Mujeres enamoradas



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30. EN LA NIEVE

Cuando Ursula y Birkin se fueron, Gudrun se sintió libre en su competición con Gerald. A medida que se acostumbraban el uno al otro él parecía presionar más y más sobre ella. Al principio, Gudrun lograba dirigirle de manera que su propia voluntad quedaba siempre li­bre. Pero muy pronto él empezó a ignorar sus tácticas femeninas, abandonó el respeto por sus caprichos y sus intimidades, comenzó a ejercer ciegamente su propia voluntad, sin someterse a la suya.

Ya había comenzado un conflicto vital que asustaba a ambos. Pero él estaba solo, mientras ella había em­pezado a recurrir al entorno en busca de recursos ex­ternos.

existencia se había hecho absoluta y elemental. Fue y se acurrucó sola en su dormitorio, mirando por la ven­tana las estrellas grandes y centelleantes. Frente a ella estaba la débil sombra del nudo montañoso. Ese era el eje. Ella se sentía extraña e inevitable, como si estu­viese centrada sobre el eje de toda existencia, como si no hubiese realidad ulterior.

Gerald abrió entonces la puerta. Ella sabía que no tardaría en venir. Rara vez estaba sola, él se apretaba contra ella como una escarcha, alejándola.

-¿Estás sola en la oscuridad? -dijo él.

Y ella supo por su tono que le molestaba, que le molestaba este aislamiento del que ella se rodeaba. Sin embargo, sintiéndose estática e inevitable, era amable con él.

-¿Querrías encender la vela? -preguntó ella.

El no contestó, pero se acercó y quedó en pie detrás de ella, en la oscuridad.

-Mira -dijo ella- esa encantadora estrella de allí. ¿Sabes su nombre?

El se agachó junto a ella para mirar a través de la ventana baja.

-No -dijo-. Es muy hermosa.

-¡Verdad que es bella! Observa cómo lanza fuegos de diferentes colores..., centellea de un modo realmente soberbio...

Permanecieron en silencio. Con un gesto mudo y pe­sado ella puso la mano sobre la rodilla de él y le cogió una mano.

-¿Estás echando de menos a Ursula? -preguntó él.

-No, para nada -dijo ella.

Luego preguntó con un ánimo lento:

-¿Cuánto me amas?

El se puso más tieso contra ella.

-¿Cuánto crees tú? -preguntó.

-No lo sé -replicó ella.

-Pero ¿cuál es tu opinión? -preguntó él.

Hubo una pausa. Por último llegó la voz de ella dura e indiferente en la oscuridad:

-Realmente muy poco -dijo ella con frialdad, casi descortés.

El corazón de él se tornó gélido ante el sonido de su voz.

-¿Y por qué no te amo? -preguntó él como si ad­mitiese la verdad de su acusación, aunque la odiase por hacerla.

-No sé por qué... he sido buena contigo. Te encon­trabas en un estado espantoso cuando viniste a mí.

El corazón de Gudrun latía hasta el punto de asfi­xiarla, pero ella era fuerte.

-¿Cuándo estaba yo en un estado espantoso? -pre­guntó él.

-Cuando viniste a mí por primera vez. Tuve que compadecerme de ti. Pero nunca fue amor.

Fue esa afirmación de «nunca fue amor» lo que sonó con locura en sus oídos.

-¿Por qué has de repetir tan a menudo que no hay amor? -dijo él con una voz estrangulada por la rabia.

-Bueno, tú no lo piensas como amor, ¿no es cierto? -preguntó ella.

El quedó silencioso, con una pasión fría de cólera.

-No piensas que puedes amarme, ¿no es cierto? -repitió ella casi con burla.

-No -dijo él.

-Sabes que nunca me has amado, ¿no es cierto?

-No sé lo que quieres decir con la palabra «amor» -replicó él.

-Sí lo sabes. Sabes perfectamente que nunca me has amado. ¿Acaso piensas otra cosa?

-No -dijo él impulsado por algún espíritu estéril de veracidad y obstinación.

-Y que nunca me amarás -dijo ella finalmente-, ¿no es así?

Había, en ella una frialdad diabólica, insufrible.

-No -dijo él.

-Entonces -repuso ella-, ¿qué tienes contra mí?

El se quedó silencioso en una rabia fría y asustada, con desesperación. «Si sólo pudiese matarla -susurra­ba repetidamente su corazón-. Si solamente pudiese matarla... sería libre.»

Le parecía que la muerte era el único modo de cor­tar ese nudo gordiano.

-¿Por qué me torturas? -dijo él.

Ella le echó los brazos al cuello.

-Ah, no quiero torturarte -dijo compasivamente, como si estuviese consolando a un niño.

La impertinencia hizo que las venas de él se enfria­sen, quedó insensible. Ella mantuvo los brazos rodean­do su cuello en un triunfo de la lástima. Y su lástima hacia él era fría como la piedra, tenía como motivo más profundo el odio hacia él, el miedo a su poder sobre ella, que ella debía siempre contrapesar.

-Di que me amas -suplicó ella-. Di que me ama­rás siempre..., ¿lo harás?, ¿lo harás?

Pero sólo le urgía la voz de ella. Los sentidos de Gudrun estaban totalmente separados de él, fríos y des­tructivos para con él. Era sólo la voluntad imperiosa de ella quien insistía.

-¿No vas a decirme que me amarás siempre? -in­sistió ella-. Dilo, aunque no sea cierto..., dilo, Gerald, hazlo.

-Te amaré siempre -repitió él en una verdadera agonía, sacándose las palabras a la fuerza.

Ella le dio un rápido beso.

-Imagina que lo has dicho realmente -dijo con un toque de burla

El quedó como si hubiese sido golpeado.

-Intenta amarme un poco más y desearme un poco menos -dijo ella en un tono 'entre despectivo y ape­lativo.

La oscuridad parecía desparramarse en ondas a tra­vés de la mente de él, en grandes olas de oscuridad. Le parecía que estaba degradado en su esencia misma, que se prescindía de él.

-¿Quieres decir que no me deseas? -dijo él.

-Eres tan insistente y tienes tan poca gracia, tan poca finura. Eres tan áspero. Me rompes..., simplemen­te me echas a perder...; para mí es horrible.

-¿Horrible para ti? -repitió él.

-Sí. ¿No piensas que podría haber tomado un cual= to, ahora que Ursula se ha ido? Puedes decir que quie­res un vestidor.

-Haz lo que quieras..., puedes marcharte si lo de­seas -logró articular él.

-Sí, sé eso -repuso ella-. Tú también. Puedes de­jarme cuando desees..., sin advertirlo siquiera.

Las grandes oleadas de oscuridad surcaban la men­te de él, apenas lograba mantenerse derecho. Le so­brecogió un terrible cansancio, sintió que debía tum­barse sobre el suelo. Quitándose las ropas se metió en la cama y quedó allí, como un hombre abrumado de repente por la ebriedad, alzándose y hundiéndose en la oscuridad como si estuviese yaciendo sobre un mar ver. tiginoso, negro. Quedó inmóvil en ese extraño y ho­rrendo cabeceo durante algún tiempo, puramente in­consciente.

Al final ella salió de su cama y se acercó a él. El permanecía rígido, con la espalda vuelta hacia ella. Pero era todo menos inconsciente.

Ella puso los brazos alrededor de su cuerpo insensi­ble, aterrorizante, y apoyó la mejilla contra su hombro mudo.

-Gerald -susurró-. Gerald.

No hubo contestación en él. Ella le tomó contra sí. Apretó sus senos contra sus hombros, le besó el hom­bro a través del pijama. La mente de ella vagaba sobre su cuerpo rígido, no viviente. Ella estaba aturdida, era insistente, sólo su voluntad deseaba que él le hablase.

-¡Gerald, querido mío! -susurró inclinándose so­bre él, besándole la oreja.

Su suave aliento, jugando, volando rítmicamente so­bre su oreja, pareció relajar la tensión. Ella pudo sen­tir que su cuerpo se relajaba gradualmente un poco, perdiendo su rigidez espantosa, artificial. Las manos de ella aferraron sus miembros, sus músculos, recorrién­dole espasmódicamente.

La sangre caliente empezó a fluir de nuevo a través de las venas de él, sus miembros se relajaron.

-Date la vuelta hacia mí -susurró ella desgarra­da de insistencia y triunfo.

Y así fue entregado él nuevamente al fin, cálido y flexible. Se volvió y la abrazó. Y sintiéndola suave con­tra él, tan perfecta y maravillosamente suave y recep­tiva, sus brazos se cerraron sobre ella. Ella estaba como aplastada, indefensa en él. El cerebro de Gerald pare­cía duro e invencible ahora, como una joya, no había posibilidad de resistirle.

Su pasión era horrenda para ella, tensa, espantosa, impersonal, como una destrucción, definitiva. Ella sin­tió que la mataría. Estaba siendo muerta.

-Dios mío, Dios mío -exclamó angustiada en su abrazo, notando que mataban la vida dentro de ella.

Y cuando él estaba besándola, calmándola, el aire volvió a ella lentamente como si estuviese realmente gastada, moribunda.

-¿Moriré, moriré? -se repetía ella.

Y ni en la noche ni en él había respuesta a la pre­gunta.

Sin embargo, al día siguiente el fragmento de ella que no estaba destruido permaneció intacto y hostil; no se fue, se quedó a terminar la vacación sin admitir nada.

El apenas la dejaba sola, la seguía siempre como una

sombra o una condena, un continuo «debes» y «no de­bes». A veces era él quien parecía más fuerte, mientras ella desaparecía casi por completo, arrastrándose jun­to a la tierra como un viento gastado; a veces sucedía lo inverso. Pero había siempre esta oscilación de co­lumpio, uno destruido para que el otro pudiese existir, uno ratificado porque el otro estaba anulado.

«Al final -se dijo ella misma- le abandonaré.»

«Puedo verme libre de ella», se decía él a sí mismo en sus paroxismos de sufrimiento.

Y él se dispuso a ser libre. Incluso se preparó para partir, para dejarla plantada. Pero por primera vez hu­bo un defecto en su voluntad.

«¿Dónde iría yo?», se preguntó.

«¿Es que no puedes ser autosuficiente?», se contestó, convirtiéndolo en una cuestión de orgullo.

« ¡Autosuficiente! », repitió él.

Le parecía que Gudrun era suficiente en sí misma, cerrada y completa como una cosa en una caja. En la razón tranquila y estática de su alma él reconocía esto y admitía que ella estaba en su derecho cerrándose sobre sí misma, siendo completa en sí, sin deseo. El lo comprendía, lo admitía, sólo necesitaba un último es­fuerzo por su parte a fin de obtener para sí la misma completitud. El sabía que sólo era necesaria una con­vulsión de su voluntad para que él también se volviese sobre sí, se cerrase como una piedra se cierra sobre sí y se hace impermeable, completa, cosa aislada.

Este conocimiento le lanzaba a un terrible caos. Pues, aunque pudiese desear mentalmente ser inmune y com­pleto en sí mismo, carecía del deseo de semejante estado y no podía crearlo. Podía ver que para existir sencilla­mente necesitaba ser perfectamente libre de Gudrun, dejarla si ella quería ser dejada, no pedirle nada, no reclamar nada de ella.

Pero para no reclamarle nada él debía valerse por sí mismo, en radical nulidad. Y su cerebro se rebelaba ante la idea. Era un estado de anulación. Por otra par.

te, podría ceder y adularla. O, finalmente, podría ma­tarla. O bien hacerse sencillamente indiferente, sin pro­pósitos, disipado, momentáneo. Pero su naturaleza era demasiado seria, no lo bastante jovial y sutil para la licenciosidad burlona.

Padecía un extraño desgarramiento; como una vícti­ma que es rasgada y entregada a los cielos, así se ha­bía desgarrado él entregándose a Gudrun. ¿Cómo po­dría cerrarse de nuevo? Esa herida, esa abertura extraña e infinitamente sensible de su alma donde se encontra­ba expuesto como una flor abierta a todo el universo y en la cual era entregado a su complemento, el otro, el desconocido; esa herida, esa abertura, ese desplie­gue de su propia cubierta dejándole incompleto, limi­tado, interminado, como una flor abierta bajo el cielo, era su júbilo más cruel. ¿Por qué entonces habría de soportarlo? ¿Por qué habría de cerrarse haciéndose im­permeable, inmune, como una cosa parcial en una vai­na, cuando se había abierto camino como una semilla germinada para brotar al ser, abrazando los cielos irrealizados?

El mantenía el éxtasis interminado de su propio an­helo incluso a través de la tortura que ella le infligía. Le poseía una extraña obstinación. No se alejaría de ella, hiciese o dijese ella lo que fuera. Una nostalgia extraña y mortífera le mantenía junto a ella. Ella era la influencia determinante de su ser mismo, aunque le tratase con desprecio, con negativas y rechazos repeti­dos; aun entonces él no se iría, porque estando cerca de ella sentía acelerarse, abrirse en él la liberación, el conocimiento de su propia limitación y la magia de la promesa, así como el misterio de su propia destrucción y aniquilación.

Ella torturaba su corazón abierto incluso cuando él se volvía hacia ella. Y también ella estaba torturada. Pudo ser que su voluntad fuese más fuerte. Gudrun sentía con horror como si él desgarrase el capullo de su corazón, lo abriese a la fuerza como un ser irreve­rente y tenaz. Como un muchacho que arranca las alas de una mosca o rasga un capullo para ver lo que hay en la flor, así rasgaba él su intimidad, su vida misma, así la destruiría como se destruye un capullo inmaduro al abrirlo.

Ella podría abrirse a él en el futuro, en sus sueños, cuando fuese un puro espíritu. Pero por ahora no se dejaría violar y arruinar. Se cerraba salvajemente con­tra él.

Subieron juntos por la tarde la empinada ladera para ver la puesta de sol. En el viento agudo y puro permanecieron contemplando el sol amarillo hundirse en carmesí y desaparecer. Entonces hacia el Este brilla­ban con un rosa vivo los picos y cordilleras, incandes­centes como flores inmortales contra un cielo marrón violeta, un milagro, mientras abajo el mundo era una sombra azulada, y arriba, como una anunciación, se flotaba una intensidad rosada en mitad del aire.

Para ella era tan hermoso, era un delirio, deseaba recoger los picos brillantes y eternos junto a su pecho y morir. El los vio, vio que eran hermosos. Pero no brotó clamor alguno en su pecho, sólo una amargura que era visionaria en sí misma. Deseó que los picos fuesen grises y feos para que ella no pudiese obtener apoyo de ellos. ¿Por qué traicionaba ella a ambos tan terriblemente abrazando el destello de la tarde? ¿Por qué le abandonaba allí, con el viento gélido soplando sobre su corazón como la muerte, para satisfacerse en­tre las rosadas cumbres de nieve?

-¿Qué importa el crepúsculo? -dijo él-. ¿Por qué te humillas ante él? ¿Acaso es tan importante para ti?

Ella dio un respingo, violada y enfurecida.

-Vete -exclamó- y déjame con él. Es hermoso, hermoso -canturreó con tonos extraños, rapsódicos-. Es la cosa más hermosa que he visto en mi vida. No intentes interponerte entre él y yo. Aléjate, estás fuera de lugar.

El se echó atrás un poco y la dejó allí como una es­tatua, transportada en el oriente que centelleaba místi­camente. Ya se desvanecía el rosa, grandes estrellas blancas centelleaban. Esperó. Soportaría todo • excepto la nostalgia.

-Ha sido la cosa más perfecta que jamás contem­plé -dijo ella en tono frío, brutal, cuando al fin se dio la vuelta para hacerle frente-. Me asombra que quieras destruirla. Si no puedes ver, ¿por qué tratas de im­pedírmelo?

Pero en realidad él había destruido la visión; ella se esforzaba en recobrar un efecto muerto.

-Un día -dijo él suavemente, mirándola- te des­truiré mientras mires el ocaso, porque eres una menti­rosa tan grande.

Había para él una promesa suave y voluptuosa en esas palabras. Ella estaba helada pero arrogante.

-¡Ja! -dijo-. ¡No me asustan tus amenazas!

Se le negó, mantuvo su cuarto rígidamente privado. Pero él esperaba con una paciencia curiosa, pertene­ciendo a su nostalgia de ella.

«Al final -se dijo él con una promesa realmente voluptuosa-, cuando alcance ese punto terminaré con ella.»

Y temblaba delicadamente en cada uno de sus miem­bros anticipándolo, como temblaba en sus más violentos accesos de aproximación apasionada a ella, temblando con demasiado deseo.

Ella tenía un curioso tipo de relación con Loerke mientras tanto, algo insidioso y traicionero. Gerald lo sabía. Pero en su estado anormal de paciencia y en la desgana de endurecerse contra ella donde se encontra­ba no quería percibirlo, por más que la suave amabi­lidad de ella hacia el otro hombre, a quien él odiaba como a un insecto pernicioso, le hiciese estremecerse de nuevo con un acceso del extraño temblor que le so­brevenía repetidamente.

Sólo la dejaba sola cuando iba a esquiar, deporte que a él le encantaba y que ella no practicaba. Enton­ces él parecía borrarse de la vida, ser un proyectil lan­zado al más allá. Y ella hablaba a menudo con el pe­queño escultor alemán cuando él se iba. Tenían un tema invariable de conversación en su arte.

Tenían casi las mismas ideas. El odiaba a Mestrovic, no estaba satisfecho con los futuristas, le gustaban las figuras en madera de África occidental, el arte azteca, el mejicano y el de América Central. Veía lo grotesco y una especie curiosa de movimiento mecánico le in­toxicaba, una confusión en la naturaleza. Gudrun y Loerke se traían un curioso juego de sugerencias infi­nitas, extraño y ambiguo, como si tuviesen algún co­nocimiento esotérico de la vida, como si sólo ellos estuviesen iniciados a los terribles secretos centrales que el mundo no osaba conocer. Toda su relación se basaba en sugerencias extrañas, apenas comprensibles; se ca­lentaban en la sutil lujuria de los egipcios o los meji­canos. Todo su juego era una sutil intersugestividad y deseaban mantenerlo en el plano de la sugestión. De sus matices verbales y físicos obtenían la más alta sa­tisfacción en los nervios, venida de un extraño inter­cambio de ideas, miradas, expresiones y gestos semisugeridos, que eran intolerables aunque incomprensibles para Gerald. El no tenía términos con los cuales pensar su comercio; sus conceptos eran demasiado groseros.

La sugestión del arte primitivo era su refugio, y los misterios internos de la sensación su objeto de culto. El Arte y la Vida eran para ellos la Realidad y la Irrea­lidad.

-Desde luego -dijo Gudrun- la vida no importa realmente..., lo central es el arte de uno. Lo que uno haga en la vida tiene peu de rapport, no significa mucho.

-Sí, así es, exactamente -repuso el escultor-. Lo que uno hace en su arte es la anchura de su propio ser. Lo que uno hace en su vida es una bagatela para que los extraños se entretengan.

Era curiosa la sensación de júbilo y libertad que Gudrun obtenía en esa comunicación. Se sentía estable­cida para siempre. Naturalmente, Gerald era bagatelle. El amor era una de las cosas temporales de su vida, por lo menos mientras fuese una artista. Pensaba en Cleopatra... Cleopatra debió haber sido una artista; cose. chaba lo esencial de un hombre, se hacía con la última sensación y tiraba la paja; y María Estuardo, y la gran Raquel jadeando con sus amantes después del teatro; ellas eran los exponentes esotéricos del amor. Después de todo, ¿qué era el amor sino combustible para el transporte de ese conocimiento sutil, combustible para el arte femenino, el arte del conocimiento puro y per­fecto en el entendimiento sensual?

Una noche, Gerald estaba discutiendo con Loerke sobre Italia y Trípoli. El inglés se encontraba en un estaco extraño, inflamable; el alemán estaba excitado. Era una competición de palabras, pero implicaba un conflicto espiritual entre ambos hombres. Y todo el tiempo Gudrun podía ver en Gerald un arrogante des­precio inglés hacia un extranjero. Gerald estaba tem­blando, lanzando destellos sus ojos y arrebatado el ros­tro; en su argumentación había una brusquedad, un desprecio salvaje que encendía la sangre de Gudrun y mortificaba a Loerke. Gerald golpeaba como un mar­tillo pilón con sus afirmaciones; todo cuanto dijera el pequeño alemán era sólo despreciable basura.

Al final Loerke se volvió hacia Gudrun alzando las manos en ironía indefensa, con un gesto de abandono irónico algo apelativo e infantil.

-Sehen sie, gnädige Frau... -comenzó.

-Bit te salten Sie nicht immer, gnädige Frau -excla­mó Gudrun con los ojos chispeantes y ardiéndole las mejillas.

Parecía una viva Medusa. Su voz era fuerte y clamo­rosa, las otras personas del cuarto quedaron sorpren­didas. ,

-Por favor, no me llame señora Crich -gritó en voz alta.

En la boca de Loerke especialmente, el hombre re­presentaba una intolerable humillación y restricción para ella durante todos esos días.

Ambos hombres la miraron asombrados. Gerald pali­deció en los pómulos.

-¿Qué debo decir entonces? -preguntó Loerke con una insinuación suave, burlona.

-Sahen Sie nur das -musitó ella con las mejillas arrebatadas intensamente-. No eso, al menos.

Por la mirada que apareció sobre el rostro de Loerke vio que él había comprendido. ¡Ella no era la señora Crich! Eso explicaba mucho.

-Soll ich Fräulein Sahen? -preguntó él con male­volencia.

-No estoy casada -dijo ella con cierta altivez.

El corazón de Gudrun se estremeció ahora, latiendo como un pájaro aturdido. Sabía que había infligido una herida cruel y no podía soportarlo.

Gerald se sentaba tieso, perfectamente quieto, pálido y sereno el rostro, como si fuese el de una estatua. No era consciente de ella, ni de Loerke, ni de nadie más. Se sentaba perfectamente inmóvil, en una calma inalte­rable. Mientras tanto, Loerke se acurrucaba y lanzaba miradas desde su cabeza inclinada.

Gudrun estaba torturada buscando algo que decir, algo que aliviase el suspense. Torció el rostro en una sonrisa y miró con conocimiento, casi burlonamente, hacia Gerald.

-La verdad es lo mejor -le dijo con una mueca.

Pero ahora estaba de nuevo bajo el dominio de él; lo estaba porque le había dado ese golpe, porque lo había destruido y no sabía cómo se lo habría tomado él. Le contempló. Le resultaba interesante. Había per­dido su interés por Loerke.

Gerald acabó levantándose y se alejó con un movi­miento perezosamente rígido hasta el profesor. Los dos comenzaron una conversación sobre Goethe.

Ella estaba intrigada más bien por la simplicidad de la conducta de Gerald esa noche. No parecía furioso ni disgustado, sólo curiosamente inocente y puro, real­mente hermoso. A veces caía sobre él ese gesto de clara distancia que la fascinaba siempre.

Ella esperó preocupada durante la noche. Pensó que él la evitaría o le daría algún signo. Pero le habló de modo sencillo y sin emoción, como haría con cualquier otra persona del cuarto. Cierta paz, una abstracción po­seía su alma.

Ella fue a su cuarto caliente, violentamente enamo­rada de él. El era tan hermoso e inaccesible. La besó, fue un amante para ella. Y ella obtuvo un placer extremado con él. Pero él no se recobró, permaneció remoto y sin­cero, inconsciente. Ella deseaba hablarle. Pero ese es­tado inocente y bello de inconsciencia que había caído sobre él se lo impidió. Gudrun se sintió atormentada y oscura.

Sin embargo, por la mañana él la miró con un poco de aversión, con cierto horror y odio oscureciendo sus ojos. Ella se retrajo a su viejo terreno. Pero él seguía sin prepararse contra ella.

Loerke la estaba esperando ahora. Aislado en su en­voltorio completo, el pequeño artista sentía que al fin tenia allí una mujer de la cual podría aprender algo. Se movía incómodo todo el rato esperando hablar con ella, intentando sutilmente estar cerca de ella. Su pre­sencia le llenaba de agudeza y excitación, oscilaba as­tutamente hacia ella como si tuviese alguna fuerza atractiva e invisible.

El no dudaba para nada de si mismo por cuanto se refería a Gerald. Gerald era uno de los espectadores. Loerke sólo le odiaba por ser rico, orgulloso y apuesto. Pero todas esas cosas, la riqueza, el orgullo de la posi­ción social y la belleza física eran aspectos exteriores. Cuando se trataba de la relación con una mujer como Gudrun él, Loerke, tenía un modo de aproximarse y un poder que Gerald no había conocido ni en sueños.

¿Cómo podía esperar Gerald satisfacer a una mujer del calibre de Gudrun? ¿Pensaba él acaso que el orgullo, la fuerza de voluntad o el poder físico le ayudarían? Loerke sabia un secreto más allá de esas cosas. El po­der mayor es el poder sutil que se ajusta a sí mismo, no el que ataca ciegamente. Y él, Loerke, tenía entendi­miento allí donde Gerald era un simple ternero. El, Loerke, podía penetrar en profundidades que trascen­dían por completo el conocimiento de Gerald. Gerald quedaba atrás como un postulante en la antesala de ese templo de misterios, esa mujer. Pero él, Loerke, podía penetrar en la oscuridad interior, encontrar el espíritu de la mujer en sus pliegues internos y luchar allí con él, luchar allí con la serpiente central que se enrosca en el núcleo de la vida.


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