Stefan Zweig



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MARÍA ANTONIETA, SOLA


A la despiadada caída de la cuchilla sigue la aparición de cier­ta calma. Con la ejecución de Luis XVI sólo quería la Conven­ción trazar una línea divisoria, roja de sangre, entre la monar­quía y la república. Ni uno solo de los diputados, la mayoría de los cuales sólo con íntima pena empujaron a aquel hombre débil y bondadoso bajo el filo de la cuchilla, piensa por el momento en acusar también a María Antonieta. Sin delibera­ción otorga la Comuna a la viuda la ropa de luto que necesita, la vigilancia se afloja visiblemente, y si todavía se tiene dete­nida a la habsburguesa y a sus hijos es, sobre todo, con la idea de que con sus personas se tiene entre las manos una preciosa prenda para hacer manejable a Austria.

Pero el cálculo es falso: la Convención francesa sobrestima desmedidamente los sentimientos de la familia de los Habsbur­go. El emperador Francisco, plenamente embotado a incapaz de sensibilidad, codicioso y sin ninguna íntima grandeza, no pien­sa vender ni una sola piedra preciosa del tesoro imperial, en el cual, aparte el diamante florentino, hay todavía otras innume­rables preciosidades para rescatar a su consanguínea; fuera de eso, el partido militar austríaco pone en movimiento todas sus palancas para aniquilar toda negociación. Cierto que, al princi­pio, Viena ha declarado solemnemente que se comenzaba esta guerra sólo por la idea y en modo alguno para lograr conquis­tas a indemnizaciones, pero  la Revolución francesa faltará también poco después a su palabra  es propio de la naturale­za de toda guerra el convertirse irresistiblemente en guerra de anexión. En todos los tiempos ha sido desagradable para los ge­nerales ser perturbados en sus tareas guerreras; según su gusto, demasiado pocas veces les facilitan los pueblos ocasión para ejercitarlas. y por eso cuanto más duren, mejor. No sirve de nada que el viejo Mercy, impulsado siempre por Fersen, recuerde a la corte de Viena que María Antonieta, una vez le han quitado el título de reina de Francia, vuelve a ser otra vez archiduquesa austríaca y miembro de la familia imperial, con lo cual el emperador tiene el deber moral de reclamarla. Pero ¿qué importancia tiene una mujer prisionera en una guerra uni­versal?, ¿qué valor tiene una vida humana en el juego cínico de la política? En todas partes los corazones permanecen fríos y cerradas las puertas. Cada monarca afirma estar profundamen­te impresionado, pero ninguno mueve ni un dedo. Y María Antonieta puede repetir las palabras dichas por Luis XVI a Fersen: «Estoy abandonada por todo el mundo».

Está abandonada por todo el mundo; María Antonieta lo siente hasta dentro de su habitación, solitaria y cerrada con cerrojos. Pero todavía está intacta la voluntad de vivir de esta mujer, y de tal voluntad nace la decisión de ayudarse a sí misma. Han podido quitarle la corona, pero hay una cosa que esta mujer posee, a pesar de su rostro ya fatigado y envejecido: el asombroso poder mágico para conquistar a las gentes que la rodean. Todas las medidas de precaución inventadas por Hébert y los otros miembros de la municipalidad resultan sin efecto ante la misteriosa fuerza magnética que para todos aquellos vigilantes, pequeños burgueses y empleados, irradia todavía, a modo de nimbo, de la proximidad de una verdadera reina. Ya al cabo de pocas semanas, todos o casi todos los juramentados sans culottes que debían guardarla se han convertido, de vigi­lantes, en auxiliares secretos, y, a pesar de las severas disposi­ciones de la Comuna, es ineficaz el visible muro que separa a María Antonieta del mundo. Gracias al auxilio de los guardia­nes puestos a su servicio, son llevados y traídos de contraban­do innumerables mensajes y noticias, escritos ya con zumo de limón o con tinta simpática, en unos papelillos que son despa­chados fuera ya en forma de tapón de botella o ya por las chi­meneas. Se inventa un lenguaje de manos y de gestos, a pesar de la vigilancia de los comisarios, para hacer saber a la reina los acontecimientos diarios de la política y de la guerra; además de eso, se acuerda que un colporteur encargado especialmente de ello, grite delante del Temple las noticias más importantes. Poco a poco se dilata entre los guardianes este secreto círculo de auxiliares. Y ahora que ya no está al lado de la reina Luis XVI, que con su eterna indecisión paralizaba toda acción auténtica, se atreve María Antonieta, abandonada de todos, a intentar pur sí misma su liberación.

El peligro actúa como un ácido. Lo que en unas medianas y tibias circunstancias de la vida se mantiene mezclado confusa­mente  audacia y cobardía de los hombres , se aparta en estas horas de prueba. Las gentes sin valor de la antigua socie­dad, los egoístas de la nobleza, han huido todos, como emigra­dos, tan pronto como el rey fue trasladado a París. Sólo han que­dado los verdaderamente fieles, y de cada uno de los que no han huido debe fiarse sin condiciones la reina, pues para aque­llos antiguos servidores de la realeza la residencia en París es un peligro de muerte. A estos valientes pertenece, en primer lugar, el ex general Jarjayes, cuya mujer ha sido dama de honor de María Antonieta. Para estar en todo momento a disposición de la reina, ha regresado expresamente de la segura Coblenza y ha hecho saber que está dispuesto a cualquier sacrificio. El 2 de febrero de 1783, quince días después de la ejecución del rey, se presenta en casa de Jarjayes un hombre completamente desco­nocido, el cual le hace la asombrosa proposición de libertar a María Antonieta del Temple. Jarjayes lanza al desconocido, que tiene trazas de ser un auténtico y verdadero sans culotte, una mirada de desconfianza. Al punto sospecha que sea un espía. Pero entonces el desconocido le tiende un minúsculo papelito escrito indudablemente por la mano de la reina: «Pue­de usted fiarse del hombre que le hablará de mi parte entregán­dole esta esquela. Conozco sus sentimientos; no han variado desde hace cinco meses» . Es Toulan, uno de los guardias perma­nentes del Temple. ¡Asombroso caso psicológico! El 10 de agos­to, cuando se trataba de quebrantar la monarquía, fue uno de los primeros voluntarios en el asalto de las Tullerías; la meda­lla obtenida como recompensa de esta acción orna orgullosa­mente su pecho. A estas opiniones republicanas, públicamente demostradas, les debe Toulan el que el Consejo municipal, como a hombre especialmente de fiar a incorruptible, le confíe la vigilancia de la reina. Pero Saulo se convierte en Pablo; conmovido por las desgracias de la mujer a quien debe vigilar, Toulan llega a ser el amigo más abnegado de aquella contra la cual ha hecho armas en la revuelta, y muestra un rendimiento tan lleno de sacrificio hacia la reina, que María Antonieta, en sus mensajes secretos, no le designa nunca sino con el seudó­nimo de «Fidèle». De todos los que están complicados en esta conjura para libertarla, el extraño Toulan es el único que no se juega la cabeza por afán de ganar dinero, sino por una especie de pasión humanitaria y acaso también por el placer de inter­venir en una audaz aventura, ya que los valientes aman siem­pre el peligro, y corresponde plenamente a la lógica de los hechos el que los otros, los que sólo buscaban su provecho, supieron salvarse hábilmente tan pronto como hubo rumores de lo que ocurría, mientras que únicamente Toulan pagó con la vida su loca temeridad.

Jarjayes confía en el desconocido, pero no por completo. Una carta puede siempre ser falsificada, toda correspondencia significa un peligro. Por ello pide Jarjayes a Toulan que le faci­lite medios de penetrar en el Temple para conferenciar perso­nalmente con la reina. En el primer momento parece impracti­cable introducir a un desconocido, a un noble, en aquella torre estrechamente custodiada. Pero, mientras tanto, la reina, median­te promesas de dinero, se ha ganado ya nuevos auxiliares entre sus vigilantes, y pocos días más tarde le entrega ya Toulan a Jarjayes un nuevo papelito: «Ahora, si está usted decidido a ve­nir aquí sería mejor que fuera muy pronto. Pero, ¡Dios mío!, tenga usted mucho cuidado de no ser reconocido, sobre todo por la mujer que está encerrada aquí con nosotros». Esta mujer se llama Tison, y no engaña a la reina el instinto que le dice que es una espía, pues con su atención astuta ha de hacerlo fracasar todo. Pero, por el momento, todo resulta bien: Jarjayes es intro­ducido de contrabando en el Temple, y, a la verdad, de un modo que recuerda a una comedia policíaca. Cada noche entra un farolero en el recinto de la prisión, pues por orden de la muni­cipalidad todo tiene que estar muy bien alumbrado, ya que la oscuridad puede ser favorable para una fuga. Toulan ha dicho a este farolero que un amigo suyo tiene deseos de ver una vez, por broma, el Temple, y le ha convencido para que le preste su ropa y pertrechos. El encendedor de los faroles se ríe y va gus­toso a gastar en vino el dinero que le han dado. Así disfrazado, llega felizmente Jarjayes hasta la reina y combina con ella un osado plan de fuga: María Antonieta y madame Elisabeth deben abandonar la torre vestidas de hombre, con uniforme de comisarios de la Comuna, provistas de documentos de legiti­mación robados, como si fuesen personas del Ayuntamiento que hubieran venido a una visita de inspección. Lo difícil es sacar a los niños. Pero como quiere una feliz casualidad que aquel farolero vaya frecuentemente acompañado en su recorri­do por sus hijos, de una edad análoga a la de los príncipes, algún resuelto noble desempeñará su papel y hará pasar tran­quilamente por la barrera los dos regios niños, pobremente ves­tidos, como si los hubiera traído consigo, después de haber encendido las luces. En las cercanías deben esperar tres coches ligeros: uno para la reina, su hijo y Jarjayes; el segundo para la hija y el segundo conjurado, llamado Lepître; el tercero para madame Elisabeth y Toulan. Con cinco horas de ventaja antes del descubrimiento de la fuga, esperan librarse de toda per­secución gracias a estos ligeros carruajes. La reina no se espan­ta de la audacia del proyecto. Lo acepta y Jarjayes se declara dispuesto a entrar en relaciones con el segundo conjurado, Lepître.

Este segundo conjurado, Lepitre, en otro tiempo maestro de escuela, charlatán, pequeño y cojo  la reina misma escribe: « Verá usted el nuevo personaje; su exterior no previene favo­rablemente, pero es en absoluto necesario y tenemos que ganar­lo para nuestra causa», representa un extraño papel en esta conjuración. No son sentimientos humanitarios, ni mucho menos la atracción de la aventura, lo que le decide a participar en ella, sino la gran suma que le promete Jarjayes, por desgra­cia sin disponer de ella, pues el caballero Jarjayes no tiene nin­guna relación  cosa singular  con el verdadero hombre de dinero de la contrarrevolución en París, con el barón de Batz; sus dos complots se desarrollan paralelamente, casi al mismo tiempo, sin tener entre sí contacto, y ninguno de ellos sabe nada del otro. De este modo se pierde el tiempo, un tiempo muy va­lioso, porque primero hay que poner en el secreto al antiguo banquero de la reina. Por último, al cabo de largas idas y veni­das, el dinero está reunido y dispuesto. Pero, mientras tanto, Lepiîre, que como miembro de la municipalidad ha procurado ya los falsos pasaportes, pierde sus bríos. Se ha extendido el rumor de que las barreras de las puertas de la ciudad de París van a ser cerradas y que todos los coches serán registrados del modo más minucioso; aquel hombre prudente llega a tener mie­do. Acaso ha advertido ya, por cualquier indicio, que la espía Tison está al acecho; en todo caso, se niega a prestar auxilio, y es imposible hacer salir del Temple a cuatro personas al mismo tiempo que la reina. Únicamente podría ser salvada ella. Jar­jayes y Toulan procuran convencerla. Pero, con una nobleza realmente auténtica, María Antonieta rechaza la proposición de ser libertada ella sola. Prefiere renunciar a la libertad a aban­donar a sus hijos. Con conmovedora emoción explica a Jar­jayes los motivos de su inconmovible decisión: «Hemos tenido un bello sueño, eso es todo; pero hemos ganado mucho con encontrar también en esta ocasión una nueva prueba de su total abnegación por mí. Siento hacia usted una confianza sin lími­tes; encontrará usted siempre en mí, en todas las ocasiones, valor y energía; pero el interés por mi hijo es lo único que me guía, y, cualquiera que fuera la dicha que pudiese yo experi­mentar estando fuera de aquí, no quiero consentir en separarme de él. Por lo demás, bien conozco su adhesión en todo lo que ayer me ha explicado al detalle. Cuente con que conozco la bon­dad de sus razones en mi propio interés y que bien sé que esta ocasión puede no volver a presentarse; pero no podría disfrutar de nada, y esta idea no me deja siquiera lugar para sentirme pesarosa al no aceptar».

Jarjayes ha cumplido con su deber caballeresco, y ahora no puede ya servir de nada a la reina en París. Pero aún puede mostrar su fidelidad con un servicio: gracias a él existe la segu­ra posibilidad de transmitir a los amigos y parientes del extran­jero una última señal de vida y afecto. Poco tiempo antes de su ejecución, Luis XVI había querido hacer llegar como recuerdo a su familia, por medio de su ayuda de cámara, un anillo con un sello y un pequeño mechón de cabellos; pero los comisarios de la Comuna, que todavía sospechaban, tras este regalo de un condenado a muerte, algo misterioso y como una señal de con­juración, habían embargado estas reliquias, poniéndolas bajo sellos. Toulan, siempre temerario en favor de la reina, rompe es­tos sellos y lleva los recuerdos a María Antonieta. Pero la reina siente que tampoco en su poder estarán seguros por mucho tiempo, y como tiene ahora un mensajero digno de confianza, envía el anillo y los cabellos a los hermanos del rey para su efi­caz protección. A1 mismo tiempo escribe al conde de Provenza: «Teniendo una persona fiel con la cual podemos contar, la aprovecho para mandar a mi hermano y amigo este depósito que no puede ser confiado más que a sus manos. El portador le dirá por qué milagro hemos podido obtener estas prendas pre­ciosas; me reservo para decirle yo misma algún día el nombre de quien nos es tan útil; la imposibilidad en que hemos estado hasta el presente de poder darle noticias nuestras, y el exceso de nuestras desgracias, nos hacen sentir aún más vivamente nuestra cruel separación. ¡Ojalá que no sea ya más larga! Mien­tras tanto, le abrazo como le amo, y ya sabe usted que es de todo corazón». Una carta semejante la dirige también al conde de Artois. Pero Jarjayes vacila todavía en abandonar París; to­davía espera aquel valiente poder ser útil con su presencia a María Antonieta. Por fin, el permanecer a11í llega a ser un insensato peligro. Poco antes de su marcha recibe, por medio de Toulan, el último escrito de la reina: «¡Adiós! Creo que si está usted decidido a partir, es mejor que sea pronto. ¡Dios mío, cuánto compadezco a su pobre mujer..! ¡Qué feliz sería si pudié­semos estar bien pronto todos reunidos! ¡Jamás podré agrade­cer bastante lo que ha hecho usted por nosotros! ¡Adiós!, esta palabra es cruel».

María Antonieta sospecha, casi lo sabe fijamente, que ésta es la última vez que puede enviar a lo lejos un confidencial mensaje: una única y última ocasión se le ofrece. ¿No tiene nin­gún otro a quien decir una palabra, a quien transmitir un signo de amor sino a esos condes de Provenza y Artois, a quienes tiene tan poco que agradecer y a quienes sólo la consanguini­dad designa como depositarios del fraternal regalo? ¿No tiene, en realidad, ningún saludo para aquel que fue para ella to más amado sobre la tierra, aparte sus hijos; para aquel, para Fersen, de quien ha dicho que «no podía vivir» sin sus noticias y a quien desde el círculo infernal de las sitiadas Tullerías había enviado aquel anillo a fin de que se acordara de ella eterna­mente? Pues ahora, en esta última, en esta postrera ocasión, su corazón ¿no debería, una vez más, dirigirse hacia él? Pues no: las Memorias de Goguelat, que publican aquella despedida a Jarjayes, documentándola suficientemente con la reproducción de las cartas, no contienen ni un palabra acerca de Fersen, ni un solo saludo; nuestro sentimiento, que esperaba encontrar aquí un último mensaje, brotado de un íntimo impulso del alma, resulta burlado.

Pero, sin embargo, el sentimiento acaba siempre, a lo últi­mo, por tener razón. En realidad, María Antonieta  ¡cómo po­dría haber sido de otro modo!  no olvida tampoco en su últi­ma soledad al amado, y aquel mensaje dirigido por el deber a sus hermanos acaso no era más que un pretexto para ocultar mejor el auténtico, que Jarjayes cumplió del modo más fiel. Pero en 1823, cuando aparecieron aquellas Memorias, había comenzado ya la conspiración del silencio alrededor de Fersen para ocultar a la posteridad sus íntimas relaciones con la reina. También aquí fue suprimido (como de costumbre en el caso de María Antonieta) por mano de bizantino editor el pasaje de la carta más importante para nosotros. Sólo al cabo de un siglo sale a la luz y muestra que nunca fue más fuerte el apasionado sentimiento de la reina que en estos momentos anteriores al tránsito. Para estar constantemente unida en su memoria al con­solador recuerdo del amante, María Antonieta se había mandado hacer un anillo que, en vez de ostentar las lises reales (tal ani­llo se lo había enviado a Fersen), ostentaba las armas de éste; lo mismo que él llevaba en su dedo la divisa de la reina, llevaba ella en el suyo, en estos días de alejamiento, las armas del noble sueco; cada mirada dirigida hacia la propia mano debía recor­dar al ausente ante la reina de Francia. Y ya que ahora se pre­senta, por fin, la posibilidad de enviarle una nueva prueba de amor  sospecha ella que la última , quiere mostrarle que con este anillo conserva también perennes los sentimientos que le han consagrado. Imprime las armas con su lema en la cera ca­liente y, por medio de Jarjayes, envía la reproducción a Fersen; no se necesita ninguna palabra más; con este sello está dicho todo. «El vaciado que aquí le incluyo  escribe a Jarjayes­ deseo que se lo remita a la persona que sabe usted que vino a verme el invierno pasado desde Bruselas, y que le diga usted al mismo tiempo que la divisa no fue jamás más verdadera.»

Pero ¿qué dice esa inscripción en el anillo de sello que Ma­ría Antonieta se ha mandado hacer para sí misma y que «no fue jamás más verdadera» ? ¿Qué dice este anillo en el cual la reina de Francia ha hecho grabar las armas de un pequeño noble sueco y que conserva todavía en la prisión, en su dedo, como único adorno después de sus millones de joyas de otro tiempo?

Cinco palabras italianas forman la divisa, y estas palabras, que a dos pulgadas de la muerte son más verdaderas que nunca, dicen de este modo: «Tutto a te mi guida», «Todo me lleva a ti».

Es el último grito de pasión amorosa de una mujer que va a morir, y cuyo cuerpo se convertirá pronto en polvo, que exha­la con fuerza este mensaje, por decirlo así, mudo; y él, que lo recibe en la lejanía, sabe que ese corazón palpitará de amor hacia él hasta su hora postrera. En este saludo de despedida está evocado el pensamiento de la eternidad, la perennidad del sen­timiento en medio de lo transitorio. Queda dicha la última palabra de esta grande a incomparable tragedia de amor a la sombra de la guillotina: el telón puede caer ahora.




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