aroma húmedo de crisantemos y nardos amortiguado. Palpó la arcilla de debajo y la tierra se hundió, horriblemente fría y pe gajosa. Se incorporó asqueado.

. Aquí estaba entonces un centro, en la oscuridad com­pleta ante la tumba invisible, húmeda. Pero no. había nada para él allí. No, no había ninguna razón para que él estuviese allí. Sentía como si algo de la arcilla se pegase frío y sucio sobre su corazón. No, bastaba ya de esto.

-¿Dónde entonces? ¿A casa? ¡Jamás! No servía ir allí. Era menos que inútil. No podía hacerse. Había algún otro sitio donde ir. ¿Dónde?

Una decisión peligrosa se formó en su corazón como una idea fija. Estaba Gudrun..., se encontraría a salvo en su casa. Pero él podía llegar a ella..., llegaría. No se iría de vuelta esa noche hasta haber llegado a ella, aun­que le costase la vida. Se apostó entero a ese golpe de dados.

Comenzó a caminar derecho, cruzando los campos hacia Beldover. Estaba tan oscuro que nadie habría po­dido verle. Sus pies estaban húmedos y fríos, pesados de arcilla. Pero continuó persistentemente, semejante a un viento, perpendicular y como impulsado por su desti­no. Había grandes lagunas en su conciencia. Era cons­ciente de que se encontraba en el poblado de Winthorpe, pero no sabía del todo cómo había llegado allí. Y enton­ces, como en un sueño, se encontró en la calle larga de Beldover, con sus farolas.

Hubo un ruido de voces, una puerta cerrándose con un portazo y el sonido de hombres hablando en la noche. El «Lord Nelson» acababa de cerrar, y los bebedores se estaban yendo a su casa. Podría preguntar a uno de ellos dónde vivía Gudrun..., porque no conocía para nada las calles laterales.

-¿Puede decirme dónde queda Somerset Drive? -preguntó a uno de los borrachos.

-¿Dónde qué? -replicó la voz jocosa del minero.

-Somerset Drive.

-¡Somerset Drive!... Me suena, pero no podría decir dónde está. ¿A quién busca?

-Al señor Brangwen... William Brangwen.

-¿William Brangwen?

-Que enseña en la escuela de Willey Green..., su hija es profesora allí también.

-¡O-o-ooh, Brangwen! Ahora le tengo. Naturalmente ¡William Brangwen! Sí, tiene dos chicas como profesoras además de él. ¡Es él..., es él! Pues desde luego sé donde vive, ¡a fe mía! Oiga, ¿cómo se llama el sitio?

-Somerset Drive -repitió pacientemente Gerald.

Conocía bastante bien a sus propios mineros.

-¡Seguro que es Somerset Drive! -dijo el minero haciendo girar el brazo como si cazase algo-. ¡Somerset Drive! A fe mía que me era imposible recordar... Sí, co­nozco el sitio, seguro...

Giró con poco equilibrio sobre sus pies y apuntó hacia el camino oscuro y casi desierto.

-Sube por ahí arriba... y toma la primera... y luego gira por la primera a la izquierda... de ese lado..., pasan­do la tienda de Withamses...

-La conozco -dijo Gerald.

-Baja un poco, pasando donde vive el hombre del agua..., y luego Somerset Drive, como le llaman, sale a mano izquierda..., y ahora sólo hay tres casas allí, no más de tres me parece..., y estoy casi seguro de que la suya es la última..., la última de las tres...

-Muchas gracias -dijo Gerald-. Buenas noches.

Y partió dejando al hombre achispado que echase raíces allí.

Gerald pasó las tiendas y casas oscuras, la mayoría de las cuales ahora dormían, y torció hacia el pequeño camino sin salida que terminaba en un campo de oscu­ridad. Se detuvo al acercarse a su meta, sin saber cómo iba a proceder. ¿Qué pasaría si la casa estaba envuelta en oscuridad?

Pero no lo estaba. Vio una gran ventana iluminada y oyó voces. Luego sonó un portón. Sus rápidos oídos cap­taron el sonido de la voz de Birkin, sus ojos agudos lograron distinguir a Birkin con Ursula, que llevaba un vestido pálido y permanecía en los escalones del jardín. Entonces Ursula bajó y llegó al camino del brazo de Birkin.

Gerald se escondió en la oscuridad y ellos pasaron ante él sin verle, hablando felices; Birkin, en voz baja, y Ursula, con la suya, alta y nítida. Gerald se dirigió rápidamente hacia la casa.

Las persianas estaban corridas ante la gran ventana iluminada del comedor. Mirando el sendero lateral pudo ver que la puerta había quedado abierta, permitiendo que pasase un filete de luz coloreada proviniente de la lámpara del vestíbulo. Recorrió rápida y silenciosamente el sendero y espió el vestíbulo. Había cuadros en los mu­ros y la cuerna de un antílope... Las escaleras subían a un lado..., y justamente junto al pie de las escaleras se encontraba la puerta entreabierta del comedor.

Con el corazón resuelto, Gerald pisó el vestíbulo, cuyo suelo era de baldosa coloreada; fue rápidamente y espió el cuarto grande y cómodo. El padre estaba sentado -dormido- en una silla junto al fuego, inclinada hacia atrás su cabeza contra la gran repisa de roble de la chi­menea; su rostro rubicundo en escorzo, abiertas las ale­tas nasales y algo caída la boca. Se despertaría con el más leve de los ruidos.

Gerald quedó en suspenso un segundo. Miró por el pa­sillo que había detrás. Estaba completamente oscuro. De nuevo quedó en suspenso. Luego subió rápidamente las escaleras. Sus sentidos estaban tan afinados, casi so­brenaturalmente agudos, que pareció lanzar su propia vo­luntad sobre la casa medio inconsciente.

Llegó al primer piso. Quedó allí sin respirar apenas. Correspondiendo con la puerta de abajo había allí tam­bién una puerta. Ese sería el cuarto de la madre. Podía escucharla moviéndose a la luz de las velas. Esperaba sin duda que subiese el marido. Miró el oscuro pasillo.

Entonces, silenciosamente, con pies infinitamente cui­dadosos, , recorrió el pasillo tocando la pared con las yemas de sus dedos. Abrió una puerta. Se detuvo y escuchó. Pudo oír la respiración de dos personas. No era allí. Siguió de puntillas hacia adelante. Había otra puerta, levemente abierta. El cuarto estaba oscuro, vacío. Entonces se encontró con el cuarto de baño, pudo oler el jabón y el calor. Y al final, otro dormitorio..., una respiración suave. Era ella.

Con un cuidado casi mágico giró el picaporte y abrió una pulgada la puerta. Crujió levemente. Luego la abrió otra pulgada... y luego otra. Su corazón no latía, él pare­cía crear un silencio a su alrededor, un olvido.

Estaba en el cuarto. Pero el durmiente seguía respi­rando suavemente. Estaba muy oscuro. Fue abriéndose paso a tientas, pulgada a pulgada, tocando con los pies y las manos. Tocó la cama, pudo escuchar al durmiente.

Se acercó más, inclinándose tomó si sus ojos pudie­sen revelar a la persona que estaba allí. Y entonces, muy cerca de su rostro, para su miedo, vio la cabeza redonda y oscura de un muchacho.

Se incorporó, dio la vuelta, miró la puerta distante revelada una débil luz. Y se retiró ágilmente, cerró la puerta de modo incompleto y cruzó rápidamente el pasi­

llo. Se detuvo al comienzo de las escaleras. Tenía tiempo todavía para escapar.

Pero era impensable. Mantendría su voluntad. Pasó ante la puerta del dormitorio de los padres como una sombra y empezó a trepar el segundo tramo de peldaños. Crujían bajo su peso..., era exasperante. ¡Ah, qué desas­tre si se abría la puerta de la madre, justamente debajo de él, y ella le veía! Así sucedería necesariamente. Pero conservó el control.

No había terminado de subir cuando oyó abajo un ruido rápido de pasos, cerrarse la puerta de la calle, la voz de Ursula y la somnolienta exclamación del padre. Se encaramó rápidamente hasta el rellano superior.

De nuevo había una puerta distante, un cuarto estaba vacío. Tanteando su camino con las yemas de los dedos, viajando rápidamente como un ciego, temeroso de que Ursula subiese las escaleras, encontró otra puerta. Allí, con sus sentidos preternaturalmente finos en estado de alerta, escuchó. Oyó a alguien que se movía en la cama. Tenía que ser ella.

Suavemente ahora, como alguien que sólo tiene un sentido, el táctil, movió el picaporte. Hizo un clic. El se mantuvo inmóvil. Las ropas de la cama hicieron el ruido de moverse. El corazón de él no latió. Luego movió de nuevo el picaporte y abrió muy suavemente la puerta. Hizo un ruido pegajoso al ceder.

-¿Ursula? -dijo la voz asustada de Gudrun.

El abrió rápidamente la puerta y la cerró tras él.

-¿Eres tú, Ursula? -se oyó la voz asustada de Gudrun.

El escuchó cómo se sentaba en la cama. Un momento más y gritaría.

-No, soy yo -dijo él abriéndose camino con el tacto hacia ella-. Soy yo, Gerald.

Ella se sentaba inmóvil en la cama, absolutamente atónita. Estaba demasiado estupefacta, demasiado toma­da por sorpresa para tener siquiera miedo.

-¡Gerald! -repitió como un eco, en vacío asombro.

El había encontrado el camino hacia la cama, y su mano extendida tocó ciegamente su seno cálido. Ella se retiró.

-Déjame encender la luz -dijo ella saltando.

El quedó perfectamente inmóvil. Oyó cómo tocaba la caja de cerillas, oyó sus dedos en movimiento. Luego la vio a la luz de una cerilla, que ella acercó a la vela. Brotó la luz en el cuarto, luego se redujo a una pequeña. clari­dad al contraerse la llama de la vela y por último au­mentó nuevamente. El quedaba al otro lado de la cama y ella le miró. Tenía la gorra bien calada, su abrigo negro estaba abrochado casi hasta la barbilla. Su rostro era extraño y luminoso. Era inevitable como un ser sobre­natural. Ella lo supo al verle. Sabía que había algo fatal en la situación y debía aceptarlo. Pero al mismo tiempo debía desafiarle.

-¿Cómo subiste? -preguntó.

-Por las escaleras..., la puerta estaba abierta. Ella le miró.

-Tampoco he cerrado esta puerta -dijo él.

Ella caminó ágilmente cruzando el cuarto y cerró con suavidad su puerta, pasando luego el cerrojo. Después volvió.

Ella estaba maravillosa, con ojos atónitos y mejillas arrebatadas, cayéndole su mata de pelo más bien corto y espeso por la espalda, colgándole hasta los pies su camisón blanco, largo y hermoso.

Ella vio que sus botas estaban todas llenas de barro, que incluso sus pantalones estaban manchados de arcilla. Y se preguntó si habría dejado huellas por toda la escale­ra. Era una figura muy extraña en su dormitorio junto a la cama deshecha.

-¿Por qué has venido? -preguntó casi quejumbrosa.

-Lo deseaba -repuso él.

Y esto ella podía verlo en su rostro. Era destino.

-Tienes tanto barro -dijo ella con desagrado pero gentilmente.

El se miró los pies.

-Estuve caminando en la oscuridad -repuso.

Pero se sentía vivamente alegre. Hubo una pausa. El estaba a un lado de la cama en desorden, ella al otro. El no se había quitado siquiera la boina.

-¿Y qué deseas de mí? -retó ella.

El miró hacia otra parte y no respondió. Si no hubiese sido por la extrema belleza y el atractivo místico de ese rostro nítido, extraño, ella le habría mandado salir. Pero su rostro era demasiado maravilloso y no descubierto para ella. La fascinaba con la fascinación de la belleza pura, lanzando un hechizo sobre ella, como nostalgia, un dolor.

-¿Qué deseas de mí? -repitió con una voz ajena.

El se quitó la gorra con un movimiento de liberación onírica y fue hacia ella. Pero no pudo tocarla porque estaba descalza, en camisón, y él estaba embarrado y calado. Sus ojos amplios, grandes e inquisitivos le con­templaron, haciéndole la pregunta definitiva.

-Vine... porque lo necesitaba -dijo él-. ¿Por qué lo preguntas?

Ella le miró con duda y asombro.

-Debo preguntar -dijo.

El sacudió levemente su cabeza.

-No hay respuesta -repuso con extraña ausencia.

Había alrededor de él un aura curiosa y casi divina de simplicidad y sencillez ingenua. El le recordaba una apa­rición, al joven Hermes.

-¿Pero por qué viniste a mí? -persistió.

-Porque... tiene que ser así. Si no existieses en el mundo entonces tampoco yo estaría en el mundo.

Ella quedó mirándole con ojos grandes, amplios, in­quisitivos, alcanzados. Los ojos de él miraban continua­mente los de ella, y él parecía fijado en una extraña firmeza sobrenatural. Ella suspiró. Estaba perdida aho­ra. No tenía elección.

-¿No vas a quitarte las botas? -dijo ella-. Deben estar mojadas.

El dejó caer la gorra sobre una silla, se desabrochó el abrigo levantando la barbilla para soltar los botones del cuello. Su pelo corto y agudo estaba despeinado. Era hermosamente rubio, como trigo. Se quitó el abrigo. Rá­pidamente se liberó de la chaqueta, soltó su corbata ne­gra y estaba desabrochando los botones de su pechera, cada uno de los cuales llevaba engastada una perla. Ella escuchó temerosa, esperando que nadie oiría el. crujido del hilo almidonado. Chasqueaba como tiros de pistola.

El había venido a reivindicar. Ella dejó que la suje­tase en sus brazos, que la apretase con fuerza contra él. El hallaba en ella un alivio infinito. Derramaba sobre ella toda su oscuridad reprimida y su muerte corrosiva, quedando de nuevo completo. Era asombroso, maravi­lloso, era un milagro.

Era el milagro siempre renovado de su vida, ante cuyo conocimiento él estaba perdido en un éxtasis de alivio y asombro. Y ella, sometida, le recibía como un bajel lleno con su posición amarga de muerte. Gudrun no tenía poder para resistir en esta crisis. La terrible violencia friccional de la muerte la llenaba, y ella la recibía en un éxtasis de sometimiento, en dolorosos es­pasmos de sensación aguda, violenta.

A medida que él fue acercándose a ella se hundió más profundamente en la suave calidez que la envolvía, un maravilloso calor creativo que penetraba en sus venas y le devolvía la vida. Se sintió disolviéndose y hundiéndose para su descanso en el baño de la fuerza viviente de ella. Parecía como si el corazón de Gudrun en su seno fuese un segundo sol inconquistable, en cuyo resplandor y fuerza creadora se hundía él más y más. Todas sus venas muertas y laceradas cicatrizaban suavemente a medida que entraba pulsando la vida, insinuándose invisiblemen­te dentro de él como si fuese el derramarse todopodero­so del sol. Su sangre, que parecía haberse retirado en la muerte, refluía de vuelta segura, hermosa, poderosa­mente.

El notó que sus miembros crecían y se hacían flexi­bles con la vida, que su cuerpo ganaba una fuerza des­conocida. Era un hombre de nuevo, fuerte y redondeado. Y era un niño tan calmado y restaurado, lleno de gra­titud.

Y ella, ella era el gran baño de vida, la adoraba. Era madre y sustancia de toda vida. Y él, niño y hombre, recibía de ella y se hacía de ese modo completo. Su cuerpo puro estaba casi muerto. Pero el humor milagroso y suave de su seno se derramaba sobre él, sobre su cere­bro seco y herido como una linfa curativa, como un flujo suave y balsámico de la vida misma, perfecto como si él estuviese bañándose de nuevo en el útero.

Su cerebro estaba herido, abrasado; el tejido estaba como destituido. El no se había dado cuenta de lo he­rido que estaba, de cómo el tejido de su cerebro estaba lesionado por la inundación corrosiva de muerte. Ahora, a medida que la linfa sanante del humor de Gudrun fluía

a través de él, supo cuán destruido estaba, como una planta cuyo tejido estalla desde dentro por una helada.

Escondía su cabeza pequeña y dura entre los senos de ella y apretaba esos senos contra él con sus manos. Y ella apretaba contra sí con manos temblorosas su cabe­za mientras él yacía traspuesto y ella plenamente cons­ciente. El encantador calor creativo fluía a través de él como un sueño de fecundidad dentro del útero. Ah, si ella, sencillamente, le garantizase el flujo de ese humor viviente, él quedaría restaurado, sería completo de nue­vo. El temía que ella se lo negaría antes de haber termi­nado. Como un niño de pecho se colgaba intensamente de ella, y ella no podía apartarle. Toda su membrana ajada, arruinada, se relajaba, se suavizaba; lo que estaba mar­chito, tieso y estallado cedía de nuevo, se hacía suave y flexible, palpitando con nueva vida. El se sentía infinita­mente agradecido, como hacia Dios o como un niño que se encuentra en el seno de su madre. Estaba contento y agradecido, como en un delirio, a medida que iba sintien­do volver de nuevo sobre él su propia totalidad, a medida que sentía llegar el sueño pleno, inefable. el sueño del agotamiento completo y la restauración.

Pero Gudrun yacía completamente despierta, destrui­da en conciencia completa.

Yacía inmóvil, con los ojos de par en par mirando inmóviles en la oscuridad mientras él se perdía en el sueño rodeándola con sus brazos.

Ella parecía estar escuchando un rompiente de olas sobre una orilla escondida, de olas largas, lentas, tene­brosas, rompiendo con el ritmo del destino, con un ritmo tan monótono que parecía eterno. Este incesante romper de olas lentas, sombrías de destino aferraba la vida de Gudrun como una posesión mientras ella yacía tumbada, con ojos oscuros y abiertos de par en par a la oscuridad. Ella podía ver muy lejos, hasta la eternidad..., pero nada vio. Estaba suspendida en una conciencia perfecta..., ¿y de qué era consciente?


Yüklə 1,84 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   28   29   30   31   32   33   34   35   ...   42




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin