Municipalidad de providencia


c. La familia como comunidad educativa y los padres como primeros educadores



Yüklə 203,47 Kb.
səhifə2/5
tarix11.08.2018
ölçüsü203,47 Kb.
#69396
1   2   3   4   5

c. La familia como comunidad educativa y los padres como primeros educadores.

La familia es el primer y más importante ámbito educador. En él cada miem­bro, y no sólo los padres, desempeñan un papel que es a la vez activo y pasivo. En la familia, la educación tiene su mejor realización, pues es en ella donde prioritariamente se prepara a las futuras generaciones para el cumpli­miento de sus fines existenciales o tareas vitales en virtud de la propia y personal responsabilidad. Es la familia la primera transmisora de principios y valores.

El derecho a la educación de los hijos corresponde, en primer lugar, a los padres. La naturaleza humana muestra ya a primera vista cuatro razo­nes por las que la función de la educación corresponde claramente a los pa­dres.


  • La fuerza del amor, imprescindible para educar, está naturalmente pre­sente en las relaciones entre padres e hijos.

  • Las personas tienden a dejar una imagen suya en su descendencia y sólo

la educación por parte de los padres puede desarrollar en sus hijos esa imagen.

  • Hay una dependencia natural de los hijos respecto a los padres y una responsabilidad natural de los padres respecto de aquellos, que otorga fundamento al derecho de los padres a la educación de los hijos.

  • La autoridad, elemento necesario en la educación, tiene en la familia su fundamento más natural. El niño se considera desde muy pequeño parte de la comunidad familiar y sujeto por entero a la orientación y dirección de los padres.

El derecho de los padres a educar a sus hijos es exclusivo e inalienable, comprende tanto el derecho a determinar su educación ético-moral y reli­giosa, así como el derecho a escoger su educación en cualquier otra materia; el derecho a delegar en otros el desempeño de sus funciones educativas y si fuese necesario el derecho a mantener sus propias escuelas con subvención del Estado.

Que los padres sean los primeros educadores no significa que no co­rrespondan también al Estado algunas responsabilidades respecto a la edu­cación. La actividad del Estado y de los Municipios en materia de educa­ción tiene sus límites señalados por el respeto al derecho de los padres. No hay fundamento jurídico natural para el monopolio estatal de la enseñan­za.

Las instituciones estatales han de materializar el principio de subsidiariedad, particularmente, en todo lo que se refiere al derecho educa­dor de la familia. En efecto, la familia y la sociedad cumplen una función complementaria en la defensa y en la promoción del bien de todos los hom­bres y de cada hombre. Por ello, el Estado no puede ni debe sustraer de las familias aquellas funciones que éstas pueden desarrollar bien por sí mismas, ya sea solas o asociadas libremente.

El principio de subsidiariedad encuentra especial aplicación en el campo de la enseñanza, pues es deber del Estado facilitar a las familias y sociedades intermedias la creación y gestión de instituciones educativas que estén de acuerdo con los ideales de formación de los padres. Se trata de un derecho fundamental que la autoridad pública tiene el deber de respetar y proteger mediante leyes apropiadas.



d. El centro educativo como ámbito formal y sistemático de educación

Si bien los padres son los primeros y obligados educadores de sus hijos y su derecho-deber en esta tarea es «original y primaria respecto al deber educa­tivo de los demás», el centro educativo tiene un valor y una importancia básica entre todos los medios de educación que ayudan y completan el ejer­cicio de este derecho y deber de la familia. Por tanto, en virtud de su misión, corresponde al centro cultivar con asiduo cuidado las facultades intelectua­les, creativas y estéticas del hombre, desarrollar rectamente la capacidad de juicio, la voluntad y la afectividad, promover el sentido de los valores, favo­recer las actitudes justas y los comportamientos adecuados, introducir en el patrimonio cultural conquistado por las generaciones anteriores, preparar para la vida profesional y laboral y fomentar el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición, induciéndolos a comprenderse mutuamente.

El centro ejerce una función social insustituible, pues hasta hoy se ha revelado como la respuesta institucional más importante de la sociedad al derecho de todo hombre a la educación y por tanto a la realización de sí mismo, y como uno de los factores más decisivos para la estructuración y la vida de la misma sociedad. La importancia creciente del entorno y de los instrumentos de comunicación social, con sus contradictorias y a veces noci­vas influencias, la extensión continua del ámbito cultural, la cada vez más compleja y necesaria preparación para la vida profesional o laboral, día a día más diversificada y especializada, y la consiguiente incapacidad progresiva de la familia para afrontar por sí sola todos esos graves problemas y exigen­cias, hace cada vez más necesaria la existencia del centro educativo.

A causa de la importancia del centro educativo en orden a la educación del hombre, es el mismo educando y, cuando él no esté capacitado todavía para ello, sus padres, a quienes incumbe en primer lugar el derecho de edu­carlos. Aparece así con claridad que no es admisible, en principio, el mono­polio de la escuela por parte del Estado, y que el pluralismo de los centros hace posible el respeto al ejercicio del derecho fundamental del hombre a su libertad, aunque ese ejercicio esté condicionado por múltiples circunstan­cias según la realidad de cada país.

Los centros educativos son organizaciones sociales formales, en cuanto cuentan con una agrupación de miembros definida y con una división de

tareas y responsabilidades en función de determinados objetivos educacio­nales cuya finalidad es la formación integral de la persona. Su foco de aten­ción son los procesos de enseñanza y de aprendizaje sin perder de vista la totalidad del ser humano.

La idea de mejora integral es fundamental y esencial a la noción de cen­tro educativo y le imprime una dinámica particular que requiere: a) un pro­ceso de desarrollo continuo de los profesores para que ellos vayan alcanzando una mayor madurez personal y profesional, b) unas bases comunes para ase­gurar que el proceso de desarrollo de cada uno se viva de una misma manera y c) que los alumno(a)s tengan la oportunidad de mejorar también en rela­ción con los valores institucionales.

Cada centro educativo o establecimiento educacional se puede conside­rar una auténtica comunidad educativa, unida por la finalidad común de formar integralmente a sus educandos. Para ello, es necesario que cada cen­tro plantee, en primer lugar, un proyecto de mejora integral común para todas las personas que colaboran en él y, en segundo término, que defina las actividades y tareas que aseguren la posibilidad de actuar ordenadamente conforme a esos fines.

La definición de objetivos institucionales debe reflejar un conjunto de valores compartidos que dan sentido, unidad y coherencia a la totalidad de los esfuerzos del centro, puesto que enmarcan el bien común al que todos los miembros aspiran.

Dado que la comunidad educativa es un organismo vivo, para realizarse como tal cada protagonista debe desarrollar sus funciones en coordinación con los demás; es la textura, el combinado íntimo de las partes, lo que con­fiere y otorga ser a esa comunidad. En este sentido, en una comunidad edu­cativa todos sus miembros son igualmente importantes: los alumnos, direc­tivos, docentes, padres y apoderados, administrativos, auxiliares y ex-alum-nos.

Los centros educativos son también sistemas abiertos, dinámicos e interrelacionados con otros sistemas. Se justifican en función de una serie de contenidos culturales, articulados por los responsables de la educación en los distintos niveles superiores. Respecto de estos contenidos habrá algo de subs­tancial en la educación que no cambiará con el tiempo. Pero también habrá aspectos que es necesario variar y actualizar según las necesidades de la so-

ciedad en cada momento. Es en este ámbito donde debe expresarse la auto­nomía y versatilidad del centro para adecuarse a los requerimientos exter­nos, a la vez que mantener lo sustantivo de la educación integral. El instru­mento a través del cual cada centro expresa su adecuación a la realidad es el denominado proyecto educativo institucional.

En concreto, la gestión de los establecimientos educativos de la Corpo­ración se orientará a:


  • Privilegiar el aspecto educativo, esto es, humanizador y personalizador del alumno, por sobre la función puramente informativa e instructiva.

  • Prestar atención a la cultura cuyo corazón, centro y actor es la persona.

  • Enfatizar la relación educativa, la centralidad de la persona.

  • Orientar la vida de los alumnos ayudándolos para que asuman sus anhe­los, dificultades, proyecciones y su actuar en el marco de los valores esta­blecidos.

  • Guiar a los alumnos para que formulen su proyecto personal de vida en los aspectos vocacionales, familiares, comunitarios y sociales.

  • Su preocupación será desarrollar la persona concreta y plasmar su exis­tencia de acuerdo a las potencialidades de cada educando.

En suma, como lugares privilegiados de promoción humana su finalidad es:

  • Ayudar a los alumnos a descubrir y potenciar sus posibilidades físicas, intelectuales y afectivas, y a aceptar las propias cualidades y limitacio­nes.

  • Propiciar el crecimiento de la dimensión social del alumno como un aspecto básico de su crecimiento integral.

  • Potenciar el desarrollo de su dimensión ética y trascendente, abrir la acción educativa a la búsqueda del sentido de la existencia humana y presentar la visión occidental del hombre, la vida, la historia y el mun­do.

III. MARCO FILOSÓFICO Y EDUCACIONAL

1. Fundamentos Antropológicos.

La Corporación concibe al ser humano como:

Una unidad substancial de cuerpo y espíritu.

El hombre es una realidad de naturaleza racional forjada por un alma espiri­tual, o lo que es lo mismo, su naturaleza consiste en ser una unidad substan­cial de cuerpo y alma. Concebir al hombre en tanto que unidad substancial es hacer referencia a esa especial condición con que se manifiesta su propia naturaleza, bien llamada corpóreo-espiritual, pues se compone de dos coprincipios: cuerpo y alma respectivamente. Decimos que ellos son dos coprincipios para enfatizar que no se trata de dos principios separados y que en conjunto (como si se tratara de la simple sumatoria de ambos) diesen como promedio aritmético la naturaleza humana, sino que señalamos más bien que se trata de dos principios que se dan simultáneamente, teniendo una relación por completo solidaria, en la que si bien es posible distinguir la existencia de cada uno, sin embargo no podemos pensarlos como si estuvie­ran separados, pues se encuentran esencialmente fusionados.

El alma humana muestra, en el ejercicio más ordinario de una conciencia madura, que posee un sector de operaciones que excede del todo las condi­ciones de la materia: por esto es llamada substancia espiritual y forma , por sí subsistente. Pero el hombre desarrolla además las operaciones sensitivas y vegetativas que, si aparecen menos íntimamente ligadas al yo o si parece que tienen lugar a un nivel inferior al de la conciencia, sin embargo, se imponen como indispensables para el ejercicio de las anteriores y como pertenecientes al todo constituido por la persona.

El ser humano tiene en definitiva, una naturaleza que siendo -como tal naturaleza- una realidad estable, sin embargo ella misma es pura dinamicidad, pura apertura -como se ve en sus operaciones-, de modo que se ha de deste­rrar cualquier esbozo de fijismo que se pretenda instaurar como esencia hu­mana. Tampoco cabe aceptar como válida la concepción que pretende negar que existe la naturaleza humana, amparándose erróneamente, sólo en la di­mensión dinámica e indeterminada que distingue al ser humano. Si así fue­ra, el proceso educativo no tendría sentido ni destino alguno.

Una persona dotada de libertad, inteligencia y voluntad.

La persona humana es el hombre en tanto sujeto corpóreo-espiritual que se distingue por el dominio de sus actos y por la exclusiva condición de ser libre. En este sentido, viene muy bien recoger la afirmación popular «el hombre es el rey de la creación», pues señala la superioridad que el ser hu­mano tiene por sobre todas las cosas, por sobre todas las realidades indivi­duales, que cuando mucho, sólo viven y actúan por el impulso de sus instin­tos y el motor de sus sentidos.

El concepto de persona humana nos advierte que hemos de tratar al hom­bre de una forma distinta que a las demás realidades individuales (minera­les, vegetales o animales), pues señala lo que hay de superior en él y que lo hace digno.

Se ha visto anteriormente que el hombre es una unidad de alma y cuer­po, en virtud de lo cual se destacan las dos facultades superiores que confi­guran su naturaleza: inteligencia y voluntad. Pues bien, a partir de esta naturaleza hay que considerar aquello que da a lugar, en prioridad, a la con­dición de persona humana: la libertad. La libertad es la principal caracterís­tica a la hora de señalar cuál es el elemento que hace del hombre una perso­na. La condición de ser libre pone al hombre en la situación de orientar sus actos por la inteligencia y la voluntad, escapando al ámbito de dominio que, por ejemplo, tienen los instintos en los animales carentes de razón, quienes en sentido propio, actúan obligados precisamente por sus instintos, sin la posibilidad de discernir o reprobar aquello que les muestran sus sentidos. Ser libre en esta condición significa estar desligado de las ataduras instintivosensitivas, es encontrarse absuelto de la carga que le pudiera imponer la realidad puramente sensitiva o instintiva. Por ello es que, paradójicamente,


de la libertad surgen los deberes, pues sólo tienen deberes aquellos vivientes que no están determinados a realizar o querer algo, sino sólo aquellos que pueden naturalmente no realizar o querer aquello.

Sujeto moral.

Ser libre y a la vez sujeto de deberes es lo que convierte a la persona humana en un sujeto moral, y esto porque contando con inteligencia y voluntad es el único ser que puede ordenarse libremente hacia la perfección de su naturale­za. Sólo el hombre puede decidir aceptar su existencia y resolver libremente si cumplirá o no con aquello que desde su propia naturaleza se le indica como fin de su existencia. En otras palabras, el hombre es un sujeto moral porque es libre y responsable, lo cual nos lleva a considerar la especial cate­goría que por esto mismo llega a tener: «La dignidad de persona humana»

La dignidad de la persona humana no es un calificativo neutro para refe­rirse a la libre condición moral del hombre, sino que es la noción que se emplea para hacer notar la posición de superioridad natural que éste posee en relación a las demás realidades de la creación.

Todos los seres humanos tienen la misma naturaleza y por ello todos tienen la misma dignidad natural, ninguno es superior a otro en este senti­do. La superioridad es, por tanto, en relación a todo el resto de las realidades que denominamos irracionales: los seres inertes, los vegetales y los animales.

Ser trascendente.

El hecho de que el hombre sea superior a las realidades señaladas se traduce, por cierto, en que en gran medida todas ellas están bajo el imperio y domi­nio que pueda ejercer aquel, a fin de alcanzar efectivamente la plenitud de vida que su naturaleza le pide. El hombre ejerce un dominio sobre esas rea­lidades en virtud de poder orientar sus actos hacia los propósitos que se da a sí mismo. Es el dueño de sus actos y se dirige libremente hacia los objetivos que se propone. Pero la superioridad que le confiere su dignidad no se redu­ce a ese dominio.

La persona humana, dotada de un alma espiritual, es el único ser vivo que puede trascender a su propia condición material. Y es que el alma espi­ritual, lejos de encapsular la naturaleza del ser humano, la convierte en radi­cal apertura. El hecho de ser espiritual dispone al hombre, como naturaleza

inacabada, a su perfección. Esta capacidad de trascender su propio ser tiene su sentido más pleno cuando nos referimos a la vinculación que la persona humana puede establecer con su Creador. Es más, con el cristianismo encon­tramos la razón más poderosa para explicar la fuerza que tiene el concepto de persona, a saber, que la persona humana es tal en virtud de la relación de imagen y semejanza que guarda con Dios; y conjuntamente, en razón de considerar al hombre como hijo de Dios por adopción.

Esta visión de la naturaleza humana nos lleva a considerar que junto a esta especialísima vinculación filial y de semejanza, cada persona tiene en sí misma un proyecto divino que llevar a cabo, tratando de llegar a ser aquello que Dios quiere para cada uno. Y es que aun cuando todas las personas están llamadas a alcanzar esta semejanza divina, la imagen de Dios no es siempre la misma al materializarse en los diversos seres humanos. Cada persona es una idea distinta de Dios realizada en el acto especial de creación que cons­tituye la formación del alma, con las particulares disposiciones y condicio­nes físicas y psíquicas, en cada una.



2. Fundamentos y criterios axiológicos.

La Municipalidad de Providencia fundamenta su acción educativa en la con­cepción de que el ser humano presenta un carácter radicalmente distinto y superior a todos los otros entes que comparten con él el mundo sensible. Su actividad específicamente humana se desarrolla en base a un principio orde­nador de la materia que es, por ello, inmaterial, denominado espíritu. Sabe­mos que el espíritu no depende del cuerpo porque el hombre es capaz de realizar actos con independencia de su aspecto material. Los actos propios del hombre dependen de las facultades superiores del espíritu: inteligencia, voluntad y libertad.

La inteligencia es la capacidad de alcanzar la verdad, es decir, de conocer las esencias de las cosas, y de determinar en cada caso concreto qué es lo verdadero, o en otras palabras, lo justo, lo bueno y lo adecuado. El hombre, con su entendimiento, puede conocer con certeza parte de la realidad; pero no aquello que lo supera. Esto último se llama misterio, y lo propio de la inteligencia es aceptarlo con humildad.

La voluntad consiste en la capacidad del hombre de buscar el bien; es la tensión hacia el bien presentado por la inteligencia: su acto propio es el

querer que genera. La voluntad permite al hombre avanzar en la consecución de lo honesto o bien moral, que es el bien que da plenitud a su naturaleza.

La libertad consiste en un aspecto de la voluntad por el cual el hombre puede elegir entre dos o más alternativas, o bien no elegir ninguna de ellas. Esta capacidad de elegir no se presenta frente al bien mismo considerado como cualidad -pues toda voluntad es movida por lo bueno-, sino respecto de las decisiones concretas y particulares, en las que el grado de bien nunca es perfecto, no encontrándose por lo tanto la voluntad determinada a seguir tal o cual alternativa. La libertad no debe ser confundida con el libertinaje ni con el arbitrio. No consiste en la facultad de hacer lo que se quiera, según lo que apremien las pasiones, sino en elegir siempre lo más bueno, en la medi­da en que la posesión del bien nos hace más perfectos, y su ausencia nos imperfecciona. En este sentido, la libertad tiene como contenido el bien, y por ello se abre al significado de la responsabilidad. La responsabilidad indi­ca que la voluntad se extiende no sólo a la realización de un acto, sino tam­bién a todas las consecuencias que de él deriven, por remotas que sean, siem­pre que hubieran podido ser conocidas por el sujeto que efectúa la acción, en el momento en que la lleva a cabo. La libertad, por lo tanto, tiene un límite: el bien descubierto por la razón, y la responsabilidad del individuo frente a las consecuencias de sus actos.

Las facultades superiores del hombre -inteligencia, voluntad y libertad-no constituyen, pues, compartimentos aislados en el alma del hombre, sino que, por el contrario, representan una unidad operativa indisoluble, que determina lo más íntimo del ser humano, y le dirigen hacia su fin último descubriendo los bienes necesarios con su entendimiento y queriéndolos li­bremente con su voluntad.

El hombre, en consecuencia, conoce los fines de su existencia y puede comprender el sentido de sus acciones, queriéndolos libremente y por su propia voluntad, sin necesidad de que ellos le sean impuestos a su conciencia por una fuerza exterior, como ocurre en el caso de los animales, los cuales no participan conscientemente de sus decisiones, sino que se pliegan natural­mente a sus impulsos instintivos. Esta es la diferencia más radical del hom­bre con todos los entes del mundo sensible: el ser humano es capaz de cono­cer sus fines, y juzgar en consecuencia sobre la bondad o maldad de sus acciones, haciéndose por ello responsable de las consecuencias de sus actos

libremente elegidos.

Por ello se dice que el ser humano es un espacio de libertad en un mundo de necesidad. Todo lo que acontece en nuestro exterior y en nuestro cuerpo está regido por las leyes de lo necesario, de las ciencias exactas, cuya deter­minación el hombre simplemente puede conocer y respetar. El universo está regido por leyes que el hombre no puede alterar. Sin embargo, al interior del espíritu humano existe la posibilidad de determinar una conducta u otra, con independencia de las normas externas a las que se encuentra sometido lo corpóreo. Esta posibilidad pone al hombre por encima de todo lo determina­do, y muestra que constituye un fin en sí mismo.

Los fines primarios del hombre son descubiertos por su inteligencia, no propuestos por su voluntad arbitraria. Descubrimos y conocemos esos fines primarios en la observación de las inclinaciones presentes en la naturaleza de todo ser humano, las cuales son básicamente tres: (a) la inclinación a conser­var la vida y la integridad física, tanto propia como ajena, (b) la inclinación a conservar la especie, mediante la reproducción, crianza y educación de los hijos, y (c) la inclinación a desarrollar las potencias superiores del espíritu, esto es, inteligencia, voluntad y libertad. La razón explícita estas tendencias propias de la naturaleza humana y las formula con carácter de proposiciones axiológicas. El conjunto de las proposiciones axiológico-normativas que en­cierran los bienes y los medios necesarios para que el hombre alcance sus fines primarios y fundamentales se denomina ley natural. La inteligencia descubre el bien de la naturaleza, la voluntad lo quiere y la libertad lo elige. Este es el fundamento del llamado atributo de personalidad. Para la teología católica, incluso, la palabra persona indica la imagen y semejanza de Dios en el hombre.

Si el hombre es un fin en sí mismo, tiene un valor propio por el cual es querido más que mediatizado. El ser humano no puede ser medio para nada, porque ello supondría menoscabar el valor intrínseco de la espiritualidad que en él participa. Por esta razón, se dice que el hombre es digno de recibir el tratamiento adecuado que corresponde a su condición de ser espiritual. Se denomina dignidad o dignidad del hombre a la calidad de ese valor intrínse­co. Los conceptos de dignidad y respeto están asociados, en la medida en que el hombre no es un individuo aislado, sino que, por el contrario, vive y alcanza su máxima perfección posible en comunidad.

La dimensión operativa de la dignidad son los derechos naturales del hombre. Estos derechos son consubstanciales a la naturaleza humana y ante­riores al Estado, al ordenamiento jurídico y en general a la voluntad arbitra­ria de uno o de muchos. Son, pues, trascendentes a la cultura y se sitúan en el plano de lo natural y lo histórico. El Estado se limita a reconocer estos derechos y a reglamentar su ejercicio, no estando en su mano negarlos o desconocerlos.


Yüklə 203,47 Kb.

Dostları ilə paylaş:
1   2   3   4   5




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin