Mujeres enamoradas



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Mientras yacía mirando la eternidad, radicalmente suspendida y consciente de todo hasta los últimos lími­tes, esta extrema intensidad del ánimo pasó dejándola desasosegada. Llevaba tanto tiempo inmóvil. Se movió, se azoró. Deseaba mirarle, verle.

Pero no se atrevía a encender una luz, porque sabía que eso le despertaría y no deseaba romper su sueño perfecto obtenido de ella, como ella sabía.

Se soltó suavemente y se incorporó un poco para mirarle. Había una luz difusa en el cuarto, le pareció. Podía justamente distinguir sus rasgos mientras él se entregaba al sueño perfecto. En esa oscuridad parecía verle muy nítidamente. Pero él estaba lejos, en otro mun­do. Ah, ella podía gritar de tormento, él estaba distante y perfeccionado en otro mundo. Gudrun parecía mirarle como se mira un guijarro distante bajo oscura agua transparente. Y allí estaba, cargada con toda la angustia de la conciencia, mientras él se hundía en el otro ele­mento de sombra-destello sin mente, remoto, vivo. El era hermoso en su distancia y perfeccionado. Jamás estarían juntos. ¡Ah, esa horrible distancia inhumana que para siempre se interpondría entre ella y el otro ser!

No había nada que hacer sino quedarse quieto y so­portar. Ella sintió una abrumadora ternura hacia él y un odio celoso y oscuro moviéndose por debajo ante el he­cho de que él pudiera yacer tan perfecto e inmune, en otro mundo, mientras ella era atormentada por la vigilia violenta, lanzada a la oscuridad exterior.

Gudrun yacía en intensa y viva conciencia. Una superconciencia agotadora. El reloj de la iglesia fue dando las horas, le pareció, en rápida sucesión. Las oyó nítida­mente en la tensión de su viva conciencia. Y él durmió como si el tiempo fuese de un momento, incambiante e inmóvil.

Ella estaba agotada, fatigada. Sin embargo, debía con­tinuar en ese estado de violenta y activa superconciencia. Era consciente de todo..., de su infancia, de su adolescen­cia, de todos los incidentes olvidados, de todas las in­fluencias sin realizar y de todos los acontecimientos que no había entendido pertenecientes a sí misma, a su fami­lia, a sus amantes, a sus amigos, a sus conocidos, a todos. Era como si pasase una red refulgente de conocimiento por el mar de oscuridad, tirando y tirando y tirando des­de las insondables profundidades del pasado, aunque sin llegar a un término, sin haber final, teniendo que tirar y tirar de la red de la centelleante conciencia, sacarla fos­forescente de las interminables profundidades del incons­ciente, hasta que se sentía fatigada, dolorida, exhausta y presta a estallar, pero sin terminar todavía.

¡Ah, si solamente pudiese ella despertarle! Se dio la vuelta con desasosiego. ¿Cuándo podría despertarle y mandarle a su casa? ¿Cuándo podría molestarle? Y volvió a caer en su actividad de conciencia automática, que jamás terminaría.

Pero se acercaba el momento de poder despertarle. Era como una liberación. El reloj había tocado las cuatro en la noche exterior. Gracias a Dios la noche estaba casi pasada. A las cinco él debía irse, ella quedaría liberada. Podría entonces relajarse y llenar su propio lugar. Ahora se veía empujada contra el perfecto movimiento dur­miente de él como un cuchillo calentado al rojo sobre una piedra de moler. Había algo monstruoso en él, en su yuxtaposición a ella.

La última hora fue la más larga, pero al fin pasó. Su corazón saltaba de alivio..., sí; se oyó el golpe lento y fuerte del reloj de la iglesia... al fin, tras esa noche de eternidad. Deseaba capturar cada reverberación lenta, fatal. «Tres... Cuatro... ¡Cinco!» Estaba terminado. Que­dó descargada de un peso.

Se levantó, se inclinó tiernamente sobre él y le besó. Le daba pena despertarle. Tras unos pocos momentos le besó de nuevo. Pero él no se movió. ¡El pobrecito dormía tan profundamente! Qué vergüenza sacarle de allí. Le dejó dormir un poquito más. Pero debía irse..., realmen­te debía irse.

Llena de una desbordante ternura le tomó el rostro entre las manos y besó sus ojos. Los ojos se abrieron. El permaneció inmóvil, mirándola. El corazón de ella quedó en suspenso. Para ocultar el rostro de sus espan­tosos ojos abiertos, en la oscuridad, ella se inclinó y le besó susurrante:

-Debes irte, mi amor.

Pero estaba enferma de terror, enferma.

El la rodeó con sus brazos. El corazón de ella se hundió.

-Pero debes irte, mi amor. Es tarde.

-¿Qué hora es?*-dijo él.

Extraña, su voz de hombre. Ella se estremeció. Le resultaba una opresión intolerable.

-Las cinco pasadas -dijo ella.

Pero él se limitó a cerrar los brazos alrededor de ella nuevamente. El corazón de Gudrun gritó desde su inte­rior, torturado. Ella se liberó firmemente.

-Realmente debes irte -dijo.

-Un minuto más -dijo él.

Ella yacía quieta, cobijada contra él pero sin ceder. -Un minuto más -repitió él acercándose más.

-Si -dijo ella sin ceder-. Tengo miedo si te quedas

más.

Cierta frialdad en su voz hizo que él la soltase, y ella aprovechó para levantarse y encender la vela. Eso entonces fue el fin.



El se levantó. Estaba caliente y lleno de vida y deseo. Sin embargo, se sentía algo avergonzado, humillado por ponerse la ropa delante de ella, a la luz de la vela. Por­que se sentía revelado, expuesto a ella en un momento en que ella estaba de algún modo contra él. Era todo muy difícil de entender. Se vistió rápidamente, sin cuello ni corbata. Sin embargo, se sentía lleno y completo, pero seccionado. Ella consideró humillante ver a un hombre vestirse: la ridícula camisa, los ridículos pantalones y calzoncillos. Pero una idea la salvó de nuevo.

-Es como un obrero levantándose para ir al trabajo -pensó-. Y yo soy como la mujer de un obrero.» Pero tenía encima un dolor como náusea: una náusea ante él.

El se metió el cuello y la corbata en el bolsillo del abrigo. Luego se sentó y se enfundó las botas. Estaban empapadas, como sus calcetines y la parte de atrás de sus pantalones. Pero él se sentía rápido y caliente.

-Quizá hubieras debido ponerte las botas después de bajar -dijo ella.

Sin contestar, él se las quitó al instante y quedó su­jetándolas en la mano. Ella se había puesto unas zapa­tillas y se había echado una bata suelta. Estaba prepara­da. Le miró mientras él estaba allí esperando, abrochado su abrigo negro hasta la barbilla, bajada la capucha, con las botas en la mano. Y revivió en ella por un momento la fascinación apasionada, casi odiosa. No estaba agota­da. Su rostro tenía un aspecto tan cálido, sus ojos eran tan grandes y llenos de novedad, tan perfectos. Ella se sintió vieja, vieja. Fue hacia él pesadamente para ser besada. El la besó rápidamente. Ella deseó que su belleza cálida e inexpresiva no la hechizase tan fatalmente, no la forzase y la subyugase. Era una losa para ella, que detes­taba sin lograr rehuir. Sin embargo, cuando miró el en­trecejo recto del hombre y su nariz tirando a pequeña, bien formada, y sus ojos azules indiferentes supo que su pasión por él no estaba aún satisfecha, que quizá nunca podría estarlo. Sólo que ahora estaba fatigada, con un dolor semejante a la náusea. Deseaba que él no estuviera.

Bajaron rápidamente las escaleras. Pareció que hicie­ron un ruido prodigioso. El iba detrás, mientras Gudrun -envuelta en su prenda color verde intenso- le precedía con la luz. Ella estaba aterrada pensando que alguien podía despertarse. A él apenas le importaba. No le impor­taba ahora quién pudiera saberlo. Y ella odiaba eso en él. Uno debe ser cauteloso. Uno debe preservarse.

Ella abrió camino hasta la cocina. Estaba limpia y cuidada, tal como la dejara la mujer. El miró el reloj: ¡las cinco y veinte! Se sentó entonces en una silla para ponerse las botas. Ella esperaba, contemplando cada uno de sus movimientos. Deseaba terminar, representaba un gran esfuerzo nervioso .para ella.

El se levantó..., ella corrió el cerrojo de la puerta trasera y miró. Una noche fría y húmeda, sin aurora todavía, con un trozo de luna en el cielo vago. Gudrun se sintió contenta por no tener que salir.

-Adiós entonces -murmuró él.

-Iré hasta el portón -dijo ella.

Y de nuevo corrió por delante de él para indicarle los escalones. Y en el portón de nuevo se subió al escalón mientras él quedaba más abajo que ella.

-Adiós -susurró ella.

El la besó debidamente y se alejó.

Ella sufría tormentos oyendo su paso firme alejándose tan nítidamente por la calle. ¡Ah, la insensibilidad de ese paso firme!

Cerró el portón y se deslizó de nuevo rápida y sin ruido en la cama. Cuando estuvo en su cuarto con la puerta cerrada, segura por completo, respiró libremente y se libró de un gran peso. Se cobijó en la cama, en el hueco que había hecho el cuerpo de él, en el calor que había dejado. Y excitada, agotada pero satisfecha, pronto cayó en un sueño profundo y denso.

Gerald caminó rápidamente atravesando la húmeda oscuridad de la inminente aurora. No se encontró con nadie. Su mente estaba bellamente inmóvil y sin pensa­mientos, como un estanque quieto, y su cuerpo, cálido y rico. Llegó rápidamente a Shortlands con una agradeci­da autosuficiencia.

25. MATRIMONIO O NO

La familia Brangwen iba a abandonar Beldover. Era necesario para el padre irse a residir a la ciudad.

Birkin había sacado una licencia de matrimonio, pero Ursula lo retrasaba día tras día. No quería fijar ningún momento definido..., seguía vacilando. El plazo mensual de preaviso para abandonar la escuela se encontraba en su tercera semana. Las navidades no estaban lejos.

Gerald esperaba el matrimonio Ursula-Birkin. Era algo crucial para él.

-¿Haremos un asunto de dos cañones? -dijo un día a Birkin.

-¿Quién para el segundo tiro? -preguntó Birkin.

-Gudrun y yo -dijo Gerald con una chispa de atrevi­miento en los ojos.

Birkin le miró fijamente, como algo retraído.

-Oh, en serio. ¿Deberá hacerlo? ¿Deberemos entrar Gudrun y yo a vuestro lado?

-Hacedlo, desde luego -dijo Birkin-. No sabía que hubieseis llegado a ese punto.

-¿Qué punto? -dijo Gerald mirando al otro y rien­do-. Oh, sí, hemos llegado a todos los puntos.

-Queda por situarlo sobre una amplia base social y lograr un propósito moral elevado -dijo Birkin.

-Algo así: la longitud, la altura y la anchura de ello -repuso Gerald sonriendo.

-Oh, bien -dijo Birkin-, es un paso muy admirable, desde luego.

Gerald le miró con detenimiento.

-¿Por qué no te muestras entusiasta? -preguntó-. Pensé que eras un partidario acérrimo del matrimonio.

Birkin se sacudió de hombros.

-Uno podría igualmente ser partidario acérrimo de las narices. Hay toda clase de narices, respingadas y de otro tipo...

Gerald rió.

-¿Y toda clase de matrimonios también, respingados y de otro tipo?

-Eso es.

-¿Y piensas que si yo me caso seré respingado? -preguntó burlonamente Gerald, ladeando levemente la cabeza.

Birkin rió rápidamente.

-¡Cómo lo sabría yo! -dijo-. No me fustigues con mis propias metáforas...

Gerald reflexionó un rato.

-Pero me gustaría conocer tu opinión exactamente -dijo.

-¿Sobre vuestro matrimonio? ¿O sobre el matrimo­nio? ¿Por qué deseas mi opinión? No tengo opiniones. No estoy interesado en el matrimonio legal de un tipo u otro. Es una mera cuestión de conveniencia.

Sin embargo, Gerald le observaba cuidadosamente.

-Es más que eso, pienso -dijo seriamente-. Sin embargo, a uno puede aburrirle la ética del matrimonio, aunque casarse realmente en el caso personal de uno sea algo crítico, definitivo...

-¿Quieres decir que hay algo definitivo en ir a ver al registrador con una mujer?

-Si sales con ella, así lo creo -dijo Gerald-. Es irrevocable de algún modo.

-Sí, estoy de acuerdo -dijo Birkin.

-Piense uno lo que quiera del matrimonio legal, lo cierto es que entrar en el estado de casado resulta defini­tivo en el caso personal de uno...

-Así lo creo -dijo Birkin-, de algún modo.

-La cuestión sigue siendo entonces si uno debe hacer­lo -dijo Gerald.

Birkin le contempló atentamente con ojos entrete­nidos.

-Eres como lord Bacon, Gerald -dijo-. Lo presen­tas como un abogado o como el ser-o-no-ser de Hamlet. Si yo fuese tú no me casaría, pero pregunta a Gudrun, no me preguntes a mí. No te estás casando conmigo, ¿verdad?

Gerald no prestó atención a la última parte de ese discurso.

-Sí -dijo-, uno debe meditarlo fríamente. Es algo crítico. Se llega al punto de tener que dar un paso en una dirección u otra. Y el matrimonio es una dirección...

-¿Y cuál es la otra? -preguntó rápidamente Birkin.

Gerald le miró con ojos cálidos, extrañamente cons­cientes, incomprensibles para el otro.

-No puedo decirlo -repuso-. Si supiese eso...

Se movió con desasosiego y no terminó.

-¿Quieres decir si supieras la alternativa? -pregun­tó Birkin-. Y que como no la conoces el matrimonio es un pis aller.

Gerald miró a Birkin con los mismos ojos calientes, constreñidos.

-Uno siente efectivamente que el matrimonio es un pis aller -admitió.

-Entonces no lo hagas -dijo Birkin-. Te digo lo mismo que te dije antes: el matrimonio me parece re­pulsivo en su sentido antiguo. El egoisme d deux no es nada comparado con él. Es una especie de tácita caza por parejas: el mundo está todo en parejas, cada pareja en su propia casita, guardando sus propios interesitos y guisando en su propia pequeña intimidad.... es la cosa más repulsiva de la Tierra.

-Estoy bastante de acuerdo -dijo Gerald-. Hay algo inferior en ello. Pero, como dije, ¿cuál es la alternativa?

-Uno debería evitar siempre ese instinto casero. No es un instinto, sino un hábito de cobardía. Uno no debe­ría tener una casa nunca.

-Estoy realmente de acuerdo -dijo Gerald-. Pero no hay alternativa.

-Hemos de encontrar una. Creo en una unión perma­nente entre hombre y mujer. Andar por ahí es sencilla­mente un proceso agotador. Pero una relación permanen­te entre un hombre y una mujer no es la última pala­bra—, desde luego que no.

-Conforme -dijo Gerald.

-De hecho -dijo Birkin-, porque la relación entre hombre y mujer se considera la relación suprema y ex­clusiva vienen toda la tirantez, la maldad y la insufi­ciencia.

-Sí, te creo -dijo Gerald.

-Hay que bajar el ideal amor-y-matrimonio de su pedesta!. Queremos algo más amplio. Yo creo en la rela­ción perfecta adicional entre hombre y hombre..., adicio­nal para el matrimonio.

-Nunca puedo ver cómo podrían ser lo mismo -dijo Gerald.

-No lo mismo..., sino verdaderamente importante, igualmente creativa, igualmente sagrada si quieres.

-Lo sé -dijo Gerald-, sé que crees en algo semejan­te. Sólo que yo no puedo sentirlo.

Puso la mano sobre el brazo de Birkin con una espe­cie de afecto desaprobatorio. Y sonrió como triunfantemente.

Estaba listo para ser condenado. El matrimonio era como una condena para él. Estaba deseando condenarse a! matrimonio, convertirse en un presidiario condenado a !as minas del mundo subterráneo, sin vida en el sol ni cosa distinta de una horrible actividad subterránea. Es­taba deseando aceptar eso. Y el matrimonio era el sello de su condena. Estaba deseando ser sellado así en el mundo subterráneo, como un alma perdida pero viva para siempre en su perdición.

Sin embargo, no contraería ninguna relación pura con ninguna otra alma. No podía. El matrimonio no era com­prometerse en una relación con Gudrun. Era un com­promiso de aceptación del mundo establecido; él acepta­ría el mundo establecido, en el cual no creía vivientemente, y luego se retiraría al submundo para su vida. Eso haría.

El otro camino era aceptar el ofrecimiento de una alianza con Rupert, entrar primero en el vínculo de pura confianza y amor con el otro hombre, y subsiguiente­mente con la mujer. Si se entregaba al hombre, luego podría entregarse a la mujer, no sólo en matrimonio le­gal, sino en matrimonio místico, absoluto.

Pero no podía aceptar el ofrecimiento. Había sobre él un entumecimiento, un entumecimiento de volición por nacer, ausente o atrofiado. Quizá era una ausencia de volición. Porque se sintió extrañamente regocijado ante el ofrecimiento de Rupert. Pero le puso todavía más con­tento rechazarlo, no verse comprometido.

26. UN SILLON

Había un mercadillo cada tarde de lunes en el lugar del viejo mercado de la ciudad. Ursula y Birkin pasearon por allí una tarde. Habían estado hablando de muebles y deseaban ver si había algo que les apeteciese comprar entre los montones de trastos viejos apilados sobre los adoquines.

La plaza del viejo mercado no era muy grande, era sólo una franja de bancos graníticos cubiertos general­mente con unos pocos puestos de frutas. Era en la parte pobre de la ciudad. A un lado se levantaban casas mise­rables, había una fábrica de calcetines y medias, un gran vacío con miles de ventanas oblongas al final; por el otro lado, una calle de tiendecitas con pavimento adoqui­nado, y como monumento coronador, los baños públicos, de ladrillo rojo nuevo y con un reloj torre. Las personas que se movían por los alrededores parecían taradas y sórdidas, el aire parecía oler más bien a sucio, había una sensación de muchas calles viles que se ramificasen en laberintos de vileza. De cuando en cuando un gran tranvía chocolate y amarillo chirriaba tomando una cur­va difícil bajo la fábrica de calcetines.

Ursula estaba superficialmente emocionada por en­contrarse rodeada por la gente común en el desordenado mercadillo, entre montones de camas viejas, chatarra, vajillas destartaladas en lotes pálidos, montones acolcha­dos de ropa impensable, Birkin y ella recorrieron con desgana el estrecho pasillo entre cacharros oxidados. El iba mirando las cosas; ella, las personas.

Ursula contempló excitadamente a una joven embara­zada que estaba dándose la vuelta sobre un colchón y ha­ciéndoselo notar también a un joven con aspecto humil­de y abatido. La joven parecía muy reservada, activa y ansiosa; el joven parecía renuente, con ganas de escabu­llirse. Iba a casarse con ella porque estaba embarazada.

Cuando palparon el colchón, la joven preguntó al an­ciano sentado en un taburete entre sus cacharros cuánto costaba. El se lo dijo y ella se volvió hacia el joven, que estaba avergonzado y azorado. Apartó el rostro, aunque dejara el cuerpo allí de pie, y musitó algo lateralmente. Y de nuevo palpó ansiosa y activamente el colchón la mujer, haciendo operaciones en la cabeza y discutiendo con el viejo sucio. Mientras tanto, el joven permanecía con rostro avergonzado y humilde, sometiéndose.

-Mira -dijo Birkin-, ahí tienes un sillón bonito.

-¡Encantador! -exclamó Ursula-. Oh, encantador.

Era un sillón con brazos de madera sencilla, probable­mente abedul, pero con tal delicadeza y gracia allí sobre las piedras sórdidas que casi suscitaba las lágrimas. Era de forma cuadrada, con las líneas más puras y esbeltas, y cuatro breves barras de madera en el respaldo que le recordaban a Ursula las cuerdas del arpa.

-En tiempos -dijo Birkin- estuvo recubierto de pan de oro... y tuvo un asiento de mimbre. Alguien le metió luego ese asiento de madera. Mira, aquí hay una huella del rojo que estaba por debajo del pan de oro. El resto es todo negro, excepto en los lugares donde la madera aparece pura y brillante. Lo que resulta tan atractivo es la hermosa unidad de las líneas. Mira cómo discurren, se encuentran y actúan entre sí. Pero, natural­mente, el asiento de madera está mal..., destruye la leve­dad perfecta y la unidad en tensión proporcionada por el mimbre. A pesar de todo, me gusta...

-Ah, sí -dijo Ursula-, a mí también.

-¿Cuánto vale? -preguntó Birkin al hombre.

-Diez chelines.

-¿Y lo enviará usted...?

Fue comprado.

-¡Tan bello, tan puro! -dijo Birkin-. Casi me rom­pe el corazón.

Caminaron entre los montones de basura.

-Mi amada patria... tenía algo que expresar cuando hizo ese sillón.

-¿Y no lo tiene ahora? -preguntó Ursula.

Se enfadaba siempre que él adoptaba ese tono.

-No, no lo tiene. Cuando veo ese sillón claro, bello, y pienso en Inglaterra, incluso en la Inglaterra de Jane Austern..., tenía pensamientos vivos que desplegar, in­cluso entonces, y felicidad pura al desplegarlos. Y ahora sólo podemos pescar entre los montones de basura los residuos de su vieja expresión. No hay ahora entre noso­tros producción, sólo mecanicidad sórdida e inmunda.

-No es cierto -exclamó Ursula-. ¿Por qué debes estar siempre alabando el pasado a expensas del pre­sente? Realmente, no pienso tan bien de la Inglaterra de Jane Austern. Era bastante materialista, si quieres...

-Podía permitirse ser materialista -dijo Birkin­porque tenía el poder de ser otra..., poder del que noso­tros carecemos. Nosotros somos materialistas porque no tenemos capacidad para ser ninguna otra cosa..., inten­temos lo que intentemos, no podemos producir cosa dis­tinta del materialismo: mecanicismo, el alma misma del materialismo.

Ursula se sometió a un silencio enfadado. No le inte­resaba lo que él decía. Se estaba rebelando contra otra cosa.

-Y odio tu pasado. Me pone furiosa -exclamó ella-. Creo que incluso odio ese viejo sillón, aunque sea bello. No es mi clase de belleza. Me gustaría que hubiese sido aplastado cuando pasó su época, en vez de quedar para predicarnos el querido pasado. Me pone enferma el que­rido pasado.

-No te enferma tanto como a mí el condenado pre­sente -dijo él.

-Sí, justamente igual. Yo odio el presente..., pero no deseo que tome su lugar el pasado..., tampoco deseo ese sillón viejo.

El quedó bastante enfadado durante un momento. Luego miró el cielo que brillaba más allá de la torre de los baños públicos y pareció sobreponerse a todo ello. Rió.

-Muy bien -dijo él-, abandonémoslo entonces. A mí también me enferma. En cualquier caso uno no puede ir viviendo de los viejos huesos de la belleza.

-No -exclamó ella-. Yo no deseo cosas viejas.

-La verdad es que no deseamos para nada cosas -re­puso él-. La idea de una casa y unos muebles propios me resulta odiosa.

Esto hizo que Ursula se sorprendiese durante un mo­mento. Luego contestó:

-Lo mismo me pasa. Pero es preciso vivir en algún lugar.

-No en algún lugar..., en cualquier lugar -dijo él-. Uno debería sencillamente vivir en cualquier parte..., no tener un lugar definido. Yo no deseo un lugar definido. Tan pronto tienes una habitación y está completa deseas escapar de ella. Ahora mis cuartos del molino están bas­tante completos y los deseo en el fondo del mar. Un me­dio fijo es una tiranía horrible, donde cada mueble re­sulta ser una piedra-mandamiento.

Ella se colgó de su brazo y se alejaron caminando del mercado.

-Pero ¿qué vamos a hacer? -dijo ella-. Debemos vivir de algún modo. Y yo deseo alguna belleza en mis alrededores. Deseo incluso una especie de grandeur na­tural, incluso splendour.

-Nunca lo conseguirás con casas y muebles... o in­cluso con ropas. Casas, muebles y ropas son términos todos ellos de un viejo mundo ruin, una detestable so­ciedad del hombre. Y si tienes una casa Tudor y muebles antiguos, hermosos, es sólo el pasado que se perpetúa so­bre ti. Todo ello es horrible. Son todas posesiones, pose­siones, forzándote y convirtiéndote en una generalización. Tienes que ser como Rodin, como Miguel Angel, y dejar para figura tuya un trozo de roca viva sin terminar. De­bes dejar difuminados tus alrededores, sin terminar, de manera que no estés contenido, confinado, dominado por el exterior.

Ella se quedó contemplando en la calle.

-¿Y no vamos a tener nunca un lugar completo nues­tro..., nunca una casa? -dijo.

-Por Dios que no en este mundo -respondió él.

-Pero sólo hay este mundo -objetó ella.

El desparramó las manos con un gesto de indife­rencia.

-Mientras tanto, evitaremos tener cosas propias -dijo él.

-Pero acabas de comprar un sillón -dijo ella. -Puedo decirle al hombre que no lo quiero -re­puso él.

Ella reflexionó nuevamente. Luego un pequeño mo­vimiento raro torció su rostro.


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