Stefan Zweig



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LOS ÚLTIMOS CLAMORES


Desde que ha sentido en su rostro el soplo del odio, desde que ha visto en su propia estancia de las Tullerías las picas de la Revolución y ha sido testigo de la impotencia de la Asamblea Nacional y de la mala voluntad del alcalde de París, sabe María Antonieta que su familia y ella están perdidos sin remedio si no viene velozmente un auxilio de fuera. Sólo una impetuosa vic­toria de los prusianos y de los austríacos podría aún salvarlos. Cierto que en este momento, en la última de las últimas horas, antiguos amigos y otros recientemente adquiridos se ocupan en preparar una fuga. El general La Fayette quiere llevarse fuera de la ciudad al rey con su familia, yendo él a la cabeza de una división de caballería con sables desenvainados, el 14 de julio, durante las solemnes ceremonias del Campo de Matte. Pero María Antonieta, que todavía ve siempre a La Fayette como causante de todas sus desgracias, prefiere perecer antes de con­fiar sus hijos, su marido y su propia persona a este hombre excesivamente crédulo.

Por una razón más noble rechaza también otra proposi­ción de la landgravesa de Hesse Darmstadt para sacarla a ella sola del palacio como a la que está más en peligro, ya que este plan de fuga está pensado sólo para ella. «No, princesa  res­ponde María Antonieta , aun sintiendo todo el valor de sus ofrecimientos, no puedo aceptarlos. Estoy consagrada por toda la vida a mis deberes y a las personas queridas con las cuales comparto la desgracia y que, dígase lo que se quiera, merecen todo interés por el valor con que sustentan su posición... Ojalá que algún día todo lo que hacemos y sufrimos pueda hacer feli­ces a nuestros hijos; es el único voto que me permito formular. Adiós, princesa. Me lo han quitado todo, menos el corazón, que me quedará siempre para amarla, no lo dude jamás; ésa sería la única desgracia que no sabría soportar.»

Ésta es una de las primeras camas que María Antonieta no escribe pensando en sí misma, sino para la posteridad. En lo más profundo de sí misma sabe que la desgracia no puede ser ya detenida y, por tanto, sólo quiere cumplir aún con su último deber: morir dignamente y con la cabeza erguida. Acaso anhe­la ya, inconscientemente, una muerte rápida y, en lo posible, he­roica, en lugar de este descenso, de hora en hora más profundo. El 14 de julio, la fiesta popular de la toma de la Bastilla, cuando tiene que asistir  por última vez  a la gran ceremonia en el Campo de Marte, se niega a ponerse una cota de malla debajo de su vestido, como lleva su precavido esposo; por la noche duer­me sola, aunque cierta vez una figura sospechosa haya apa­recido en su cuarto. No abandona su morada, pues hace mucho tiempo que no puede pisar su propio jardín sin oír como canta el pueblo:

Madame Veto avait promis

de faire égorger tout Paris.●

Se acabó también el sueño por la noche; cada vez que en una torre suena una campana se espantan ya en el palacio, por­que podría ser la señal para el asalto de las Tullerías, de largo tiempo atrás definitivamente planeado. Por medio de emisarios y espías está enterada la corte, diariamente y casi a cada hora, de las deliberaciones en los clubes secretos y en las seccio­nes de los arrabales, y sabe que sólo es ya cuestión de días, de tres, de ocho, de diez o acaso de quince, el que los jacobinos realicen un violento acto final, y, por otra parte, no es secreto para nadie lo que revelan esos espías. Pues con voz cada vez más retumbante exigen ya la destitución del rey los periódicos de Marat y de Hébert. Sólo un milagro podría salvarlos  María Antonieta lo sabe  o un avance rápido y aniquilador de los ejércitos prusianos y austríacos.



El espanto, el horror y el miedo de estos días de última expectación a impaciente espera se reflejan en las cartas de la rei­na a su fidelísimo amigo. Realmente, no son ya cartas, sino gritos bárbaros y trémulos clamores de angustia, al mismo tiempo confusos y penetrantes, como los de alguien a quien tienen acorralado y a quien están estrangulando. Sólo con extremas precauciones y utilizando los más audaces medios es posible aún ahora hacer salir disimuladamente de las Tullerías algu­na noticia, pues la servidumbre no es ya de fiar y hay espías delante de las ventanas y detrás de las puertas. Ocultas en paquetitos de chocolate, arrolladas en los forros de los sombre­ros, escritas con tinta simpática y en cifra (en general ya no de su propia mano), las cartas de María Antonieta están concebi­das en tal forma que, en caso de ser sorprendidas, hagan el efec­to de ser inocentes por completo. No hablan, en apariencia, más que de diversas cosas generales, de fingidas ocupaciones y nego­cios; lo que en realidad quiere decir la reina está, en general, expresado en tercera persona y además cifrado. Rápidos, cada vez más rápidos, se siguen ahora, uno tras otro, estos clamores de extrema angustia; antes del 20 de junio, todavía escribe la reina: «Sus amigos de usted creen imposible la restauración de su fortuna, o por lo menos muy remota. Déles usted, si puede, algún consuelo en este respecto; necesitan de él; su situación se hace más espantosa cada día». El 23 de junio, el aviso se hace ya más perentorio: «Su amigo se halla en el mayor peligro. Su enfermedad hace espantosos progresos. Los médicos no entienden ya nada de ello. Apresúrese, si quiere usted verlo. Comunique su desgraciada situación a sus parien­tes». Cada vez con mayor ardor asciende la fiebre que marca el termómetro (26 de junio): «Es necesaria una crisis rápida para poder librarlo, y ésta no se anuncia todavía por ningún lado; esto nos desespera. Comunique usted su situación a las perso­nas que tienen negocios con él, a fin de que tomen sus precau­ciones; el tiempo apremia...». En medio de sus gritos de alarma, se espanta a veces la conturbada mujer, dotada de fina sensibi­lidad como toda verdadera enamorada, de intranquilizar hasta aquel punto al ser humano a quien quiere por encima de todo; hasta en lo más agudo de sus angustias y apremios, en lugar de acordarse de su propio destino, piensa en primer lugar María Antonieta en los tormentos espirituales que sus clamores de espanto tienen que producir en el amante: «Nuestra situa­ción es espantosa; pero no se inquiete usted demasiado; me siento con valor, y hay algo en mí que me dice que muy pron­to seremos felices y estaremos salvados. Sólo esta idea me sos­tiene. ¡Adiós! ¿Cuándo podremos volver a vemos tranquila­mente?» (3 de julio). Y otra vez aún: «No se atormente usted demasiado por mí. Crea que el valor se impone siempre... Adiós. Apresure usted, si puede hacerlo, los socorros que se nos prometen para nuestra liberación... Cuídese usted para nosotros y no se inquiete por nuestra suerte». Pero las cartas se suceden ahora con precipitación: «Mañana llegarán ochocien­tos hombres de Marsella. Se dice que dentro de ocho días la reunión de fuerzas será bastante para la ejecución del proyec­to» (21 de julio). Y tres días más tarde: «Dígale usted al señor De Mercy que los días del rey y la reina están en el mayor peli­gro; que un aplazamiento de un día puede producir desgracias incalculables... La banda de asesinos crece sin cesar» . Y la últi­ma carta, la del 1° de agosto, que al propio tiempo es la última que recibe Fersen de la reina, describe todo el peligro con la clarividencia de la más extrema desesperación: «La vida del rey está evidentemente amenazada, lo mismo que la de la reina. La llegada de unos seiscientos marselleses y de gran número de otros diputados de todos los clubes jacobinos aumenta mucho nuestras inquietudes, por desgracia demasiado bien fundadas. Se toman precauciones de toda suerte para la seguridad de Sus Majestades, pero los asesinos vagan continuamente alrededor de palacio; excitan al pueblo; en una parte de la Guardia Nacio­nal hay mala voluntad, y en la otra debilidad y cobardía... Por el momento, hay que pensar en evitar los puñales y en burlar a los conspiradores que hormiguean alrededor del trono próximo a desaparecer. Desde hace tiempo, los facciosos no se toman ya ninguna molestia para ocultar su proyecto de aniquilar a la familia real. En las dos últimas asambleas nocturnas, la dife­rencia no estaba más que en cuanto a los medios que se deben emplear. Ha podido usted apreciar en una carta precedente lo importante que es ganar veinticuatro horas; no haré más que repetírselo hoy, añadiendo que, si no llega pronto ayuda, sólo la providencia podrá salvar al rey y a su familia».

El amante recibe en Bruselas estas cartas de la amada; bien puede pensarse en qué estado de desesperación. Desde la maña­na hasta la noche lucha contra la inercia, la indecisión de los reyes, de los jefes de ejército, de los embajadores; escribe carta tras carta, hace visita tras visita a impulsa con todas sus fuer­zas, azuzadas por la impaciencia, a una rápida acción militar. Pero el jefe supremo de los ejércitos, el duque de Brunswick, es un militar de aquella antigua escuela que piensa que, en un avance, hay que calcular con meses de anticipación el día que en que ha de comenzar. Lentamente, cuidadosamente, sistemá­ticamente, según leyes largo tiempo ha sobrepasadas, aprendi­das en el arte militar de Federico el Grande, dispone Brunswick sus tropas, y, con el antiquísimo orgullo de los generales en jefe, no se deja mover por los políticos, ni mucho menos por los aje­nos a la cuestión, ni siquiera una pulgada del prescrito plan de movilización. Declara que hasta mitad de agosto no puede pasar la frontera, pero promete que, según sus planes  el paseo mili­tar es el eterno sueño favorito de todos los generales , llega­rá de un solo empujón hasta París.

Pero Fersen, a quien perturban el alma los clamores de an­gustia de las Tullerías, sabe que no hay tiempo para tanto. Hay que hacer algo para salvar a la reina. En su turbación apasio­nada, realiza precisamente el amante lo que debe perder a la amada. Pues justamente con la medida con que pretende dete­ner el ataque del populacho a las Tullerías sólo consigue ace­lerarlo. Hacía tiempo que María Antonieta había solicitado de los aliados la publicación de un manifiesto. Su razonamiento  muy justo  era que con este manifiesto se debía tratar de separar visiblemente la causa de los republicanos y de los jaco­binos de la nación francesa, y, de este modo, infundir valor a los elementos franceses bien pensantes (es decir, bien pensan­tes desde el punto de vista de la reina) a infundir temor a los gueux, a los «bribones». Ante todo, deseaba que en este mani­fiesto no se tratara de las cuestiones intemas de Francia y «se evitara hablar demasiado del rey, lo mismo que dar a compren­der con excesiva claridad que, en realidad, se pretendía soste­nerlo». Soñaba con una declaración de amistad hacia el pueblo francés y, ai mismo riempo, una amenaza contra los terroristas. Pero el desdichado Fersen, con el alma llena de espanto, sa­biendo que hasta que haya un verdadero auxilio militar por parte de los aliados pasará todavía una eternidad, pide que aquel manifiesto sea redactado en los términos más duros; él mismo escribe el proyecto, lo hace transcribir por medio de un amigo y, fatalmente, este bosquejo es el que llega a ser acepta­do. El famoso manifiesto de las tropas aliadas a las tropas fran­cesas está redactado en una forma tan imperiosa como si ya los ejércitos del duque de Brunswick estuvieran, victoriosos, a las puertas de París; contiene todo lo que, con mejor conocimien­to de causa, quería evitar la reina. Constantemente se habla de la sagrada persona del rey cristianísimo; se acusa a la Asamblea Nacional de haberse apoderado, contra todo derecho, de las riendas del poder, los soldados franceses son invitados a some­terse inmediatamente al rey, su legítimo monarca, y la ciudad de París, para el caso de que el palacio de las Tullerías sea to­mado por la fuerza, es amenazada con una «venganza ejemplar, memorable por toda la eternidad» , ejecuciones y destrucción total: las ideas de un Tamerlán enunciadas, antes del primer dis­paro de fusil, por un general débil de ánimos.

Es espantoso el resultado de esta amenaza en el papel. Hasta los mismos que hasta entonces se habían mantenido leales al rey se vuelven republicanos tan pronto como saben lo querido que es su rey por los enemigos de Francia, tan pronto como conocen que una victoria de las tropas extranjeras aniquilaría todas las conquistas de la Revolución, que la Bastilla habría sido tomada en vano, que habría sido inútil el juramento del Jue­go de Pelota y que no sería valedero lo que habían jurado innu­merables franceses en el Campo de Marte. La mano de Fersen, la mano del amante, ha prendido el fuego, con esta loca amenaza, a una bomba cargada de metralla. Y con este idiota desafío estalla la cólera de veinte millones de franceses.

En los últimos días de julio es conocido en París el texto del desdichado manifiesto del duque de Brunswick. La amenaza de los aliados de arrasar París si el pueblo asalta las Tullerías es considerada por el pueblo como un desafío, como una provoca­ción al ataque. Al instante se hacen los preparativos, y si no se actúa inmediatamente es sólo porque se quiere esperar hasta que lleguen las tropas selectas, los seiscientos republicanos escogidos de Marsella. El 6 de agosto desfilan éstos por las ca­lles, quemados por el sol del Mediodía, figuras rudas y resuel­tas, y, guiando el ritmo de su marcha, cantan una canción nue­va, cuyos acentos, en pocas semanas, han de arrastrar al país entero, La Marsellesa, el himno de la Revolución, que, en una hora de inspiración, fue compuesto por un oficial totalmente des­conocido. Todo está dispuesto ahora para el último golpe con­tra la podrida monarquía. Puede comenzar el ataque. «Allons, enfants de la patrie...»



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