Mujeres enamoradas



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Pero Gudrun se adelantó. Levantó bien alta su mano cerrada y la hizo bajar con un gran golpe sobre el ros­tro y el pecho de Gerald.

Un gran asombro estalló en él, como si en el aire se hubiese roto. Su alma se abrió ancha, ancha, atónita, sintiendo el dolor. Luego rió, girando con manos fuertes y extendidas, para tomar al fin la manzana de su deseo. Al fin podría concluir su deseo.

Cogió la garganta de Gudrun entre su manos, que eran duras e indomablemente poderosas. Y su garganta era hermosa, hermosamente suave si no fuese porque, dentro, podía notar los acordes resbaladizos de su vida. Y él aplastaba eso, podía aplastarlo. ¡Qué júbilo! ¡Oh, qué júbilo al fin, qué satisfacción al fin! El puro placer de la satisfacción llenaba su alma. Estaba contemplan­do cómo aparecía la inconsciencia en el rostro abotar­gado de ella, contemplando cómo se ponían en blanco sus ojos. ¡Qué fea era! ¡Qué cumplimiento, qué satis­facción! ¡Qué bueno era eso, pero qué bueno, qué gra­tificación divina al fin! No se daba cuenta de los mo vimientos y la lucha de ella. Esa lucha era la pasión lujuriosa recíproca de ella en ese abrazo, que se hacia más violenta mientras crecía el frenesí de deleite hasta alcanzar el cenit, la crisis, donde la lucha quedó atrás y su movimiento se hizo más suave, apaciguado.

Loerke se incorporó sobre la nieve, demasiado atur­dido y herido para levantarse. Sólo sus ojos eran cons­cientes.

-Monsieur -dijo con su voz fina, excitada-, quand vous aurez fini...

Una náusea de desprecio y disgusto invadió el alma de Gerald. El asco le llegó hasta su fondo mismo, era una náusea. ¡Ah, qué estaba haciendo, hasta qué punto se estaba dejando ir! Como si le importase ella tanto como para matarla, para tener la vida de ella en sus manos!

Le recorrió una debilidad, una relajación terrible, un deshielo, una desintegración de la fuerza; sin darse cuenta había soltado su presa y Gudrun cayó de rodi­llas. ¿Debía él ver, debía saber?

Una terrible debilidad le póseía, sus articulaciones se habían convertido en agua. Se trastabilló como si estuviese inmerso en un viento, giró y se alejó a la deriva.

«Realmente no lo deseaba», fue la última confesión de asco de su alma y mientras erraba subiendo la la­dera, débil, acabado, sólo apartándose inconscientemen­te de cualquier contacto ulterior. «He tenido bastante..., quiero irme a dormir. He tenido bastante.» Estaba abru­mado bajo una sensación de náusea.

Se sentía débil, pero no deseaba descansar, deseaba seguir y seguir hasta el fin. Nunca volver a permanecer hasta que llegase al fin, ése era todo el deseo que le quedaba. Vagó y vagó, inconsciente y débil, sin pensar en nada mientras pudiese mantenerse en acción.

El crepúsculo derramaba una luz rara, no terrenal, de color rosado, la fría noche azul iba penetrando en la nieve. En el valle situado abajo, detrás, en el gran lecho de nieve había dos pequeñas figuras; Gudrun arro­dillada, como alguien ejecutado, y Loerke sentado apo­yándose junto a ella. Eso era todo.

Gerald fue dando traspiés por la ladera de nieve en la oscuridad azulada, trepando siempre, siempre trepando inconscientemente, aunque estuviese cansado. A su izquierda había una ladera muy pronunciada, con rocas negras y masas caídas de roca con nieve surcando como venas la negrura de la piedra. Sin embargo, no había sonido alguno, todo eso no hacía ruido.

Para añadirse a la dificultad de él, una pequeña luna !luminosa brillaba con intensidad justo delante, algo a la derecha, como una dolorosa cosa brillante que esta­ba allí siempre, sin cesar, de la cual no había escapar toria. El deseaba tanto llegar al fin..., había tenido bas­tante. Pero no dormía.

Ascendía dolorosamente, teniendo a veces que cru­zar una ladera de roca negra desnuda de nieve por el viento. Aquí tuvo miedo de caer, mucho miedo de caer. Y en la cima, en lo más alto, soplaba un viento que casi le abrumaba con una gelidez cargada de sueño. Sólo que el fin no estaba allí, debía continuar aún. Su náusea indefinida no le permitía permanecer.

Cuando coronó una cresta vio la sombra vaga de algo más e!evado frente a él. Siempre más alto, siem­pre más alto. Sabía que estaba siguiendo la pista hacia la cima, donde se encontraban el Marienhütte y la la­dera de descenso hacia el otro lado. Pero no se daba realmente cuenta. Sólo deseaba continuar, continuar mientras pudiera, moverse, seguir yendo; eso era todo, seguir yendo hasta que se terminase. Había perdido todo su sentido de la orientación. Sin embargo, con el instinto vital restante sus pies buscaban la pista por donde habían pasado los esquíes.

Resbaló por una pronunciada pendiente de nieve. Eso le asustó. No llevaba bastón de alpinista ni nada. Pero una vez que se detuvo en lugar seguro comenzó a caminar en la oscuridad iluminada. Hacía tanto frío como en el sueño. Estaba en el hueco entre dos cres­tas. Se había desviado. ¿Debería escalar la otra ladera o caminar siguiendo la garganta? ¡Cuánto se había es­tirado el hilo de su ser y qué fino era! Treparía quizá por la ladera. La nieve era firme y simple. Continuó. Había algo que sobresalía en la nieve. Se aproximó con la más oscura de las curiosidades.

Era un crucifijo semienterrado, un pequeño Cristo bajo un tejadillo inclinado en la punta de un mástil.

Se alejó. Alguien iba a matarle. Sentía un gran temor a ser asesinado. Pero era un terror que quedaba fuera de él, como su propio fantasma.

Sin embargo, ¿por qué temer? Era inevitable que aconteciese. ¡Ser asesinado! Miró con terror la nieve circundante, las laderas onduladas, pálidas, tenebrosas, del mundo superior. Estaba condenado a ser asesinado, podía verlo. Ese era el momento en que se alzaba la muerte, y no había escapatoria.

Señor Jesús, estaba entonces escrito que sucedería... ¡Señor Jesús! Podía sentir cómo descendía el golpe, sa­bía que estaba siendo asesinado. Tanteando vagamente por delante, sus manos se levantaron como para palpar lo que iba a suceder; estaba esperando el momento en que se detendría, en que cesaría. No había termina­do aún.

Había llegado al cuenco hueco de nieve, rodeado por escarpadas laderas y precipicios, desde el cual ascendía una pista que llevaba hasta la cumbre de la montaña. Pero él vagó inconsciente hasta resbalar y caer, y mien­tras caía algo se rompió en su alma, e inmediatamente se puso a dormir.

31. ESCENARIO DESPEJADO

Cuando trajeron el cuerpo la mañana siguiente, Gudrun estaba encerrada en su cuarto. Vio desde su ven­tana a varios hombres transportando una carga sobre la nieve. Quedó sentada, inmóvil, y dejó que los minu­tos pasasen. Alguien llamó a la puerta. Abrió. Había una mujer diciendo suavemente, oh, con demasiada re­verencia:

-¡Le han encontrado, señora!

-¿Il est mort?

-Sí..., hace horas.

Gudrun no sabía qué decir. ¿Qué podía decir? ¿Qué debía sentir? ¿Qué debía hacer? ¿Qué esperaban de ella? Estaba fríamente perpleja.

-Gracias -dijo cerrando la puerta de su cuarto.

La mujer se alejó apesadumbrada. Ni una palabra, ni una lágrima... ¡Ja! Gudrun era fría, una mujer fría.

Se sentó en su cuarto, con el rostro pálido e impa­sible. ¿Qué iba a hacer? No podía llorar y montar una escena. No podía alterarse. Quedó inmóvil, escondién­dose de la gente. Su único motivo era evitar un contac­to real con los acontecimientos. Se limitaba a escribir un largo telegrama a Ursula y Birkin.

Sin embargo, por la tarde se incorporó de repente para buscar a Loerke. Miró con aprensión la puerta del cuarto que había sido de Gerald. No entraría allí por nada del mundo.

Encontró a Loerke sentado solo en el vestíbulo. Fue derecha hacia él.

-¿Verdad que no es cierto? -dijo ella.

El la miró. Una pequeña sonrisa de miseria torció su rostro. Se encogió de hombros.

-¿Cierto? -repitió él.

-¿Verdad que no le hemos matado? -preguntó ella.

A él le disgustaba que ella le abordase de semejante modo. Alzó cansinamente los hombros.

-Ha sucedido -dijo él.

Ella le miró. El se sentaba aplastado y frustrado, tan vacío de emoción y estéril como ella. ¡Dios mío!, era una tragedia estéril, estéril, estéril.

Ella volvió a su cuarto para esperar a Ursula y a Birkin. Deseaba marcharse, sólo marcharse. No podía pensar o sentir hasta haberse marchado, hasta verse liberada de esa posición.

Pasó el día, llegó el siguiente. Oyó el gran trineo, vio a Ursula y a Birkin bajarse y se hundió pensando en ellos también.

Ursula fue derecha a su cuarto.

-¡Gudrun! -exclamó mientras le rodaban las lágri­mas por las mejillas.

Y tomó a la hermana en sus brazos. Gudrun escon­dió su rostro en el hombro de Ursula, pero aún no podía escapar al demonio frío de ironía que helaba su alma.

«Ja, ja -pensó-, ésta es la conducta correcta.»

Pero no podía llorar, y la visión de su rostro frío, pálido, impasible, detuvo pronto la fuente de las lágri­mas de Ursula. En pocos momentos las hermanas que­daron sin nada que decirse.

-¿Fue muy vil arrastraros aquí de nuevo? -acabó preguntando Gudrun.

Ursula la miró con cierto aturdimiento.

-Jamás lo habría pensado -dijo.

-Me sentí mal al llamaras -dijo Gudrun-. Pero, sencillamente, no podía ver a nadie. Esto es demasiado para mí.

-Sí -dijo Ursula aterida.

Birkin llamó a la puerta y entró. Su rostro -era blan­co e inexpresivo. Ella sabía que él sabía. El le dio la mano diciendo:

-El fin de este viaje, en cualquier caso.

Gudrun le miró asustada.

Hubo silencio entre los tres, no tenían nada que de­cirse. Ursula acabó preguntando con una voz pequeña:

-¿Le has visto?

El devolvió la mirada a Ursula con ojos duros, fríos, y no se tomó el trabajo de contestar.

-¿Le has visto? -repitió ella.

-Sí -dijo él fríamente.

Miró entonces a Gudrun.

-¿Has hecho algo? -dijo.

-Nada -repuso ella-, nada.

Ella se retrajo de hacer ninguna declaración por trío asco.

-Loerke dice que Gerald llegó cuando estabais sen­tados sobre el trineo en el fondo del Rudelbahn, que discutisteis y que Gerald se marchó. ¿Por qué discu­tisteis? Sería mejor que lo supiese para satisfacer a las autoridades, en caso de ser necesario.

Gudrun le miró blanca, infantil, muda de preocu­pación.

-No hubo siquiera discusión -dijo ella-. El gol­peó a Loerke y le dejó sin sentido, casi me estranguló y luego se fue.

Para sí se estaba diciendo:

«¡Una bonita muestra del eterno triángulo!» Y se apartó irónicamente, porque sabía que la lucha fue en­tre Gerald y ella, y que la presencia de la tercera per­sona había sido una mera contingencia..., quizás una contingencia inevitable, pero una contingencia en cual­quier caso. Sin embargo, que lo pensasen como un ejem­plo del eterno triángulo, la trinidad del odio. Sería más sencillo para ellos.

Birkin se fue, frío y abstraído. Pero ella sabía que haría los trámites a pesar de todo, que la ayudaría. Se sonrió levemente para sí, con desprecio. Que hiciese él el trabajo, ya que era tan extremadamente bueno cui­dando de otras personas.

Birkin volvió con Gerald. Le había amado. Y, sin embargo, sentía fundamentalmente asco ante el cuerpo inerte allí yacente. Era tan inerte, tan fríamente muerto que las entrañas de Birkin parecieron helarse. Necesi­taba mirar el cuerpo helado que había sido Gerald. Era el cadáver congelado de un varón muerto. Birkin re­cordaba un conejo que encontró en tiempos, congelado como una tabla sobre la nieve. Estaba rígido como una plancha seca cuando lo recogió. Y ahora eso era Gerald, y eso como un palo, enroscado como para dormir pero con la horrible dureza de algún modo evidente. Le lle­naba de horror. Era preciso calentar el cuarto, deshe­lar el cuerpo. Los miembros se romperían como cristal o madera al enderezarlos.

Alargó la mano y tocó el rostro muerto. Y la gelidez aguda y grave del hielo arañó sus entrañas. Se pregun­tó si también él no se estaría helando, helándose desde dentro. En el bigote corto y rubio el aliento vital estaba congelado en un bloque de hielo bajo las silenciosas aletas de la nariz. ¡Y eso era Gerald!

Tocó de nuevo el pelo áspero y casi centelleante del cuerpo congelado. Tenía el frío del hielo, era un pelo gélido, casi venenoso. El corazón de Birkin empezó a congelarse. Había amado a Gerald. Ahora miraba el rostro anguloso y extrañamente colorado, con la nariz pequeña y hermosa, las mejillas masculinas; lo vio he­lado como un guijarro de hielo... y, sin embargo, le había amado. ¿Qué debía uno pensar o sentir? Su cere­bro estaba empezando a congelarse, su sangre se con­vertía en aguanive. Tanto frío, tanto frío, un frío pe­sado, magullante, que apretaba su brazos desde fuera, y un frío más pesado que le congelaba desde dentro, que congelaba su corazón y sus entrañas.

Fue hacia las laderas de nieve para ver el lugar don de ocurrió la muerte. Llegó al fin a la gran cuenca entre los precipicios y laderas, cerca de la cumbre del paso. Era un día gris, el tercer día de grisura y fijeza. Todo era blanco, gélido, pálido, salvo los montones de rocas negras que brotaban a veces como raíces y otras como rostros desnudos. En la distancia, una ladera descendía desde un pico jalonada por muchas piedras negras.

Era como una cazuela vacía entre la piedra y la nie­ve del mundo superior. En esa cazuela se había puesto a dormir Gerald. En el extremo más lejano los guías había clavado profundamente estacas de hierro en el muro de nieve para, con ayuda de una gran cuerda, poder izarse por el colosal frente de nieve y poder llegar hasta la dentada cumbre del puerto, desnuda ante el cielo, donde se ocultaba el Marienhütte entre las rocas desnudas. Alrededor, picos puntiagudos y veteados de nieve hendían el cielo.

Gerald pudo haber encontrado esa cuerda. Pudo ha­ber ascendido por sí mismo hasta la cresta. Pudo haber escuchado los perros del Marienhütte y encontrado co­bijo. También pudo haber bajado por la ladera muy es­carpada del lado Sur, descendiendo al valle oscuro con sus pinos, llegando a la gran carretera imperial que conducía en dirección Sur hasta Italia.

¡Podría! ¿Y entonces qué? ¡La carretera imperial! ¿El Sur? ¿Italia? ¿Qué entonces? ¿Era una escapatoria? Una vez más, era sólo un camino. Birkin se mantuvo alto en el aire doloroso, mirando los picos y el camino hacia el Sur. ¿Servía de algo ir hacia el Sur, hacia Italia? ¿Siguiendo la vieja, vieja carretera imperial?

Se alejó. O bien se le rompía el corazón o dejaba de preocuparse. Mejor dejar de preocuparse. Fuese cual fuese el misterio que produjo al hombre y al universo, era un misterio no humano que tenía sus propios gran­des fines; el hombre no es el criterio. Mejor dejárselo todo al misterio vasto, creativo, no humano. Mejor lu­char con uno mismo solamente, no con el universo.

«Dios nada puede sin el hombre.» Era una frase de algún gran pedagogo religioso francés. Pero era indu­dablemente falsa. Dios no necesita para nada al hombre. Dios no necesitaba para nada a los ictiosaurios y los mas­todontes. Esos monstruos no pudieron desarrollarse creativamente, y Dios -el misterio creador- prescindió de ellos. Del mismo modo podía prescindir del hombre el misterio, si no lograba transformarse y desarrollarse creativamente. El eterno misterio creador podía dispo­ner del hombre y sustituirle por un ser mejor creado. Tal como el caballo ocupó el lugar del mastodonte. Para Birkin era muy consolador pensar eso. Si la hu­manidad corría a un callejón sin salida y se gastaba, el misterio creador intemporal suscitaría otro ser mejor, más maravilloso, alguna raza nueva y más encantado­ra que asumiese la creación encarnada. El juego no terminaba nunca. El misterio de la creación era inson­dable, infalible, inacabable, para siempre. Iban y venían

las razas, pasaban las especies, pero siempre brotaban nuevas especies más encantadoras o al menos tan en­cantadoras como las precedentes, ensanchando sin cesar la maravilla. La fuente era incorruptible e inencontrable. No tenía límites. Podía producir milagros, crear ra­zas absolutamente nuevas y nuevas especies, nuevas for­mas de conciencia, nuevas formas de cuerpo; nuevas unidades de ser. Ser hombre no era nada comparado con las posibilidades del misterio creador. La satisfacción inefable, la perfección, era tener sincronizado el pulso de uno directamente con el misterio. Humano o inhu­mano, no importaba. El pulso perfecto palpitaba con ser indescriptible, con especies milagrosamente no na­cidas.

Birkin volvió de nuevo con Gerald. Penetró en el cuarto y se sentó junto a la cama. ¡Muerto, muerto y frío!
«César imperial muerto y convertido en arcilla taparía un agujero para mantener alejado el viento.»
No hubo respuesta desde aquello que había sido Gerald. Sustancia extraña, congelada, gélida..., nada más. ¡Nada más!

Birkin se alejó terriblemente asqueado para cumplir las tareas del día. Hizo todo tranquilamente y sin preo­cuparse. Desvariar, delirar, ser trágico, crear situacio­nes..., era demasiado tarde para todo. Mejor quedar silencioso, llevando el alma de uno en paciencia y ple­nitud.

Pero por la noche fue de nuevo a mirar a Gerald entre las velas, y debido al hambre de su corazón, de su corazón repentinamente contraído, casi se le cayó la vela de la mano cuando estallaron las lágrimas con un extraño grito sollozante. Se sentó en una silla con­movido por un acceso súbito. Ursula, que le había se­guido, retrocedió aterrorizada ante él, mientras Birkin se sentaba con la cabeza hundida y el cuerpo sacudido convulsivamente, haciendo un ruido extraño y terrible de lágrimas.

«No deseaba que fuese así..., no deseaba que fuese así», exclamó él para sí.

Ursula sólo podía pensar en la frase del Kaiser: Ich habe es nicht gewollt. Miró a Birkin casi con horror.

El quedó de repente silencioso. Pero se mantuvo sen­tado, con la cabeza agachada para esconder el rostro. Luego se secó la cara furtivamente con los dedos. En­tonces levantó de repente la cabeza y miró de lleno a Ursula con ojos oscuros, casi vengativos.

-El debió amarme -dijo él-. Se lo ofrecí.

Ella, asustada, blanca, con labios mudos contestó:

-¿Qué diferencia habría podido representar?

-¡Habría sido diferente! -dijo él-. Habría sido di­ferente.

La olvidó y volvió a mirar a Gerald. Con la cabeza levantada de un modo extraño, como un hombre que retrocede ante un insulto, en parte altivamente, con­templó el rostro frío, mudo, material. Tenía un áurea azulada. Lanzó un dardo como hielo a través del co­razón del hombre vivo. ¡Frío, mudo, material! Birkin recordó cómo en tiempos había aferrado Gerald su mano con una presa cálida y momentánea de amor de­finitivo. Fue durante un segundo..., luego le soltó, le soltó para siempre. Si se hubiese mantenido fiel a ese apretón, la muerte no habría importado. Los que mue­ren y al morir pueden aún amar, aún creer, no mue­ren. Siguen viviendo en los amados. Gerald podría se­guir viviendo en espíritu con Birkin, incluso tras la muerte. Pero estaba muerto ahora, como arcilla, como hielo azulado y corruptible. Birkin miró los dedos pá­lidos, la masa inerte. Le recordaba un garañón muerto que había visto: una masa muerta de virilidad, repug­nante. Recordó también el rostro hermoso de alguien a quien había amado y que había muerto teniendo la fe de rendirse al misterio. Aquel rostro muerto era her­moso, nadie podría haberlo llamado frío, mudo, mate­rial. Nadie podía recordarlo sin obtener fe en el miste­rio, sin calentarse el alma con una confianza vital nueva y profunda.

¡Y Gerald! ¡El denegador! Dejaba el corazón frío, congelado, apenas capaz de latir. El padre de Gerald había parecido pesaroso hasta el punto de romper el corazón, pero jamás tuvo ese último aspecto terrible de Materia fría, muda. Birkin contemplaba y contem­plaba.

Ursula se mantenía a un lado, contemplando al hom­bre vivo mirar el rostro congelado del hombre muer­to. Los dos rostros estaban inmóviles y no movían a emoción alguna. La llama de las velas temblaba en el aire gélido del intenso silencio.

-¿No has visto ya bastante? -dijo ella.

El se levantó.

-Es una cosa amarga para mí -dijo él.

-¿Qué?..., ¿que esté muerto? -dijo ella.

Los ojos de él se encontraron con los de ella justa­mente un instante. No respondió.

-Me tienes a mí -dijo ella.

El sonrió y la besó.

-Si yo muero -dijo él-, sabrás que no te he aban­donado.

-¿Y yo? -exclamó ella.

-Y tú no me habrás abandonado -dijo él-. No tendremos ninguna necesidad de desesperarnos en la muerte.

Ella le cogió una mano.

-Pero ¿necesitas desesperarte por Gerald? -pre­guntó.

-Sí -respondió él.

Se marcharon. Llevaron a Gerald a Inglaterra para enterrarlo. Birkin y Ursula acompañaron el cuerpo jun­to con uno de los hermanos de Gerald. Fueron los her­manos y hermanas Crich quienes insistieron en hacer el entierro en Inglaterra. Birkin deseaba dejar el muerto en los Alpes, cerca de la nieve. Pero la familia fue es­tridente, insistió mucho.

Gudrun se marchó a Dresde. No mandó noticias. Ursula se quedó en el molino con Birkin durante una semana o dos. Ambos estaban muy silenciosos.

-¿Necesitabas a Gerald? -preguntó ella una noche.

-Sí -dijo él.

-¿No soy yo bastante para ti? -preguntó ella.

-No -dijo él-. Eres bastante para mí por lo que respecta a una mujer. Eres para mí todas las mujeres. Pero yo deseaba un amigo hombre, tan eterno como somos tú y yo.

-¿Por qué no soy bastante? -dijo ella-. Tú eres bastante para ml. No quiero nada más que tú. ¿Por qué no te pasa a ti lo mismo?

-Teniéndote, puedo vivir toda mi vida sin nadie más, sin ninguna otra intimidad absoluta. Pero para hacerlo completo, realmente dichoso, deseaba también unión eterna con un hombre: otra clase de amor -dijo.

-No lo creo -dijo ella-. Es una terquedad, una teoría, una perversión.

-Bien... -dijo él.

-No puedes tener dos clases de amor. ¿Por qué habrías de tenerlas?

-Parece que no puedo -dijo él-. Sin embargo, lo deseaba.

-No puedes tenerlo porque es falso, imposible -di­jo ella.

-No creo eso -respondió él.




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