Mientras yacía mirando la eternidad, radicalmente suspendida y consciente de todo hasta los últimos límites, esta extrema intensidad del ánimo pasó dejándola desasosegada. Llevaba tanto tiempo inmóvil. Se movió, se azoró. Deseaba mirarle, verle.
Pero no se atrevía a encender una luz, porque sabía que eso le despertaría y no deseaba romper su sueño perfecto obtenido de ella, como ella sabía.
Se soltó suavemente y se incorporó un poco para mirarle. Había una luz difusa en el cuarto, le pareció. Podía justamente distinguir sus rasgos mientras él se entregaba al sueño perfecto. En esa oscuridad parecía verle muy nítidamente. Pero él estaba lejos, en otro mundo. Ah, ella podía gritar de tormento, él estaba distante y perfeccionado en otro mundo. Gudrun parecía mirarle como se mira un guijarro distante bajo oscura agua transparente. Y allí estaba, cargada con toda la angustia de la conciencia, mientras él se hundía en el otro elemento de sombra-destello sin mente, remoto, vivo. El era hermoso en su distancia y perfeccionado. Jamás estarían juntos. ¡Ah, esa horrible distancia inhumana que para siempre se interpondría entre ella y el otro ser!
No había nada que hacer sino quedarse quieto y soportar. Ella sintió una abrumadora ternura hacia él y un odio celoso y oscuro moviéndose por debajo ante el hecho de que él pudiera yacer tan perfecto e inmune, en otro mundo, mientras ella era atormentada por la vigilia violenta, lanzada a la oscuridad exterior.
Gudrun yacía en intensa y viva conciencia. Una superconciencia agotadora. El reloj de la iglesia fue dando las horas, le pareció, en rápida sucesión. Las oyó nítidamente en la tensión de su viva conciencia. Y él durmió como si el tiempo fuese de un momento, incambiante e inmóvil.
Ella estaba agotada, fatigada. Sin embargo, debía continuar en ese estado de violenta y activa superconciencia. Era consciente de todo..., de su infancia, de su adolescencia, de todos los incidentes olvidados, de todas las influencias sin realizar y de todos los acontecimientos que no había entendido pertenecientes a sí misma, a su familia, a sus amantes, a sus amigos, a sus conocidos, a todos. Era como si pasase una red refulgente de conocimiento por el mar de oscuridad, tirando y tirando y tirando desde las insondables profundidades del pasado, aunque sin llegar a un término, sin haber final, teniendo que tirar y tirar de la red de la centelleante conciencia, sacarla fosforescente de las interminables profundidades del inconsciente, hasta que se sentía fatigada, dolorida, exhausta y presta a estallar, pero sin terminar todavía.
¡Ah, si solamente pudiese ella despertarle! Se dio la vuelta con desasosiego. ¿Cuándo podría despertarle y mandarle a su casa? ¿Cuándo podría molestarle? Y volvió a caer en su actividad de conciencia automática, que jamás terminaría.
Pero se acercaba el momento de poder despertarle. Era como una liberación. El reloj había tocado las cuatro en la noche exterior. Gracias a Dios la noche estaba casi pasada. A las cinco él debía irse, ella quedaría liberada. Podría entonces relajarse y llenar su propio lugar. Ahora se veía empujada contra el perfecto movimiento durmiente de él como un cuchillo calentado al rojo sobre una piedra de moler. Había algo monstruoso en él, en su yuxtaposición a ella.
La última hora fue la más larga, pero al fin pasó. Su corazón saltaba de alivio..., sí; se oyó el golpe lento y fuerte del reloj de la iglesia... al fin, tras esa noche de eternidad. Deseaba capturar cada reverberación lenta, fatal. «Tres... Cuatro... ¡Cinco!» Estaba terminado. Quedó descargada de un peso.
Se levantó, se inclinó tiernamente sobre él y le besó. Le daba pena despertarle. Tras unos pocos momentos le besó de nuevo. Pero él no se movió. ¡El pobrecito dormía tan profundamente! Qué vergüenza sacarle de allí. Le dejó dormir un poquito más. Pero debía irse..., realmente debía irse.
Llena de una desbordante ternura le tomó el rostro entre las manos y besó sus ojos. Los ojos se abrieron. El permaneció inmóvil, mirándola. El corazón de ella quedó en suspenso. Para ocultar el rostro de sus espantosos ojos abiertos, en la oscuridad, ella se inclinó y le besó susurrante:
-Debes irte, mi amor.
Pero estaba enferma de terror, enferma.
El la rodeó con sus brazos. El corazón de ella se hundió.
-Pero debes irte, mi amor. Es tarde.
-¿Qué hora es?*-dijo él.
Extraña, su voz de hombre. Ella se estremeció. Le resultaba una opresión intolerable.
-Las cinco pasadas -dijo ella.
Pero él se limitó a cerrar los brazos alrededor de ella nuevamente. El corazón de Gudrun gritó desde su interior, torturado. Ella se liberó firmemente.
-Realmente debes irte -dijo.
-Un minuto más -dijo él.
Ella yacía quieta, cobijada contra él pero sin ceder. -Un minuto más -repitió él acercándose más.
-Si -dijo ella sin ceder-. Tengo miedo si te quedas
más.
Cierta frialdad en su voz hizo que él la soltase, y ella aprovechó para levantarse y encender la vela. Eso entonces fue el fin.
El se levantó. Estaba caliente y lleno de vida y deseo. Sin embargo, se sentía algo avergonzado, humillado por ponerse la ropa delante de ella, a la luz de la vela. Porque se sentía revelado, expuesto a ella en un momento en que ella estaba de algún modo contra él. Era todo muy difícil de entender. Se vistió rápidamente, sin cuello ni corbata. Sin embargo, se sentía lleno y completo, pero seccionado. Ella consideró humillante ver a un hombre vestirse: la ridícula camisa, los ridículos pantalones y calzoncillos. Pero una idea la salvó de nuevo.
-Es como un obrero levantándose para ir al trabajo -pensó-. Y yo soy como la mujer de un obrero.» Pero tenía encima un dolor como náusea: una náusea ante él.
El se metió el cuello y la corbata en el bolsillo del abrigo. Luego se sentó y se enfundó las botas. Estaban empapadas, como sus calcetines y la parte de atrás de sus pantalones. Pero él se sentía rápido y caliente.
-Quizá hubieras debido ponerte las botas después de bajar -dijo ella.
Sin contestar, él se las quitó al instante y quedó sujetándolas en la mano. Ella se había puesto unas zapatillas y se había echado una bata suelta. Estaba preparada. Le miró mientras él estaba allí esperando, abrochado su abrigo negro hasta la barbilla, bajada la capucha, con las botas en la mano. Y revivió en ella por un momento la fascinación apasionada, casi odiosa. No estaba agotada. Su rostro tenía un aspecto tan cálido, sus ojos eran tan grandes y llenos de novedad, tan perfectos. Ella se sintió vieja, vieja. Fue hacia él pesadamente para ser besada. El la besó rápidamente. Ella deseó que su belleza cálida e inexpresiva no la hechizase tan fatalmente, no la forzase y la subyugase. Era una losa para ella, que detestaba sin lograr rehuir. Sin embargo, cuando miró el entrecejo recto del hombre y su nariz tirando a pequeña, bien formada, y sus ojos azules indiferentes supo que su pasión por él no estaba aún satisfecha, que quizá nunca podría estarlo. Sólo que ahora estaba fatigada, con un dolor semejante a la náusea. Deseaba que él no estuviera.
Bajaron rápidamente las escaleras. Pareció que hicieron un ruido prodigioso. El iba detrás, mientras Gudrun -envuelta en su prenda color verde intenso- le precedía con la luz. Ella estaba aterrada pensando que alguien podía despertarse. A él apenas le importaba. No le importaba ahora quién pudiera saberlo. Y ella odiaba eso en él. Uno debe ser cauteloso. Uno debe preservarse.
Ella abrió camino hasta la cocina. Estaba limpia y cuidada, tal como la dejara la mujer. El miró el reloj: ¡las cinco y veinte! Se sentó entonces en una silla para ponerse las botas. Ella esperaba, contemplando cada uno de sus movimientos. Deseaba terminar, representaba un gran esfuerzo nervioso .para ella.
El se levantó..., ella corrió el cerrojo de la puerta trasera y miró. Una noche fría y húmeda, sin aurora todavía, con un trozo de luna en el cielo vago. Gudrun se sintió contenta por no tener que salir.
-Adiós entonces -murmuró él.
-Iré hasta el portón -dijo ella.
Y de nuevo corrió por delante de él para indicarle los escalones. Y en el portón de nuevo se subió al escalón mientras él quedaba más abajo que ella.
-Adiós -susurró ella.
El la besó debidamente y se alejó.
Ella sufría tormentos oyendo su paso firme alejándose tan nítidamente por la calle. ¡Ah, la insensibilidad de ese paso firme!
Cerró el portón y se deslizó de nuevo rápida y sin ruido en la cama. Cuando estuvo en su cuarto con la puerta cerrada, segura por completo, respiró libremente y se libró de un gran peso. Se cobijó en la cama, en el hueco que había hecho el cuerpo de él, en el calor que había dejado. Y excitada, agotada pero satisfecha, pronto cayó en un sueño profundo y denso.
Gerald caminó rápidamente atravesando la húmeda oscuridad de la inminente aurora. No se encontró con nadie. Su mente estaba bellamente inmóvil y sin pensamientos, como un estanque quieto, y su cuerpo, cálido y rico. Llegó rápidamente a Shortlands con una agradecida autosuficiencia.
25. MATRIMONIO O NO
La familia Brangwen iba a abandonar Beldover. Era necesario para el padre irse a residir a la ciudad.
Birkin había sacado una licencia de matrimonio, pero Ursula lo retrasaba día tras día. No quería fijar ningún momento definido..., seguía vacilando. El plazo mensual de preaviso para abandonar la escuela se encontraba en su tercera semana. Las navidades no estaban lejos.
Gerald esperaba el matrimonio Ursula-Birkin. Era algo crucial para él.
-¿Haremos un asunto de dos cañones? -dijo un día a Birkin.
-¿Quién para el segundo tiro? -preguntó Birkin.
-Gudrun y yo -dijo Gerald con una chispa de atrevimiento en los ojos.
Birkin le miró fijamente, como algo retraído.
-Oh, en serio. ¿Deberá hacerlo? ¿Deberemos entrar Gudrun y yo a vuestro lado?
-Hacedlo, desde luego -dijo Birkin-. No sabía que hubieseis llegado a ese punto.
-¿Qué punto? -dijo Gerald mirando al otro y riendo-. Oh, sí, hemos llegado a todos los puntos.
-Queda por situarlo sobre una amplia base social y lograr un propósito moral elevado -dijo Birkin.
-Algo así: la longitud, la altura y la anchura de ello -repuso Gerald sonriendo.
-Oh, bien -dijo Birkin-, es un paso muy admirable, desde luego.
Gerald le miró con detenimiento.
-¿Por qué no te muestras entusiasta? -preguntó-. Pensé que eras un partidario acérrimo del matrimonio.
Birkin se sacudió de hombros.
-Uno podría igualmente ser partidario acérrimo de las narices. Hay toda clase de narices, respingadas y de otro tipo...
Gerald rió.
-¿Y toda clase de matrimonios también, respingados y de otro tipo?
-Eso es.
-¿Y piensas que si yo me caso seré respingado? -preguntó burlonamente Gerald, ladeando levemente la cabeza.
Birkin rió rápidamente.
-¡Cómo lo sabría yo! -dijo-. No me fustigues con mis propias metáforas...
Gerald reflexionó un rato.
-Pero me gustaría conocer tu opinión exactamente -dijo.
-¿Sobre vuestro matrimonio? ¿O sobre el matrimonio? ¿Por qué deseas mi opinión? No tengo opiniones. No estoy interesado en el matrimonio legal de un tipo u otro. Es una mera cuestión de conveniencia.
Sin embargo, Gerald le observaba cuidadosamente.
-Es más que eso, pienso -dijo seriamente-. Sin embargo, a uno puede aburrirle la ética del matrimonio, aunque casarse realmente en el caso personal de uno sea algo crítico, definitivo...
-¿Quieres decir que hay algo definitivo en ir a ver al registrador con una mujer?
-Si sales con ella, así lo creo -dijo Gerald-. Es irrevocable de algún modo.
-Sí, estoy de acuerdo -dijo Birkin.
-Piense uno lo que quiera del matrimonio legal, lo cierto es que entrar en el estado de casado resulta definitivo en el caso personal de uno...
-Así lo creo -dijo Birkin-, de algún modo.
-La cuestión sigue siendo entonces si uno debe hacerlo -dijo Gerald.
Birkin le contempló atentamente con ojos entretenidos.
-Eres como lord Bacon, Gerald -dijo-. Lo presentas como un abogado o como el ser-o-no-ser de Hamlet. Si yo fuese tú no me casaría, pero pregunta a Gudrun, no me preguntes a mí. No te estás casando conmigo, ¿verdad?
Gerald no prestó atención a la última parte de ese discurso.
-Sí -dijo-, uno debe meditarlo fríamente. Es algo crítico. Se llega al punto de tener que dar un paso en una dirección u otra. Y el matrimonio es una dirección...
-¿Y cuál es la otra? -preguntó rápidamente Birkin.
Gerald le miró con ojos cálidos, extrañamente conscientes, incomprensibles para el otro.
-No puedo decirlo -repuso-. Si supiese eso...
Se movió con desasosiego y no terminó.
-¿Quieres decir si supieras la alternativa? -preguntó Birkin-. Y que como no la conoces el matrimonio es un pis aller.
Gerald miró a Birkin con los mismos ojos calientes, constreñidos.
-Uno siente efectivamente que el matrimonio es un pis aller -admitió.
-Entonces no lo hagas -dijo Birkin-. Te digo lo mismo que te dije antes: el matrimonio me parece repulsivo en su sentido antiguo. El egoisme d deux no es nada comparado con él. Es una especie de tácita caza por parejas: el mundo está todo en parejas, cada pareja en su propia casita, guardando sus propios interesitos y guisando en su propia pequeña intimidad.... es la cosa más repulsiva de la Tierra.
-Estoy bastante de acuerdo -dijo Gerald-. Hay algo inferior en ello. Pero, como dije, ¿cuál es la alternativa?
-Uno debería evitar siempre ese instinto casero. No es un instinto, sino un hábito de cobardía. Uno no debería tener una casa nunca.
-Estoy realmente de acuerdo -dijo Gerald-. Pero no hay alternativa.
-Hemos de encontrar una. Creo en una unión permanente entre hombre y mujer. Andar por ahí es sencillamente un proceso agotador. Pero una relación permanente entre un hombre y una mujer no es la última palabra—, desde luego que no.
-Conforme -dijo Gerald.
-De hecho -dijo Birkin-, porque la relación entre hombre y mujer se considera la relación suprema y exclusiva vienen toda la tirantez, la maldad y la insuficiencia.
-Sí, te creo -dijo Gerald.
-Hay que bajar el ideal amor-y-matrimonio de su pedesta!. Queremos algo más amplio. Yo creo en la relación perfecta adicional entre hombre y hombre..., adicional para el matrimonio.
-Nunca puedo ver cómo podrían ser lo mismo -dijo Gerald.
-No lo mismo..., sino verdaderamente importante, igualmente creativa, igualmente sagrada si quieres.
-Lo sé -dijo Gerald-, sé que crees en algo semejante. Sólo que yo no puedo sentirlo.
Puso la mano sobre el brazo de Birkin con una especie de afecto desaprobatorio. Y sonrió como triunfantemente.
Estaba listo para ser condenado. El matrimonio era como una condena para él. Estaba deseando condenarse a! matrimonio, convertirse en un presidiario condenado a !as minas del mundo subterráneo, sin vida en el sol ni cosa distinta de una horrible actividad subterránea. Estaba deseando aceptar eso. Y el matrimonio era el sello de su condena. Estaba deseando ser sellado así en el mundo subterráneo, como un alma perdida pero viva para siempre en su perdición.
Sin embargo, no contraería ninguna relación pura con ninguna otra alma. No podía. El matrimonio no era comprometerse en una relación con Gudrun. Era un compromiso de aceptación del mundo establecido; él aceptaría el mundo establecido, en el cual no creía vivientemente, y luego se retiraría al submundo para su vida. Eso haría.
El otro camino era aceptar el ofrecimiento de una alianza con Rupert, entrar primero en el vínculo de pura confianza y amor con el otro hombre, y subsiguientemente con la mujer. Si se entregaba al hombre, luego podría entregarse a la mujer, no sólo en matrimonio legal, sino en matrimonio místico, absoluto.
Pero no podía aceptar el ofrecimiento. Había sobre él un entumecimiento, un entumecimiento de volición por nacer, ausente o atrofiado. Quizá era una ausencia de volición. Porque se sintió extrañamente regocijado ante el ofrecimiento de Rupert. Pero le puso todavía más contento rechazarlo, no verse comprometido.
26. UN SILLON
Había un mercadillo cada tarde de lunes en el lugar del viejo mercado de la ciudad. Ursula y Birkin pasearon por allí una tarde. Habían estado hablando de muebles y deseaban ver si había algo que les apeteciese comprar entre los montones de trastos viejos apilados sobre los adoquines.
La plaza del viejo mercado no era muy grande, era sólo una franja de bancos graníticos cubiertos generalmente con unos pocos puestos de frutas. Era en la parte pobre de la ciudad. A un lado se levantaban casas miserables, había una fábrica de calcetines y medias, un gran vacío con miles de ventanas oblongas al final; por el otro lado, una calle de tiendecitas con pavimento adoquinado, y como monumento coronador, los baños públicos, de ladrillo rojo nuevo y con un reloj torre. Las personas que se movían por los alrededores parecían taradas y sórdidas, el aire parecía oler más bien a sucio, había una sensación de muchas calles viles que se ramificasen en laberintos de vileza. De cuando en cuando un gran tranvía chocolate y amarillo chirriaba tomando una curva difícil bajo la fábrica de calcetines.
Ursula estaba superficialmente emocionada por encontrarse rodeada por la gente común en el desordenado mercadillo, entre montones de camas viejas, chatarra, vajillas destartaladas en lotes pálidos, montones acolchados de ropa impensable, Birkin y ella recorrieron con desgana el estrecho pasillo entre cacharros oxidados. El iba mirando las cosas; ella, las personas.
Ursula contempló excitadamente a una joven embarazada que estaba dándose la vuelta sobre un colchón y haciéndoselo notar también a un joven con aspecto humilde y abatido. La joven parecía muy reservada, activa y ansiosa; el joven parecía renuente, con ganas de escabullirse. Iba a casarse con ella porque estaba embarazada.
Cuando palparon el colchón, la joven preguntó al anciano sentado en un taburete entre sus cacharros cuánto costaba. El se lo dijo y ella se volvió hacia el joven, que estaba avergonzado y azorado. Apartó el rostro, aunque dejara el cuerpo allí de pie, y musitó algo lateralmente. Y de nuevo palpó ansiosa y activamente el colchón la mujer, haciendo operaciones en la cabeza y discutiendo con el viejo sucio. Mientras tanto, el joven permanecía con rostro avergonzado y humilde, sometiéndose.
-Mira -dijo Birkin-, ahí tienes un sillón bonito.
-¡Encantador! -exclamó Ursula-. Oh, encantador.
Era un sillón con brazos de madera sencilla, probablemente abedul, pero con tal delicadeza y gracia allí sobre las piedras sórdidas que casi suscitaba las lágrimas. Era de forma cuadrada, con las líneas más puras y esbeltas, y cuatro breves barras de madera en el respaldo que le recordaban a Ursula las cuerdas del arpa.
-En tiempos -dijo Birkin- estuvo recubierto de pan de oro... y tuvo un asiento de mimbre. Alguien le metió luego ese asiento de madera. Mira, aquí hay una huella del rojo que estaba por debajo del pan de oro. El resto es todo negro, excepto en los lugares donde la madera aparece pura y brillante. Lo que resulta tan atractivo es la hermosa unidad de las líneas. Mira cómo discurren, se encuentran y actúan entre sí. Pero, naturalmente, el asiento de madera está mal..., destruye la levedad perfecta y la unidad en tensión proporcionada por el mimbre. A pesar de todo, me gusta...
-Ah, sí -dijo Ursula-, a mí también.
-¿Cuánto vale? -preguntó Birkin al hombre.
-Diez chelines.
-¿Y lo enviará usted...?
Fue comprado.
-¡Tan bello, tan puro! -dijo Birkin-. Casi me rompe el corazón.
Caminaron entre los montones de basura.
-Mi amada patria... tenía algo que expresar cuando hizo ese sillón.
-¿Y no lo tiene ahora? -preguntó Ursula.
Se enfadaba siempre que él adoptaba ese tono.
-No, no lo tiene. Cuando veo ese sillón claro, bello, y pienso en Inglaterra, incluso en la Inglaterra de Jane Austern..., tenía pensamientos vivos que desplegar, incluso entonces, y felicidad pura al desplegarlos. Y ahora sólo podemos pescar entre los montones de basura los residuos de su vieja expresión. No hay ahora entre nosotros producción, sólo mecanicidad sórdida e inmunda.
-No es cierto -exclamó Ursula-. ¿Por qué debes estar siempre alabando el pasado a expensas del presente? Realmente, no pienso tan bien de la Inglaterra de Jane Austern. Era bastante materialista, si quieres...
-Podía permitirse ser materialista -dijo Birkinporque tenía el poder de ser otra..., poder del que nosotros carecemos. Nosotros somos materialistas porque no tenemos capacidad para ser ninguna otra cosa..., intentemos lo que intentemos, no podemos producir cosa distinta del materialismo: mecanicismo, el alma misma del materialismo.
Ursula se sometió a un silencio enfadado. No le interesaba lo que él decía. Se estaba rebelando contra otra cosa.
-Y odio tu pasado. Me pone furiosa -exclamó ella-. Creo que incluso odio ese viejo sillón, aunque sea bello. No es mi clase de belleza. Me gustaría que hubiese sido aplastado cuando pasó su época, en vez de quedar para predicarnos el querido pasado. Me pone enferma el querido pasado.
-No te enferma tanto como a mí el condenado presente -dijo él.
-Sí, justamente igual. Yo odio el presente..., pero no deseo que tome su lugar el pasado..., tampoco deseo ese sillón viejo.
El quedó bastante enfadado durante un momento. Luego miró el cielo que brillaba más allá de la torre de los baños públicos y pareció sobreponerse a todo ello. Rió.
-Muy bien -dijo él-, abandonémoslo entonces. A mí también me enferma. En cualquier caso uno no puede ir viviendo de los viejos huesos de la belleza.
-No -exclamó ella-. Yo no deseo cosas viejas.
-La verdad es que no deseamos para nada cosas -repuso él-. La idea de una casa y unos muebles propios me resulta odiosa.
Esto hizo que Ursula se sorprendiese durante un momento. Luego contestó:
-Lo mismo me pasa. Pero es preciso vivir en algún lugar.
-No en algún lugar..., en cualquier lugar -dijo él-. Uno debería sencillamente vivir en cualquier parte..., no tener un lugar definido. Yo no deseo un lugar definido. Tan pronto tienes una habitación y está completa deseas escapar de ella. Ahora mis cuartos del molino están bastante completos y los deseo en el fondo del mar. Un medio fijo es una tiranía horrible, donde cada mueble resulta ser una piedra-mandamiento.
Ella se colgó de su brazo y se alejaron caminando del mercado.
-Pero ¿qué vamos a hacer? -dijo ella-. Debemos vivir de algún modo. Y yo deseo alguna belleza en mis alrededores. Deseo incluso una especie de grandeur natural, incluso splendour.
-Nunca lo conseguirás con casas y muebles... o incluso con ropas. Casas, muebles y ropas son términos todos ellos de un viejo mundo ruin, una detestable sociedad del hombre. Y si tienes una casa Tudor y muebles antiguos, hermosos, es sólo el pasado que se perpetúa sobre ti. Todo ello es horrible. Son todas posesiones, posesiones, forzándote y convirtiéndote en una generalización. Tienes que ser como Rodin, como Miguel Angel, y dejar para figura tuya un trozo de roca viva sin terminar. Debes dejar difuminados tus alrededores, sin terminar, de manera que no estés contenido, confinado, dominado por el exterior.
Ella se quedó contemplando en la calle.
-¿Y no vamos a tener nunca un lugar completo nuestro..., nunca una casa? -dijo.
-Por Dios que no en este mundo -respondió él.
-Pero sólo hay este mundo -objetó ella.
El desparramó las manos con un gesto de indiferencia.
-Mientras tanto, evitaremos tener cosas propias -dijo él.
-Pero acabas de comprar un sillón -dijo ella. -Puedo decirle al hombre que no lo quiero -repuso él.
Ella reflexionó nuevamente. Luego un pequeño movimiento raro torció su rostro.
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