Stefan Zweig



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TRIANÓN


Con mano ligera y juguetona, María Antonieta coge la corona como un inesperado regalo; es todavía demasiado joven para saber que la vida no da nada de balde y que todo lo que se reci­be del destino tiene señalado secretamente su precio. Este pre­cio, María Antonieta piensa no pagarlo. Sólo toma a su cargo los derechos de la realeza y deja a deber sus obligaciones. Quiere reunir dos cosas que no son humanamente compatibles: quiere reinar y al mismo tiempo gozar. Como reina, quiere que todo sirva a sus deseos, cediendo sin vacilar ella misma a cada uno de sus caprichos; quiere la plenitud de poderes de la sobe­rana y la libertad de la mujer; por tanto, gozar doblemente de su vida, juvenil y fogosa, poniéndola dos veces en tensión.

Pero en Versalles no es posible la libertad. En medio d aquellas claras Galerías de Espejos no hay paso alguno qu. quede oculto. Todo movimiento está reglamentado, cada palabra es transportada más lejos por un viento traidor. Aquí no hay so­ledad posible ni fácil coloquio entre dos personas; no hay des­canso ni reposo; el rey es el centro de un gigantesco reloj que señala, con implacable regularidad, cada uno de los actos de la vida, desde el nacimiento a la muerte, desde el levantarse hasta el irse a la cama; las mismas horas de amor se convierten en una cuestión de Estado. El soberano, a quien todo pertenece, pertenece él a su vez a todo y no a sí mismo. Pero María Antonieta odia toda vigilancia; de este modo, apenas llega a ser reina, cuando ya le pide a su siempre condescendiente esposo un escondrijo donde no tenga que serlo. Y Luis XVI, mitad por debilidad, mitad por galantería, le regala, como donación nup­cial, el palacete estival de Trianón, un segundo reino chiquito, pero propiedad particular de la reina, en medio del poderoso reino de Francia.



En sí mismo, no es ningún gran regalo el que María Anto­nieta recibe de su esposo al darle Trianón, pero es juguete que debe ocupar y encantar su ociosidad durante más de diez años.

Su constructor no había pensado jamás este palacete como resi­dencia permanente para la familia real, sino sólo como maison de plaisir como «buen retiro», como apeadero, y en el sentido de secreto nido de amor, había sido abundantemente utilizado por Luis XV con su Du Barry y otras damas de ocasión. Un hábil mecánico había inventado, para los soupers galantes del rey, una mesa que se hundía en el suelo, de modo que, con gran discreción, surgía en el comedor, servida y dispuesta, ascen­diendo de los locales subterráneos de cocina, y ningún sirvien­te podía acechar las escenas de la mesa; por este acrecenta­miento de las comodidades eróticas, el excelente Leporello recibió una recompensa especial de doce mil libras, aparte las setecientas treinta y seis mil que había costado a la caja del Estado la construcción de esta casa de placer. Cálido aún de estas lascivas escenas, se posesiona María Antonieta de este apartado palacete del parque de Versalles. Tiene ahora la reina su juguete, y, a la verdad, uno de los más encantadores que ha inventado jamás el gusto francés; delicado en sus líneas, per­fecto en sus proporciones, verdadero estuche para una reina joven y elegante. Edificado con una arquitectura simple, leve­mente arcaizante, de un blanco reluciente en medio del lindo verde de los jardines; plenamente aislado y, sin embargo, inme­diato a Versalles, este palacio de una favorita, y ahora de una reina, no es mayor que una casa de una familia de hoy día, y apenas más cómodo o más lujoso; siete a ocho habitaciones en conjunto, vestíbulo, comedor, un pequeño salón y uno grande, dormitorio, baño, una biblioteca en miniatura (lucus a non lucendo, pues, según unánimes testimonios, María Antonieta jamás abrió un libro en toda su vida, aparte de algunas novelas rápidamente hojeadas). En el interior de este palacete, la reina, en todos aquellos años, no cambia gran cosa en la decoración; con seguro gusto no introduce nada llamativo, nada pomposo, nada groseramente caro, en aquel recinto totalmente destinado a la intimidad; por el contrario, no lleva allí nada que no sea delicado, claro y discreto, en aquel nuevo estilo, al cual se llama Luis XVI, con tan escaso motivo como a América por el nombre de Américo Vespucio. Tendría que llevar el nombre de la reina, el nombre de esta delicada, inquieta y elegante mujer; tendría que llamarse estilo María Antonieta, pues nada, en sus formas frágiles y graciosas, recuerda al hombre gordo y maci­zo que era Luis XVI y a sus toscas aficiones, sino que todo hace pensar en la leve y linda figura de mujer cuya imagen adorna todavía hoy aquellos recintos; formando una unidad desde el lecho hasta la polvera, desde el clavicordio hasta el abanico de marfil, desde la chaise longue hasta la miniatura, utilizando sólo los materiales más escogidos en las formas menos llamativas, aparentemente frágil y, sin embargo, dura­dero, uniendo la línea clásica a la gracia francesa, este estilo, aún comprensible hoy para nosotros, anuncia, como ningún otro, el señorío victorioso de la mujer, el dominio de Francia por damas cultas y llenas de buen gusto y trasmuda la pompa dramática de los Luis XIV y Luis XV en intimidad y musicali­dad. El saloncito en que se condensa y se divierte la sociedad de un modo tierno y ligero llega a ser el punto principal de la casa, en lugar de las orgullosas y resonadoras salas de recep­ción; revestimientos de madera, tallados y dorados, sustituyen al severo mármol; blancas y relucientes sedas, al incómodo ter­ciopelo y al pesado brocado. Los matices tiernos y pálidos, el créme apagado, el rosa de melocotón, el azul primaveral, ini­cian su suave reinado; este arte se apoya en la mujer y en la pri­mavera, en fétes galantes a indolentes reuniones; no se aspira provocativamente a nada magnífco, a nada teatral a imponen­te, sino a to discreto y amortiguado; aquí no debe poner su acento el poder de la reina, sino que todas las cosas que la rodean deben reflejar tiernamente la gracia de la joven mujer. Sólo en el interior de este marco precioso y coquetón alcanzan su auténtica y verdadera medida las deliciosas estatuillas de Clodion, los cuadros de Watteau y de Pater, la música de plata de Boccherini y todas las otras selectas creaciones del dix huitième: este incomparable arte de jugar con las cosas, esta dichosa despreocupación, casi en la víspera de las grandes preo­cupaciones, ningún otro lugar produce en nosotros un efecto tan directo y auténtico. Para siempre sigue siendo Trianón el vaso más fino, más delicado, y, sin embargo, irrompible, de aquella floración exquisitamente lograda; aquí, el culto del go­ce refinado se nos revela por completo como un arte en una morada y una figura de mujer. Y, cenit y nadir del rococó, al mismo tiempo su florecimiento y su agonía, su duración es medida aún hoy de modo más exacto por el relojito de la chi­menea de mármol de la habitación de María Antonieta.

Este Trianón es un mundo en miniatura y de juguete: tiene un valor simbólico el que desde sus ventanas no se pueda lan­zar ninguna mirada hacia el mundo viviente, hacia la ciudad, hacia París, o siquiera hacia el campo. En diez minutos están recorridas sus escasas brazas de terreno, y, sin embargo, este ri­dículo rincón era más importante y significativo en la vida de Ma­ría Antonieta que toda Francia, con sus veinte millones de súb­ditos. Pues aquí no se sentía sometida a cosa alguna, ni a las ceremonias, ni a la etiqueta, ni apenas a las buenas costumbres. Para dar a conocer claramente que, en aquellos reducidos terro­nes, sólo ella y nadie más que ella manda, dispone la reina, con gran enojo de la corte, que acata severamente la Ley Sálica, que todas las disposiciones sean dadas no en nombre de su esposo, sino en el suyo propio, de par la reine; los sirvientes no llevan la librea real, roja, blanca y azul, sino la suya propia, rojo y plata. Hasta el propio marido no aparece a11í más que como huésped, un huésped lleno de tacto y cómodo por demás, que nunca se presenta sin ser invitado o a hora inoportuna, sino que respeta severamente los usos domésticos de su espo­sa. Pero aquel hombre sencillo viene muy gustoso, porque se pasa aquí el tiempo de modo mucho más agradable que en el gran palacio; par ordre de la reine está abolida toda severidad y afectación; no se hace vida de corte, sino que, sin sombrero y con sueltos y ligeros vestidos, se sientan en el verde campo; desaparecen las categorías jerárquicas en la libertad de la ale­gre reunión, desaparece todo engallamiento, y, a veces también, la dignidad. Aquí se encuentra a gusto la reina, y pronto se ha acostumbrado de tal modo a esta laxa forma de vida, que, por la noche, se le hace más pesado regresar a Versalles. Cada vez se le hace más extraña la corte después que ha probado esta libertad campestre; cada vez la aburren más los deberes de su cargo, y, probablemente, también los conyugales: con crecien­te frecuencia se retira, durante el día entero, a su divertido palo­mar. Lo que más le gustaría sería permanecer siempre en su Trianón. Y como María Antonieta hace siempre lo que quie­re, se traslada, en efecto, totalmente a su palacio de verano. Se dispone un dormitorio, cierto que con un lecho para un solo durmiente, en el cual el voluminoso rey apenas habría tenido cabida. Como todo lo demás, desde ahora también la intimidad conyugal no está sometida al deseo del rey, sino que, lo mismo que la reina de Saba a Salomón, María Antonieta sólo visita a su buen esposo cuando se le antoja (y la madre da voces muy violentamente contra el lit à part). En el lecho de su mujer, ni una sola vez es huésped el rey de Francia, pues Trianón es para María Antonieta el imperio, dichosamente intacto, sólo consa­grado a Citerea, sólo a los placeres, y jamás ha contado ella en­tre sus placeres sus obligaciones, por lo menos las conyugales. Aquí quiere vivir por sí misma, sin estorbos; no ser otra cosa sino la mujer joven, desmesuradamente adulada y adorada, que, en medio de mil superfluas ocupaciones, se olvida de todo, del reino, del esposo, de la corte, del tiempo, y a veces  y éstos son acaso sus minutos más dichosos  hasta de sí misma.

Con Trianón, este espíritu desocupado ha encontrado por fin una ocupación, un juego, que se renueva constantemente. Lo mismo que a la modista vestido tras vestido, lo mismo que al joyero de la corte alhajas siempre distintas, también tiene María Antonieta que encargar siempre algo nuevo para adornar su pequeño reino; al lado de la modista, del joyero, del director de ballets, del profesor de música y del maestro de baile, ahora el arquitecto, el constructor de jardines, el pintor, el decorador, todos estos nuevos ministros de su reino en miniatura, le lle­nan largas horas, ¡ay!, tan espantosamente largas, vaciando al mismo tiempo del modo más intenso el bolso del Estado. La principal preocupación de María Antonieta es su jardín, el cual, naturalmente, no debe semejarse en nada a los históricos jardi­nes de Vèrsalles; tiene que ser el más moderno, el más a la moda, el más original, el más coquetón de toda aquella época, un verdadero y auténtico jardín rococó. De nuevo, María Antonieta, sabiéndolo o no sabiéndolo, sigue con este deseo el transformado gusto de su tiempo. Pues la gente ya está harta de los campos de césped, llanos y trazados a cordel por el general de jardinería Le Nôtre; de los setos recortados como con una navaja de afeitar, de sus geométricos adornos fríamente calcu­lados en la mesa de dibujo, todo lo cual debía mostrar ostento­samente que Luis XIV, el Rey Sol, no sólo obligó al Estado, a la nobleza, a las clases sociales, a la nación entera, a adoptar la forma exigida por él, sino también al paisaje. La gente ha con­templado hasta hartarse esta verde geometría; está fatigada de esta massacre de la naturaleza; lo mismo que en todo el males­tar cultural de la época, también en este punto vuelve a ser el enemigo de la «sociedad» Jean Jacques Rousseau, el que pro­nuncia la palabra salvadora al exigir en La nueva Eloísa un «parque natural» .



Cierto que, indudablemente, María Antonieta no ha leído jamás La nueva Eloísa. A Jean Jacques Rousseau lo conoce, en el mejor de los casos, como compositor de ese rústico musical que se llama Le devin du village. Pero las concepciones de Jean Jacques Rousseau flotan entonces en el aire. Marqueses y duques tienen los ojos llenos de lágrimas cuando se les habla de este noble defensor de la inocencia (homo perversissimus en su vida privada). Le están agradecidos porque, después de haber agotado ellos todos los procedimientos para excitar sus nervios, les ha revelado dichosamente un último incentivo: el juego con la ingenuidad, la perversión de la inocencia, el dis­fraz de lo natural. Claro que también María Antonieta quiere tener ahora un jardín «natural», un paisaje «inocente»; a la ver­dad, el más natural de todos los jardines naturales de última moda. Y para ello reúne a los mejores y más refinados artistas del tiempo, a fin de que, del modo más artificial, le creen, a fuerza de sutileza, el jardín más ultranatural.

Porque ¡moda del tiempo! se pretende en estos jardines «anglochinescos» no sólo representar a la naturaleza, sino la tota­lidad de la naturaleza; en el microcosmos de un par de kilóme­tros cuadrados figurar, en un resumen de juguete, el universo entero. Todo debe estar reunido en este minúsculo terreno: ár­boles franceses, indios y africanos, tulipanes de Holanda, mag­nolias del mediodía, un lago y un riachuelo, una montaña y una gruta, románticas ruinas y casas de aldea, templos griegos y perspectivas orientales, molinos de viento holandeses, el norte y el sur, el este y el oeste, lo más natural y lo más extraño, todo artificial y todo que parezca auténtico, hasta un volcán arro­jando fuego y una pagoda china quiso primitivamente el arquitecto estilizar en aquel trozo de terreno, grande como la manor felizmente pareció que su proyecto resultaba demasiado caro. Impulsados por la impaciencia de la reina, centenares de obreros comienzan a hacer surgir como por encanto siguiendo los planes del constructor y del pintor, en medio del paisaje real, otro paisaje lo más pintoresco posible a intencionadamen­te tierno y natural. Primeramente se traza un suave y lírica­mente murmurador arroyuelo, imprescindible accesorio de todo auténtico idilio pastoril, que come entre las praderas; cier­to que el agua tiene que ser conducida desde Marly por una tubería de dos mil pies de largo, con la cual. al mismo tiempo, corre también mucho dinero por aquellos tubos; pero, y esto es lo principal, los meandros de su curso tienen un delicioso aspecto natural. Susurrando suavemente, desemboca el arroyo en el lago artificial, con islas no menos artificiales; se inclina amablemente para pasar bajo los lindos puentes, sostiene gra­ciosamente el deslumbrante plumaje blanco de los cisnes. Como brotando de unos versos anacreónticos, se lanza un peñasco ar­tificial con musgo. una disimulada y artificial gruta de amor y un romántico belvedere; nada permite sospechar que este pai­saje. tan conmovedoramente ingenuo, haya sido dibujado, antes de nacer. en innumerables pliegos de colores y que de toda su traza fueran hechos primero veinte modelos de yeso, en los cuales el lago y el arroyuelo estaban representados con trozos de espejo recortados, y las praderas y árboles, lo mismo que en un «nacimiento», por medio de musgo teñido y pegado. Pero adelante. Cada año tiene la reina un nuevo antojo; instalaciones cada vez más selectas y «naturales» deben hermosear su impe­rio; no quiere esperar hasta que estén pagadas las antiguas cuentas; tiene ahora su juguete y quiere seguir jugando con él. Como esparcidas a la casualidad y, sin embargo, bien calcula­do el sitio en que se alzan por el romántico arquitecto de la reina, se colocan en el jardín, para aumentar sus encantos, pequeñas preciosidades. Un templecillo consagrado al dios de aquella época, el templo del Amor, se levanta sobre una coli­nita, y su rotonda, abierta a la antigua, muestra de una de las más hermosas esculturas de Bouchardon, un amor que se cons­truye un arco de mayor alcance con un trozo de la maza de Hércules. Una gruta, la gruta del amor, está tallada con tal habi­lidad en la roca, que la pareja que a11í juguetee descubre a tiem­po a los que se aproximen para no dejarse sorprender en sus ter­nezas. A través del bosquecillo serpentean senderos que se entrelazan; las praderas están bordadas con raras especies de flores; pronto, en medio de la cortina de verde follaje, reluce un pequeño pabellón de música, construcción octogonal de un blan­co deslumbrante, y con todo ello, puestas en relación con gusto tan perfecto, unas cosas junto a otras y dentro de otras que, en realidad, en medio de esta gracia, ya no se conoce el artificio estudiado y rebuscado.

Pero la moda quiere todavía más autenticidad. Para desna­turalizar aún más a fondo la naturaleza, para embadurnar las decoraciones hasta el punto más refinado de viviente verdad, pa­ra realce de la manía de la veracidad, son introducidos auténti­cos figurantes en esta comedia pastoral, la más preciosamente representada de los tiempos; verdaderos aldeanos y verdaderas aldeanas, legítimas vaqueras con legítimas vacas, temeros, cer­dos, conejos y ovejas, auténticos segadores y guadañeros, pas­tores, cazadores, lavanderas y queseros, para que sieguen, y laven, y estercoleen, y ordeñen, con objeto de que la comedia de flgurillas se continúe alegre a incesantemente. Un nuevo y más profundo zarpazo a la caja del Tesoro, y por orden de Ma­ría Antonieta se desembala al lado de Trianón un teatro de mu­ñecos en tamaño natural para aquellos juguetones niños gran­des, con cuadras, pajares, graneros, con palomares y nidales de gallinas, el famoso hameau. El gran arquitecto Mique y el pin­tor Huberto Robert dibujan, bosquejan y construyen ocho grandes chozas campesinas, copiadas con todo cuidado de las usuales en el país, con techumbres de paja, gallineros y estercoleros. A fin de que estas engañosas construcciones, que relumbraban como recién construidas en medio de aquella naturaleza costo­samente lograda, por nada del mundo parezcan falsificadas, imítase exteriormente hasta la pobreza y la ruina de las verda­deras chozas de la miseria; a martillazos se producen grietas en los muros; se hacen románticos desconchones en los recove­cos; vuelven a ser arrancadas algunas tablillas en los techos. Huberto Robert pinta hendiduras figuradas en la madera, a fin de que todo haga impresión de podrido y antiquísimo; los humeros de las chimeneas son ennegrecidos con humo. Pero por dentro algunas de las casitas aparentemente arruinadas se hallan provistas de todas las comodidades, con espejos y estu­fas, billares y cómodos canapés. Pues si la reina se aburre algu­na vez y tiene gusto en jugar a Jean Jacques Rousseau, hacien­do quizá manteca con sus propias manos, con sus damas de corte, en ningún caso es lícito que, al hacerlo, se ensucie los de­dos. Si visita, en su establo, a sus vacas Brunette y Blanchette, naturalmente es pulido antes el suelo como un parqué por una mano invisible; la piel de las vacas, almohazada hasta ser de un blanco de flores y un pardo de caoba; la espumeante leche es servida no en un grotesco cubo de aldeano, sino en vasos de porcelana especialmente hechos en la fábrica de Sèvres. Este hameau, hoy encantador a causa de su ruina, era para María Antonieta un teatro a la luz del día, una comédie champêtre frí­vola, casi provocativa justamente a causa de su frivolidad. Pues mientras ya en toda Francia los aldeanos se amotinan, mientras la verdadera población campesina, abrumada de impuestos. exige tumultuosamente, con desmedida excitación, una mejora en su insostenible situación, en esta aldeíta de teatro a la Po­temicine reina un abobado y embustero bienestar. Atadas con cintitas azules, son llevadas al pasto las ovejas; bajo una som­brilla, sostenida por una dama de la corte, contempla la reina cómo las lavanderas aclaran la ropa blanca en el arroyo mur­murador: ¡ay!, es tan deliciosa esta sencillez tan moral y tan cómoda; todo es limpio y encantador en este mundo paradisía­co; tan pura y clara es aquí la vida como la leche que brota de la ubre de la vaca. Se ponen vestidos de fina muselina de una sencillez campestre (y se hacen retratar con ellos pagando algu­nos miles de libras); se entregan a inocentes placeres; rinden homenaje al goût de la nature con toda la frivolidad de los ahí­tos de todo. Pescan, cogen flores, pasean  rara vez solos  a través de los entrecruzados senderos, corren por las praderas, ven trabajar a los buenos aldeanos falsificados, juegan a la pe­lota, bailan minués y gavotas sobre campos floridos en lugar de hacerlo sobre pulidas baldosas, cuelgan columpios entre los ár­boles, construyen un chinesco juego del anillo, se pierden y se encuentran entre las casitas y los caminitos umbrosos, montan a caballo, se divierten y hacen representar comedias en medio de aquel teatro natural y, por último, acaban por representarlas ellos mismos para otros.

Esta pasión teatral es la última que descubre en sí la reina María Antonieta. Primeramente se mandó construir un peque­ño teatrito particular, aún hoy conservado, delicioso en sus lin­das proporciones  el capricho no costó más que 141.000 li­bras , para que representaran allí comediantes italianos y franceses; pero después, con audaz decisión, salta ella misma, de pronto, sobre la escena. El divertido grupito que la rodea se encanta, igualmente, con hacer comedias; su cuñado el conde D'Artois, la Polignac y sus amigos trabajan gustosos con ella: hasta el mismo rey va alguna vez para admirar a su mujer como actriz, y de este modo el alegre carnaval de Trianón dura todo el año. Hay fiestas, ya en honor del esposo, o del hermano, ya de príncipes extranjeros, huéspedes de Versalles, a quienes María Antonieta quiere mostrar su encantado imperio; fiestas en las cuales millares de lucecitas escondidas, reflejadas por vidrios de colores, centellean en la oscuridad como amatistas, rubíes y topacios, mientras que chisporroteantes garbas de fue­go surcan el cielo y una música, que toca invisible en un lugar próximo, se deja oír dulcemente. Se organizan banquetes de centenares de cubiertos; se construyen puestos de feria para bromas y danzas, y el inocente paisaje sirve, obediente, de refi­nada decoración de fondo a todo aquel lujo. No; no se aburre uno en medio de la «naturaleza». María Antonieta no se ha reti­rado a Trianón para hacerse reflexiva, sino para divertirse mejor y más libremente.



La cuenta definitiva de los gastos de Trianón sólo fue pre­sentada el 31 de agosto de 1791; asciende a 1.649.529 libras y, en realidad, reunida con otros gastos disimulados, excede de dos millones; en sí mismos, a la verdad, sólo una gota en el tonel de las danaides de los despilfarros reales, pero siempre un gasto excesivo si se considera la arruinada situación financiera y la miseria general. Ante el tribunal revolucionario, la propia «viuda de Capet» tiene que reconocer que «es posible que el Petit Trianón haya costado sumas gigantescas, acaso más de lo que deseaba yo misma. Poco a poco me veía arrastrada a gas­tos mayores». Pero también, en sentido político, su capricho le cuesta más caro a la reina. Pues al dejar ociosa en Versalles a toda la camarilla de cortesanos, le quita a la corte el sentido de su existencia. La dama que tiene que entregar los guantes a la reina, aquella dama que le aproxima respetuosamente su vaso de noche, las damas de honor y los gentileshombres, los miles de guardias, los servidores y los cortesanos, ¿qué van a hacer ahora sin su cargo? Sin ocupación alguna, permanecen senta­dos el día entero en el Oeil de boeuf, y lo mismo que una máquina, cuando no trabaja, es roída por la herrumbre, así se ve invadida esta corte, desdeñosamente abandonada, de un modo cada vez más peligroso, por la hiel y el veneno. Pronto llegan tan adelante las cosas, que la alta sociedad, como por un pacto secreto, evita el concurrir a las fiestas de la corte: que la orgullosa «austríaca» se divierta en su «petit Schoenbrunn», en su «petite Viena»; para recibir sólo una rápida y fría inclinación de cabeza se considera demasiado buena esta nobleza, que es tan antigua como los Habsburgos. Cada vez más pública y fran­camente, crece la fronde de la alta aristocracia francesa contra la reina desde que ha abandonado Versalles, y el duque de Lévis describe muy plásticamente la situación: «En la edad de las diversiones y de la frivolidad, en la embriaguez del poder supremo, a la Reina no le gustaba imponerse traba alguna; la etiqueta y las ceremonias eran para ella motivos de impacien­cia y de aburrimiento. Le demostraron... que en un siglo tan ilustrado, en el que los hombres se libraban de todos los pre­juicios, los soberanos debían librarse de esas molestas ataduras que les imponía la costumbre: en una palabra, que era ridículo pensar que la obediencia de los pueblos depende del número mayor o menor de horas que la familia real pase en un círculo de cortesanos fastidiosos y hastiados... Fuera de algunos favo­ritos que debían su elección a un capricho o a una intriga, fue excluida toda la gente de la corte. La alcurnia, los servicios prestados, la dignidad, la alta cuna, no fueron ya títulos para ser admitido en el círculo íntimo de la familia real. Sólo los domin­gos podían aquellos que habían sido presentados en la corte ver durante algunos momentos a los príncipes. Pero la mayor parte de estas personas perdieron pronto el gusto por esta inú­til molestia, que sabían que no les era agradecida en modo alguno; reconocieron, por su parte, que era una tontería venir hasta tan lejos para no ser mejor recibidos, y dejaron de hacer­lo... Versalles, el escenario de la magnificencia de Luis XIV, adonde se venía ansiosamente de todos los países de Europa para aprender refinadas formas de vida social y de cortesía, no era ya más que una pequeña ciudad de provincia, a la cual no se iba más que de mala gana y de la cual volvían todos a alejarse lo más rápidamente posible.

También este peligro lo previó desde lejos María Teresa a su debido tiempo: «Yo misma conozco todo el aburrimiento y vacío de las ceremonias de corte, pero, créeme, si se las aban­dona surgen de ello inconvenientes aún mucho más importan­tes que estas pequeñas incomodidades, especialmente entre vosotros, con una nación de tan vivo carácter» No obstante, cuando María Antonieta no quiere comprender, no tiene senti­do alguno el pretender razonar con ella. ¡Cuántas historias a causa de la media hora de camino separada de Versalles a que vive! Mas, en realidad, estas dos o tres millas le han alejado para el resto de su vida, tanto de la corte como del pueblo. Si María Antonieta hubiese permanecido en Versalles, en medio de la nobleza francesa y siguiendo las costumbres tradiciona­les, en la hora del litigio habría tenido a su lado a los príncipes, a los grandes señores y al conjunto de la aristocracia. Por otra parte, si hubiese intentado, lo mismo que su hermano José, acercarse democráticamente al pueblo, los cientos de miles de parisienes, los millones de franceses la habrían idolatrado. Pero María Antonieta, individualista absoluta, nada hace para agra­dar a la nobleza ni al pueblo; piensa sólo en sí misma, y a causa de este capricho favorito de Trianón es igualmente mal querida tanto del primero como del segundo y del tercer estado; porque quiso estar demasiado sola gozando de su dicha, estará igual­mente solitaria en su desdicha, y se ve forzada a pagar un juego infantil con su corona y con su vida.




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