Mujeres enamoradas



Yüklə 1,84 Mb.
səhifə6/42
tarix29.10.2017
ölçüsü1,84 Mb.
#19792
1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   42

-Confesión abierta..., bueno para el alma, ¿eh? -dijo el joven-. Bien, hasta luego.

Y el joven se alejó tras lanzar una aguda mirada a Birkin y a Gerald, con un movimiento de los faldones de su abrigo.

Gerald había sido completamente ignorado todo este tiempo. Y, no obstante, sentía que la chica era física­mente consciente de su proximidad. Esperó, escuchó e intentó organizar los fragmentos de conversación.

-¿Te quedas en la casa? -preguntó la chica a Birkin.

-Durante tres días -repuso Birkin-. ¿Y tú?

-No lo sé todavía. Siempre puedo ir a casa de Bertha.

Hubo un silencio.

De repente, la chica se volvió hacia Gerald y dijo en una voz más bien formal, educada, con los modales dis­tantes de una mujer que acepta su posición socialmente inferior pero supone camaraderie íntima con el varón a quien se dirige:

-¿Conoces Londres bien?

-Es difícil de decir -rió él-. He estado muchas veces, pero nunca aquí antes.

-¿No eres entonces un artista? -dijo ella en un tono que le situaba como un desplazado.

-No -repuso él.

-Es un militar y un explorador, y un Napoleón de la industria -dijo Birkin, dando a Gerald sus creden­ciales para la bohemia.

-¿Eres militar? -preguntó la muchacha con una cu­riosidad fría aunque animada.

-No, renuncié a mi puesto -dijo Gerald- hace al­gunos años.

-Estuvo en la última guerra -dijo Birkin.

-¿Estuviste de verdad?

-Y luego exploró el Amazonas -dijo Birkin-, y ahora está reinando sobre minas de carbón.

La muchacha miró a Gerald con curiosidad sosteni­da y tranquila. El rió al oírse descrito. También se sentía orgulloso, lleno de vigor varonil. Sus ojos azules, agudos, estaban encendidos de risa; su rostro rubicundo con el duro pelo rubio estaba lleno de satisfacción y brillante de vida. El la intrigaba.

-¿Cuánto vas a quedarte? -le preguntó.

-Un día o dos -repuso él-. Pero no hay prisa es­pecial.

Ella seguía contemplándole con esa mirada lenta y plena que resultaba tan curiosa y excitante para él. Ge­rald era aguda y deliciosamente consciente de sí, de su propio atractivo. Se sentía lleno de fuerza, capaz de emanar una especie de poder eléctrico. Y era consciente de los ojos azules y descarados de ella sobre él. Minette tenía ojos hermosos, como flores, plenamente abiertos, desnudados cuando le miraba. Y sobre ellos parecía flo­tar una iridiscencia curiosa, una especie de película de desintegración y hosquedad, como aceite sobre agua. Ella no llevaba sombrero en el caldeado café y llevaba una blusa suelta y simple cogida por una cinta alrededor del cuello. Pero estaba hecho de suntuoso crépe-de-chine amarillo, que colgaba pesada y suavemente desde su jo­ven garganta y sus esbeltas muñecas. Su aspecto era sencillo y completo, realmente hermoso por su regulari­dad y formas; el pelo amarillo y brillante cayendo curvo y uniforme a cada lado de su cabeza; sus rasgos, correc­tos, pequeños, suavizados, provocantes en la leve pleni­tud de sus curvas; su cuello, esbelto, y la blusa, simple y de color intenso que colgaba de sus esbeltos hombros. Era de modales muy tranquilos, casi nula, apartada y observadora.

Le gustaba mucho a Gerald. El sintió un poder terri­ble, gozoso, sobre ella; un amor instintivo muy próximo a la crueldad. Porque Minette era una víctima. Sintió que ella estaba en su poder, y él era generoso. La elec­tricidad era turgente y voluptuosamente rica en los miembros de Gerald. Hubiera sido capaz de destruirla completamente con la fuerza de su descarga. Pero ella estaba esperando en su separación, entregada.

Hablaron de banalidades durante algún tiempo. De repente, Birkin dijo:

-¡Allí está Julius! -y medio se levantó, haciendo señas al recién llegado.

La muchacha, con un movimiento de curiosidad casi maligna, miró por encima del hombro sin mover el cuerpo. Gerald miró el pelo corto y rubio ondear sobre sus orejas. Notó que observaba intensamente al hombre que se estaba aproximando, por lo cual miró él también. Vio a un joven moreno, esbelto, de pelo negro más bien largo y sólido colgando desde un sombrero negro, mo­viéndose incómodamente por la habitación, encendido el rostro con una sonrisa a la vez ingenua, cálida e insí­pida. Se aproximó hacia Birkin con las prisas de la bienvenida.

No percibió a la chica hasta estar bastante cerca. Retrocedió, se puso verde y dijo con voz chillona:

-¿Qué estás tú haciendo aquí, Minette?

Los parroquianos del café levantaron los ojos cuando escucharon su grito. Halliday estaba allí inmóvil, con una sonrisa casi imbécil brillando pálidamente sobre el rostro. La muchacha se limitó a mirarle con frialdad de hielo donde ardía un insondable infierno de conoci­miento y cierta impotencia. Ella estaba limitada por él.

-¿Por qué volviste? -repitió Halliday en la misma voz alta, histérica-. Te dije que no volvieras.

La muchacha no respondió, sólo le miró de frente, de la misma manera gélida, fría, grave, mientras él permanecía apoyado -momo buscando seguridad- sobre la mesa contigua.

-Sabes que querías que ella volviese..., ven y sién­tate -le dijo Birkin.

-No, no quería que ella volviese, y le dije que no lo hiciera. ¿Para qué has venido, Minette?

-Para nada que venga de ti -dijo con una voz den­sa de resentimiento.

-¿Para qué has venido entonces? -gritó Halliday, elevando la voz hasta una especie de chillido.

-Ella viene porque quiere -dijo Birkin-. ¿Vas a sentarte o no?

-No, no me sentaré con Minette -exclamó Hal­liday.

-No te haré daño; no necesitas temer -dijo ella muy secamente, pero con una especie de sentimiento protector en su voz.

Halliday vino y se sentó en la mesa, poniéndose la mano sobre el corazón y gimoteando:

-¡Oh, cómo me ha cambiado el humor! Minette, desearía que no hicieses estas cosas. ¿Por qué volviste?

-No, por nada que dependa de ti -repitió ella.

-Ya me lo has dicho -exclamó él con voz aguda.

Ella se desentendió completamente de él y se puso a hablar con Gerald Crich, cuyos ojos brillaban al sentirse sutilmente divertido.

-¿Tuviste alguna vez mucho miedo de los salvajes? -preguntó con su voz tranquila, monótona, infantil.

-No..., nunca tuve mucho miedo. En conjunto son inofensivos...; no han nacido todavía, es imposible te­nerles realmente miedo. Sabes que puedes controlarles.

-¿De verdad? ¿No son muy feroces?

-No mucho. No hay muchas cosas feroces, por otra parte. No hay muchas cosas, personas o animales que sean realmente peligrosas.

-Excepto en manadas -interrumpió Birkin.

-¿De verdad que no? -dijo ella-. Oh, pensé que los salvajes eran todos muy peligrosos, que te quitarían la vida al menor descuido.

-¿Sí? -rió él-. Los salvajes están valorados de­masiado alto. En realidad son demasiado parecidos a la otra gente, nada excitantes tras el primer contacto.

-Oh, ¿entonces no es necesario un valor maravillo­so para ser explorador?

-No. Es más un asunto de penalidades que de te­rrores.

-¡Oh! ¿Y nunca tuviste miedo?

-¿En mi vida? No sé. Sí, tengo miedo de algunas

cosas..., de ser encerrado, de quedar cogido en cual­quier parte... o de ser atado. Tengo miedo de que me esposen de pies y manos.

Ella le miraba continuamente con esos ojos ingenuos que descansaban sobre Gerald y le atraían tan profun­damente como para dejar bastante tranquilo su yo su­perior. Era bastante delicioso sentirla extrayendo de él sus autorrevelaciones como si fuera del tuétano más in­terior y oscuro de su cuerpo. Ella quería saber. Y sus ojos parecían atravesarle hasta su organismo desnudo. El sintió que ella se veía impulsada hacia él, que esta­ba destinada a entrar en contacto con él, que necesitaba verle y conocerle. Y eso despertó un curioso júbilo. También sintió que ella debería abandonarse en sus ma­nos y estarle sometida. Ella era tan profana, tan ser­vil, cuando le contemplaba absorta. No es que estuviera interesada en lo que él decía; estaba absorbida por su autorrevelación, por él, quería su secreto, la experiencia de su ser masculino.

Pero el rostro de Gerald estaba iluminado por una sonrisa misteriosa, llena de luz y animación, aunque inconsciente. Se sentaba con los brazos sobre la mesa, empujando hacia ella sus manos tostadas por el sol, más bien siniestras, que eran animales pero con mucha forma y atractivo. Y la fascinaban. Y ella lo sabía, con­templaba su propia fascinación.

Habían llegado a la mesa otros hombres para hablar con Birkin y Halliday. Gerald dijo en voz baja, aparte, a Minette:

-¿De dónde has venido?

-Del campo -repuso Minette en voz muy baja pero llena de resonancia.

Su rostro se cerró con dureza. Miraba continuamen­te hacia Halliday, y luego sus ojos fueron invadidos por un fulgor. El joven sólido y apuesto la ignoraba completamente; tenía realmente miedo de ella. Durante algunos momentos ella no fue consciente de Gerald. No la tenía conquistada todavía.

-¿Y qué tiene que ver con ello Halliday? -preguntó él con la voz todavía alterada.

Ella no respondió durante algunos segundos. Luego, con desgana, dijo:

-Hizo que me fuese a vivir con él, y ahora quiere echarme. Y, sin embargo, no me deja ir a casa de nadie más. Quiere que viva escondida en el campo. Y luego dice que le persigo, que no puede librarse de mí.

-No conoce su propia mente -dijo Gerald.

-No tiene mente alguna, así que no puede conocerla -dijo ella-. Espera siempre que alguien le diga lo que debe hacer. Nunca hace algo que quiere hacer por sí mismo... porque no sabe lo que quiere. Es un perfecto bebé.

Gerald miró a Halliday durante algunos momentos, contemplando el rostro suave y más bien degenerado del joven. Su misma suavidad era un atractivo; era na­turaleza suave y cálida donde uno podría bucear con recompensa.

-Pero él no puede retenerte, ¿verdad? -preguntó Gerald.

-Mira, hizo que me fuese a vivir con él cuando yo no quería -repuso ella-. Vino y me lloró con lágrimas en los ojos, nunca habrás visto tantas, diciendo que no podía soportarlo si no volvía con él. Y no quería irse, se habría quedado para siempre. Hizo que volviese. Y en­tonces se comporta cada vez de esta manera. Y ahora que voy a tener un hijo quiere darme cien libras y man­darme al campo, para no volver a verme ni a oír hablar de mí jamás. Pero yo no voy a hacerlo, después...

Una extraña mirada invadió el rostro de Gerald.

-¿Vas a tener un hijo? -preguntó incrédulamente. Parecía imposible; era tan joven y estaba espiritual­mente tan lejos de cualquier maternidad.

Ella le miró de lleno a la cara, y sus ojos azules, inacabados, tenían ahora un gesto furtivo y la mirada de un conocimiento indomable de la maldad y la os­curidad. Una llama corrió secretamente hacia el cora­zón de él.

-Sí -dijo ella-. ¿Verdad que es una animalada?

-¿No lo quieres? -preguntó él.

-No -repuso ella con énfasis.

-Pero... -dijo- ¿cuánto hace que lo sabes?

-Diez semanas -dijo ella.

Mantenía todo el tiempo los ojos puestos de lleno sobre él. El quedó silencioso, pensando. Luego, desco-

nectando y poniéndose frío, preguntó con una voz llena de amable consideración:

-¿Hay algo aquí que podamos comer? ¿Hay algo que te gustaría?

-Sí -dijo ella-, me encantarían unas ostras.

-Muy bien -dijo él-. Tomaremos ostras -y llamó al camarero.

Halliday no se dio cuenta hasta que el pequeño plato fue colocado delante de ella. Entonces exclamó súbita­mente:

-Minette, no puedes comer ostras bebiendo coñac.

-¿Qué tiene eso que ver contigo? -preguntó ella.

-Nada, nada -exclamó él-. Pero no puedes comer ostras cuando estás bebiendo coñac.

-No estoy bebiendo coñac -repuso ella, rociándole la cara con las últimas gotas de su licor.

El lanzó un extraño chillido. Ella se quedó mirándole, como indiferente.

-Minette, ¿por qué haces eso? -gritó él aterrado.

Gerald tuvo la impresión de que ella le aterrorizaba y que a él le encantaba ese terror. Parecía disfrutar con su propio horror y odio hacia ella, dándole vueltas y extrayendo cada uno de los aromas, verdaderamente ate­rrado. Gerald le consideró un loco raro, aunque intri­gante.

-Pero, Minette -dijo otro hombre con una voz muy pequeña y rápida de Eton-, prometiste no hacerle daño.

-No le he hecho daño -respondió ella.

-¿Qué vas a beber? -preguntó el hombre joven. Era de complexión oscura, piel suave y llena de un sano vigor.

-No me gusta el oporto, Maxim -repuso ella.

-Debes pedir champagne -susurró la aristocrática voz del otro.

Gerald comprendió de repente que era una indirecta.

-¿Tomaremos champagne? -preguntó sonriendo.

-Sí, por favor, ceco -dijo ella ceceando infantil­mente.

Gerald la contempló comiendo las ostras. Era delica­da y educada en su modo de comer; sus dedos eran bellos y parecían muy sensibles en las yemas, por lo cual separaba su comida con movimientos bellos y pe­queños; comía cuidadosa, delicadamente. Le gustaba mucho verla e irritaba a Birkin. Estaban todos bebien­do champagne. Maxim, el ruso joven y peripuesto con el rostro suave, de color pálido, y el pelo negro aceitado era el único que parecía perfectamente tranquilo y so­brio. Birkin parecía blanco y abstracto, artificial. Ge­rald estaba sonriendo con una luz fría, brillante y di­vertida en sus ojos, inclinándose algo protectoramente hacia Minette, que era muy bonita y suave, abierta como alguna hermosa flor del norte en pavorosa desnudez de florecimiento, entregada ahora a la vanagloria, arrebata­da con el vino y la excitación de los hombres. Halliday parecía atontado. Un vaso de vino bastó para ponerle borracho y risueño. Sin embargo, había siempre una in­genuidad agradable y cálida a su alrededor que le hacía atractivo.

-No le tengo miedo a nada, excepto a los escaraba­jos negros -dijo Minette, levantando los ojos de repen­te y mirando de lleno a Gerald con el gesto de ver una película espantosa.

El rió peligrosamente, desde la sangre. Su infantil charla le acariciaba los nervios, y sus ojos ardientes, velados, vueltos ahora plenamente sobre él, olvidando todos sus antecedentes, le proporcionaron una especie de licencia.

-No -protestó ella-, no le tengo miedo a otras cosas. Pero los escarabajos negros... ¡Ug! -se encogió de hombros convulsivamente, como si el mero pensa­miento le fuese insoportable.

-¿Quieres decir -dijo Gerald con la puntillosidad de un hombre que ha estado bebiendo- que te asusta la visión de un escarabajo negro, o que tienes miedo de que te muerda, o te haga algún daño?

-¿Muerden? -exclamó la chica.

-¡Qué perfectamente odioso! -exclamó Halliday.

-No sé -repuso Gerald mirando, por la mesa-. ¿Muerden los escarabajos negros? Pero ésa no es la cuestión. ¿Tienes miedo de que te muerdan o se trata de una antipatía metafísica?

La chica le estaba mirando de lleno todo el tiempo con ojos rudimentarios.

-¡Oh, pienso que son bestiales, horrendos! -exclamó

ella-. Si veo a uno me recorre todo el cuerpo un esca­lofrío. Si uno fuese a arrastrarse sobre mí estoy segura de que moriría..., estoy segura.

-Espero que no -susurró el joven ruso.

-Estoy segura, Maxim -aseveró ella.

-Entonces no nos arrastraremos sobre ti -dijo Ge­rald sonriendo y sabiéndolo. De algún extraño modo la

entendía.

-Es metafísico, como dice Gerald -afirmó Birkin.

Hubo una pequeña pausa de incomodidad.

-¿Y ninguna otra cosa te da miedo? -preguntó el joven ruso con sus modales rápidos, sosegados, ele­gantes.

-No realmente -dijo ella-. Me asustan algunas cosas, pero no es realmente lo mismo. No me da miedo la sangre.

-¡No teme a la sangre! -exclamó un hombre joven con rostro grueso, pálido y burlón que acababa de llegar a la mesa y estaba bebiendo whisky.

Minette le dirigió una hosca mirada de desagrado, baja y fea.

-¿No tienes realmente miedo de la sangre? -persis tió el otro, con chunga en el rostro.

-No, no tengo -repuso ella.

-Vamos a ver, ¿has visto alguna vez sangre salvo en la escupidera de un dentista? -bromeó el joven.

-No estaba hablando contigo -repuso ella con bas­tante altivez.

-Pero puedes contestarme, ¿verdad? -dijo él.

Como respuesta ella pasó súbitamente un cuchillo por su mano gruesa y pálida. El se apartó de la mesa lanzando una maldición vulgar.

-Muéstranos lo que eres -dijo Minette con des­precio.

-Maldita seas -dijo el hombre joven de pie junto a la mesa mientras la miraba con acre malevolencia.

-Basta ya -dijo Gerald con una orden rápida e ins­tintiva.

El joven quedó mirándola con desprecio burlón y un gesto acobardado, azorado, sobre su rostro pálido. La sangre empezó a fluir desde su mano.

-¡Oh, qué horrible, apártalo! -chilló Halliday, vol­viéndose verde y escondiendo el rostro.

-¿Te sientes mal? -preguntó el joven mordaz con algo de preocupación-. ¿Te sientes enfermo, Julius? No es nada, hombre, no le des el placer de permitirle pensar que ella ha hecho una proeza..., no le des la satisfacción, hombre..., es justamente lo que quiere.

-¡Oh! -chilló Halliday.

-Va a vomitar, Maxim -dijo previsoramente Mi­nette.

El suave joven ruso se incorporó y cogió a Halliday del brazo alejándole. Birkin, blanco y disminuido, mi­raba como si estuviese disgustado. El joven mordaz herido se alejó, ignorando su mano sangrante del modo más conspicuo.

-Es realmente un cobarde horrible -dijo Minette a Gerald-. Tiene mucha influencia sobre Julius.

-¿Quién es? -preguntó Gerald.

-Es un judío; realmente, no puedo soportarle.

-Bueno, él tiene bastante poca importancia. Pero ¿qué le pasa a Halliday?

-Julius es el más horrible cobarde que hayas visto jamás -exclamó ella-. Se desmaya siempre que levanto un cuchillo..., está aterrorizado conmigo.

-¡H'm! -dijo Gerald.

-Todos ellos me tienen miedo -dijo ella-. Sólo el judío piensa que va a demostrar su valor. Pero es el mayor cobarde de todos, realmente, porque tiene miedo de lo que pensará la gente de él... y a Julius eso no le importa.

-Tienen mucho valor entre los dos -dijo Gerald con buen-humor.

Minette le miró con una sonrisa lenta, lenta. Estaba muy mona, ruborizada y confiando en su horrible co­nocimiento. Dos pequeños puntos de luz refulgían sobre los ojos de Gerald.

-¿Por qué te llaman Minette? ¿Porque eres como un gato?

-Supongo que sí -dijo.

La sonrisa se hizo más intensa sobre el rostro de él.

-Lo eres bastante... o una pantera hembra joven.

-¡Dios mío, Gerald! -dijo Birkin con cierto des­agrado.

Ambos miraron incómodamente a Birkin.

-Estás silencioso esta noche, Wupert -dijo ella con una leve insolencia, sintiéndose protegida por el otro

hombre.

Halliday estaba volviendo, con aspecto ajado y en­fermo.



-Minette -dijo-, desearía que no hicieses estas co­sas... ¡Oh! -se hundió con un gruñido en su silla. -Harías bien yéndote a casa -le dijo ella.

-Iré a casa -dijo él-. Pero venid todos. ¿Queréis venir un rato al piso? -dijo a Gerald-. Me gustaría tanto que lo hicieseis. Sí..., espléndido.

Buscó alrededor al camarero.

-Consígame un taxi -entonces gimió nuevamente-.Oh, me siento... ¡completamente hecho papillas! Minet­te, ya ves lo que me haces.

-¿Por qué eres entonces tan idiota? -dijo ella con calma adusta.

-¡Pero no soy un idiota! ¡Oh, qué terrible! Venid, todos, será tan espléndido. Minette, vente. ¿Qué? Oh, pero debes venir, sí, debes. ¿Qué? Oh, mi querida mu­chacha, no provoques un incidente ahora; me siento perfectamente, oh, tan hecho papilla... ¡Jo...! ¡Oh! ¡Oh!

-Sabes que no puedes beber -le dijo ella fría­mente.

-Te digo que no es la bebida..., es tu repugnante conducta, Minette, nada más. ¡Oh, qué horror! Libídnikov, déjanos salir.

-Sólo ha bebido un vaso..., sólo un vaso -llegó la voz rápida y tranquila del joven ruso.

Se desplazaron todos hacia la puerta. La chica se mantuvo cerca de Gerald, y parecía estar sincronizada con él en sus movimientos. El era consciente de ello y le llenaba de una satisfacción demoníaca el hecho de que su movimiento fuera bueno para dos. La mantuvo en el hueco de su voluntad, y ella era suave, secreta, invisible, agitándose allí.

Se apiñaron cinco en el taxi. Halliday penetró pri­mero y se sentó junto a la otra ventanilla. Luego Mi­nette tomó su lugar y Gerald se sentó junto a ella.

Oyeron al ruso joven dando órdenes al conductor; des­pués quedaron todos sentados en la oscuridad, apreta­dos, con Halliday gimiendo y sacando la cabeza por la ventanilla. Los viajeros sintieron el ágil y amortiguado movimiento del coche.

Minette se sentaba junto a Gerald y pareció suavi­zarse, fundirse sutilmente en los huesos de él, como si estuviera pasando a él en un flujo negro, eléctrico. Su ser se insufló en las venas de él como una oscuridad magnética, concentrándose en la base de su columna vertebral como una temible fuente de poder. Entretan­to, la voz de Minette sonaba silbante y despreocupada, mientras conversaba indiferentemente con Birkin y con Maxim. Entre ella y Gerald había ese silencio y esa comprensión negra, eléctrica, en la oscuridad. Entonces ella encontró la mano de él y la aferró firmemente con la suya. La oscuridad era tan total y, con todo, era una expresión tan desnuda que rápidas vibraciones re­corrieron la sangre y el cerebro de Gerald; ya no era responsable. Pero la voz de ella seguía sonando como una campana, matizada por un tono de burla. Y al mover ella la cabeza, su hermosa mata de pelo barrió justamente dentro de él, y todos sus nervios se pusie­ron a arder como si fuese una sutil fricción de electri­cidad. Pero el gran centro de su fuerza se mantenía firme -un magnifico orgullo para él- en la base de su columna.

Llegaron a una calle de casas tranquilas, subieron el sendero de un jardín y les abrió una puerta un cria­do de piel oscura. Gerald miró sorprendido, preguntán­dose si se trataba de un caballero, quizá uno de los orientales provenientes de Oxford. Pero no, era el cria­do masculino.

-Haz té, Hasan -dijo Halliday.

-¿Hay un cuarto para mí? -dijo Birkin.

A ambas cuestiones sonrió el hombre y murmuró.

Hizo sentirse inseguro a Gerald, porque siendo alto, esbelto y reticente parecía un caballero.

-¿Quién es tu criado? -preguntó a Halliday-. Pa­rece un señor.

-Oh sí..., es porque se viste con las ropas de otro. Realmente es todo menos un señor. Le encontramos en

la calle, muriéndose de hambre. Por lo cual le traje aquí, y otro hombre le dio ropa. Es todo menos lo que parece; su única ventaja es que no puede hablar inglés y no puede entenderlo, con lo cual es perfectamente seguro.

-Es muy sucio -dijo rápida y silenciosamente el joven ruso.

El hombre apareció inmediatamente en la puerta.

-¿Qué pasa? -dijo Halliday.

El hombre sonrió y murmuró tímidamente:

-Quiero hablar con amo.

Gerald observó con curiosidad. El tipo de la puerta tenía buen aspecto y era esbelto de miembros. Su as­pecto era tranquilo, parecía elegante, aristocrático. Pero era un medio salvaje que sonreía estúpidamente. Halliday salió al corredor para hablar con él.

-¿Qué? -escucharon su voz-. ¿Qué? ¿Qué dices? Dímelo otra vez. ¿Qué? ¿Quieres dinero? ¿Quieres más dinero? ¿Pero para qué quieres el dinero?

Hubo el ruido confuso de las palabras del árabe, luego Halliday apareció en el cuarto riendo también estúpidamente y diciendo:

-Dice que quiere dinero para comprarse ropa inte­rior. ¿Puede alguien prestarme un chelín? Oh, gracias; un chelín comprará todas las prendas interiores que quiere -tomó el dinero de Gerald y se fue otra vez al pasaje, donde le oyeron decir-: No puedes querer más dinero, ya te di ayer tres y luego seis. No debes pedir nada más. Trae el té rápidamente.

Gerald miró por el cuarto. Era un salón común lon­dinense en una casa alquilada evidentemente con mue­bles, más bien desordenada aunque agradable. Pero ha­bía allí varias estatuas, tallas provenientes del Pacífico occidental, extrañas y perturbadoras; los nativos escul­pidos casi parecían el feto de un ser humano. Una era una mujer sentada desnuda en una extraña postura y con aspecto torturado, dilatado su abdomen. El joven ruso explicó que se estaba sentando para el parto, afe­rrando los extremos de la banda que colgaba de su cue­llo, uno en cada mano, a fin de ayudar al alumbra­miento. El rostro extraño, paralizado, rudimentario, de la mujer recordó otra vez a Gerald un feto, y era también bastante maravilloso al contener la sugestión de la sensación física extrema, más allá de los límites de la conciencia mental.


Yüklə 1,84 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   42




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin