Stefan Zweig


DESPIERTA EL PUEBLO, DESPIERTA LA REINA



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DESPIERTA EL PUEBLO, DESPIERTA LA REINA


La significación histórica del proceso del collar consiste en que arroja la agria y dura luz de la publicidad sobre la persona de la reina y las interioridades de Versalles; en tiempos revueltos, siempre es peligroso el hacerse visible. Pues para tomar las ar­mas, para llegar a ser activo, todo estado de descontento, toda­vía en situación pasiva, necesita siempre una figura humana, ya sea como abanderado de su idea, ya como blanco para el acu­mulado odio; un bíblico chivo expiatorio. A ese ser misterioso que es el «pueblo» sólo le es dado pensar antropomórficamen­te, sólo partiendo de seres humanos; las ideas no son nunca ple­namente claras para su capacidad de concepción, sino sólo los personajes: por ello, dondequiera que hay una culpa quiere ver al culpable. El pueblo francés sospecha ya oscuramente, desde hace mucho tiempo, que hay una injusticia que le es infligida no sabe desde dónde. Durante largos años se ha inclinado obe­diente, esperando, crédulo, tiempos mejores: al advenimiento de cada nuevo Luis siempre ha tremolado con embeleso las banderas, siempre ha cumplido piadosamente con sus señores feudales y la Iglesia en el pago de censos y prestaciones perso­nales; pero cuanto más se somete, tanto más dura llega a ser la presión de los impuestos que, ávidamente, le chupan la sangre. En la rica Francia están vacíos los graneros, empobrecidos los arrendatarios; en la más fértil tierra de Europa, bajo los más be­llos cielos, escasea grandemente el pan. Alguien tiene que ser el culpable; si los unos carecen totalmente de pan, tiene que ser porque otros devoren demasiado; si los unos se ahogan bajo la carga de sus deberes, tiene que haber otros que se arroguen demasiados derechos. Aquella sorda inquietud que siempre precede a toda idea y a todo pensamiento creadores se extien­de, poco a poco, por todo el país. La burguesía, a quien un Vol­taire y un Jean Jacques Rousseau han abierto los ojos, comienza a juzgar por sí misma, a censurar, a leer, a escribir, a instruirse: a veces un relámpago abrasa los cielos anunciando la gran tor­menta; son saqueadas las granjas y amenazados los señores feudales. Un gran descontento pesa desde hace tiempo, como una nuúc uegia, sobre todo el país.

Entonces, uno detrás de otro, dos deslumbradores relámpa­gos cruzan el espacio a iluminan toda la situación a ojos del pueblo: el proceso del collar es uno de ellos; el otro las mani­festaciones de Calonne sobre el déficit. Estorbado en la reali­zación de sus reformas, acaso también por secreta animosidad contra la corte, el ministro de Hacienda, al hablar de la situa­ción financiera, ha citado por primera vez cifras exactas. Se sabe ahora lo que se silenció durante tanto tiempo: en doce años de reinado, Luis XVI ha tomado a préstamo mil doscien­tos cincuenta millones. Todo el pueblo se queda lívido ante el resplandor de este relámpago. Un millar doscientos cincuenta millones, cifra astronómica, ¿en qué y por quién han sido con­sumidos? El proceso del collar da la respuesta; saben por él los pobres diablos que por algunos sous zancajean trabajosamente jornadas enteras que, en ciertos círculos sociales, son presenta­dos como corrientes regalos amorosos, diamantes por valor de millón y medio, que se adquieren palacios por diez o veinte millones, mientras que el pueblo se muere de hambre. Y como todo el mundo sabe que el rey, ese humilde zote, esa alma de pequeño burgués, no es capaz de participar en esta fantástica dilapidación, toda la mala voluntad, a modo de catarata, se pre­cipita sobre la reina fascinadora, pródiga y aturdida. Se ha en­contrado a la culpable de las deudas del Estado. Ahora se sabe ya por qué los billetes tienen menos valor de día en día, el pan está cada vez más caro y los impuestos cada vez más altos; es porque esa zorra dilapidadora hace revestir, en su Trianón, toda una habitación con brillantes y porque le envía secretamente a su hermano José, a Austria, centenares de millones de oro para pagar su guerra: porque colma de pensiones, empleos y pre­bendas a sus amantes y amiguitas. La desgracia tiene de pron­to una causa, la bancarrota un autor, la reina un nuevo nombre. Desde un extremo de Francia hasta el otro se la llama «Madame Déficit»: la palabra quema sus espaldas como un hierro candente.

Ha estallado ahora, por fin, la nube lóbrega: una granizada de folletos, libelos; un diluvio de escritos, proposiciones, peti­ciones, se derrama mugidora; jamás en Francia se ha hablado, escrito y perorado tanto; el pueblo comienza a despertar. Los voluntarios y soldados de la guerra norteamericana hablan, hasta en las aldeas más ignorantes, de que hay un país demo­crático, sin corte, rey ni nobleza, sino sólo puros ciudadanos con perfecta igualdad y libertad. Y ¿no está ya claramente expresado en el Contrato social de Jean Jacques Rousseau, y más fina y discretamente en los escritos de Voltaire y Diderot, que el régimen monárquico no es el único querido por Dios ni el mejor de todos los existentes? El viejo respeto, mudo y reve­rente, alza por primera vez, furioso, la cabeza, y con ello una nueva confianza es infundida en la nobleza, la burguesía y el pueblo; el leve rumor de las logias masónicas y de las reunio­nes públicas asciende poco a poco de tono hasta convertirse en un mugir y un atronar tempestuoso; una tensión eléctrica hin­cha en los aires esferas preñadas de fuego: «Lo que aumenta el mal en monstruosas proporciones  comunica a Viena el em­bajador Mercy  es la creciente excitación de los espíritus. Puede decirse que, poco a poco, la agitación ha alcanzado a todas las clases sociales, y esta febril inquietud da fuerza al Parlamento para perseverar en su oposición. No se creería si se dijera la audacia con que se expresan las gentes en los lugares públicos sobre el rey, los príncipes y los ministros: se critican sus gastos; se pinta con los más negros colores la prodigalidad de la corte, y se insiste en la necesidad de una convocación de los Estados Generales, como si el país estuviera sin gobierno. Es ya imposible reprimir con medidas penales esta libertad de lenguaje, pues la fiebre ha llegado a ser tan general que aun cuando se encerraran por millares las gentes en la cárcel, no podría ser contenido el daño, sino que tal hecho provocaría en tan alto grado la cólera del pueblo, que la insurrección sería inevitable».

Ahora el descontento general no necesita ya de ninguna máscara ni de ninguna precaución; se presenta abiertamente y dice to que quiere decir; ya no son guardadas ni las formas extenas de respeto. Cuando la reina, poco tiempo después de la cuestión del collar, vuelve a pisar por primera vez su palco, es recibida con tan violentos silbidos que en adelante evitar ir al teatro. Cuando madame Vigée Lebrun quiere exponer pública­mente en el «Salón» su retrato de María Antonieta, es ya tan grande la probabilidad de un ultraje a la pintada «Madame Déficit», que se prefiere retirar a toda prisa el retrato de la reina. En su boudoir, en la Galería de los Espejos de Versalles, por todas partes, recibe María Antonieta una fría hostilidad, no ya sólo a sus espaldas, sino cara a cara y abiertamente. Por último tiene que sufrir la última afrenta: el teniente de Policía anuncia de una manera embozada que sería aconsejable que la reina se abstuviera de visitar París por el momento, no fuera a darse el caso de que se produjesen incidentes enojosos, de los cuales no hubiera modo de defenderla. La agitación hasta entonces conte­nida en la totalidad del país se desencadena salvajemente ahora contra una sola persona y, arrancada repentinamente de su des­preocupación, despertada al ser golpeada y azotada por ese láti­go de odio, solloza desesperada la reina, dirigiéndose a sus últi­mos fieles: « ¿Qué quieren de mí? ¿Qué les he hecho?».

Tenía que caer un crepitante rayo para hacer salir con espanto a María Antonieta de su orgulloso a indiferente laisser­-aller. En este momento está despierta; ahora comienza a com­prender lo que ha omitido de sus obligaciones aquella mujer mal aconsejada y sorda a todo favorable aviso en su debido mo­mento, y, con la nerviosa impetuosidad que le es propia, se apresura a enmendar de una manera bien visible lo más irritan­te de sus faltas. De una sola plumada limita inmediatamente el costoso tren de su vida. A mademoiselle Bertin se le firma la licencia: en el vestuario, en el régimen doméstico, en las caba­llerizas, se adoptan limitaciones que economizan más de un millón al año; los juegos de azar, con sus banqueros, desapare­cen de sus salones; se interrumpen las nuevas construcciones del palacio Saint Cloud; se venden con toda rapidez posible otros palacios; son destituidos los ocupantes de una porción de cargos inútiles, en primer lugar los de sus favoritos de Trianón. Por primera vez, María Antonieta vive con el oído alerta; por primera vez no obedece a la antigua potencia, la moda de su mundo, sino a la nueva, la opinión pública. Ya a estas primeras tentativas les debe la reina toda clase de luces sobre los verda­deros sentimientos de los que hasta entonces habían sido sus amigos, las personas a quienes había colmado de beneficios durante dos decenios con daño de su propia fama, pues estos explotadores muestran poca comprensión para unas reformas del Estado hechas a su costa. Es insoportable, barbotea con la mayor publicidad uno de aquellos descarados cortesanos, vivir en un país en el cual no se está seguro de que aún se poseerá mañana lo que se tuvo ayer. Pero María Antonieta permanece firme. Desde que mira con despiertos ojos, conoce mejor mu­chas cosas. Se retira visiblemente de la fatal sociedad de los Po­lignac y vuelve a acercarse a sus antiguos consejeros, a Mercy y al hace mucho tiempo despedido Vermond: es como si su tar­dío buen sentido quisiera justificar póstumamente a María Teresa por sus inútiles advertencias.

Pero «demasiado tarde»: esta funesta frase será desde ahora la respuesta a cada uno de sus esfuerzos. Todas estas pequeñas renuncias pasan sin ser notadas en el general tumulto; estas economías precipitadas no son más que gotas que rezuman del enorme tonel de las danaides del déficit. Reconoce ahora, con espanto, la corte que con medidas parciales y accidentales no puede ya salvarse nada; es necesario un Hércules que aparte, por fin, a un lado los gigantescos peñascos del déficit. Se busca un salvador; uno tras otro son designados diversos ministros para la obra de saneamiento financiero, pero todos ellos emplean únicamente procedimientos eficaces para el momento en que se dictan; de esos que nosotros mismos conocemos muy bien, de ayer y de hoy (siempre se repite la historia): gigantescos empréstitos que en apariencia hacen desaparecer los antiguos, desconsiderados tributos y sobrecargas de los mismos, emisión de asignados, recogida de la moneda de oro para acuñarla de nuevo desvalorizada; por tanto, inflación encubierta. Pero como, en realidad, el mal procede más de lo profundo, nace de una defectuosa circulación, de una malsana distribución de la economía nacional, de la concentración de toda la riqueza del país en manos de algunas docenas de familias feudales, y como los médicos de las finanzas no osan emprender la necesaria intervención quirúrgica, la debilitación del tesoro público sigue siendo crónica. «Cuando la dilapidación y la frivolidad han agotado el regio tesoro  escribe Mercy , se eleva un grito de desesperación y de terror. Entonces, los ministros de Hacienda emplean siempre remedios mortíferos, como, en último térmi­no, la reacuñación de las monedas de oro en forma engañosa o la creación de nuevos impuestos. Estos remedios momentáneos aminoran momentáneamente también las dificultades, y al punto, con incomprensible ligereza, se pasa de la desesperación a la despreocupación más grande. En último término, es segu­ro que el actual gobierno sobrepasa, en desorden y latrocinios, a los anteriores y que moralmente es imposible que este estado de cosas pueda durar más tiempo sin tener como consecuencia una catástrofe.» Conforme se siente venir con mayor rapidez el hundimiento, tanto más inquieta se siente la corte. Por fin se comienza a comprender que no basta cambiar de ministros, sino que hay que cambiar de sistema. Al borde de la bancarro­ta, por primera vez, no se exige ya del anhelado salvador públi­co que sea de familia ilustre, sino, ante todo, que sea popular  concepto nuevo en la corte francesa  e infunda confianza a ese desconocido y peligroso ser llamado «pueblo».

Tal hombre existe, se le conoce en la corte; ya antes, estre­chados por la necesidad, han llegado a solicitar sus consejos, aunque sea de origen burgués, extranjero, suizo, y, lo que es mil veces peor, un verdadero hereje, un calvinista. Pero los minis­tros no habían quedado muy encantados con aquel intruso y lo habían arrumbado con toda rapidez, porque en su Compte­rendu dejaba ver demasiado claro a la nación lo que ocurría en sus cocinas infemales. De un modo ofensivo, en un pedacito de papel de cartas, el enojado consejero le había enviado al rey su dimisión; esta falta de respeto, contraria a los usos de la corte, no podía ser olvidada por Luis XVI, y manifestó claramente durante largo tiempo  o quizás hasta llegó a jurarlo  que nunca más volvería a llamar a Necker.

Pero Necker, ahora o nunca, es el hombre de la hora; la reina comprende por fin lo necesario que sería, en especial para ella, contar con un ministro que fuera capaz de dulcificar a esta salvaje y abrumadora fiera que es la opinión pública. También ella tiene que vencer alguna resistencia en su interior para lle­var adelante la elección, porque también el ministro preceden­te, que con tanta rapidez se ha hecho impopular, Loménie de Brienne, sólo ha sido designado gracias a la influencia de la reina. ¿Debe ella, en caso de nuevo fracaso, hacerse otra vez responsable? Pero como ve todavía vacilante a su siempre indeciso marido, acude resueltamente a este hombre peligroso como se echa mano de una traca. En agosto de 1788 hace venir a Necker a su gabinete particular y emplea la reina todo su arte de persuasión en ganar para su causa a aquel hombre que se siente ofendido. Necker alcanza en aquellos minutos un doble triunfo: ser no sólo llamado, sino suplicado por una reina, y, al mismo tiempo, ver exigida por todo un pueblo su presencia en el gobierno. «¡Viva Necker! ¡Viva el rey!», retumba aquella noche por las galerías de Versalles lo mismo que por las calles de París, tan pronto como es conocido su nombramiento.

Sólo la reina no tiene el valor de unirse a aquellas manifes­taciones de júbilo; la intimida demasiado la responsabilidad de haber intervenido, con su mano inexperta, en el girar de la rue­da del destino. Y además un inexplicable presentimiento en­sombrece su ánimo con el solo nombre del nuevo ministro; sin saber por qué y una vez más, se muestra su instinto más fuerte que su razón. «Tiemblo sólo con la idea  escribe a Mercy el mismo día  de que he sido yo quien le ha hecho volver. Mi destino es atraer la desgracia, y si otra vez llega a haber maqui­naciones infernales que le hagan fracasar o si hace él recular la autoridad del rey, todavía seré más odiada que antes.»

«Tiemblo sólo con la idea», «perdóneme usted esta debili­dad» , «mi destino es atraer la desgracia», «necesito mucho que un amigo tan bueno y fiel como usted me sostenga en este mo­mento», tales palabras no se han oído ni leído jamás como bro­tadas de la anterior María Antonieta. Hay un nuevo tono; es la voz de un ser humano conmovido y removido hasta lo más pro­fundo de su intimidad; ya no el acento leve y cargado de aleteos de risa, de la adulada joven dama; María Antonieta ha mordido la amarga manzana del conocimiento y pierde su seguridad de sonámbulo, pues sólo quien desconoce el peligro está siempre sin miedo. Comienza ahora a darse cuenta del tremendo precio con que está gravada toda gran posición: la responsabilidad. Por primera vez advierte el peso de la corona, que hasta ahora había llevado fácilmente, como un sombrero a la moda de made­moiselle Bertin. ¡Qué temeroso se hace ahora su paso desde que percibe sordos ruidos volcánicos bajo el frágil suelo! ¡No avan­zar ahora, mejor retroceder! Preferiría permanecer alejada de todas las resoluciones; para siempre fuera de la política y de sus turbios negocios; no mezclarse más en determinaciones, que tan fáciles estimó antes, y de las cuales reconoce ahora todo el peligro.

Una transformación total se produce en la conducta de María Antonieta. La que hasta ahora había sido feliz en medio del ruido y de la agitación, busca actualmente el silencio y el apartamiento. Evita el teatro, las redoutes y mascaradas, no quiere ni siquiera asistir al Consejo del rey; sólo respira todavía en el círculo de sus hijos. En esta cámara, llena de risas, no penetra la pestilencia de odios y envidias. Como ma­dre se siente más segura que como reina. Otro secreto ha descubierto también tardíamente la desengañada mujer: por primera vez conmueve su corazón, lo tranquiliza, lo hace feliz, un hombre, un amigo verdadero, un amigo del alma. Todo podría ser aún reparado; sólo desea vivir tranquila y en un ambiente íntimo y natural; no provocar más al destino, ese mis­terioso adversario cuya fuerza y malignidad comprende ahora por primera vez.

Pero precisamente en el momento en que todo en su cora­zón ansía la calma, el barómetro de la época marca tempestad. Justamente en la hora en que María Antonieta conoce sus fal­tas y quiere retroceder para que no se note su presencia, una despiadada voluntad la empuja hacia delante, al centro de los más emocionantes acontecimientos de la Historia.




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