Stefan Zweig



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LA CONSERJERÍA


También otra mujer ha sido despertada esta noche. Madame Ri­chard, la mujer del carcelero de la Conserjería. Ya tarde, por la noche, le han encargado súbitamente que prepare una celda para María Antonieta; después de duques, príncipes, condes, obispos, burgueses; después de víctimas de todas las clases sociales, también debe ahora la reina de Francia venir a la casa de los muertos. Madame Richard se espanta. Pues todavía para una mujer del pueblo la palabra «reina» vibra como una cam­pana, potentemente tocada, infundiendo respeto en el corazón. ¡Una reina, la reina bajo su techo! Al punto busca madame Richard, entre sus ropas de cama, los más finos y blancos lien­zos; el general Custine, el conquistador de Maguncia, sobre quien pende también la cuchilla de la guillotina, tiene que abandonar la celda enrejada que sirvió durante innumerables años como sala de consejo; a toda prisa disponen para la reina aquel funesto recinto. Un lecho plegable de hierro, una manta ligera; además, un barreño para lavarse y una vieja alfombra delante de la húmeda pared; no les es lícito atreverse a dar más a la reina. Y después la esperan todos en aquel caserón de pie­dra, antiquísimo y medio subterráneo.

A las tres de la mañana se oye como se acercan algunos co­ches. Primeramente entran en el sombrío corredor algunos gen­darmes con antorchas; después aparece el vendedor de limona­das Michonis  su ductilidad le ha salvado felizmente del asunto de Batz y ha conservado su puesto de inspector general de prisiones ; detrás de él, a la flamante luz de las antorchas, la reina, seguida de su perrillo, único ser viviente a quien le es dado acompañarla a la prisión. A causa de la hora avanzada, y además porque sería una comedia hacer como si no se supiera en la Conseriería quién es María Antonieta, la reina de Francia, le evitan las usuales formalidades burocráticas de ingreso y se le permite que se traslade inmediatamente a su celda a descansar. La criada del ama de llaves, una pobre muchacha aldeana, Rosalía Lamorlière, que no sabe escribir y a quien, sin embargo, tenemos que agradecer los informes más verdaderos y conmovedores sobre los últimos setenta y siete días de la vida de la reina, se desliza, estremecida, detrás de aquella mujer pálida, vestida de negro, y se ofrece para ayudarla a desnudarse. «Gra­cias, hija mía  le responde la reina ; desde que ya no tengo a nadie, me sirvo yo a mí misma.» Primero cuelga su reloj de un clavo de la pared, para poder medir el tiempo que le es aún con­cedido, breve y, sin embargo, infinito. Se desnuda y se tiende en el lecho. Entra un gendarme con el fusil cargado; se cierra la puerta. Ha comenzado el último acto de la gran tragedia.



La Conserjería, como se sabe en París y en el mundo ente­ro, es la prisión destinada para los delincuentes políticos más peligrosos; la inscripción de un nombre en sus registros de entrada puede ser considerada ya como una partida de defun­ción. De Saint Lazare, de los Carmelitas, de la Abadía, de todas las demás prisiones, se vuelve alguna vez al mundo; de la Con­serjería, jamás, o sólo en casos muy raros y extraordinarios. María Antonieta y la opinión pública tienen que creer (y hacen bien en creerlo) que el traslado a la casa de los muertos es ya el primer acorde del violín para bailar la danza macabra. Mas, en realidad, la Convención no piensa en modo alguno en pre­cipitar el proceso de la reina, ese precioso rehén. Este desafia­dor traslado a la Conserjería sólo debe ser un latigazo dado a las negociaciones que se llevan con Austria, que se arrastran perezosamente; un gesto amenazador de «apresuraos», un medio de presión política; pues, de facto, se deja dormir tran­quilamente en la Convención la acusación tan trompeteada. Aún tres semanas después de este patético traslado a la antecá­mara de la muerte, al cual, naturalmente, se ha respondido con un clamor de espanto en todos los periódicos extranjeros (y eso es lo que quería el Comité de Salud Pública), el acusador ofi­cial del tribunal revolucionario, Fouquier Tinville, no tiene todavía en sus manos ninguna pieza del proceso, y, después del gran trompetazo, no se vuelve a tratar de María Antonieta en ningún debate público de la Convención ni de la Comuna. Cierto que Hébert, el asqueroso mastín de la Revolución, ladra sin cesar, en su Père Duchéne, que la «perdida», la grue, debe, por fin, « probarse la corbata de Sansón» y el verdugo « jugar a los bolos con la cabeza de la loba». Pero el Comité de Salud Pública, que ve más lejos, le deja tranquilamente que pregunte por qué «se busca tanta triquiñuela para no juzgar a la tigresa austríaca, por qué se piden pruebas para condenarla, mientras que, si se le hiciera justicia, debería ser picada como carne de embutidos por toda la sangre que ha hecho derramar» . Todos estos salvajes gritos y vociferaciones no influyen lo más míni­mo en los planes secretos del Comité de Salud Pública, el cual mira únicamente el mapa de la guerra. Quién sabe todavía cómo se podrá utilizar a esta hija de la Casa de Habsburgo, y hasta quizá muy pronto, pues las jornadas de julio han sido fatales para el Ejército francés. A cada instante pueden marchar sobre París las tropas aliadas; ¿para qué disipar inútilmente una sangre tan preciosa? Se deja, pues, tranquilamente a Hébert que siga gritando y alborotando, pues eso fortalece la apariencia de que se prepara una ejecución inmediata; pero, en realidad, la Convención tiene su destino en suspenso. A María Antonieta no se la deja libre, pero tampoco es condenada. Sólo se mantiene de modo muy visible pendiente la espada sobre su cabeza, y de cuando en cuando se hace ver su centelleante filo, porque con ello se espera espantar a la Casa de Habsburgo y, al final de cuentas, volverla dócil para las negociaciones.

Pero fatalmente, la noticia del traslado de María Antonieta a la Conserjería no espanta en lo más mínimo a sus consanguí­neos: María Antonieta significa algo para Kaunitz, como valor positivo en la política de los Habsburgos, en cuanto fue sobera­na de Francia; una soberana destronada, una desgraciada mujer particular, es plenamente indiferente para ministros, generales y emperadores: la diplomacia no conoce ningún sentimentalis­mo. Sólo a una persona. pero totalmente impotente, le quema la noticia como fuego en mitad del corazón: Fersen. Desespera­do, le escribe a su hermana: «Mi querida Sofía, sola y única ami­ga mía: sin duda sabes en este momento la espantosa desgracia del traslado de la reina a la prisión de la Conserjería y conoces el decreto de esa execrable Convención que la entrega, para ser juzgada, al Tribunal Revolucionario. Desde ese instante ya no vivo, porque no es vivir el existir como yo to hago, sufrir todos los dolores que yo experimento. Si todavía pudiera hacer algo para librarla, me parece que sufriría menos, pero el no poder hacer nada sino formular solicitaciones es espantoso para mí... Sólo tú puedes comprender todo lo que yo experimento; todo está perdido para mí... Mi pena será eterna, y nada más que la muerte podrá hacérmela olvidar. No puedo cuidarme de nada, no puedo pensar más que en la desgracia de esta infortunada y digna princesa. No tengo fuerzas para expresar lo que siento; daría mi vida por salvarla, y no puedo hacerlo; mi mayor dicha sería morir por ella y por su salvación». Y pocos días más tarde: «Frecuentemente me reprocho hasta el aire que respiro cuando pienso que ella está encerrada en una espantosa prisión; esta idea me desgarra el corazón, envenena mi vida, y sin cesar estoy pasando del dolor a la furia». Pero ¿qué vale este insigni­ficante señor de Fersen para un todopoderoso Estado Mayor general, qué importa él para una sabia y sublime gran política? No le cabe otra cosa sino consumir una y otra vez su cólera, su amargura, su desesperación, todo el fuego infernal que brama en él y abrasa su alma, en súplicas inútiles, en ir de antecámara en antecámara, y conjurar, uno tras otro, a los militares, los hombres de Estado, los príncipes, los emigrados, para que no contemplen con tan vergonzosa frialdad cómo es humillada y asesinada una reina de Francia, una princesa de la Casa de Habsburgo. Pero por todas partes encuentra una cortés y evasi­va indiferencia; hasta al fiel Eckart de María Antonieta, al mis­mo conde de Mercy, lo encuentra de hielo (de glace). Mercy rechaza, respetuosa pero resueltamente, toda intervención de Fersen, y, por desgracia, deja actuar, en esta ocasión, su rencor personal: Mercy no le ha perdonado nunca a Fersen que estuvie­ra más cerca de la reina de lo que permitían las buenas costum­bres, y del amante de María Antonieta  el único que la ama y se interesa por su vida  no quiere recibir ninguna instrucción.

Pero Fersen no ceja. Esta frialdad glacial de todas las gen­tes, que contrasta de modo tan espantoso con su interno ardor, lo lleva hasta el frenesí. Ya que Mercy se niega o oírle, se dirige a otro amigo de la famlia real, el conde de La Marck, que en otro tiempo ha dirigido las negociaciones con Mirabeau. Encuen­tra aquí una comprensión más humana. El conde de La Marck se dirige inmediatamente a Mercy y le recuerda al anciano la promesa que, un cuarto de siglo antes, le hizo a María Teresa de proteger a su hija hasta el último instante. Sobre su mesa redactan juntos una carta enérgica dirigida al príncipe de Coburgo, comandante en jefe de las tropas austríacas: « Mien­tras la reina no estuvo directamente amenazada, ha podido guar­darse silencio, por temor a despertar la furia de los salvajes que la rodean; pero hoy, que está entregada a un tribunal de sangre, toda medida que proporcione una esperanza de salvarla le parecerá a usted un deber» . Impulsado por La Mark, Mercy recla­ma un inmediato avance sobre París para extender a11í el espan­to; toda otra operación militar tiene que ser pospuesta a ésta, ur­gentísima. « Permítame usted tan sólo  advierte Mercy  que le hable de los remordimientos que todos podríamos experi­mentar algún día por haber permanecido en la inacción en semejante momento. ¿Podría creer la posteridad que tan gran atentado pudo ser cometido a pocos días de marcha de los ejér­citos vencedores de Austria a Inglaterra, sin que estos ejércitos hayan intentado esfuerzo alguno para impedirlo?»

Esta invitación para salvar a su debido tiempo a María Antonieta está, por desgracia, dirigida a un hombre débil y espantosamente tonto, a una vacía cabeza de comisario general. La respuesta del comandante en jefe del Ejército austríaco, el príncipe de Coburgo, corresponde exactamente con ello. Como si en 1793 se viviera todavía en tiempos del «Martillo de las brujas» o de la Inquisición, este príncipe, conocido por su nulli­té responde que. «en el caso en que la menor violencia sea ejercida sobre la persona de Su Majestad la reina, la autoridad austríaca hará inmediatamente que sean sometidos al tormento de la rueda los cuatro comisarios de la Convención que ha detenido últimamente». Mercy y La Marck, ambos gente noble, inteligente y culta, quedan sinceramente espantados con esta estupidez y ven que no tiene sentido mantener negociaciones con semejante imbécil, por lo cual La Marck conjura a Mercy para que escriba sin pérdida de tiempo a la corte de Viena: «En­víe inmediatamente otro correo; dé a conocer el peligro; expre­se los temores más vivos, que, por desgracia, no están sino de­masiado bien fundados. Es preciso que comprendan en Viena lo que habría de penoso, y hasta me atrevo a decir de enojoso, para el gobierno imperial si la historia pudiera decir algún día que, a cuarenta leguas de los ejércitos austríacos, formidables y victoriosos, la augusta hija de María Teresa ha perecido en el cadalso sin que fuera hecha una tentativa para salvarla. Sería una mancha imborrable para el reinado de nuestro emperador». Y para inflamar aún más al anciano señor, algo difícil de poner en movimiento, añade todavía en su carta a Mercy una adver­tencia personal: «Permítame que le diga que la injusticia de los juicios humanos no tendría en cuenta los sentimientos que sus amigos de usted le conocemos si, en las deplorables circuns­tancias en que nos encontramos, no hubiera usted intentado anticipada y repetidamente sacar a nuestra corte del fatal embo­tamiento en que se encuentra».

Incitado por esta advertencia, el viejo Mercy se pone por fin a la obra, y con toda energía escribe a Viena: « Me pregunto si puede ligarse con la dignidad del emperador, y hasta con su in­terés, el permanecer como mero espectador del destino con que es amenazada su augusta tía, sin intentar nada para sustraerla a esta suerte o para arrancarla de ella... ¿El emperador no tiene especiales deberes que cumplir en tales circunstancias? No debe olvidarse de que la conducta de nuestro gobierno será juz­gada un día por la posteridad, y ¿no hay que temer la severidad de este juicio si, estando probado que la reina de Francia está amenazada, como lo está, Su Majestad el emperador no hicie­ra tentativas ni sacrificios para salvarla?».

Esta carta, bastante valerosa para un embajador, es archiva­da fríamente en cualquier cartapacio de la cancillería de la corte y se deja a11í que se empolve sin respuesta. El emperador Fran­cisco no piensa mover ni un solo dedo; se pasea tranquilo por Schoenbrunn; Coburgo espera tranquilo en sus cuarteles de in­vierno y hace que sus soldados hagan tanto ejercicio que llegan a desertar más de los que hubiera perdido en la más sangrienta batalla. Todos los monarcas permanecen tranquilos, indiferentes y despreocupados. Pues ¿qué significa para la antiquísima Casa de Habsburgo un honor más o menos grande? Ninguno hace nada para salvar a María Antonieta, y con amargura dice Mer­cy, en una repentina explosión de enojo: «Ni siquiera la habrían salvado si con sus propios ojos la vieran ascender a la guillo­tina».

No hay que contar con Coburgo ni con Austria; no hay que contar con los príncipes, ni con los emigrados, ni con la fami­lia; por tanto, Mercy y Fersen ensayan por su propia cuenta el último medio: el soborno. Por medio del maestro de baile No­verre y de un financiero sospechoso, se envía dinero a París. Nadie sabe en qué manos se ha evaporado. Se intenta primero llegar a Danton, el cual  Robespierre lo ha venteado  pasa en general por accesible; de modo asombroso, algunos caminos llegan también hasta Hébert, y aunque, como en la mayoría de estas operaciones, falten las pruebas, produce sorpresa el que este alborotador, que desde hace muchos meses se agita como un epiléptico para decir que la grue tiene que dar, por fin, el «salto de la carpa», solicite súbitamente ahora que vuelvan a llevarla al Temple. ¿Quién podría decir hasta qué punto tuvie­ron éxito estas negociaciones, temerosas de la luz? En todo ca­so, las balas de oro fueron disparadas demasiado tarde. Pues mientras estos hábiles amigos trataban de salvarla, otro excesi­vamente torpe empujaba a María Antonieta hacia el abismo; como siempre, durante toda su vida, sus amigos le fueron más funestos que sus enemigos.


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