Stefan Zweig



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PROCESO Y SENTENCIA


Con su mirada de águila reconoció Napoleón la manifiesta falta de María Antonieta en el proceso del collar: «La reina era ino­cente, y para dar a conocer públicamente esta su inocencia, quiso que juzgara el Parlamento. El resultado fue que la reina fue tenida por culpable». En efecto, en esta ocasión María An­tonieta perdió por primera vez su seguridad en sí misma. Mientras que en general pasa despreciativamente, sin volver la mirada, junto al apestoso fango de maledicencias y calumnias, esta vez busca refugio en un tribunal al que hasta entonces había menospreciado: el de la opinión pública. Años enteros se ha conducido de modo como si no oyera nada del zumbido de las flechas envenenadas lanzadas contra ella. Al solicitar ahora un proceso, en una repentina y casi histérica explosión de cóle­ra, revela lo muy violenta y antigua que era ya la irritación de su orgullo; ahora, este cardenal de Rohan, que es quien se ha atrevido a avanzar más contra ella y de modo más visible, debe pagar por todos. Pero, fatalmente, es ella la única que cree to­davía en las malas intenciones de aquel pobre loco. Hasta en Viena, José II mueve dubitativamente la cabeza cuando su her­mana le describe a Rohan como un archicriminal: «Tuve siem­pre al gran limosnero por la criatura más ligera y dilapidadora que cabe imaginar, pero confieso que jamás le he creído capaz de una estafa o de una villanía tan negra como esa que ahora se le atribuye». Mucho menos cree Versalles en la culpabilidad de Rohan, y pronto circula un extraño rumor que dice que con aquella brutal detención ha querido deshacerse la reina de un incómodo testigo. El odio contagiado por la madre ha llevado a María Antonieta a una irreflexiva precipitación. Y con aquel ademán torpe y violento cae de los hombros de la reina el manto protector de la soberana: se descubre a sí misma ante el odio general.

Pues, por fin, ahora todos los secretos adversarios de la reina pueden reunirse para una acción común. María Antonieta ha puesto la mano, temerariamente, en todo un nido de serpien­tes de ofendidas vanidades. Luis, el cardenal de Rohan  ¡có­mo ha podido olvidarlo! , es portador de uno de los más anti­guos y gloriosos nombres de Francia, y aliado por la sangre de otras estirpes feudales, ante todo de los Soubise, los Marsan, los Condé; todas estas familias se sienten, como es natural, mor­talmente ofendidas de que uno de los suyos haya sido detenido en el palacio del rey como un vulgar ratero. Por otra parte, el alto clero también está indignado. ¡Hacer prender por un gro­sero espadón a un cardenal, a una Eminencia, revestido de todos sus ornamentos, pocos minutos antes de decir la misa ante la faz del Señor! Las quejas llegan hasta Roma; tanto la nobleza como el estado eclesiástico se sienten afrentados en su totalidad. Resueltos a la lucha, se presenta en el ruedo el pode­roso grupo de la francmasonería, pues no sólo a su protector el cardenal, sino también al dios de los sin Dios, a su jefe, al maes­tro de la orden, a Cagliostro, han llevado los gendarmes a la Bastilla; llega, por fin, ahora la ocasión de lanzar algunas gran­des piedras contra los vidrios de la soberanía, del trono y del altar. Además, el pueblo, en general excluido de todas las fies­tas y picantes escándalos del mundo de la corte, está encanta­do con todo el asunto. Una vez, por fin, le es ofrecido un gran espectáculo: un cardenal, en propia persona, acusado pública­mente, y, a la sombra de sus vestiduras cardenalicias de color púr­pura, un verdadero muestrario de estafadores, trapaceros, alca­huetes, falsarios, y además de todo, en el último fondo  ¡atrac­tivo principal! , la orgullosa, la soberbia austríaca. Asunto más divertido que este escándalo de la «bella Eminencia» no podía ser regalado a los aventureros de la pluma y el lápiz, a los autores de libelos, a los caricaturistas, a los voceadores de periódicos. Ni siquiera la ascensión de Montgolfier, que con­quista para la Humanidad una nueva esfera, ha provocado en París, ni en el mundo entero, un interés semejante al de este proceso, iniciado por una reina y que, poco a poco. se convier­te en un proceso contra la misma reina. Como ya antes de la vista tienen, según la ley, derecho a aparecer impresos libres de censura, los escritos de defensa, las librerías son asaltadas por el público y la Policía tiene que intervenir en ello. Ni las obras inmortales de Voltaire, de Jean Jacques Rousseau o de Beaumarchais conocieron en varios decenios las gigantescas tiradas que tienen estos playdoyers en una sola semana. Siete mil, diez mil, veinte mil ejemplares, todavía con la tinta húme­da, son arrancados de las manos de los vendedores, y en las Embajadas extranjeras los diplomáticos tienen que pasarse el día entero atando paquetes para enviar, sin pérdida de tiempo, a sus príncipes, llenos de curiosidad, los más recientes libelos sobre el escándalo de la corte de Versalles. Todo el mundo quie­re leerlo todo y poder decir que lo ha leído; durante semanas enteras no hay otro tema de conversación; las más alocadas conjeturas son creídas ciegamente. Para asistir al propio proce­so vienen grandes caravanas de provincias, nobles, burgueses, abogados; en París, los artesanos abandonan sus tiendecillas y talleres. Inconscientemente, adivina el recto instinto popular que aquí no se verá solamente el proceso de una falta aislada, sino que de este pequeño y sucio ovillo saldrán espontánea­mente todos los hilos que llevan a Versalles; el abuso de las lettres de cachet, esas arbitrarias órdenes de prisión, las dilapi­daciones de la corte, el mal estado de las finanzas, todo puede ahora ser tomado desde su origen. Por primera vez, gracias a una grieta casualmente abierta, puede la nación columbrar el secre­to mundo inaccesible hasta ahora para ella. Se trata en este pro­ceso de mucho más que de un collar; se trata del sistema de gobierno ahora existente, pues esta acusación, si es hábilmente dirigida, puede rebotar contra toda la clase directora, contra la reina, y con ella contra la monarquía. «¡Qué acontecimiento grande y prometedor!  exclama uno de los frondeurs habitua­les del Parlamento . ¡Un cardenal, descubierto como estafa­dor! ¡La reina, envuelta en un proceso escandaloso! ¡Cuánta basura sobre el báculo y el cetro! ¡Qué triunfo para las ideas de la libertad!»

Aún no sospecha la reina qué males ha desencadenado con un único ademán precipitado. Pero cuando un edificio está reblandecido y tiene minados sus cimientos desde hace mucho tiempo, basta arrancar de la pared un solo clavo para que toda la fábrica se venga abajo.

Ante el tribunal se abre con tiento la misteriosa caja de Pandora. Su contenido esparce un olor no precisamente a rosas. Como favorable para la ladrona se muestra únicamente la cir­cunstancia de que, a tiempo, el noble esposo de De la Motte ha podido emprender la huida a Londres con los restos del collar; con ello falta la principal pieza probatoria, y cada uno de los acusados puede acusar al otro del robo y ocultación del invisi­ble objeto robado, y al mismo tiempo, subterráneamente, dejar siempre entrever la posibilidad de que acaso el collar se en­cuentre todavía en manos de la reina. La De la Motte, la cual sospecha que los ilustres señores procesados se determinarán a descargar sobre sus espaldas el peso de la culpa, para poner en ridículo a Rohan y apartar de sí la sospecha ha acusado del robo al inocente Cagliostro, envolviéndolo a la fuerza en el proceso. Explica, descarada a imprudentemente, su repentina riqueza diciendo que ha sido querida de Su Eminencia, y todo el mundo conoce la liberalidad de aquel eclesiástico tierno de corazón. El asunto comienza a ser, por to menos, enojoso para el cardenal, cuando logran por fin echar mano a los cómplices Rétaux y la «baronesa de Oliva», la modistilla, y con sus declaraciones todo queda aclarado.

Pero hay un nombre que tanto la acusación como la defen­sa evitan celosamente pronunciar: el de la reina. Cada uno de los acusados se guarda con todo cuidado de echar sobre María Antonieta la culpa más pequeña; hasta la De la Motte  otras han de ser más tarde sus palabras  rechaza como una criminal infamación la idea de que la reina haya recibido el collar. Mas precisamente esta circunstancia de que todos ellos, como por un convenio propio, hablen de la reina con tan profundas reve­rencias y tan llenos de respeto, actúa en sentido contrario sobre la desconfiada opinión pública; se esparce cada vez más el ru­mor de que se ha dado orden de no acusar a la reina. Ya se susu­rra que el cardenal ha tomado magnánimamente las culpas a su cargo, y se preguntan las gentes si las cartas que ordenó que­mar tan pronta y discretamente serían en realidad todas falsas. ¿No habrá, pues, alguna cosa  cierto que no se sabe qué, pero algo, algo , en este asunto, que sea comprometedor para la reina? De nada sirve que los hechos se aclaren totalmente, sem­per aliquid haeter; precisamente porque su nombre no es pro­nunciado en el juicio, María Antonieta, de modo invisible, comparece también ante el tribunal.

El 31 de mayo debe por fin ser pronunciada sentencia. Desde las cinco de la mañana, una muchedumbre que no puede abarcar la vista se agolpa delante del Palacio de Justicia; la ori­lla izquierda del Sena no puede, ella sola, contener toda esta gente, y también el Puente Nuevo y la orilla derecha se encuen­tran llenos de una masa impaciente; con gran trabajo, la Policía a caballo logra mantener el orden. Ya en su camino, por las excitadas miradas y las apasionadas aclamaciones de los espec­tadores, comprenden los sesenta y cuatro jueces lo trascenden­tal que es para toda Francia la sentencia que van a pronunciar; pero el aviso decisivo los espera en la antecámara de la gran sala de deliberaciones, de la grande chambre. Allí, vestidos de luto, diecinueve miembros de las familias de Rohan, Soubise y Lorena están colocados en fila por donde han de pasar los jue­ces, y se inclinan respetuosos a su paso. Ninguno de ellos dice palabra, ninguno se adelanta. Su vestido y su actitud lo dicen todo. Y esta silenciosa súplica de que la sentencia devuelva su amenazado honor a la familia de Rohan actúa fuertemente sobre los consejeros, los cuales, en su mayoría, pertenecen tam­bién a la alta nobleza de Francia; antes de comenzar las delibe­raciones saben ya que el pueblo y la nobleza, y en general todo el país, esperan la libre absolución del cardenal.

Sin embargo, las deliberaciones duran dieciséis horas, y los de Rohan y los millares de personas de la calle tienen que espe­rar diecisiete horas, desde las seis de la mañana hasta la diez de la noche, porque los jueces no ignoran que se hallan en pre­sencia de una trascendental resolución. La sentencia de la em­baucadora es pronunciada primeramente. lo mismo que la de sus cómplices; a la modistilla la dejan gustosos salir libre por­que ¡es tan bonita y se dejó conducir al bosquecillo de Venus de modo tan inocente! La verdadera discusión se refiere exclu­sivamente al cardenal. En absolverlo, porque evidentemente ha sido engañado y no es ningún impostor, están todos de acuer­do; la diferencia de opiniones impera sólo en lo que se refiere a la forma de esta absolución, pues de ello depende una gran cuestión política. Los partidarios de la corte desean  y no sin razón  que esta absolución tenga que ir ligada con una repren­sión por «culpable osadía», pues no ha sido otra cosa, por parte del cardenal, el creer que una reina de Francia podía citarse secretamente con él en un oscuro bosquecillo. Por esta falta de respeto a la persona de la reina exige el representante de la acu­sación que el cardenal presente humilde y públicamente sus excusas ante la grande chambre, lo mismo que la dimisión de todos sus cargos. Por el contrario, el partido adverso, el de los enemigos de la reina, desea la pura y simple suspensión del procedimiento. El cardenal ha sido engañado y queda, por tanto, sin mácula ni culpa. Esta plena absolución lleva en su aljaba una flecha envenenada. Pues si se admite que el carde­nal, por todo lo que se conoce de la conducta de la reina, ha podido juzgar como posibles tales clandestinidades y liberta­des, con ello se saca a la vergüenza la ligereza de la reina. En el platillo de la balanza está colocado algo difícil de pesar; con­sidérese, por lo menos, que la conducta de Rohan ha sido irres­petuosa con la soberana, y, de este modo, María Antonieta queda compensada del mal uso que se ha hecho de su nombre; mientras que si se absuelve al cardenal pura y simplemente, al mismo tiempo se condena moralmente a la reina.

Esto lo saben los jueces del Parlamento, esto lo saben am­bos partidos, esto lo sabe el pueblo, ávido a impaciente; tal sen­tencia tiene que resolver algo distinto de aquel caso aislado e insignificante. Aquí no se trata de ningún asunto privado, sino de la cuestión política de aquel tiempo; de si el Parlamento de Francia considera aún la persona de la reina como «sagrada» e intangible. o la tiene por sometida plenamente a las leyes, como cada uno de los otros ciudadanos franceses; por primera vez, la Revolución que llega arroja resplandores de un rojo matinal por las ventanas de aquel edificio en el cual se contie­ne también is Conciergerie, es estremecedora prisión desde la cual María Antonieta debe ser conducida al cadalso. Bajo un mismo techo comienza la causa de la reina y en él ha de termi­nar. En la misma sala que la De la Motte tendrá más tarde que defenderse la reina.

Los jueces deliberan durante dieciséis horas; combaten vio­lentamente unas con otras las diversas opiniones y los no menos opuestos intereses; pues ambos partidos, el monárquico y el antimonárquico, han aprovechado toda suerte de influen­cias, y no la que menos la del oro; desde varias semanas antes, todos los ministros del Parlamento están sometidos a recomen­daciones, amenazas, maniobras, cohechos y regalos, y se canta ya por las calles:

Si cet arrêt du cardinal

vous paraissait trop illégal

sachez que la finance,

eh bien!

Dirige tout en France

vous m'entendez bien!


Por último se venga también el Parlamento de la antigua in­diferencia del rey y de la reina hacia tal institución; hay muchos, entre estos jueces, que piensan que ya es tiempo de que la au­tocracia reciba una lección fundamental y sin precedentes. Por veintiséis votos contra veintidós  el partido se juega con fuer­zas casi iguales  es absuelto el cardenal «sin ninguna censu­ra», lo mismo que su amigo Cagliostro y la modistilla del Palais Royal. También con los cómplices se muestra indulgente el tribu­nal: quedan libres, sólo con pena de destierro. El gasto lo paga la De la Motte, la cual. por unanimidad, es condenada a ser azotada públicamente por el verdugo, a ser marcada con un hierro canden­te que le imprima una « V» (voleuse) y a permanecer encerrada por todo el tiempo de su vida en la Salpêtrière.

Pero hay también una persona, que no estuvo sentada en el banquillo de los acusados y que, con la absolución del carde­nal, queda condenada y también a perpetuidad: María Antonie­ta. Desde aquella hora es abandonada, sin defensa alguna, a la calumnia pública y al odio ilimitado de sus adversarios.

Al oír el veredicto, alguien se precipita fuera de la sala de audiencia y lo comunica a las masas; centenares de personas lo siguen y, locas de entusiasmo, proclaman la absolución por las calles. Con tanta violencia se desborda el júbilo, que sus brami­dos llegan hasta la orilla del río. «¡Viva el Parlamento!»  grito nuevo que sustituye al habitual de « ¡Viva el Rey!»  resuena por toda la ciudad. A los jueces les cuesta trabajo defenderse de la entusiasta gratitud. Las gentes los abrazan, las vendedoras del mercado los besan, su camino es cubierto de flores, magní­ficamente se desarrolla el cortejo triunfal de los absueltos. Diez mil personas, lo mismo que a un general victorioso, escoltan al cardenal, nuevamente vestido de púrpura, hasta la Bastilla, donde todavía debe pasar aquella noche; hasta el amanecer lan­zan gritos de júbilo ante sus murallas muchedumbres siempre renovadas. No menos divinizado es Cagliostro, y sólo una or­den de la Policía logra impedir que la ciudad se ilumine en su honor. De este modo  señal alarmante  festeja todo el pue­blo a dos personas que no han hecho ni logrado otra cosa para Francia sino dañar mortalmente el prestigio de la reina y de la monarquía.

En vano se esfuerza la reina por ocultar su desesperación; este latigazo en mitad del rostro ha estallado con demasiada dureza y demasiado en público. Su camarera la encuentra des­hecha en llanto; Mercy comunica a Viena que su dolor es «mayor de lo que razonablemente parece exigir la causa». Siempre más fuerte por sus instintos que por consciente refe­xión, María Antonieta ha reconocido al punto lo irreparable de esa derrota; por primera vez desde que lleva la corona, ha tro­pezado con un poder más fuerte que su voluntad.

Pero el rey tiene aún entre sus manos la resolución final. Aún podría. con una enérgica disposición, salvar el ofendido honor de su esposa a intimidar a su debido tiempo la sorda resis­tencia general. Un rey fuerte, una reina resuelta, tendrían que haber disuelto un Parlamento hasta aquel punto sedicioso; así habría prucedido Luis XIV y acaso Luis XV Pero Luis XVI no posee más que un ánimo abatido. No se atreve con el Parla­mento; solamente, para dar a su esposa una especie de satisfac­ción, envía al cardenal al destierro y expulsa a Cagliostro fuera del país  tímido expediente que enoja al Parlamento sin herirlo realmente y ofende a la justicia sin reparar el honor de la reina . Indeciso, como siempre, emplea el término medio, cosa que en política siempre resulta lo más perjudicial. Con ello entra por el camino tortuoso, y pronto se cumple, en el común destino de ambos esposos, la antigua maldición de los Habsburgos que Grillparzer ha puesto en verso de modo inolvidable.

Es maldición de nuestra noble casa,

sólo a medio camino y media acción,

con pobres medios, aspirar sin bríos. ●

El rey ha dejado escapar irreparablemente el momento de tomar una gran decisión. Con la sentencia del Parlamento con­tra la reina comienza una época nueva.

También contra la De la Motte emplea la corte idéntico y funesto procedimiento de términos medios. También aquí exis­tían dos posibilidades: o evitar magnánimamente a la criminal el castigo cruel  cosa que hubiera hecho un efecto excelente­o, en otro caso, llevar a efecto la ejecución de la pena con la mayor publicidad posible. Pero de nuevo se refugia la íntima vacilación en medidas intermedias. Cierto que erigen solemne­mente el patíbulo, prometiendo con ello a todo el pueblo el bár­baro espectáculo de una pública estigmatización; ya están alqui­ladas a fantásticos precios las ventanas de las casas vecinas: no obstante, en el último momento, se espanta la corte de su pro­pio valor. A las cinco de la mañana, por tanto, intencionalmente a una hora en la que no son de temer los testigos, catorce ver­dugos arrastran a la condenada, que grita agudamente y, llena de furor, reparte golpes entre los que la rodean, hasta las esca­leras del Palacio de Justicia, donde le será leída la sentencia que la condena a ser azotada y marcada con hierro candente. Pero han agarrado a una leona enfurecida; la histérica mujer lanza penetrantes aullidos; sus maldiciones contra el rey, el car­denal y el Parlamento despiertan a los durmientes de todos los alrededores; resuella ruidosamente, muerde, pega puntapiés, y finalmente se ven obligados a arrancar los vestidos de su cuer­po para poder imprimirle la ardiente señal. Mas en el instante en que la enrojecida marca toca su hombro, se revuelve con­vulsivamente la víctima de tal tortura, descubriendo su total desnudez, con gran diversión de los espectadores, y la encendi­da «V» cae sobre su pecho en lugar del hombro. Entre alaridos, el frenético animal muerde al verdugo a través de su jubón; des­pués la martirizada cae sin sentido. Como a un cadáver, arrastran a la desmayada hasta la Salpétrière, donde, según la sentencia, debe trabajar durante toda su vida con un hábito de tela gris, calzada con zuecos y alimentada sólo con pan negro y lentejas.



Apenas son conocidas las horrorosas circunstancias de este castigo, todas las simpatías se vuelven de repente hacia la De la Motte. Mientras que cincuenta años antes  léase el hecho de Casanova  toda la nobleza, con sus damas, había presen­ciado durante cuatro horas la tortura del mentalmente débil Damiens, que había arañado con un insignificante cortaplumas a Luis XV, divirtiéndose en ver como aquella desdichada pil­trafa humana era pellizcada con tenazas puestas al rojo, escal­dada con aceite hirviendo y atada a la rueda después de una ina­cabable agonía que había erizado sobre la cabeza de la víctima los cabellos repentinamente encanecidos, se llena de pronto de conmovedora piedad por la «inocente» De la Motte, pues dicho­samente se ha encontrado ahora una nueva forma, y nada peli­grosa, de protestar contra la reina: se hace ostentación de públi­ca simpatía por la «víctima», por la «pobre desgraciada». El duque de Orleans organiza una cuestación pública, y toda la nobleza envía regalos a la cárcel; a diario elegantes carrozas se detienen delante de la Salpêtrière. Visitar a la castigada ladro­na es el dernier cri de la sociedad parisiense. Con asombro reconoce un día la abadesa, entre las emocionadas visitantes, a una de las mejores amigas de la reina, la princesa de Lamballe. ¿Ha ido por propio impulso o, como al instante cuchichea la gente, con una comisión secreta de María Antonieta? En todo caso, esta piedad fuera de lugar arroja una penosa sombra sobre la situación de la reina. ¿Qué significa esta sorprendente compa­sión?, se preguntan todos. ¿Le remuerde a la reina la concien­cia? ¿Busca un acuerdo secreto con su «víctima»? No cesan los murmullos. Y como pocas semanas más tarde, de una manera misteriosa  manos desconocidas le abrieron por la noche las puertas de la prisión , la De la Motte huye a Inglaterra, una sola voz domina entonces en todo París para decir que la reina ha salvado a su «amiga» en agradecimiento por haber silencia­do generosamente ante el tribunal la culpa o la complicidad de María Antonieta en el asunto del collar.

En realidad, el facilitar la fuga de la De la Motte fue el más pérfido golpe que los conjurados, desde su celada, podían ases­tar contra la reina. Pues ahora no sólo el misterioso rumor del acuerdo de la reina con la ladrona encuentra abiertas todas las puertas, sino que, por su parte, la azotada De la Motte puede, desde Londres, presentarse como acusadora a imprimir impu­nemente las mentiras y calumnias más desvergonzadas; y aún más, como en Francia y en toda Europa hay un público inmenso que espera tales «revelaciones», puede, por fin, volver a ma­nejar mucho dinero. Ya el mismo día de su llegada, un editor de Londres le ofrece grandes sumas; en vano intenta la corte, que ahora conoce ya la trascendencia de las calumnias, detener el vuelo de estas flechas envenenadas; la favorita de la reina, la Polignac, es enviada a Inglaterra para comprar el silencio de la ladrona a cambio de doscientas mil libras, pero la astuta embau­cadora engaña de nuevo a la corte, coge el dinero y hace publi­car una, dos y hasta tres veces, en forma siempre diferente y con nuevas adiciones sensacionales, el libro de sus Memorias. En estas memorias se encuentra todo lo que un público ávido de escándalo podía esperar y más aún; el proceso ante el Par­lamento ha sido un vano simulacro, se ha sacrificado a la pobre De la Motte del modo más abominable. Naturalmente que nadie sino la reina ha encargado el collar y lo ha recibido de manos de Rohan, mientras que ella, la pobre inocente, sólo por amis­tad, ha echado sobre sí el delito para proteger el desacreditado honor de la reina. De qué manera ha llegado a ser tan amiga de María Antonieta, también esto lo explica la desvergonzada embustera en la forma como desea verlo explicado el concu­piscente público: more lesbico, intimidades del lecho. No sirve de nada que, a los ojos de todo espíritu libre de prevenciones, la mayor parte de estas mentiras queden ya desenmascaradas por su torpe intervención; por ejemplo, cuando la De la Motte afirma que María Antonieta tuvo ya relaciones amorosas con el cardenal de Rohan cuando archiduquesa, en el tiempo en que éste había sido embajador en Viena, a toda persona de buena voluntad le basta contar con los dedos para saber que María Antonieta hacía ya largo tiempo que era delfina en Versalles cuando la embajada de Rohan. Pero las buenas voluntades se han hecho escasas. En cambio, al gran público le embelesan las docenas de cartas de amor de la reina a Rohan, perfumadas con almizcle, que la De la Motte falsifica en sus memorias, y cuan­tas más perversidades sabe referir de la reina, tantas más quie­re conocer. Los libelos suceden ahora a los libelos; cada uno excede al anterior en lascivia y ordinariez; pronto aparece una pública «Lista de todas las personas con las cuales ha tenido la reina relaciones licenciosas»; contiene nada menos que treinta y cuatro nombres de uno y otro sexo, duques, comediantes, lacayos, el hermano del rey, así como su ayuda de cámara, la Polignac, la De Lamballe y, por último, para abreviar, routes les tribades de Paris, incluyendo a las mozas perdidas de las calles, castigadas a latigazos. Pero estos treinta y cuatro nom­bres no agotan, ni con mucho, todos los compañeros de vicio que atribuye a María Antonieta la opinión de los salones y la de la calle, artificialmente excitadas; una vez que la fantasía erótica y errabunda de toda una ciudad o de toda una nación se ha apoderado de una mujer, ya sea emperatriz o estrella de cine, reina o cantante de ópera, le adjudica, hoy como ayer, en forma de alud, todos los excesos y perversiones imaginables para par­ticipar de sus imaginados placeres en un orgasmo anónimo y con fingido enojo. Otro libelo, La vie scandaleuse de Marie­-Antoinette, tiene noticias de un vigoroso bárbaro que ya en la corte imperial austríaca tenía que apaciguar los inextinguibles Fureurs utérines (éste es el delicado título de un tercer libero) de la muchacha de trece años; con mucho detalle se describe en el Bordel royal (otro título de libelo) el comercio de la reina con sus mignons et mignones, y se ponen al alcance del embe­lesado lector con numerosos grabados pornográficos que repre­sentan a la soberana, con sus diferentes colegas, en aretinescas posturas amorosas. Cada vez más alto salpica la basura; las men­tiras son cada vez más odiosas y es creída cada una de ellas porque se desea creer todo lo que se diga sobre aquella «crimi­nal» . A los dos o tres años del proceso del collar es imposible ya salvar a María Antonieta, infamada en toda Francia como la mujer más lasciva y depravada, más astuta y tiránica que cabe imaginar, mientras que, por el contrario, la bribona De la Motte, marcada por el fuego, pasa por víctima inocente. Y apenas esta­lla la Revolución, cuando intentan los clubs traer a París a la fugitiva De la Motte, bajo su protección, para abrir nuevamen­te y con maña todo el proceso del collar, pero esta vez con la De la Motte como acusadora y María Antonieta en el banco de los acusados; sólo la muerte súbita de la De la Motte  en 1791 se arrojó por la ventana de un ataque de manía persecutoria- ­impidió que esta magnífica embaucadora fuera llevada en triunfo por París, concediéndosele el decreto de que «ha sido acreedora de la gratitud de la República». Sin esta intervención del destino, el mundo habría asistido a una comedia de justicia mucho más grotesca aún que el proceso del collar: la De la Motte, espectadora aclamada en la decapitación de la reina calumniada por ella.


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