Mujeres enamoradas



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Ursula estaba enamorada profunda y apasionadamente de Birkin y no era capaz de nada. Era perfectamente impermeable a todas las charlas sobre el accidente, pero su aire alienado presagiaba problemas. Se limitaba a sentarse sola siempre que podía, deseando verle de nue­vo. Deseaba que él fuese a la casa..., no lo aceptaría de otro modo; él debía venir al punto. Ella le estaba esperando. Permaneció todo el día en su casa, espe. rando que él llamase a la puerta. Cada minuto lanzaba automáticamente una mirada por la ventana. Le buscaba.

15. NOCHE DE DOMINGO


A medida que pasaba el día, el fluido vital pareció retirarse de Ursula, y dentro del vacío se congregó una densa desesperación. Su pasión parecía desangrarse, y no había nada. Se sentaba suspendida en un estado de nulidad completa, más difícil de soportar que la muerte.

«Si no pasa algo -se dijo a sí misma en la lucidez perfecta del último sufrimiento- moriré. Estoy al final de la línea de mi vida.»

Se sentaba aplastada y olvidada en una oscuridad que era el borde de la muerte. Comprendía cómo se ha­bía pasado la vida acercándose más y más a este borde, a partir del cual no había más allá, a partir del cual era necesario saltar -como Safo- a lo desconocido. El conocimiento de la muerte inminente era como una droga. Oscuramente, sin pensar para nada, ella sabía que estaba cerca de la muerte. Había viajado toda su vida siguiendo la línea del cumplimiento y estaba a punto de concluir. Sabía todo cuanto tenía que saber, había experimentado todo cuanto tenía que experimen­tar, estaba colmada por una especie de sazón amarga, sólo quedaba caer del árbol a la muerte. Y era necesa­rio cumplir hasta el final el propio desarrollo, era nece­sario llevar la aventura a su conclusión. Y el paso si­guiente estaba más allá de la frontera de la muerte. ¡Resolución! Había cierta paz sabiéndolo.

Después de todo, cuando uno estaba cumplido, el colmo de la felicidad era caer en la muerte, como un fruto amargo se hunde en su sazón. La muerte es una gran consumación, una experiencia que consuma. Es un desarrollo a partir de la vida. Eso sabemos, mien­tras estamos vivos. ¿Para qué pensar más entonces? Uno jamás podrá ver más allá de la consumación, Basta con que la muerte sea una experiencia grande y con­cluyente. ¿Por qué habríamos de pedir lo que viene des­pués de la experiencia, cuando la experiencia nos es todavía desconocida? Muramos, porque la gran expe­riencia es la que ahora sigue a todo el resto, la muerte, que es la próxima gran crisis frente a la cual hemos acabado encontrándonos. Si esperamos, si rehuimos la cuestión, sólo lograremos vagar por las puertas de un desasosiego indigno. Allí está, frente a nosotros, como frente a Safo, el espacio ilimitable. Allí penetra el viaje. ¿Acaso no tenemos coraje para continuar nuestro viaje, acaso debemos gritar «no quiero»? Seguiremos adelan­te, hacia la muerte y hacia todo lo que pueda ella signi­ficar. Si un hombre puede ver el próximo paso a tomar, ¿por qué habría que temer al penúltimo? ¿Por qué pre­guntar por el penúltimo? Estamos seguros del próximo paso. Es el paso hacia la muerte.

«Moriré..., moriré rápidamente» se dijo Ursula, cla­ra como en un trance, clara, tranquila, con una certeza más allá de la certeza humana. Pero en alguna parte, por detrás, en la penumbra, había un llanto amargo y una desesperación. Era preciso no atender a ello, era preciso ir donde va el espíritu constante, no debe es­quivarse la cuestión debido al miedo. No escapar de la cuestión, no escuchar las voces menores. Si el deseo más profundo es ahora continuar hacia lo desconocido de la muerte, ¿cambiará uno la verdad más profunda por otra con menos fondo?

«Que termine entonces», se dijo a sí misma. Era una decisión. No era cuestión de quitarse la vida..., ella jamás se mataría, era repulsivo y violento. Era una cuestión de saber el próximo paso. Y el paso siguien- te conducía al espacio de la muerte. ¿Así era...? ¿O acaso... ?

Sus pensamientos resbalaron hacia la inconsciencia, quedó sentada como dormida ante el fuego. Y entonces volvió el pensamiento. ¡El espacio de la muerte! ¿Po­día ella entregarse a él? Ah, sí..., era un sueño. Había tenido bastante. Hasta entonces se había aferrado y resistido. Ahora era el tiempo de abandonar, de no re­sistirse ya más.

En una especie de trance espiritual, se rindió, cedió y todo quedó oscuro. Podía sentir en la oscuridad la terrible afirmación de su cuerpo, la inexpresable angus­tia de la disolución, la única angustia que es excesiva, la remota náusea pavorosa de la disolución instalada dentro del cuerpo.

«¿Corresponde el cuerpo tan inmediatamente al es­píritu?», se preguntó. Y sabía, con la claridad del últi­mo conocimiento, que el cuerpo es sólo una de las ma­nifestaciones del espíritu, que la transmutación del es­píritu integral es también la transmutación del cuerpo físico. «Salvo que afirme mi voluntad, salvo que me absuelva del ritmo de la vida, me fije y permanezca estática, separada de la vida, absuelta dentro de mi propia voluntad. Pero mejor morir que vivir mecánica­mente una vida que es una repetición de repeticiones. Morir es moverse con lo invisible. Morir es también un goce, el goce de someterse a aquello que desborda lo conocido: a saber, lo desconocido puro. Eso es un goce. Pero vivir mecanizado y desgajado dentro del movi­miento de la voluntad, vivir como una entidad absuelta de lo desconocido, eso es vergonzoso e ignominioso. No hay ignominia en la muerte. Hay ignominia completa en una vida sin llenar, mecanizada. La vida puede cier­tamente ser ignominiosa y vergonzosa para el alma. Pero la muerte no es jamás una vergüenza. La muerte misma, como el espacio ilimitable, está más allá de nuestro ensuciar.»

Mañana era lunes, el comienzo de otra semana esco­lar. Otra semana vergonzosa, estéril, mera rutina y ac­tividad mecánica. ¿No era infinitamente preferible la aventura de la muerte? ¿No era la muerte infinitamen­te más encantadora y noble que una vida. semejante? Una vida de rutina baldía, sin significado interior, sin ningún sentido real. ¡Qué sórdida era la vida, qué te­rrible vergüenza era para el alma vivir entonces! ¡Cuán­to más limpio y digno estar muerto! Era imposible so­portar más esa vergüenza de la rutina sórdida y la nulidad mecánica. A lo mejor era posible florecer en la muerte. Ella estaba harta. Porque ¿dónde iba a en­contrarse la vida? Ninguna flor crece sobre maquinaria en funcionamiento, no hay cielo para una rutina, no hay espacio para un movimiento rotativo. Y toda la vida era un movimiento rotativo, mecanizado, desga­jado de la realidad. Desde la vida no había nada que procurar..., era lo mismo en todos los países y en to­dos los pueblos. La única ventana era la muerte. Uno podía mirar hacia el gran cielo de la muerte con emo­ción, como había mirado por la ventana del aula siendo un niño, viendo libertad perfecta en el exterior. Aho­ra uno ya no era un niño, sabía que el alma era prisio­nera dentro de este edificio vasto y sórdido de la vida y que no había escapatoria, salvo la muerte.

¡Pero qué goce! Qué alegría pensar que, hiciese lo que hiciese la humanidad, no podría apoderarse del reino de la muerte, anular eso. Habían convertido el mar en un patio de criminales y una sucia senda co­mercial, habían disputado en cada pulgada de tierra sucia de una ciudad. También reclamaban el aire, lo compartían y lo parcelaban, entregándolo a ciertos pro­pietarios, violaban sus fronteras invisibles para luchar por él. Todo había desaparecido, todo estaba tapiado, con puntas de lanza en lo alto de los muros, y era preciso arrastrarse ignominiosamente entre los puntiagu­dos muros, cruzando un laberinto de vida.

Pero ante el reino de la muerte, grande, oscuro, ili­mitable, la humanidad era forzosamente escarnecida. Los hombres podían afanarse sobre la tierra, como va­riados diosecillos que eran, pero el reino de la muerte se burlaba de todos ellos; frente a él se reducían a su verdadera y vulgar necedad.

¡Qué hermosa, qué grandiosa era la muerte, qué be­néfica como futuro! Allí uno podía lavar todas las men­tiras, la ignominia y la inmundicia que aquí acumulara; un baño perfecto de limpieza y alegre reposo para se­guir desconocido, incuestionado, inmaculado. Después de todo, uno era rico, aunque sólo fuese por la promesa de una muerte perfecta. Era una alegría incomparable que quedase eso por delante, la pura otreidad inhumana de la muerte.

Fuese lo que fuese la vida, no podría hacer desapa­recer la muerte, la muerte inhumana trascendente. Oh, no hagamos preguntas sobre ella, ni sobre lo que es o no es. Saber es humano, y en la muerte no sabemos, no somos humanos. Y este goce compensa toda la amar­gura del conocimiento y la sordidez de nuestra huma­nidad. En la muerte no seremos humanos y no sabre­mos. Esta promesa es nuestra herencia, miramos hacia adelante como los herederos esperan la mayoría de edad.

Ursula se sentaba inmóvil y medio olvidada, sola junto al fuego en el cuarto de estar. Los niños jugaban en la cocina, todos los demás se habían ido a la iglesia. Y ella estaba perdida en la oscuridad última de su propia alma.

Se sorprendió oyendo sonar la campanilla a lo lejos, en la cocina; los niños vinieron corriendo por el pasi­llo en deliciosa alarma.

-Ursula, hay alguien.

-Lo sé. No seáis tontos -repuso.

Estaba sorprendida, casi asustada. Apenas osaba ir a la puerta.

Birkin estaba de pie en el umbral, con el cuello de su impermeable desdoblado hacia arriba. Llegaba ahora, ahora que ella se había ido lejos. Ursula era consciente de la noche lluviosa tras él.

-Oh, ¿eres tú? -dijo ella.

-Me alegra que estés en casa -dijo él con voz grave, penetrando.

-Se fueron todos a la iglesia.

El se quitó la gabardina y la colgó. Los chicos le es­taban espiando desde un rincón.

-Id a desnudaros ahora, Billy y Dora -dijo Ursu­la-. Nuestra madre volverá pronto y quedará decep­cionada si no estáis metidos en la cama.

Los niños se retiraron sin decir una palabra, en un estado de ánimo súbitamente angélico. Birkin y Ursula pasaron al cuarto de estar. El fuego ardía mortecino. El la miró, asombrado ante la delicadeza luminosa de su hermosura y el amplio brillo de sus ojos. Observaba a distancia, con asombro en su corazón, porque ella pa­recía transfigurada por la luz.

-¿Qué has estado haciendo todo el día? -le pre­guntó.

-Sentada aquí y allá, solamente -dijo ella.

El la miró. Había un cambio en ella. Pero ella es­taba separada de él. Permanecía aparte, en una especie de brillo. Ambos se sentaban silenciosos bajo la suave luz de la lámpara. El sintió que debería marcharse de nuevo, que no debía haber venido. Sin embargo, no conseguía reunir decisión suficiente para moverse. Pero estaba de trop, el estado de ánimo de ella era ausente y separado.

Entonces llegaron las voces de los dos niños llaman­do tímidamente desde el otro lado de la puerta, suave­mente, con un apocamiento autoprovocado:

-¡Ursula! ¡Ursula!

Ella se levantó y abrió la puerta. Los dos niños es­taban en el umbral con sus camisones largos, rostros angélicos y grandes ojos. Estaban siendo muy buenos por el momento, haciendo perfectamente el papel de dos niños obedientes.

-¿Nos llevarás a la cama? -dijo Billy en un susurro audible.

-Vaya, sois realmente ángeles esta noche -dijo ella suavemente-. ¿No queréis entrar y darle las buenas noches al señor Birkin?

Los niños penetraron tímidamente en el cuarto, des­calzos. El rostro de Billy era ancho y sonriente, pero había una gran solemnidad de estar siendo bueno en sus redondos ojos azules. Dora, observando desde su mata de pelo rubio, se mantenía detrás como una mi­núscula dríada.

-¿Me daréis las buenas noches? -preguntó Birkin con una voz que era extrañamente dulce y suave.

Dora se escabulló al instante, como una hoja levan­tada por un soplo de viento. Pero Billy se adelantó sua­vemente, lento y deseoso, levantando su boca fruncida implícitamente para ser besado. Ursula contempló los labios llenos y juntos del hombre tocar levemente los del niño, tan levemente. Entonces Birkin levantó los dedos y tocó leve y amorosamente la mejilla redonda y confia­da del niño. Ninguno de los dos habló. Billy parecía

angélico como un querubín, o como un acólito; Birkin

era un ángel alto y grave que le miraba desde arriba.

-¿Vienes a que te den un beso? -dijo Ursula a la muchachita.

Pero Dora se alejó como una minúscula dríada que no será tocada.

-¿No vas a darle las buenas noches al señor Birkin?

-Ven, te está esperando -dijo Ursula.

Pero la criatura se limitó a hacer un pequeño movi­miento de alejarse.

-¡Tonta, Dora; tonta! -dijo Ursula.

Birkin notó cierta desconfianza y antagonismo en la niña pequeña. No podía comprenderlo.

-Venid entonces -dijo Ursula-. Vámonos antes de que venga nuestra madre.

-¿Quién nos oirá decir nuestras oraciones? -pre­guntó ansiosamente Billy.

-Quien quieras.

-¿Tú?


-Sí.

Birkin se sonreía sentado frente al fuego. Cuando Ursula vino estaba inmóvil, con las manos sobre sus rodillas. Ella le vio inmóvil y sin edad, como algún ídolo sentado, alguna imagen de una religión mortífera. El miró hacia ella y su rostro, muy pálido e irreal, pareció brillar con una blancura casi fosforescente.

-¿No te sientes bien? -preguntó ella, con indefini­ble repulsión.

-No había pensado en ello.

-Pero ¿no lo sabes sin pensar en ello?

El la miró con ojos oscuros y veloces y vio su re­pugnancia. No contestó a su pregunta.

-¿No sabes si estás bien o no sin necesidad de pensar en ello? -persistió ella.

-No siempre -dijo fríamente.

-Pero ¿no piensas que eso es muy perverso?

-¿Perverso?

-Sí. Pienso que es criminal tener tan poca conexión con el cuerpo propio como para no saber siquiera cuándo uno está enfermo.

El la contempló oscuramente.

-Sí -dijo.

-¿Por qué no te quedas en la cama cuando estás indispuesto? Tienes un aspecto perfectamente horrible.

-¿Hasta el punto de ser ofensivo? -preguntó él irónicamente.

-Sí, bastante ofensivo. Bastante repelente.

-¡Ah! Bueno, qué lástima.

-Y está lloviendo, y es una noche horrible. Real­mente, no debería perdonársete tratar así el cuerpo..., deberías sufrir siendo un hombre tan despreocupado de su cuerpo.

-... tan despreocupado de su cuerpo -repitió él mecánicamente.

Esto cortó a Ursula y hubo silencio.

Llegaron los otros de la iglesia, y los dos tuvieron que saludar a las chicas, luego a la madre y a Gudrun y por fin al padre y al muchacho.

-Buenas noches -dijo Brangwen, débilmente sor­prendido-. ¿Vino a verme?

-No -dijo Birkin-, no vine por nada en especial; el día era lúgubre y pensé que no le importaría que me presentase.

-Ha sido realmente un día depresivo -dijo ama­blemente la señora Brangwen.

En ese momento se oyeron desde el piso de arriba las voces de los niños llamando:

-¡Madre! ¡Madre!

Ella levantó el rostro y respondió suavemente en la distancia:

-Subiré dentro de un momento, Doysie.

Luego a Birkin:

-Supongo que no hay nada nuevo en Shortlands, ¿verdad? Ah -suspiró-, no, pobrecillos, me lo imagi­naba.

-Estuvo allí hoy, supongo -preguntó el padre.

-Gerald vino a casa a tomar el té conmigo y ca­miné de vuelta con él. Pensé que la casa está sobreex­citada e insalubre.

-Yo pensaría que eran gentes sin mucha contención -dijo Gudrun.

-O con demasiada -repuso Birkin.

-Oh, sí, estoy segura -dijo Gudrun, casi vengativa­mente-, una cosa o la otra.

-Todos ellos sienten que deberían comportarse de algún modo artificial -dijo Birkin-. Cuando las gen­tes están afligidas, harían mejor cubriéndose los rostros y manteniéndose retiradas, como en los viejos tiempos.

-¡Ciertamente! -exclamó Gudrun, arrebatada e in­flamable-. ¡No puede haber nada más horrible que esa aflicción pública! ¡No hay nada más horrible, ni más falso! Si la aflicción no es privada y oculta, ¿qué es?

-Exactamente -dijo él-. Me sentí avergonzado cuan­do estaba allí y todos se comportaban de un modo fal­samente lúgubre, sintiendo que no debían ser natura­les o comunes.

-Bien... -dijo la señora Brangwen, ofendida por esta crítica-, no es tan fácil soportar un trastorno se­mejante.

Y subió las escaleras en dirección a los niños.

El se quedó sólo unos minutos más y luego partió. Cuando se había ido, Ursula sintió un odio hacia él tan punzante que todo su cerebro pareció convertirse en un agudo cristal de fino odio. Toda su naturaleza parecía agudizada e intensificada hasta formar un puro dardo de odio. No podía imaginar lo que era. Sencilla­mente se apoderó de ella el odio más punzante y defi­nitivo, puro, claro y allende el pensamiento. No podía pensar para nada en ello, estaba fuera de sí. Era como una posesión. Sentía que estaba poseída. Y durante va­rios días siguió poseída por esa exquisita fuerza del odio hacia él. Sobrepasaba todo cuanto ella había co­nocido antes, parecía lanzarla fuera del mundo hacia alguna región terrible donde no estaba vigente nada de su vieja vida. Estaba perdida y aturdida, realmente muerta para su propia vida.

Era tan completamente incomprensible e irracional. No sabía por qué le odiaba, su odio era más bien abs­tracto. Sólo había comprendido, con una conmoción que la desorientaba, el hecho de estar vencida por esa pura emoción. El era el enemigo fino, duro y precioso como un diamante, quintaesencia de todo lo hostil.

Pensó en su rostro blanco y moldeado con pureza y en los ojos animados por una voluntad de afirmación tan oscura y constante, y se tocó ella misma la frente para ver si estaba loca, de tan transfigurada en blanca llama de odio esencial.

Su odio no era temporal, no le odiaba por esto o por aquello; no quería hacerle nada, tener conexión alguna con él. Su relación era definitiva y radicalmente inefa­ble; el odio era tan puro como una gema. Era como si él fuese un rayo de enemistad esencial, un rayo de luz que no la destruía, pero que la negaba por completo, revocando todo su mundo. Le veía como un claro golpe de agudísima contradición, un extraño ser semejante a una gema cuya existencia definía su propia inexistencia. Cuando supo que él estaba enfermo otra vez, su odio se limitó a intensificarse unos pocos grados, si tal cosa era posible. La aturdía y la aniquilaba, pero no podía escapar a él. No podía escapar a esta transfiguración del odio que había caído sobre ella.

16. DE HOMBRE A HOMBRE

El yacía enfermo e impasible, en pura oposición a todo. Sabía lo cerca que estaba de romperse el vaso que sujetaba su vida. Sabía también lo fuerte y dura­dero que era. Y no le importaba. Mil veces mejor arries­garse con la muerte que aceptar una vida indeseada. Pero lo mejor de todo era persistir, y persistir, y per­sistir para siempre, hasta que uno estuviese satisfecho en la vida.

Sabía que Ursula le había sido enviada. Sabía que su vida estaba con ella. Pero prefería no vivir a aceptar el amor que ella profesaba. El viejo camino del amor le parecía una servidumbre espantosa, una especie de reclutamiento. No sabía qué le pasaba, pero el pensa­miento del amor, el matrimonio, los hijos y una vida vi­vida en común, en la horrible privaticidad de la satisfac­ción doméstica y conyugal, le era repulsiva. Deseaba algo más claro, más abierto, más lozano por así decirlo. La caliente y estrecha intimidad entre el hombre y su espo­sa era abominable. Le repelía el modo en que esas per­sonas casadas cerraban sus puertas y se encerraban a sí mismos dentro de su alianza exclusiva, incluso estando enamorados. Era toda una comunidad de parejas descon­fiadas, aisladas en casas o habitaciones privadas, siem­pre por parejas, sin vida ulterior, sin admitir ninguna otra relación inmediata, no presidida por el inte- rés: un caleidoscopio de parejas descoyuntadas, separa­tistas y sin sentido. El, desde luego, odiaba la promis­cuidad todavía más que el matrimonio, y una relación sexual era sólo otra especie de emparejamiento, una reacción ante el matrimonio legal. La reacción era un engorro superior aún a la acción.

En conjunto, odiaba el sexo, le parecía demasiado li­mitado. Era el sexo quien convertía al hombre en la mitad rota de una pareja, y a la mujer, en la otra mi­tad rota. Y él quería estar solo y singular en sí mismo, y que la mujer fuese igual. Quería que el sexo revirtiera al nivel de los otros apetitos, que fuese considerado como un proceso funcional y no como un cumplimiento. Creía en el matrimonio sexual. Pero más allá de esto deseaba una conjunción ulterior, donde el hombre tu­viera ser y la mujer también, dos entes puros, consti­tuyendo cada uno la libertad del otro, equilibrándose recíprocamente como polos de una fuerza, como dos ángeles o dos demonios.

Deseaba tanto ser libre, no estar bajo la compulsión de ninguna necesidad de unificarse, ni torturado por el deseo insatisfecho. El deseo y la aspiración encontra­rían su objeto sin toda esa tortura actual; en un mundo lleno de agua la simple sed no es siquiera considerable, se satisface casi inconscientemente. Y él deseaba estar con Ursula tan libre como consigo mismo, 'singular, claro y sereno, aunque equilibrado, polarizado con ella. La fusión, el aferramiento, el mezclarse del amor, ha­bían llegado a resultarle locamente abominables.

Le parecía que la mujer era siempre horrible y pe­gajosa, que tenía una pasión posesiva, una avidez de autoimportancia en el amor. Deseaba tener, poseer, con­trolar, ser dominante. Todo debía retrotraerse a ella, a la Mujer, a la Gran Madre de todo, de quien procedía. todo y a quien todo debería finalmente ser devuelto.

Le llenaba de una furia casi demente esa tranquila asunción de la Magna Mater, de que todo era suyo por­que ella lo había parido. El hombre era suyo porque ella lo había parido. Como Mater Dolorosa lo había parido, como Magna Mater lo reclamaba ahora de nue­vo, alma y cuerpo, sexo, significado y todo lo demás. Sentía horror ante la Magna Mater, era detestable.

Ella estaba de nuevo sobre un caballo muy alto, era de nuevo mujer, la Gran Madre. El la conocía en Hermione. Hermione, la humilde, la servil, que no era sino

la Mater Dolorosa en su servilismo, pretendiendo con arrogancia horrible, insidiosa, y con tiranía femenina obtener lo suyo de vuelta, reclamando al hombre que había parido con sufrimiento. Por su sufrimiento y humildad mismas cargaba a su hijo de cadenas, le man­tenía como prisionero perpetuo.

Y Ursula, Ursula era lo mismo... o lo inverso. Tam­bién ella era la reina horrenda y arrogante de la vida, como si fuese una abeja reina de quien dependiese todo lo demás. El veía el destello amarillo en sus ojos, co­nocía la altiva e impensable suposición de primacía en ella. Ella misma no era consciente. Estaba demasiado dispuesta a inclinar la cabeza hacia el suelo delante de un hombre. Pero esto sólo cuando estaba tan segura de ese hombre como para poder adorarle al modo en que una mujer adora a su propio hijo, con una veneración de posesión total.

Era intolerable esta posesión, este estar en manos de la mujer. Un hombre debía considerarse siempre como el fragmento desgajado de una mujer, y el sexo era la cicatriz todavía dolorosa de la laceración. El hombre debía sumarse a una mujer antes de poder alcanzar nin­gún lugar verdadero o integridad.

¿Y por qué? ¿Por qué habríamos de considerarnos los hombres y las mujeres fragmentos desgajados de una totalidad? Eso no es cierto. No somos fragmentos des­gajados de un todo. Somos más bien la individuación, el ser puro y claro de cosas que estaban mezcladas. El sexo es más bien lo que permanece en nosotros de lo mezclado, lo irresuelto. Y la pasión es la separación ulterior de esta mezcla, pasando lo que es masculino al ser del hombre y pasando lo femenino al ser de la mujer, hasta que ambos son claros y totales como ángeles, so­brepasada la mezcla del sexo en el sentido más alto, dejando dos seres singulares que forman juntos cons­telación como dos estrellas.

En los viejos tiempos, antes del sexo, estábamos mez­clados, cada uno era una mezcla. El proceso de indivi­duación desembocó en la gran polarización del sexo. Lo femenino se agrupó en un lado, lo masculino en el otro. Pero la separación era imperfecta incluso enton­ces. Y así pasó nuestro ciclo mundanal. Queda ahora por llegar el nuevo día, donde seamos seres cada uno, cumplidos en la diferencia. El hombre será puro hom­bre, la mujer pura mujer, perfectamente polarizados. Pero ya no habrá nada de la horrible confusión, del mezclarse autoabnegado del amor. Sólo habrá la pura dualidad de polarización, libre cada uno de cualquier contaminación debida al otro. En cada uno el indivi­duo será primordial y el sexo subordinado, aunque per­fectamente polarizado. Cada uno tendrá un ser singular, separado, con sus propias leyes. El hombre, su pura li­bertad; la mujer, la suya. Cada uno reconocerá la per­fección del circuito sexual polarizado. Cada uno admi­tirá la diferente naturaleza del otro.


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