Mujeres enamoradas



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Gerald miró su reloj y acabó por levantarse de la cama e irse a su cuarto. Pero volvió a los pocos minu­tos, en camisa.

-Una cosa -dijo sentándose de nuevo sobre la cama-. Terminamos de manera más bien tormentosa, y no tuve tiempo de darle nada.

-¿Dinero? -dijo Birkin-. Ella obtendrá lo que quie­re de Halliday- o de alguno de sus conocidos.

-Pero entonces -dijo Gerald-, preferiría darle su estipendio y zanjar la cuenta.

-A ella no le importa.

-No, quizá no. Pero uno siente que la cuenta quedó abierta, y preferiría tenerla cerrada.

-¿Lo preferirías? -dijo Birkin.

Estaba mirando las piernas blancas de Gerald mien­tras éste se sentaba al lado de la cama sólo con la ca­misa puesta. Eran piernas de piel blanca, llenas, fuer­tes, bellas y musculosas, bien hechas y decididas. Sin embargo, emocionaban a Birkin con una especie de pathos de ternura, como si fuesen infantiles.

-Pienso que preferiría cerrar la cuenta -dijo Gerald repitiéndose vagamente.

-Da igual un modo u otro -dijo Birkin.

-Siempre dices que no importa -dijo Gerald algo asombrado, mirando el rostro del otro hombre afectuo­samente.

-Y así es -dijo Birkin.

-Pero ella era del tipo decente, realmente...

-Da a la mujer del César las cosas que son de la mujer del César -dijo Birkin volviéndose hacia un lado. Le pareció que Gerald hablaba por hablar-. Vete, me fatiga..., es demasiado tarde -dijo.

-Me gustaría que me contases algo que efectiva­mente importase -dijo Gerald mirando todo el tiempo el rostro del otro hombre, esperando algo. Pero Birkin desvió su rostro.

-De acuerdo, vete a dormir -dijo Gerald, y ponien­do afectuosamente la mano §obre el hombro del otro hombre se marchó.

Por la mañana, cuando Gerald se despertó y oyó moverse a Birkin, dijo:

-Sigo pensando que le debía dar a Minette algo de dinero.

-¡Buen Dios! -dijo Birkin-. No seas tan positivis­ta. Cierra la cuenta en tu propia alma, si quieres. Es allí donde no la puedes cerrar.

-¿Cómo sabes que no?

-Conociéndote.

Gerald meditó algunos momentos.

-Sabes que con las Minettes lo que me parece co­rrecto es pagarlas.

-Y la cosa correcta con las amantes es mantenerlas. Y la cosa correcta con las esposas es vivir bajo el mis­mo techo que ellas.. Integer vitae scelerisque urus... -dijo Birkin.

-No hace falta ser malévolo -dijo Gerald.

-Me aburre. No me interesan tus pecadillos.

-Y a mí no me importa si te interesan o no..., me interesan a mí.

La mañana era soleada otra vez. La doncella había entrado trayendo agua y descorriendo las cortinas. Sen­tado en la cama, Birkin miraba perezoso y satisfecho el parque tan verde y desierto, romántico, perteneciente al pasado. Estaba pensando qué encantadoras, qué se­guras, qué formadas, qué definitivas eran las cosas del pasado -el encantador pasado cumplido-; esa casa tan inmutable y dorada, durmiendo el parque sus siglos de paz. Pero ¡qué cepo y qué ilusión eran esa belleza de las cosas estáticas, qué prisión muerta y realmente horri­ble era Breadalby, qué intolerable confinamiento su paz! Sin embargo, era mejor que el sórdido y revuelto conflicto del presente. $i solamente uno pudiese crear el futuro de acuerdo con el corazón de uno..., el cora­zón pedía incesantemente una pequeña verdad pura, una pequeña aplicación firme de simple verdad a la vida.

-No sé qué me dejarás para que me interese -vino la voz de Gerald desde el cuarto inferior-. Ni las Minettes, ni las minas, ni nada.

-Interésate por lo que puedas, Gerald. Sólo que yo no estoy interesado -dijo Birkin.

-¿Qué debo hacer entonces? -vino la voz de Gerald.

-Lo que quieras. ¿Qué debo hacer yo?

Birkin notaba a Gerald reflexionando sobre esto en el silencio.

-Maldito si lo sé -vino la respuesta bienhumorada.

-Ya ves -dijo Birkin-, parte de ti desea a Mi­nette y sólo a Minette, parte de ti desea las minas, el negocio y nada sino el negocio..., y ahí estás, todo fragmentado...

-Y parte de mí quiere otra cosa -dijo Gerald con una voz rara, tranquila, real.

-¿Qué? -dijo Birkin, más bien sorprendido. -Eso es lo que esperaba que me dijeses -dijo Gerald.

Hubo silencio durante algún tiempo.

-No puedo decírtelo..., no logro encontrar mi pro­pio camino, mucho menos el tuyo. Podrías casarte -re­puso Birkin.

-¿Quién..., Minette? -preguntó Gerald.

-Quizá -dijo Birkin.

Se levantó y fue hacia la ventana.

-Esa es tu panacea -dijo Gerald-. Pero no la has probado contigo mismo y estás bastante enfermo.

-Lo estoy -dijo Birkin-. Pero saldré de ello con bien.

-¿A través del matrimonio?

-Sí -repuso parcamente Birkin.

-Y no -añadió Gerald-. No, no, no, muchacho.

Hubo un silencio entre ellos y una extraña tensión de hostilidad. Siempre mantenían un vacío, una distan­cia entre ellos. Deseaban siempre ser libres uno con res­pecto del otro. Sin embargo, había una curiosa tirantez sentimental recíproca.

-Salvator femininus -dijo Gerald satíricamente.

-¿Por qué no? -dijo Birkin.

-No hay inconveniente alguno -dijo Gerald-, si funciona realmente. Pero ¿con quién te casarás?

-Una mujer -dijo Birkin.

-Bien -dijo Gerald.

Birkin y Gerald fueron los últimos en bajar a des­ayunar. A Hermione le gustaba que todos estuviesen pronto. Sufría cuando pensaba que su día resultaba dis­minuido, sentía que había perdido vida. Parecía coger por la garganta las horas, extraer a la fuerza su vida de ellas. Estaba más bien pálida y demacrada, como abandonada, por la mañana. Sin embargo, tenía su po­der, su voluntad era extrañamente penetrante. Con la entrada de los dos jóvenes se sintió una súbita tensión.

Ella levantó el rostro y dijo con su divertido can­turreo:

-¡Buenos días! ¿Dormisteis bien? Me alegra tanto.

Y se giró, ignorándoles. Birkin, que la conocía bien, vio que pretendía actuar como si no existieran.

-¿Cogerán ustedes lo que deseen de la mesa lateral? -dijo Alexander con una voz que sugería levemente reproche-. Espero que las cosas no estén frías. ¡Oh, no! ¿Le importa a usted apagar la llama que hay debajo del plato calentador, Rupert?

Incluso Alexander estaba más bien autoritario allí donde Hermione se mostraba distante. Era inevitable que adoptase su tono a partir de ella. Birkin se sentó y miró a la mesa. Estaba tan acostumbrado a esta casa, a este cuarto, a esta atmósfera, tras años de intimidad, y ahora se sentía completamente opuesto a todo ello, no tenía nada que ver con él. ¡Qué bien conocía a Hermione, sentada allí, derecha, silenciosa y algo estúpida aunque tan potente, tan poderosa! La conocía estática­mente, tan definitivamente que era casi como una locu­ra. Era difícil creer que uno no estaba loco, que uno no era una figura en el vestíbulo de reyes de alguna tumba egipcia, donde los muertos se sentaban todos inmemo­riales y tremendos. ¡Qué profundamente conocía a Joshua Matheson, que estaba hablando con su voz ás­pera pero más bien afectada, inacabablemente, siempre haciendo funcionar una mentalidad fuerte, siempre in­teresante y, sin embargo, siempre conocido, siempre sabido de antemano lo que decía, por novedoso que fuese e ingenioso! Alexander, el anfitrión al día, tan exangüemente libre y fácil; fräulein interrumpiendo tan monamente las conversaciones para asentir justa­mente cuando debería; la pequeña condesa italiana ano­tando allí a todos, jugando su jueguecito objetivo y frío, como una comadreja que contemplase todo y ex­trajese su propio pasatiempo, sin entregarse nunca lo más mínimo, y luego la señorita Bradley, pesada y más bien servil, tratada con desprecio frío y casi diver­tido por Hermione y, en consecuencia, ignorada por to­dos...; qué conocido era todo ello, como un juego con las figuras preparadas, las mismas figuras, la reina del ajedrez, los alfiles, los peones; igual ahora que hace cientos de años, las mismas figuras dando vueltas en una de las innumerables permutas que constituyen el juego. Pero el juego era conocido, que continuase era una locura, de tan agotado como se encontraba.

Estaba Gerald, con una mirada divertida en el ros­tro; el juego le gustaba. Estaba también Gudrun, con­templando con los ojos fijos, grandes, hostiles; el juego la fascinaba y al mismo tiempo la asqueaba. Estaba Ursula, con una mirada levemente sorprendida, como si estuviera dolida y el dolor se encontrase justamente fuera de su conciencia.

Birkin se levantó de repente y salió.

-Basta -se dijo involuntariamente a sí mismo.

Hermione conocía su movimiento, aunque no cons­cientemente. Levantó sus pesados ojos y lo vio desapa­recer de repente sobre una marea súbita, desconocida, y las olas romper sobre ella. Sólo su voluntad indomable permaneció estática y mecánica mientras ella que­daba sentada en la mesa haciendo sus observaciones meditabundas, extraviadas. Pero una oscuridad la ha­bía cubierto, ella era como un barco que se había ido a pique. Estaba terminado para ella también, había naufragado en la oscuridad. Pero el mecanismo sin fallo de su voluntad siguió funcionando, ella tenía esa acti­vidad.

-¿Nos bañaremos esta mañana? -dijo, mirando de repente a todos.

-Espléndido -repuso Joshua-. Es una mañana es­pléndida.

-Oh, es hermosa -dijo fräulein.

-Sí, bañémonos -dijo la mujer italiana.

-No tenemos traje de baño -dijo Gerald.

-Use el mío -dijo Alexander-. Debo ir a la iglesia y leer los oficios. Me esperan.. -

-¿Es usted cristiano? -preguntó la condesa italiana con súbito interés. "

-No -dijo Alexander-. No lo soy. Pero creo en la conservación de las viejas instituciones.

-Son tan hermosas -dijo fraülein delicadamente.

-Oh, lo son -exclamó la señorita Bradley.

Todos ellos salieron al césped. Era una mañana sua­ve y soleada del comienzo del verano, cuando la vida corre sutilmente por el mundo como una reminiscen­cia. Las campanas de la iglesia estaban tocando a alguna distancia; no había una nube en el cielo;. los cisnes eran como lirios sobre los estanques; los pavos reales cami­naban con pasos largos y airosos cruzando la sombra hacia la parte soleada del césped. Uno deseaba hundir­se en la pasada perfección de todo ello.

-Adiós -dijo Alexander, agitando sus guantes ale­gremente, y desapareció tras los arbustos, de camino hacia la iglesia.

-Ahora -dijo Hermione-, ¿nos bañaremos todos?

-Yo no -dijo Ursula.

-¿No quiere usted? -dijo Hermione mirándola len­tamente.

-No. No quiero -dijo Ursula.

-Ni yo -dijo Gudrun.

-¿Qué hay de mi traje de baño? -preguntó Gerald.

-No sé -rió Hermione con una entonación rara, divertida-. ¿Servirá un pañuelo..., un pañuelo grande?

-Servirá -dijo Gerald.

-Venga entonces -cantó Hermione.

La primera en correr cruzando el prado fue la peque­ña italiana, reducida y como un gato, brillando sus piernas blancas y con la cabeza levemente agachada, envuelta en un pañuelo de seda oro. Pasó por la puerta, recorrió la hierba y se quedó como una minúscula figu­ra de marfil y bronce ante la orilla del agua sin su toalla, contemplando a los cisnes que se aproximaron sorprendidos. Entonces salió corriendo la señorita Bradley, como una ciruela grande y suave en su traje azul oscuro. Luego vino Gerald con un pañuelo de seda es­carlata alrededor de los riñones y con la toalla sobre los brazos. Parecía pavonearse un poco bajo el sol, ca­minando al azar y riendo, moviéndose fácilmente y pa­reciendo blanco pero natural en su desnudez. Entonces vino sir Joshua con un albornoz, y por último, Hermione, caminando con rígida gracia desde una gran tú­nica de seda púrpura, cogido el pelo con cintas púrpura y oro. Su cuerpo rígido y largo era esbelto, como sus piernas blancas y derechas; hubo una magnificencia estática a su alrededor mientras dejaba que los faldones flotasen sueltos al caminar. Cruzó el césped como algún recuerdo extraño y pasó lenta y majestuosamente hacia el agua.

Había tres estanques en terrazas que bajaban hacia el valle, grandes, suaves y bellos bajo el sol. El agua corría sobre un pequeño muro de piedra con pequeños cantos cayendo a borbotones desde un estanque al de nivel inferior. Los cisnes se habían ido a la orilla opues­ta, los juncos oían dulcemente, una débil brisa tocaba la piel.

Gerald había buceado después de sir Joshua, nadan­do hasta el otro lado del estanque. Allí se subió al muro y quedó sentado sobre él. El agua era profunda en ese lugar, y la pequeña condesa estaba nadando como una rata para unírsele. Se sentaron ambos al sol, riendo y cruzando los brazos sobre sus pechos. Sir Joshua nadó hacia ellos y quedó cerca, metido en el agua hasta las axilas. Entonces Hermione y la señorita Bradley se acercaron nadando y se sentaron formando círculo so­bre el margen.

-¿No te dan terror? ¿No te dan realmente terror? -dijo Gudrun-. ¿No parecen saurios? Son justamente como grandes reptiles. ¿Has visto alguna vez cosa pa­recida a sir Joshua? Pero realmente, Ursula, él pertenece al mundo primordial, cuando iban por ahí arrastrándose grandes lagartos.

Gudrun miraba con espanto a sir Joshua, que estaba de pie con el agua llegándole al pecho, aplastado su pelo largo y grisáceo contra los ojos y creciéndole el cuello en hombros espesos, crudos. Estaba hablando con la señorita Bradley, que, sentada sobre el banco superior, maciza, grande y mojada, parecía capaz de rodar y deslizarse hacia el agua casi como uno de los resbalosos leones marinos del zoológico. Ursula obser­vaba en silencio. Gerald estaba riendo alegremente entre Hermione y la italiana. El le recordaba a Dionisos, por­que su pelo era realmente amarillo, su figura tan llena y sonriente. Hermione, con su gracia amplia, tiesa, si­niestra, se inclinaba cerca de él, asustadora, como si no fuese realmente responsable de lo que pudiera hacer. El sabía que había cierto peligro en ella, una demencia convulsiva. Pero sólo le hacía reír más, girándose a me­nudo hacia la pequeña condesa, que tenía vuelto hacia él un rostro deslumbrado.

Se metieron todos en el agua y nadaron juntos como una manada de focas. Hermione era poderosa e incons­ciente en el agua, grande, lenta y poderosa; Palestra era rápida y silenciosa como una rata acuática; Gerald movía los brazos y centelleaba, una blanca sombra na­tural. Entonces salieron uno detrás de otro y se diri­gieron a la casa.

Pero Gerald se detuvo un momento para hablar con Gudrun.

-¿No le gusta el agua? -dijo él.

Ella le miró de modo lento, largo, inescrutable, mien­tras él estaba ante ella negligentemente, con gotas de agua sobre toda su piel.

-Me gusta mucho -repuso ella.

El se detuvo, espetando algún tipo de explicación.

-¿Y nada?

-Sí, nado.

Pero él siguió sin preguntarle por qué no se había metido entonces. Podía notar algo irónico en ella. Se alejó, picado por primera vez.

-¿Por qué no se quiso usted bañar? -le preguntó de nuevo, más tarde, cuando era una vez más el joven inglés bien vestido.

Ella vaciló un momento antes de contestar, frenando su persistencia.

-Porque no me gusta la muchedumbre -repuso ella.

El rió, la frase parecía levantar ecos en su conciencia. El aroma del acento de ella le resultaba picante. Qui­siera o no, ella significaba el mundo real para él. El deseaba estar a la altura de las pautas de ella, cum­plir las expectativas de ella. Sabía que el criterio de ella era el único que importaba. Los otros eran todos desplazados, instintivamente, fuesen lo que fuesen so­cialmente. Y Gerald no podía evitarlo, estaba abocado a luchar por adecuarse al criterio de ella, a cumplir la idea de ella sobre un hombre y un ser humano.

Tras el almuerzo, cuando todos los demás se retira­ron, Hermione, Gerald y Birkin se quedaron terminan­do su charla. Había habido alguna discusión, en conjun­to bastante intelectual y artificial, sobre un nuevo esta­do, un nuevo mundo del hombre. Suponiendo que este viejo estado social estuviese roto y destruido, ¿qué sur­giría entonces del caos?

-La gran idea social -dijo sir Joshua- era la igual­dad social del hombre.

-No -dijo Gerald-, la idea era que todo hombre era idóneo para su propia y pequeña parte de una ta­rea..., déjesela hacerla y luego que se complazca como quiera. El principio unificador era el trabajo a mano. Sólo el trabajo, el asunto de la producción, mantenía unidos a los hombres. Era mecánico, pero la sociedad es un mecanismo. Aparte del trabajo, los hombres queda­ban aislados, libres para hacer lo que quisieran.

-¡Oh! -exclamó Gudrun-. Entonces ya no tendre­mos hombres..., seremos como los alemanes, nada sino

herr Obermeister y herr Untermeister. Puedo imaginar­lo... -Soy la señora Directora de-Minas Crich, soy la señora Miembro-del-Parlamento Roddice. Soy la señorita Profesora de Arte Brangwen.i Muy bonito eso.

-Las cosas funcionarían mucho mejor, señorita Profesora-de-Arte Brangwen -dijo Gerald.

-¿Qué cosas, señor Director-de-Minas Crich? ¿La relación entre usted y yo par exemple?

-Sí, por ejemplo -exclamó la italiana-. ¡Lo que es entre hombres y mujeres...!

-Eso es no-social -dijo sarcásticamente Birkin.

-Exactamente -dijo Gerald-. Entre una mujer y yo la cuestión social no penetra. Es mi propio asunto.

-Apuesto un billete de diez libras -dijo Birkin.

-¿No admite usted que una, mujer es un ser social? -preguntó Ursula a Gerald.

-Es ambas cosas -dijo Gerald-. Es un ser social en lo que se refiere a la sociedad. Pero en cuanto a su propio ser privado es un agente libre, lo que hace es cosa suya.

-¿Pero no será bastante difícil combinar las dos mitades? -preguntó Ursula.

-Oh, no -repuso Gerald-. Se componen natural­mente..., lo vemos aquí, ahora, en todas partes.

-No rías tan complacido antes de salir del bosque -dijo Birkin.

Gerald frunció el ceño con irritación momentánea.

-¿Me estaba riendo? -dijo.

-Si -dijo al fin Hermione- pudiéramos simplemen­te comprender que en el espíritu somos todos uno, to­dos iguales en el espíritu, todos hermanos allí..., el resto no importaría, no habría ya esta capciosidad, esta envidia y esta lucha por el poder que destruye, sólo destruye.

Este discurso fue recibido en silencio y casi inme­diatamente el grupo se levantó de la mesa. Pero cuando los otros se marcharon, Birkin se dio la vuelta con amarga declamación, diciendo:

-Es justamente lo opuesto, justamente lo contrario, Hermione. Todos somos diferentes y desiguales en es­píritu..., las únicas diferencias basadas sobre condicio­nes materiales, accidentales son las diferencias sociales.

Todos somos abstracta, temáticamente iguales, si pre­fieres. Todo hombre tiene hambre y sed, dos ojos, una nariz y dos piernas. Somos todos lo mismo en cuanto a número. Pero espiritualmente hay pura diferencia y no cuenta ni la igualdad ni la desigualdad. Sobre estos dos trozos de conocimiento debes fundar un estado. Tu democracia es una mentira absoluta, tu fraternidad hu­mana una pura falsedad, si la aplicas más allá de la abstracción matemática. Todos bebimos leche primero, todos comemos pan y carne, todos queremos conducir coches de motor...; allí yace el comienzo de la fraterni­dad humana, pero nada de igualdad. Pero yo, yo mismo, ¿quién soy, qué me importa la igualdad respecto de cualquier otro hombre o mujer? En espíritu estoy tan separado como una estrella de otra, tan diferente en cantidad y cualidad. Establece un estado sobre eso. Un hombre no es para nada mejor que otro, no porque sean iguales, sino porque son intrínsecamente otros, porque no hay término de comparación. Tan pronto como em­piezas a comparar un hombre resulta ser mucho mejor que otro; toda la desigualdad que puedas imaginar se encuentra allí por naturaleza. Yo quiero que todo hom­bre participe en los bienes del mundo, de manera que me vea librado de esta inoportunidad, de manera que pueda decirle: «Ahora tienes lo que deseas..., tienes tu parte justa del mundo. Ahora, estúpido parlanchín, ocúpate de ti mismo y no me estorbes.»

Hermione le estaba mirando de soslayo. Birkin po­día sentir violentas olas de odio y asco ante todo cuanto él decía saliendo de ella. Eran odio y asco dinámicos que surgían fuertes y negros de la inconsciencia. Ella escuchó sus palabras en su yo inconsciente, conscien­temente fue como si estuviese sorda, no les prestó aten­ción.

-Suena a megalomanía, Rupert -dijo Gerald jovial­mente.

Hermione dejó escapar un ruido extraño, ronco. Birkin se echó hacia atrás.

-Sí, déjalo -dijo de repente, sin tono alguno en la voz que había sido tan insistente y grave para todos. Y se fue.

Pero luego sintió algo de remordimiento. Había sido violento, cruel con el pobre Hermione. Quería recom­pensarla, arreglarlo. Le había hecho daño, había sido vengativo. Quería estar en buenas relaciones con ella otra vez.

Entró en su vestidor, un lugar remoto y muy almo­hadillado. Ella estaba sentada ante su mesa, escribiendo cartas. Levantó el rostro abstraídamente cuando él en­tró, le miró ir hacia el sofá y sentarse. Entonces fijo la vista de nuevo sobre su papel.

El cogió un gran volumen que había estado leyendo antes y se enfrascó inmediatamente en la lectura. Tenía la espalda vuelta hacia Hermione. Ella no podía conti­nuar escribiendo. Toda su mente era un caos golpeado por la oscuridad, donde lucha con un remolino de agua. Pero a pesar de sus esfuerzos estaba exhausta, la oscu­ridad pareció romper sobre ella, se sentía como si su corazón fuese a estallar. La terrible tensión se hizo más y más fuerte, era la más espantosa de las agonías, como ser emparedado.

Y entonces comprendió que la presencia de él era la pared, que su presencia la estaba destruyendo. A menos que pudiese escapar, ella moriría del modo más espan­toso, emparedada en horror. Y él era la pared. Ella debía romper la pared..., debía romperle ante ella, la horren­da obstrucción de él que obstruía la vida de ella abso­lutamente. Tenía que hacerse o ella perecería del modo más horrible.

Recorrían su cuerpo terribles descargas semejantes a calambres, como si muchos voltios de electricidad la hubiesen alcanzado de repente. Era consciente de él, sentado allí silenciosamente, una obstrucción maligna impensable. Sólo eso ocupaba su mente, oprimiendo su respiración; esa presencia silenciosa y de espaldas, la parte de atrás de su cabeza.

Un estremecimiento voluptuoso terrible recorrió sus brazos..., ella iba a conocer su consumación voluptuosa. Sus brazos temblaron y eran fuertes, inconmensurables e irresistiblemente fuertes. ¡Qué deleite, qué deleite en la fuerza, qué delirio de placer! Ella iba a lograr la consumación del éxtasis voluptuoso. ¡Estaba llegando! Con el terror y la agonía más extremos sabía que estaba ahora sobre ella, en forma de pura fruición. Su mano se cerró sobre una bola azul y hermosa de lapislázuli, usa­da como pisapapeles en su escritorio. La hizo girar en su mano y se levantó silenciosamente. El corazón era una pura llama en su pecho, ella estaba en éxtasis pura­mente inconsciente. Se movió hacia él y quedó de pie detrás durante un momento, en éxtasis. El, encerrado dentro del hechizo, permaneció inmóvil e inconsciente.

Entonces, rápidamente, en una llama que inundó su cuerpo como relámpago fluido y le proporcionó una im­pronunciable consumación perfecta, una satisfacción impronunciable, bajó la bola de piedra preciosa con toda su fuerza sobre la cabeza de él. Pero sus dedos amortiguaron el golpe. Sin embargo, la cabeza bajó hasta la mesa donde yacía su libro, la piedra resbaló lateralmente sobre su oreja; fue una convulsión de puro éxtasis para ella, encendida por el dolor aplastado de sus dedos. Pero de algún modo no era completo. Levantó alto el brazo para apuntar, una vez más, directamente sobre la cabeza que yacía aturdida en la mesa. Debía aplastarla, era necesario aplastarla para que su éxtasis se consumase, se cumpliese para siempre. Mil vidas, mil muertes, nada importaban ahora, sólo el cum­plimiento de ese éxtasis perfecto.

No fue rápida, sólo se podía mover lentamente. Un espíritu fuerte en él le despertó, haciéndole levantar el rostro y volverlo en dirección a ella. Su brazo estaba levantado, aferrando con la mano la bola de lapislázuli. Era su mano izquierda, él comprendió una vez más con horror que ella era zurda. Rápidamente, con un movi­miento de enterrarse, se cubrió la cabeza bajo el espeso volumen de Tucídides, y el golpe bajó rompiéndole casi el cuello y conmoviendo su corazón.


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