Mujeres enamoradas



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-Entonces, ¿querría que todas las personas del mun­do fuesen destruidas? -dijo Ursula.

-Ciertamente.

-¿Y que el mundo quedase vacío de gente?

-Sí, en verdad. A usted misma ¿no le parece un pensamiento hermosamente limpio el de un mundo va­cío de personas, vacío de gente, sólo hierba ininterrum­pida y una liebre sentada?

La agradable sinceridad de su voz hizo a Ursula de­tenerse para considerar su propia proposición. Y real­mente era atractiva: un mundo limpio, encantador, sin humanos. Era el realmente deseable. Su corazón vaciló y sintió júbilo. Pero seguía estando insatisfecha con él.

-Pero -objetó- usted estaría muerto, ¿de qué le serviría entonces?

-Yo me moriría en el acto sabiendo que la Tierra quedaría limpia de toda la gente. Es el pensamiento más hermoso y liberador. Que nunca habría otra humanidad hedionda creada para una profanación universal.

-No -dijo Ursula-, no habría nada.

-¿Qué? ¿Nada? ¿Sólo por que la humanidad fuese barrida? Se engaña a sí misma. Existiría todo.

-Pero ¿cómo, si no había gente?

-¡Piensa que la creación depende del hombre! Sen­cillamente no es así. Están los árboles, y la hierba, y los pájaros. Prefiero con mucho pensar en la alondra despertándose de mañana sobre un mundo sin humanos. El hombre es un error, debe desaparecer. Está la hier­ba, y las liebres, y las víboras, y los anfitriones invisi­bles, verdaderos ángeles que se mueven libremente cuan­do una humanidad sucia no les interrumpe..., y buenos demonios de tejido puro: muy agradable.

Gustó a Ursula lo que él dijo, le gustó mucho, como una fantasía. Por supuesto, era sólo una fantasía agra­dable. Ella sabía demasiado bien la realidad de la hu­manidad, su horrenda realidad. Sabía que no podía de­saparecer tan limpia y convenientemente. Le quedaba todavía mucho camino por hacer, un camino largo y espantoso. Su alma sutil, femenina, demoníaca lo sa­bía bien.

-Sólo con que el hombre fuese borrado de la faz de la Tierra, la creación proseguiría maravillosamente, con un nuevo comienzo no humano. El hombre es uno de los errores de la creación..., como el ictiosaurio. Bas­taría con que desapareciese otra vez y surgirían cosas encantadoras de los días liberados, cosas salidas direc­tamente del fuego.

-Pero el hombre nunca desaparecerá -dijo ella con conocimiento insidioso, diabólico, de los errores de la persistencia-. El mundo se irá con él.

-Ah, no -respondió él-, no es así. Creo en' los or­gullosos ángeles y demonios, que son nuestros herede­ros. Ellos nos destruirán porque no somos lo bastante orgullosos. Los ictiosaurios no eran orgullosos: se arras­traban y tropezaban como nosotros. Y, además, mire las flores y las campanillas, son un signo de que ocurre la pura creación, incluso la mariposa. Pero la. humani­dad nunca supera el estadio del gusano..., se corrompe en la crisálida, jamás tendrá alas. Es anticreación, como los monos y los bubuinos.

Ursula le contemplaba mientras hablaba. Parecía ha­ber en él cierta furia impaciente todo el tiempo y, a la vez, una gran diversión en todo y una tolerancia final. Y lo que le hacía desconfiar a ella era esa tolerancia, no la furia. Vio que, a pesar de sí mismo, él se pasaría todo el tiempo intentando salvar el mundo. Y este co­nocimiento, aunque confortaba el corazón de ella en alguna parte con un poco de autocomplacencia y esta­bilidad, le llenaba de cierto desprecio agudo y odio hacia él. Ella le quería para sí, odiaba el toque de Salvator Mundi. Era en él algo difuso y generalizado, que a ella le resultaba insoportable. El se comportaría del mismo modo, diría las mismas cosas, se entregaría igual de completamente a cualquier que apareciese, a cual­quiera y a todos los que deseasen apelar a él. Era des­preciable. Una forma muy insidiosa de prostitución.

-Pero -dijo ella- ¿cree en el amor individual, aun­que que no crea en el amor a la humanidad...?

-No creo en el amor para nada..., es decir, no creo más en él que en el odio o en el pesar. El amor es una de las soluciones, como todas las otras..., y todo está muy bien mientras uno lo siente. Pero no puedo ver cómo se convierte en un absoluto. No es más que una parte de las relaciones humanas. ¿Y por qué ha de exigirse de uno siempre que lo sienta más de lo que uno siente siempre pena o alegría distante? No lo puedo concebir. El amor no es algo que uno pueda propo­nerse..., es una emoción, uno la siente o no la siente, según la circunstancia.

-¿Por qué entonces se preocupa en absoluto por la gente -preguntó ella- si no cree en el amor? ¿Por qué de la humanidad?

-¿Que por qué? Porque no me puedo librar de ello.

-Porque la ama -persistió ella. Le irritó.

-Sí, la amo -dijo él-, es mi enfermedad.

-Pero es una enfermedad de la que no quiere cu­rarse -dijo ella con algo de fría burla.

El quedó silencioso ahora, sintiendo que ella desea­ba insultarle.

-Y si no cree en el amor, ¿en qué cree? -pregun­tó ella irónicamente-. ¿Simplemente en el fin del mun­do y la hierba?

El estaba empezando a sentirse un tonto.

-Creo en los anfitriones invisibles -dijo él.

-¿Y nada más? ¿No cree en nada visible, salvo hier­ba y pájaros? Su mundo es un espectáculo pobre.

-Quizá lo sea -dijo él ahora, tranquilo y superior cuando ya estaba ofendido, adoptando cierta insufrible superioridad distante y retirándose a su lejanía.

Le desagradaba a Ursula. Pero ella sentía también que había perdido algo. Le miró mientras él se sentaba sobre la orilla. Había cierta rigidez mojigata de escue­la dominguera sobre él, mojigata y detestable. Y sin embargo, al mismo tiempo, su molde era tan rápido y atractivo, proporcionaba una sensación tan grande de libertad: el molde de sus cejas, de su mandíbula, de todo su cuerpo, era tan vivo en alguna parte, a pesar de su aspecto enfermizo.

Y era esa realidad de sentimientos que él creaba en ella la que hacía crecer un bello odio hacia él. Había su maravillosa y deseable rapidez vital, la rara cuali­dad de un hombre radicalmente deseable, y había al mismo tiempo el ridículo y maligno borrarse en un Salvator Mundi y un profesor de escuela dominical, un mojigato del tipo más tieso.

El miró hacia ella. Vio su rostro extrañamente arrebatado, como inflamado desde dentro por un poderoso y dulce fuego. Su calma quedó paralizada de asombro. Ella estaba rodeada y calentada por su propio fuego viviente. Paralizado de asombro y de atracción pura, perfecta, él se movió hacia ella. Estaba sentada como una reina extraña, casi sobrenatural en su centelleante riqueza sonriente.

-La cuestión respecto del amor -dijo él mientras se ajustaba rápidamente su conciencia- es que odia­mos el mundo porque lo hemos vulgarizado. Su expre­sión debiera ser prescrita, prohibida por tabú durante muchos años, hasta que consigamos una idea nueva, mejor.

Hubo un rayo de comprensión entre ellos.

-Pero siempre significa la misma cosa.

-Ah, por Dios, no, que no signifique eso ya -exclamó él-. Deje que desaparezcan los viejos signifi­cados.

-Pero sigue siendo amor -persistió ella.

Una luz extraña, perversa, le brillaba desde los ojos de ella.

El vaciló, frustrado, retrayéndose.

-No -dijo él-, no es así. Dicho de ese modo, ja­más. Jamás en el mundo. No tiene sentido pronunciar la palabra.

-Debo dejarle a usted la decisión de sacarlo del Arca del Pacto en el momento adecuado -se burló ella.

Se miraron de nuevo. Ella se puso de pie repentina­mente, le volvió la espalda y se alejó caminando. El se levantó también lentamente y fue hacia el borde del agua, donde poniéndose en cuclillas comenzó a entre­tenerse inconscientemente. Cogiendo una margarita la dejó caer sobre el estanque, de manera que el tallo era como una quilla y la flor flotaba como un peque­ño lirio acuático, mirando con su rostro abierto hacia el cielo. Dio una lenta vuelta alrededor de sí misma, con una danza lenta de derviche, a medida que se alejaba. El la miró y lanzó luego otra margarita al agua, y otra después de ésa, y se sentó contemplándolas con ojos brillantes, absueltos, sentado sobre la orilla. Ursula se volvió para mirar. Era poseída por un senti­miento extraño, como si estuviese ocurriendo algo. Pero todo era intangible. Y estaba instalándose sobre ella alguna especie de control. Ella no podía saberlo. Sólo podía contemplar los pequeños discos brillantes de las mariposas derivando lentamente sobre el agua oscura, lustrosa. La pequeña flotilla se movía hacia la luz, una compañía de puntos blancos en la distancia.

-Vamos a la orilla para seguirlos -dijo ella, teme­rosa de estar más tiempo aprisionada en la isla. Y desembarrancaron la batea.

A ella le gustó estar de nuevo sobre la tierra libre. Caminó a lo largo del talud hacia la esclusa. Las mar­garitas estaban desparramadas sobre el estanque, pe­queñas cosas radiantes como una exaltación, puntas de exaltación aquí y allá. ¿Por qué le emocionaban a ella tan fuerte y místicamente?

-Mire -dijo él-, su barco de papel púrpura las escolta y forman un convoy de balsas.

Algunas de las margaritas se acercaron lentamente hacia ella, vacilando, creando un pequeño cotillón tí­mido y brillante sobre la oscura agua clara. Su candor alegre y brillante la emocionó tanto cuando se acerca­ron que casi estalló en lágrimas.

-¿Por qué son tan encantadoras? -exclamó-. ¿Por qué me parecen tan encantadoras?

-Son flores preciosas -dijo él, sintiéndose compri­mido por los tonos emocionales de ella-. Sabe que una margarita es una compañía de florecillas, un con­curso hecho individual. ¿No las sitúan los botánicos en el lugar más alto de la línea de desarrollo? Creo que sí.

-Las compuestas sí, pienso -dijo Ursula, que nun­ca estaba muy segura de nada. Cosas que sabía per­fectamente bien en un momento parecían hacerse du­dosas al siguiente.

-Explíquelo entonces -dijo él-. La margarita es una perfecta democracia pequeña, por lo cual es la más alta de las flores, y de ahí su encanto.

-No -exclamó ella-, no..., nunca. No es demo­crática.

-No -admitió él-. Es la muchedumbre dorada del proletariado, rodeada por una espectacular valla blanca de ricos ociosos.

-¡Qué odiosos... sus odiosos órdenes sociales! -ex­clamó ella.

-¡Bastante! Es una margarita..., la dejaremos tran­quila.

-Hágalo. Déjela ser una vez caballo oscuro -dijo ella-, si algo puede ser un caballo oscuro para usted -añadió satíricamente.

Quedaron uno junto a otro olvidadizos. Como si es­tuviesen algo aturdidos, ambos estaban inmóviles, ape­nas conscientes. El pequeño conflicto en el que habían caído desgarraba su conciencia, les había dejado como dos fuerzas impersonales allí en contacto.

El se hizo consciente del lapso. Deseaba decir algo, volver a un terreno nuevo y más común.

-¿Sabe -dijo- que vivo aquí en el molino? ¿No piensa que podemos pasar algunos buenos ratos?

-¿Es así? -dijo ella, ignorando toda su implicación de intimidad admitida.

El se recompuso al punto, se hizo normalmente distante.

-Si descubro que puedo vivir suficientemente por mí mismo -continuó él-, abandonaré mi trabajo. Ha llegado a morir para mí. No creo en la humanidad de la cual pretendo ser parte, me importan un bledo los ideales sociales, odio la forma orgánica agonizante de la humanidad social..., por lo cual trabajar en la edu­cación no puede ser distinto de hacer trampas. Aban­donaré ese trabajo tan pronto como tenga las cosas bastante claras, mañana quizás, y esté solo.

-¿Tiene bastante para vivir? -preguntó Ursula.

-Sí..., tengo aproximadamente cuatrocientas libras anuales. Eso me lo pone fácil.

Hubo una pausa.

-¿Y qué hay de Hermione? -preguntó Ursula.

-Se terminó, finalmente..., un puro fracaso, y nun­ca habría podido ser de otro modo.

-¿Pero se siguen conociendo el uno al otro?

-Mal podríamos pretender ser extraños, ¿verdad?

Hubo una pausa obstinada.

-¿Pero no es eso una medida a medias? -acabó preguntando Ursula.

-No lo pienso así -dijo él-. Usted podrá decirme si lo es.

Hubo otra vez una pausa de algunos minutos. El es­taba pensando.

-Uno debe arrojar lejos todo, todo...; dejar que todo se vaya para conseguir esa y última cosa que desea.

-¿Qué cosa? -preguntó ella con desafío.

-No lo sé..., libertad juntos -dijo él.

Ella hubiese deseado que él hubiera dicho «amor». Se oyó un ladrido fuerte de los perros situados más

abajo. El pareció molesto por el ruido. Ella no lo tomó

en cuenta. Sólo pensó que él parecía incómodo.

-De hecho -dijo él con una sola voz más bien pe­queña- creo que ahora viene Hermione con Gerald

Crich. Quería ver los cuartos que tengo en el molino antes de ser amueblados.

-Lo sé -dijo Ursula-. Ella le supervisará el amue­blado.

-Probablemente. ¿Acaso importa?

-Oh, no, no creo -dijo Ursula-. Aunque personal­mente ella me resulta insoportable. Pienso que es una mentira, si quiere, usted que siempre está hablando de mentiras -luego rumió un momento y dejó escapar-. Sí, y me molesta si le amuebla sus habitaciones..., me i molesta. Me molesta que la tenga rondando.

El quedó silencioso, con el ceño fruncido.

-Quizá -dijo él-. Yo no deseo que ella amueble y mi vivienda aquí... y no la mantengo rondando a mi alrededor. Sólo que no necesito ser grosero con ella, ¿verdad? En cualquier caso tendré que bajar y verles ahora. Vendrá, ¿eh?

-No lo creo -dijo ella fría y titubeantemente.

-¿No? Sí, hágalo. Venga y vea también la vivienda. Venga.

12. ALFOMBRANDO

El se puso a bajar por la ladera y ella le acompañó a desgana. Sin embargo, tampoco se hubiese mantenido apartada.

-Ya nos conocemos bien el uno al otro -dijo él. Ella no, respondió.

En la amplia cocina oscura del molino la esposa del obrero hablaba con voz estridente a Hermione y Gerald, que parecían extrañamente luminosos en las ti­nieblas del cuarto, él de blanco y ella con un foulard azulado brillante; mientras tanto, una docena o más de canarios trinaban con todas sus fuerzas desde jaulas colgadas de las paredes. Las jaulas estaban situadas todas alrededor de una pequeña ventana cuadrada en la parte de atrás, por donde entraba un hermoso rayo de sol filtrándose a través de las hojas verdes de un árbol. La voz de la señora Salmon chirriaba contra el ruido de los pájaros, que se alzaba más y más salvaje y triunfante, y la voz de la mujer subía y subía contra ellos, y los pájaros replicaban con salvaje animación.

-¡Aquí está Rupert! -gritó Gerald en medio de la algarabía. Estaba sufriendo mucho porque tenía el oído muy sensible.

-¡O-o-h los pájaros, no les dejarán hablar...! -chilló la mujer del obrero disgustada-. Los cubriré.

Y se movió de una parte a otra lanzando un trapo del polvo, un delantal o un mantel sobre las jaulas de los pájaros.

-Ahora os callaréis y dejaréis hablar -dijo en una voz que era todavía demasiado alta.

El grupo la contempló. Pronto las jaulas estuvieron cubiertas, adoptando un extraño aspecto funerario. Pero desde debajo de los trapos seguían saliendo desafian­tes trinos y gorjeos.

-Oh, ya se callarán -dijo tranquilizadoramente la señora Salmon-. Ahora se irán a dormir.

-¿Realmente? -dijo Hermione educadamente.

-Lo harán -dijo Gerald-. Se irán a dormir auto­máticamente, ahora que les han producido la impre­sión de noche.

-¿Se les engaña tan fácilmente? -exclamó Ursula.

-Oh sí -repuso Gerald-. ¿No conoce la historia de Fabre, que cuando era muchacho puso la cabeza de una gallina bajo su ala y el animal se puso a dormir al ins­tante? Es cierto.

-¿Y eso hizo de él un naturalista? -preguntó Birkin.

-Probablemente -dijo Gerald.

Mientras tanto, Ursula estaba mirando bajo uno de los trapos. El canario estaba sentado en un rincón, re­cogido para dormir.

-¡Qué ridículo! -exclamó ella-. ¡Piensa realmente que ha llegado la noche! ¡Qué absurdo! Realmente es difícil tener ningún respeto por una criatura que resul­ta tan fácil de engañar!

-Sí -cantó Hermione acercándose a mirar también. Puso su mano sobre el brazo de Ursula y dejó escapar una risa grave-. Sí, ¿verdad que tiene un aspecto có­mico? Como un marido estúpido.

Entonces, con la mano todavía sobre el brazo de Ursula, se la llevó aparte diciendo en su suave canturreo:

-¿Cómo vino aquí? También vimos a Gudrun.

-Vine a mirar el estanque -dijo Ursula- y encon­tré allí al señor Birkin.

-¿Es así? Esta es una tierra bastante Brangwen, ¿verdad?

-Temo que así lo esperaba -dijo Ursula-. Corrí aquí en busca de refugio, cuando les vi abajo, en el lago, justamente comenzando su paseo.

-¡Vaya. Y ahora la hemos obligado a aterrizar.

Los párpados de Hermione se alzaron con un movimiento misterioso, divertido pero agotado. Siempre te­nía su mirada extraña, arrebatada, artificial e irrespon­sable.

-Me estaba yendo -dijo Ursula-. El señor Birkin deseaba que viese su alojamiento, ¿verdad que es en­cantador vivir aquí? Es perfecto.

-Sí -dijo Hermione abstraídamente. Se alejó en­tonces de Ursula, dejó de conocer su existencia.

-¿Cómo te encuentras, Rupert? -cantó con un tono nuevo, afectuoso, a Birkin.

-Muy bien -repuso él.

-¿Estuviste cómodo?

La mirada curiosa, siniestra, arrebatada, estaba so­bre el rostrO de Hermione; estremeció el busto en un movimiento convulso y pareció como alguien medio en trance.

-Bastante cómodo -repuso él.

Hubo una larga pausa, mientras Hermione le mira­ba durante largo tiempo desde debajo de sus párpados pesados, drogados.

-¿Y piensas que serás feliz aquí? -dijo ella al fin.

-Estoy seguro de que lo seré.

-Estoy segura de que yo haré cualquier cosa por él de las que estén en mi mano -dijo la mujer del obre­ro-. Y estoy segura de que nuestro señor lo hará, por lo cual espero que se encuentre cómodo.

Hermione se volvió y la miró lentamente.

-Se lo agradezco tanto -dijo y se dio la vuelta completamente de nuevo. Recuperó su posición y le­vantando el rostro hacia él, dirigiéndose a él exclusiva­mente, dijo:

-¿Has medido los cuartos?

-No -dijo él-, estuve calafateando la batea.

-¿Lo hacemos ahora? -dijo ella lentamente, equi­librada y desapasionada.

-¿Tiene usted una cinta métrica, señora Salmon? -dijo él volviéndose a la mujer.

-Sí, señor, espero que podré encontrar una -re­puso la mujer saliendo al punto en dirección a una cesta-. Esto es lo único que tengo, si les sirve.

Hermione cogió el objeto, aunque había sido ofre­cido a Birkin.

-Se lo agradezco tanto -dijo ella-. Servirá muy bien. Muchas gracias -luego se volvió hacia Birkin, di­ciendo con un pequeño movimiento jovial-: ¿Lo hace­mos ahora, Rupert?

-¿Y qué hay de los otros? Se aburrirán -dijo con desgana.

-¿Les importa? -dijo Hermione volviéndose vaga­mente hacia Ursula y Gerald.

-Ni lo más mínimo -repusieron.

-¿Qué cuarto haremos primero? -dijo ella volvién­dose de nuevo hacia Birkin con la misma jovialidad, ahora que iba a hacer algo con él.

-Lo haremos según vayan viniendo -dijo él.

-¿Les voy preparando el té mientras hacen eso? -dijo la mujer del obrero, jovial también porque tenía, ella, algo que hacer.

-¿Sería tan amable? -dijo Hermione volviéndose hacia ella con el curioso movimiento de intimidad que parecía envolver a la mujer, atraerla casi al pecho de Hermione, y que dejaba a los otros aparte-. Me en­cantaría. ¿Dónde lo tomaremos?

-¿Dónde le gustaría? Será aquí o en el césped.

-¿Dónde tomaremos el té? -cantó Hermione al gru­po en general.

-Sobre la orilla y junto al estanque. Y nosotros lle­varemos las cosas en cuanto las tenga preparadas, seño­ra Salmon -dijo Birkin.

-Muy bien -dijo la complacida mujer.

El grupo se desplazó al cuarto del frente. Estaba vacío, pero limpio y soleado. Había una ventana que daba al enmarañado jardín frontal.

-Este es el comedor -dijo Hermione-. Lo medi­remos de este lado, Rupert..., vete allí...

-¿No puedo sustituirte? -dijo Gerald, acercándose para coger el extremo de la cinta.

-No, gracias -exclamó Hermione, agachándose has­ta el suelo con su foulard brillante y azulado.

Era para ella un gran goce hacer cosas, y tener la dirección del trabajo, con Birkin. El obedecía mansa­mente. Ursula y Gerald observaban. Era una peculiari­dad de Hermione tener en cada momento un íntimo, convirtiendo a todo el resto de los presentes en espec­tadores. Esto la elevó a un estado de triunfo.

Midieron y comentaron el comedor, y Hermione de­cidió cómo iba a cubrirse el suelo. El hecho de ser frustrada provocó en ella una rabia extraña, convulsa. Birkin siempre le permitía hacer las cosas a su modo, por el momento.

Entonces, cruzando el vestíbulo, fueron hacia el otro cuarto frontal de la casa, un poco menor que el pri­mero.

-Este es el estudio -dijo Hermione-. Rupert, tengo una alfombra que quiero que tengas aquí. ¿Me dejarás que te la dé? Sí..., deseo dártela.

-¿Cómo es? -preguntó el desagradecidamente.

-No la has visto. Es principalmente rojo rosa, lue­go azul, un azul medio metálico y un azul oscuro muy suave. Me parece que te gustaría. ¿Te gustaría?

-Suena muy bien -repuso él-. ¿Qué es? ¿Oriental? ¿De pelo?

-Sí. ¡Persa! Está hecha de pelo de camello, sedoso. Me parece que se llama Bergamos... Doce pies por sie­te... ¿Crees que te servirá?

-Serviría -dijo él-. Pero ¿por qué ibas a darme una alfombra cara? Yo me arreglo perfectamente bien con mi vieja turca de Oxford.

-Pero ¿puedo regalártela? Déjame hacerlo.

-¿Cuánto costó?

Ella le miró y dijo:

-No recuerdo. Fue bastante barata.

El la miró con el rostro preparado.

-No quiero tomarla, Hermione -dijo.

-Permíteme que se la dé a los cuartos -dijo ella acercándose a él y poniéndole la mano sobre el brazo leve, implorante-. Me decepcionaría tanto no poder hacerlo.

-Sabes que no deseo que me des cosas -repitió con indefensión él.

-Yo no quiero darte cosas -dijo ella provocativa­mente-. Pero ¿te quedarás con ésta?

-Bueno -dijo él derrotado, y ella triunfó.

Se fueron escaleras arriba. Había dos dormitorios

que correspondían a los cuartos de abajo. Uno de ellos estaba a medio amueblar, y Birkin había dormido allí evidentemente. Hermione recorrió el cuarto cuidadosa­mente, mente, anotando cada detalle, como si absorbiera la certeza de su presencia en todas las cosas inanimadas. Tocó la cama y examinó la colcha.

-¿Estás seguro de que estuviste cómodo? -dijo ella apretando la almohada.

-Perfectamente -repuso él fríamente.

-¿Y no tuviste frío? No tienes edredón. Estoy segu­ra de que necesitas uno. No te conviene tener mucho peso de mantas.

-Tengo uno -dijo él-. Está llegando.

Midieron los cuartos y se detuvieron en cada consi­deración. Ursula estaba de pie junto a la ventana y con­templaba a la mujer llevando el té ladera arriba hasta el estanque. Odiaba la palabrería de Hermione, deseaba beber té, deseaba cualquier cosa excepto ese bullicio y comercio.

Al fin todos ellos ascendieron la ladera verde hacia el picnic. Hermione sirvió el té. Ahora ignoraba la pre­sencia de Ursula. Y Ursula, recobrándose de su mal humor, se volvió hacia Gerald diciendo:

-Oh, le odié tanto el otro día, señor Crich.

-¿Por qué? -dijo Gerald dando un ligero respingo.

-Por tratar tan mal a su caballo. Oh, ¡le odié tanto!

-¿Qué hizo él? -cantó Hermione.

-Hizo que su yegua árabe, maravillosamente sensi­ble, se quedase con él en el cruce del ferrocarril mien­tras pasaba una cantidad horrible de vagones, y la pobre estaba completamente frenética, absolutamente tortura­da. Fue la visión más horrible que puedan imaginarse.

-¿Por qué lo hiciste, Gerald? -preguntó Hermione, serena e interrogativa.

-La yegua tiene que aprender a soportarlo..., ¿de qué me sirve en esta región si se atolondra y escapa cada vez que silva una locomotora?


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