Stefan Zweig



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LA VISITA DEL HERMANO


En el año 1776 y durante el carnaval de 1777, el delirio de pla­ceres de María Antonieta alcanza el punto culminante de su curva agudamente ascendente. La mundana reina no falta a nin­guna carrera de caballos, a ningún baile de la ópera, a ninguna redoute; jamás vuelve al hogar antes de los resplandores del alba; permanentemente evita el lecho conyugal. Hasta las cua­tro de la madrugada permanece delante de la mesa de juego; sus pérdidas y deudas provocan ya público enojo. Desesperado, el embajador Mercy dispara a Viena informe tras informe: «Su Real Majestad olvida plenamente su dignidad externa»; apenas es posible amonestarla, porque las « diferentes especies de di­versión siguen unas a otras con tal rapidez que sólo con el ma­yor trabajo se encuentra algún momento en que hablar con ella de cosas serias». Hace mucho tiempo que no se ha visto Ver­salles tan abandonado como en este invierno; en el curso de los últimos meses, las ocupaciones de la reina, o, por mejor decir, sus distracciones, no han cambiado ni disminuido. Es como si un demonio se hubiese posesionado de la joven señora; jamás su agitación y su inquietud fueron más irrazonables que en este decisivo año.

Añádese a esto, por primera vez, un nuevo peligro: María Antonieta, en 1777, no es ya la cándida niña de quince años que era cuando llegó a Francia, sino una mujer de veintidós años, en plena floración de su sensual belleza, seductora y al mismo tiempo sensible ya a la seducción; habría sido hasta contranatural que hubiera permanecido fría a indiferente en medio de la atmósfera de la corte de Versalles, erótica, sensual y excitante. Todas sus parientas de su misma edad; todas sus amigas hace ya tiempo que tienen hijos: cada una tiene un marido verdadero, o, por lo menos, un amante; sólo ella está excluida por la torpeza de su desdichado esposo; sólo que es más hermosa que todas, más deseable y más deseada que nin­guna otra en su círculo, no ha entregado todavía a nadie el tesoro de sus sentimientos. En vano ha desviado hacia sus amigas su intensa necesidad de ternura, aturdiéndose con incesan­tes placeres mundanos, para olvidar su vacío íntimo; no le sirve de nada; en toda mujer la naturaieza reclama, poco a poco, sus derechos, y por tanto también en ésta, plenamente normal y na­tural. La vida en común de María Antonieta con los caballeros que la rodean pierde cada vez más su primitiva y despreocupa­da seguridad. Cierto que se guarda todavía de lo más peligro­so; pero no deja de jugar con el peligro, y al hacerlo ya no es capaz de gobernar su propia sangre, que le hace traición: se ruboriza, palidece, comienza a temblar al acercarse a aquellos jóvenes inconscientemente deseados; se azora, se le llenan los ojos de lágrimas, y, sin embargo, continúa siempre provocando los galantes cumplidos de aquellos caballeros; en las Memorias de Lauzun, aquella asombrosa escena en la cual la reina, recién disipado un enojo, lo estrecha de repente en un súbito abrazo, y, espantada al instante de sí misma, huye llena de vergüenza, tiene por completo el acento de la verdad, pues el informe del embajador de Suecia sobre la manifiesta pasión de la reina por el joven conde Fersen refleja idéntico estado de excitación. Es innegable que esta mujer de veintidós años, atormentada, sacri­ficada, dejada como en reserva por su torpe esposo, se encuen­tra al borde de no ser dueña de sí. Cierto que María Antonieta se defiende; pero, acaso por ello mismo, sus nervios no resis­ten ya la invisible tensión interna. Textualmente, como si qui­siera completar el cuadro clínico, el embajador Mercy habla de «affections nerveuses» aparecidas de repente y de los llamados «vapeurs». Por el momento, María Antonieta se encuentra todavía a salvo de una auténtica falta contra el honor conyugal por los mismos tímidos miramientos de sus propios admirado­res: uno y otro, tanto Lauzun como Fersen, abandonan presu­rosamente la corte tan pronto como notan el excesivo interés que la reina manifiesta por ellos: pero no cabe duda que si uno de aquellos jóvenes favoritos, con los cuales la soberana jugue­tea coquetamente, atacara con osadía en favorable momento, podría triunfar fácilmente de esta virtud sólo defendida desde el interior de débil manera. Hasta entonces, María Antonieta ha logrado, dichosamente, volver a ser dueña de sí un momento antes de la caída. Pero el peligro crece con la interna tranquili­dad: la mariposa revolotea en torno a la luz que la atrae, en círcu­los cada vez más cerrados y de modo cada vez más ansioso; un aletazo torpe, y la coqueta se precipitaría irremediablemente en el destructor elemento.

¿El vigilante puesto por la madre conoce también este peli­gro? Hay derecho a pensarlo, pues sus advertencias respecto a Lauzun, a Dillon, a Esterhazy, indican que este viejo solterón, cargado de experiencia, concibe mejor la tirante situación y sus íntimas causas que la misma reina, la cual no sospecha lo com­prometedores que son sus bruscos cambios de humor y su ruda e inextinguible inconstancia. El embajador comprende en toda su magnitud la catástrofe que constituiría el que la reina de Francia, antes de haberle parido a su esposo un auténtico here­dero, cayera como presa de cualquier extranjero amante: hay que evitarlo a cualquier precio. Por tanto, envía a Viena carta tras carta, para que el emperador José venga, por fin, a Versa­lles a ver lo que allí pasa, pues el silencioso y tranquilo obser­vador sabe que es más que tiempo de salvar de sí misma a la reina.

El viaje de José II a París tiene un triple objeto: debe hablar con el rey, su cuñado, de hombre a hombre, sobre la espinosa cuestión de los deberes conyugales, aún no consumados. Con su autoridad de hermano mayor, debe reprender a la reina, ansiosa de placeres, y poner ante sus ojos los peligros políticos y humanos de su furia de diversiones. En tercer lugar, debe for­talecer la alianza política entre las dos Casas reinantes de Francia y Austria.

A estos tres temas previstos. José II añade voluntariamente un cuarto tema: quiere aprovechar la ocasión de esta singular visita para hacerla aún más extraordinaria, recolectando la mayor cantidad posible de admiración para su propia persona. Este hombre en el fondo respetable, no torpe, aunque tampoco excesivamente bien dotado, y ante todo lleno de vanidad, sufre desde hace años la típica enfermedad de los príncipes herede­ros: le irrita el que, siendo ya hombre adulto, no pueda domi­nar aún, libre y sin limitaciones, sino que siempre a la sombra de su madre, célebre y venerada, sólo pueda desempeñar un papel secundario en la escena política, o, como no sin enojo lo expresa él mismo, «ser la quinta rueda del coche». Preci­samente porque sabe que ni en prudencia ni en autoridad moral puede sobrepujar a la gran emperatriz que le quita la luz, trata de encontrar para su papel secundario una nuance especialmen­te brillante. Ya que ella personifica ante Europa la concepción heroica de la soberanía, quiere él, por su parte, representar el papel de emperador popular, ser un padre de su pueblo, moder­no, filantrópico, ilustrado y libre de prejuicios. Va como un tra­bajador detrás del arado, se mezcla entre la multitud con un sencillo traje de burgués, duerme en un simple lecho de solda­do, hace que lo encierren por ensayo en el Spielberg, pero cuida al mismo tiempo de que el mundo entero tenga noticia de esta modestia ostentosa. Hasta entonces, José II no había podido dar vida a este papel de califa humanitario más que ante sus pro­pios súbditos; este viaje a París le ofrece, por fin, ocasión de presentarse en la gran escena del mundo. Y ya, desde algunas semanas antes, estudia el emperador su papel de hombre modesto en todos sus imaginables detalles.

Las intenciones del emperador José no han quedado reali­zadas más que a medias. No pudo engañar a la Historia, la cual inscribe faltas tras faltas en el debe de su cuenta: reformas pre­maturas, torpemente introducidas y con fatal precipitación; acaso sólo su temprana muerte haya salvado a Austria de la ruina que la amenazaba ya entonces; pero a la leyenda, más crédula que la Historia, la ha ganado a su favor por completo. Largo tiempo fueron cantadas las canciones del bondadoso emperador popular; innumerables novelas de pacotilla descri­ben cómo un noble desconocido, envuelto en una humilde capa, reparte beneficios, con piadosa mano, y se enamora de las muchachas del pueblo; famoso es el final de estas novelas, siempre repetido: el incógnito señor abre su capa, descubre ante los asombrados ojos de los espectadores un brillante uni­forme y sigue su camino con estas palabras: «Nunca aprende­réis mi nombre: soy el emperador José».

Absurda broma, pero, por instinto, más inteligente de lo que a primera vista puede pensarse; de un modo casi genial pone en caricatura el carácter histórico del emperador José, que, de una parte, juega a ser hombre modesto, y, al mismo tiempo, hace to­do lo posible para que esa modestia sea debidamente admirada. Su viaje a París nos da una prueba muy expresiva de ello. Por­que el emperador José II, como bien puede comprenderse, no va como emperador a París, no quiere llamar la atención, sino como conde de Falkenstein, y concede inmensa importancia a que nadie descubra este incógnito. En largas conversaciones que­da acordado que nadie le llamará otra cosa sino «monsieur», ni siquiera el rey de Francia; que no se hospedará en palacio, y sólo usará simples coches de alquiler. Pero, naturalmente, todas las cortes de Europa conocen con anticipación el día y la hora de su llegada; ya en Stuttgart, el duque de Durtemberg le juega una mala pasada ordenando que quiten las enseñas de todas las hospederías, de modo que al emperador popular no le queda otro remedio sino ir a dormir al palacio ducal. Pero, con pedante terquedad, el nuevo Harun al Raschid persevera hasta el últi­mo momento en su incógnito, conocido de todo el mundo desde mucho tiempo antes. Entra en París en un simple fiacre, se hospeda en el Hotel de Tréville, hoy Hotel Foyot, haciéndo­se pasar por el desconocido conde de Falkenstein; en Versalles toma una habitación en una casa de poca importancia, duerme allí, como si fuese un vivaque, en un lecho de campaña, sólo cu­bierto con su capa. Pero ha calculado justamente. Para el pue­blo de París, que sólo conoce a sus reyes envueltos en lujo, pro­duce gran sensación tal soberano; un emperador que prueba en los hospicios la sopa de los pobres, que asiste a las sesiones de las academias y a las deliberaciones del Parlamento, que visita a los banqueros, a los comerciantes, a los menestrales, la insti­tución para sordomudos, el Jardín de Plantas, la fábrica de ja­bón; José ve muchas cosas en París y goza al propio tiempo de haberse dejado ver; encanta a todos con su afabilidad, y tam­bién él queda aún más encantado con los entusiastas aplausos que por ello gana. En medio de este doble papel, entre lo autén­tico y lo fingido, este carácter misterioso tiene permanente con­ciencia de su dualidad, y antes de su partida le escribe a su her­mano: «Vales más que yo, pero soy más charlatán, y en este país es preciso serlo. Yo soy sencillo con premeditación y por modestia; pero lo exagero intencionadamente; he provocado aquí un entusiasmo que en realidad me es ya molesto. Abandono muy satisfecho este reino y sin sentimiento, pues estoy ya harto de representar mi papel».

Aparte de este buen éxito personal, también alcanza José sus proyectados objetivos políticos; ante todo, la conversación con su cuñado sobre la consabida cuestión espinosa se desen­vuelve con sorprendente facilidad. Luis XVI, noblote y jovial, acoge a su cuñado con plena confianza. De nada ha servido que Federico el Grande le haya encargado a su embajador, el barón de Goltz, que hiciera circular por todo París que el embajador José le había dicho al rey de Prusia: « Tengo tres cuñados y los tres son una desdicha: el de Versalles es un imbécil; el de Ná­poles, un loco, y el de Parma, un tonto». En este caso, el «mal vecino» ha perdido por completo su trabajo, porque Luis XVI no es cosquilloso en cuestiones de vanidad, y la flecha rebota en su íntegra bonachonería. Ambos cuñados hablan entre sí libre y francamente, y Luis XVI, al ser tratado con mayor inti­midad, obliga a José II a que le tenga cierto humano respeto. «Este hombre es débil, pero no tonto. Tiene conocimientos y buen juicio, pero es apático, tanto de cuerpo como de espíritu. Sostiene razonables conversaciones, pero no tiene ningún ver­dadero deseo de instruirse más profundamente y ninguna au­téntica curiosidad; el fiat lux no ha sonado aún para él; la mate­ria está todavía en su estado primitivo.» Al cabo de algunos días, José II ha conquistado al rey por completo; está de acuer­do en todas las cuestiones políticas y no puede dudarse de que haya alcanzado sin trabajo el inclinar a su cuñado a que se someta a aquella discreta operación.

Más difícil, como más cargada de responsabilidad, es la po­sición de José ante María Antonieta. Con contradictorios senti­mientos ha esperado su hermana la visita: feliz de poder hablar, por fin, francamente con un consanguíneo suyo, y a la verdad con aquel que le merece más confianza, pero también llena de miedo ante las maneras duramente educativas que al empera­dor le gusta adoptar con una hermana más joven. Aún poco tiempo antes la reprendió como a una niña de la escuela. «¿Para qué lo mezclas tú en estas cosas?  le había escrito . Haces deponer ministros; a los otros mandas desterrados a sus tierras; creas en la corte nuevos destinos dispendiosos. ¿Te has pre­guntado alguna vez con qué derecho te metes en los asuntos de la corte y de la monarquía francesa? ¿Qué conocimientos has adquirido para atreverte a participar en ellos; para imaginarte que tu opinión pueda ser importante desde cualquier punto de vista, y especialmente en los asuntos de Estado, que exigen muy especial y profundo saber? ¿Tú, una admirable personilla, que en todo el día no piensa más que en frivolidades, en sus toi­lettes y diversiones; que no lee nada, que no emplea ni un cuarto de hora al mes en una conversación instructiva, que no refle­xiona, que nada acaba, y nunca, estoy seguro de ello, piensa en las consecuencias de lo que dice o hace?» A este agrio tono de maestro de escuela no está acostumbrada aquella mimada y adulada mujer; jamás lo oyó en boca de sus cortesanos de Trianón, y bien se comprende que su corazón haya palpitado cuando el mariscal de la corte anuncia repetidamente que el conde de Falkenstein ha llegado a París y que al día siguiente se presentará en Versalles.

Pero todo ocurre mejor de lo que ella esperaba. José II es lo bastante diplomático para no empezar a lanzar rayos desde su llegada; por el contrario, le dice lindas cosas sobre su encanta­dor aspecto: le asegura que si tiene que casarse otra vez, su mujer ha de parecerse a ella: más bien hace un papel de galán. Una vez más, María Teresa ha previsto el porvenir rectamente al decir por anticipado a su embajador: «No temo, en realidad, que pueda ser un censor demasiado severo de la conducta de la reina; creo más bien que, bonita y atractiva como ella es, si mezcla con su habilidad en la conversación el ingenio y deco­ro, ha de lograr el aplauso del emperador, cosa de la que, por otra parte, también se sentirá él adulado». En efecto, la amabi­lidad de aquella deliciosa y linda hermana, su sincera alegría al volver a verle, la atención con que le escucha; además, de otro lado, la familiar naturalidad del cuñado y el gran triunfo que ha alcanzado en París con su comedia de la modestia, hacen en­mudecer al temido pedagogo; el severo oso gruñón se tranqui­liza desde que le dan miel con tanta abundancia. Su primera impresión es más bien halagüeña. «Es una mujer amable y digna, aún demasiado joven y demasiado poco reflexiva, pero tiene un buen fondo de honradez y virtud, y, además, ciertas auténticas facultades de comprensión que con frecuencia me han asombrado. Su primer movimiento es siempre el justo, y si se abandonase a él y reflexionara un poco más, en lugar de ac­ceder a lo que le inspira la legión de apuntadores que la rodea, sería perfecta. El afán de placeres es muy poderoso en ella, y como se le conoce esa debilidad, la atrapan por ese lado, y ella escucha y atiende una y otra vez a los que saben procurarle diversiones.»

Pero mientras José II, en apariencia indolente, goza de todas las fiestas que le ofrece su hermana, este notable espíritu, difí­cil de definir, observa aguda y exactamente. Ante todo, tiene que comprobar que María Antonieta «no siente ningún amor por su esposo», que lo trata con negligencia, frialdad y una indebida superioridad. No necesita esforzarse mucho para conocer a la mala sociedad que rodea a aquella «cabeza de viento» de su hermana, ante todo los Polignac. Sólo en un aspecto parece tranquilo. José II lanza un suspiro de visible ali­vio  probablemente habrá temido algo peor  al saber que, a pesar de todas sus coqueterías con caballeros jóvenes, la virtud de su hermana no se ha rendido; de modo que  «por lo menos hasta ahora», añade cuidadosamente , en medio de aquella relajada moral, la conducta de la reina, en el aspecto de la honestidad, es mejor que su reputación. En todo caso, no parece muy seguro el porvenir, dado lo que en este aspecto ha oído y visto, y no le parecen superluas algunas enérgicas adverten­cias. A veces reprende a su joven hermana, llegando hasta vio­lentos choques, como, por ejemplo, cuando, delante de testi­gos, la zahiere porque «no le sirve para nada a su marido», o cuando llama a la sala de juego de su amiga, la duquesa de Guéménée, un vrai tripot. Tales reprensiones públicas agrian a María Antonieta; no falta dureza contra dureza en estas con­versaciones de los dos hermanos. La infantil obstinación de la joven se defiende contra la arrogante tutela del hermano; pero, al mismo tiempo, comprende cuánta razón tiene éste en todos sus reproches; lo necesario que sería para la debilidad de su propio carácter el tener a su lado una guarda como la suya.

No parece haber habido entre los dos ninguna explicación de conjunto y definitiva; cierto que más tarde José II le recuer­da en una carta a María Antonieta cierta conversación en un banco de piedra, pero, manifiestamente, lo más esencial a im­portante no ha querido confiárselo a conversaciones improvi­sadas. En dos meses, José II ha visto toda Francia, sabe más de este país que el propio rey, y es más conocedor de los peligros que corre su hermana que ella misma. Pero también sabe que aquella voluble a inconstante personilla pronto lo ha olvidado todo, especialmente lo que a su pereza y frivolidad le conviene olvidar. De este modo, redacta con suma calma una «Instruc­ción», que resume todas sus observaciones y reflexiones, y sólo en el último momento le entrega, intencionadamente, a su her­mana este documento de treinta páginas, con el ruego de que no lo lea sino después de su partida. Seripta manent, las admo­niciones escritas deben quedar a su lado, una vez él ausente.

Esta «Instrucción» es quizás el documento más ilustrativo que poseemos sobre el carácter de María Antonieta, pues José II lo escribió con voluntad de acertar y perfecta objetividad. Un poco campanudo en su forma, algo excesivamente patético, pa­ra nuestro gusto de hoy, en su moralismo, muestra, al mismo tiempo, gran habilidad diplomática, pues con todo tacto el em­perador de Austria evita darle reglas directas de conducta a una reina de Francia. Desarrolla sólo pregunta tras pregunta, una es­pecie de catecismo, para inducir a la perezosa de pensamiento a que reflexione, se conozca a sí misma y responda en concien­cia; pero, sin quererlo, las preguntas constituyen una acusa­ción, y su orden, aparentemente casual, es un registro comple­to de las faltas de María Antonieta. Ante todo, José II recuerda a su hermana cuánto tiempo ha gastado ya inútilmente. «Avanzas en años, no tienes ya la disculpa de ser una niña. ¿Qué ocurrirá, qué será de ti si vacilas más tiempo?» Y se responde él mismo con espantable clarividencia: «Una mujer desgracia­da y una reina más desgraciada todavía». Una a una, en forma de interrogaciones, enumera todas las negligencias de la reina; una luz aguda y fría baña, ante todo, las relaciones de su her­mana con el rey. «¿Buscarás tú, en realidad, todas las ocasiones de serle grata? ¿Correspondes a los sentimientos que él te manifiesta? ¿No te muestras fría y distraída cuando él habla contigo? ¿No parece sino, a veces, como si te aburriese o re­pugnara? ¿Cómo quieres, en tales circunstacias, que un hombre naturalmente frío se aproxime a ti y te ame realmente?» Sin piedad alguna reprende a la reina, en apariencia siempre en forma de preguntas, pero en realidad acusando duramente, por­que, en lugar de subordinarse al Rey, utiliza la torpeza y debi­lidad de su esposo para atraer hacia sí toda la atención y todos los éxitos. « ¿Sabes hacerte necesaria al rey?  le pregunta, se­vero . ¿Le convences de que nadie le ama más sinceramente que tú y cuida más de su gloria y de su dicha? ¿Te ocupas de las cosas que él descuida, en forma que no parezca que quieres adquirir méritos a su costa? ¿Haces por él algún sacrificio? ¿Guardas impenetrable silencio sobre sus faltas y debilidades, las disculpas y ordenas inmediatamente que guarden silencio aquellos que osen hacer alusión a ello?»



Página tras página examina después el emperador José el registro de los desenfrenados placeres de la reina. «¿Has refle­xionado ya alguna vez sobre el mal efecto que tus relaciones sociales y tus amistades, si no se dirigen hacia personas en todos sentidos irreprochables, pueden y tienen que hacer en la opinión pública? Porque involuntariamente nace de ello la sos­pecha de que apruebas esas malas costumbres, y hasta quizá que participas en ellas. ¿Has examinado alguna vez las espan­tosas consecuencias que los juegos de azar pueden traer consi­go, por la mala sociedad que reúnen y el tono que reina en ellos? Acuérdate, pues, de las cosas que han pasado delante de tus propios ojos; acuérdate de que el rey no juega y de que pro­duce un efecto escandaloso el que, por decirlo así, seas tú el único miembro de la familia que cultiva este mal uso. Piensa también, por lo menos durante un momento, en todas las cosas enojosas que se relacionan con los bailes de la ópera; en todas las aventuras de mal género que tú misma me has referido co­mo ocurridas en ellos. No puedo ocultarte que, de todos tus pla­ceres, es éste, sin duda, el más inconveniente, y en especial por la manera como concurres a cada baile, pues el que te acompa­ñe tu cuñado no significa nada. ¿Qué sentido tiene el que seas allí desconocida y quieras representar el papel de una máscara ignorada? ¿No ves que a pesar de todo te conocen y te dicen muchas cosas que no es conveniente que tú quieras oírlas, y que son dichas con la intención de divertirte y hacerte creer que han sido pronunciadas con toda inocencia? Ya el lugar mismo tiene muy mala fama. ¿Qué buscas tú, pues, allí? El disfraz estorba a una decorosa conversación; tampoco puedes bailar; ¿para qué, pues, estas aventuras, estas inconveniencias? ¿Para qué mezclarte con ese montón de desenfrenados mozos, de per­didas y extranjeros, oyendo conversaciones dudosas y acaso sosteniendo otras que se les semejan? No; eso no es decente. Te confieso que ése es el punto por el cual todas las gentes que te quieren y piensan honradamente se enojan del modo más inten­so: ¡El rey solo toda la noche en Versalles y tú en compañía de toda la canalla de París!» Insistentemente le repite José las anti­guas lecciones de su madre. María Antonieta debe comenzar. por fin, a ocuparse un poco de la lectura; dos horas diarias no es mucho tiempo y la harían más razonable y sensata para el resto de las otras veintidós. Y de repente, en medio de la larga prédica. brota una frase profética, que no puede ser leída sin un estremecimiento. Si su hermana no sigue estos consejos, dice José II, son de prever las cosas más tristes, y escribe literal­mente: «Tiemblo ahora por ti, pues no se puede seguir de este modo; la révolution sera crulle si vous ne la préparez». «La Revolución será cruel.» La siniestra palabra queda aquí con­signada por primera vez. Aunque pensada en otro sentido, ha sido pronunciada proféticamente, pero sólo al cabo de diez años comprenderá María Antonieta el sentido de esta frase.


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