Viaje Al Fin De La Noche



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El mar nos encerraba en aquel ruedo empernado. Has­ta los maquinistas estaban al corriente. Y como ya sólo quedaban tres días para la escala, jornadas decisivas, varios toreros se ofrecieron. Y cuanto más huía yo del es­cándalo, más agresivos e inminentes se volvían conmigo. Ya se entrenaban los sacrificadores. Me acorralaron entre dos camarotes, contra un lienzo de pared. Escapé por los pelos, pero llegó a serme francamente peligroso el simple hecho de ir al retrete. Así, pues, cuando ya sólo teníamos por delante esos tres días de mar, aproveché para renun­ciar definitivamente a todas mis necesidades naturales. Me bastaban las ventanillas. A mi alrededor todo era ago­biante de odio y aburrimiento. Debo decir también que es increíble, ese aburrimiento de a bordo, cósmico, por hablar con franqueza. Cubre el mar, el barco y los cielos. Sería capaz de volver excéntrica a gente sólida, con ma­yor razón a aquellos brutos quiméricos.

¡Un sacrificio! Me iban a someter a él. Los aconteci­mientos se precipitaron una noche, después de la cena, a la que, sin embargo, no había podido dejar de acudir, acuciado por el hambre. No había levantado la nariz del plato y ni siquiera me había atrevido a sacar el pañuelo del bolsillo para limpiarme. Nadie ha jalado jamás más discreto que yo en aquella ocasión. De las máquinas te subía, estando sentado, hacia el trasero, una vibración in­cesante y tenue. Mis vecinos de mesa debían de estar al corriente de lo que habían decidido en relación conmigo, pues para mi sorpresa, se pusieron a hablarme por extenso y con gusto de duelos y estocadas, a hacerme preguntas... En aquel momento también, la institutriz del Congo, la que tenía tan mal aliento, se dirigió hacia el salón. Tuve tiempo de notar que llevaba un vestido de encaje, muy pomposo, y se acercaba al piano con una como prisa cris­pada, para tocar, si se puede decir así, tonadas que dejaba sin concluir. El ambiente se volvió intensamente nervioso y furtivo.

Di un salto para ir a refugiarme en mi camarote. Esta­ba a punto de alcanzarlo, cuando uno de los capitanes de la colonial, el más echado para adelante, el más musculo­so de todos, me cortó el paso, sin violencia, pero con fir­meza. «Subamos al puente», me ordenó. Al instante estába­mos arriba. Para aquella ocasión, llevaba su quepis más dorado, se había abotonado enteramente del cuello a la bragueta, cosa que no había hecho desde nuestra partida. Estábamos, pues, en plena ceremonia dramática. No me llegaba la camisa al cuerpo y el corazón me latía a la altu­ra del ombligo.

Aquel preámbulo, aquella impecabilidad anormal, me hicieron presagiar una ejecución lenta y dolorosa. Aquel hombre me daba la sensación de un fragmento de la gue­rra colocado de repente en mi camino, testarudo, tarado, asesino.

Detrás de él, cerrándome la puerta del entrepuente, se alzaban al tiempo cuatro oficiales subalternos, atentos en extremo, escolta de la fatalidad.

No había, pues, medio de escapar. Aquella interpela­ción debía de estar minuciosamente preparada. «¡Señor, ante usted el capitán Frémizon de las tropas coloniales! En nombre de mis compañeros y del pasaje de este barco, con razón indignados por su incalificable conduc­ta, ¡tengo el honor de pedirle una explicación!... ¡Ciertas declaraciones que ha hecho usted respecto a nosotros desde la salida de Marsella son inaceptables!... ¡Ha llega­do el momento, señor mío, de expresar bien alto sus que­jas!... ¡De proclamar lo que vergonzosamente cuenta por lo bajo desde hace veintiún días! De decirnos al fin lo que piensa...»

Al oír aquellas palabras, sentí un inmenso alivio. Ha­bía temido una ejecución irremediable, pero, ya que el capitán hablaba, me ofrecían una escapatoria. Me precipi­té a aprovechar la oportunidad. Toda posibilidad de co­bardía se convierte en una esperanza magnífica a quien sabe lo que se trae entre manos. Ésa es mi opinión. No hay que mostrarse nunca delicado respecto al medio de escapar del destripamiento ni perder el tiempo tampoco buscando las razones de la persecución de que sea uno víctima. Al sabio le basta con escapar.

«¡Capitán! -le respondí con todo el convencimiento de voz de que era capaz en aquel momento-. ¡Qué extra­ordinario error iba usted a cometer! ¡Yo! ¿Cómo puede atribuirme, a mí, semejantes sentimientos pérfidos? ¡Es demasiada injusticia, la verdad! ¡Sólo de pensarlo me pongo enfermo! ¡Cómo! ¡Yo, que hace nada era aún de­fensor de nuestra querida patria! ¡Yo, que he mezclado mi sangre con la de usted durante años en innumerables batallas! ¡Qué injusticia iba a cometer conmigo, capitán!»

Después, dirigiéndome al grupo entero:

«¿Cómo han podido ustedes, señores, creer semejante maledicencia? ¡Llegar hasta el extremo de pensar que yo, hermano de ustedes, en resumidas cuentas, me empeñaba en propalar inmundas calumnias sobre oficiales heroicos! ¡Es el colmo! ¡El colmo, la verdad! ¡Y eso en el momento en que se aprestan, esos valientes, esos valientes incom­parables, a reanudar la custodia sagrada de nuestro in­mortal imperio colonial! -proseguí-. Allí donde los más magníficos soldados de nuestra raza se han cubierto de gloria eterna. ¡Los Mangin! ¡Los Faidherbe, los Gallieni!... ¡Ah, capitán! ¿Yo? ¿Una cosa así?»

Hice una pausa. Esperaba mostrarme conmovedor. Por fortuna, así fue por un instante. Entonces, sin per­der tiempo, aprovechando el armisticio de la cháchara, fui derecho hacia él y le estreché las dos manos con emoción.

Con sus manos encerradas en las mías me sentía un poco más tranquilo. Sin soltarlas, seguí explicándome con locuacidad y, al tiempo que le daba mil veces la ra­zón, le aseguraba que nuestras relaciones debían empezar de nuevo y esa vez sin equívocos. ¡Que mi natural y estupida timidez era la única causa de aquella fantástica confusión! Que, desde luego, mi conducta se podía haber interpretado como un inconcebible desdén hacia aquel grupo de pasajeros y pasajeras, «héroes y encantado­res mezclados... Reunión providencial de grandes carac­teres y talentos... Sin olvidar a las damas, intérpretes mu­sicales incomparables, ¡ornato del barco!...». Al tiempo que pedía perdón profusamente, solicité, para acabar, que me admitieran, sin dilación ni restricción alguna, en su alegre grupo patriótico y fraterno... en el que, desde aquel momento y para siempre, deseaba ser amable com­pañía... Sin soltarle las manos, por supuesto, intensifiqué la elocuencia.

Mientras no mate, el militar es como un niño. Resulta fácil divertirlo. Como no está acostumbrado a pensar, en cuanto le hablas, se ve obligado, para intentar compren­derte, a hacer esfuerzos extenuantes. El capitán Frémizon no me mataba, no estaba bebiendo tampoco, no hacía nada con las manos, ni con los pies, tan sólo intentaba pensar. Eso era superior a sus posibilidades. En el fondo, yo lo tenía sujeto de la cabeza.

Gradualmente, mientras duraba aquella prueba de hu­millación, yo notaba que mi amor propio estaba listo para dejarme, esfumarse aún más y después soltarme, abandonarme del todo, por así decir, oficialmente. Digan lo que digan, es un momento muy agradable. Después de ese incidente, me volví para siempre infinitamente libre y ligero, moralmente, claro está. Tal vez lo que más se ne­cesite para salir de un apuro en la vida sea el miedo. Por mi parte, desde aquel día nunca he deseado otras armas ni otras virtudes.

Los compañeros del militar indeciso, que habían acu­dido también a propósito para enjugarme la sangre y ju­gar a las tabas con mis dientes desparramados, iban a contentarse con el único triunfo de atrapar las palabras en el aire. Los civiles, que habían acudido temblorosos ante el anuncio de una ejecución, tenían cara de pocos amigos. Como yo no sabía exactamente lo que decía, sal­vo que debía mantenerme a toda costa en el tono lírico, sin soltar las manos del capitán, miré fijamente a un pun­to ideal en la bruma esponjosa entre la que avanzaba el Amiral-Bragueton resoplando y escupiendo a cada im­pulso de la hélice. Por fin, me arriesgué, para concluir, a hacer girar uno de mis brazos por encima de mi cabeza y soltando una de las manos del capitán, una sola, me lancé a la perorata: «Entre bravos, señores oficiales, ¿no es lógico que acabemos entendiéndonos? ¡Viva Francia, entonces, qué hostia! ¡Viva Francia!» Era el truco del sargento Branledore. También en aquella ocasión dio resultado. Fue el único caso en que Francia me salvó la vida, hasta entonces había sido más bien lo contrario. Observé entre los oyentes un momentito de vacilación, pero, de todos modos, a un oficial, por poco predispues­to que esté, le resulta muy difícil abofetear a un civil, en público, en el momento en que grita tan fuerte como yo acababa de hacerlo: «¡Viva Francia!» Aquella vacilación me salvó.

Cogí dos brazos al azar en el grupo de oficiales e invité a todo el mundo a venir a ponerse las botas en el bar a mi salud y por nuestra reconciliación. Aquellos valientes no resistieron más de un minuto y a continuación bebimos durante dos horas. Sólo las hembras de a bordo nos se­guían con los ojos, silenciosas y gradualmente decepcio­nadas. Por las ventanillas del bar, distinguía yo, entre otras, a la pianista, institutriz testaruda, que pasaba, la hiena, y volvía a pasar en medio de un círculo de pasaje­ras. Sospechaban, por supuesto, aquellos bichos, que me había escapado de la celada con astucia y se prometían atraparme con algún subterfugio. Entretanto, bebíamos sin cesar entre hombres bajo el inútil pero cansino ventilador, que desde las Canarias intentaba en vano desmiga­jar el tibio algodón atmosférico. Sin embargo, aún necesi­taba yo hacer acopio de inspiración, facundia que pudie­ra agradar a mis nuevos amigos, la fácil. No cesaba, por miedo a equivocarme, en mi admiración patriótica y pe­día una y mil veces a aquellos héroes, por turno, historias y más historias de bravura colonial. Son como los chistes verdes, las historias de bravura, siempre gustan a todos los militares de todos los países. Lo que hace falta, en el fondo, para llegar a una especie de paz con los hombres, oficiales o no, armisticios frágiles, desde luego, pero aun así preciosos, es permitirles en todas las circunstancias tenderse, repantigarse entre las jactancias necias. No hay vanidad inteligente. Es un instinto. Tampoco hay hombre que no sea ante todo vanidoso. El papel de panoli admi­rativo es prácticamente el único en que se toleran con algo de gusto los humanos. Con aquellos soldados no te­nía que hacer excesos de imaginación. Bastaba con que no cesara de mostrarme maravillado. Es fácil pedir una y mil veces historias de guerra. Aquellos compañeros tenían historias a porrillo que contar. Parecía que estuviera de vuelta en los mejores momentos del hospital. Después de cada uno de sus relatos, no olvidaba de indicar mi aprobación, como me había enseñado Branledore, con una frase contundente: «¡Eso es lo que se llama una her­mosa página de Historia!» No hay mejor fórmula. El cír­culo a que acababa de incorporarme tan furtivamente consideró que poco a poco me volvía interesante. Aque­llos hombres se pusieron a contar, a propósito de la gue­rra, tantas trolas como las que en otro tiempo había escu­chado yo y, más adelante, había contado, a mi vez, estando en competencia imaginativa con los compañeros del hospital. Sólo, que su ambiente era diferente y sus trolas se agitaban a través de las selvas congoleñas en lu­gar de en los Vosgos o en Flandes.

Mi capitán Frémizon, el que un instante antes se ofre­cía para purificar el barco de mi pútrida presencia, des­pués de haber probado mi forma de escuchar más atento que nadie, empezó a descubrir en mí mil cualidades exce­lentes. El flujo de sus arterias se veía como aligerado por el efecto de mis originales elogios, su visión se aclaraba, sus ojos estriados y sanguinolentos de alcohólico tenaz acabaron centelleando incluso a través de su embruteci­miento y las pocas dudas profundas que podía haber concebido sobre su propio valor, y que le pasaban por la cabeza aun en los momentos de profunda depresión, se esfumaron por un tiempo, adorablemente, por efecto maravilloso de mis inteligentes y oportunos comentarios.

Evidentemente, ¡yo era un creador de euforia! ¡Se da­ban palmadas con fuerza en los muslos de gusto! ¡No ha­bía nadie como yo para volver agradable la vida, pese a aquella humedad de agonía! Además, ¿es que no escu­chaba de maravilla?

Mientras divagábamos así, el Amiral-Bragueton redu­cía aún más la marcha, se retrasaba en su propia salsa; ya no había ni un átomo de aire móvil a nuestro alrededor, debíamos costear y tan despacio, que parecíamos avanzar entre melaza. Melaza también el cielo por encima del barco, reducido ya a un emplasto negro y derretido que yo miraba de reojo y con envidia. Regresar a la noche era mi gran preferencia, aun sudando y gimiendo y, en fin, ¡en cualquier estado! Frémizon no acababa de contar sus historias. La tierra me parecía muy próxima, pero mi plan de escape me inspiraba mil inquietudes... Poco a poco, nuestro tema de conversación dejó de ser mili­tar para volverse verde y después francamente marrano y, por último, tan deshilvanado, que ya no sabíamos cómo continuar; mis convidados renunciaron, uno tras otro, y se quedaron dormidos y roncando, sueño asqueroso que les raspaba las profundidades de la nariz. Aquél era el momento, o nunca, de desaparecer. No hay que dejar pa­sar esas treguas de crueldad que impone, pese a todo, la naturaleza a los organismos más viciosos y agresivos de este mundo.

En aquel momento estábamos anclados a muy poca distancia de la costa. Sólo se distinguían algunas luces os­cilantes a lo largo de la orilla.

Alrededor del barco vinieron a apretujarse en seguida cien piraguas temblorosas de negros chillones. Aquellos negros asaltaron todos los puentes para ofrecer sus servi­cios. En pocos segundos llevé hasta la escalera de desem­barco mi equipaje preparado furtivamente y me lancé de­trás de uno de aquellos barqueros, cuya obscuridad me ocultaba casi enteramente sus facciones y movimientos. Debajo de la pasarela y a ras del agua chapoteante, pre­gunté, inquieto, por nuestro destino.

«¿Dónde estamos?», le pregunté.

«¡En Bambola-Fort-Gono!», me respondió aquella sombra.

Empezamos a flotar libremente a grandes impulsos de remo. Lo ayudé para avanzar más rápido.

Aún tuve tiempo de distinguir una vez más, al escapar, a mis peligrosos compañeros de a bordo. A la luz de los faroles del entrepuente, vencidos al fin por el agotamien­to y la gastritis, seguían fermentando y mascullando en sueños. Ahora, ahítos, tirados, se parecían todos, oficia­les, funcionarios, ingenieros y tratantes, granulosos, ba­rrigudos, oliváceos, revueltos, casi idénticos. Los perros, cuando duermen, se parecen a los lobos.

Toqué tierra pocos instantes después y me reuní con la noche, más densa aún bajo los árboles, y, detrás de ella, todas las complicidades del silencio.
En aquella colonia de la Bambola-Bragamance, por enci­ma de todo el mundo sobresalía el gobernador. Sus mili­tares y sus funcionarios apenas osaban respirar, cuando se dignaba mirar bajo el hombro a sus personas.

Muy por debajo aún de aquellos notables, los comer­ciantes instalados parecían robar y prosperar con mayor facilidad que en Europa. No había nuez de coco ni ca­cahuete, en todo el territorio, que escapara a su rapiña. Los funcionarios comprendían, a medida que llegaban a estar más cansados y enfermos, que se habían burlado de ellos bien, al mandarlos allí, para no darles otra cosa que galones y formularios que rellenar y casi nada de pasta con ellos. Así se les iban los ojos de envidia tras los co­merciantes. El elemento militar, todavía más embruteci­do que los otros dos, se alimentaba de gloria colonial y, para mejor tragarla, mucha quinina y kilómetros de re­glamentos.

Todo el mundo se volvía, como es fácil de comprender, a fuerza de esperar que el termómetro bajara, cada vez más cabrón. Y las hostilidades particulares y colectivas, interminables y descabelladas, se eternizaban entre los militares y la administración, entre ésta y los comercian­tes, entre éstos, aliados momentáneos, y aquéllos y tam­bién de todos contra el negro y, por último, entre negros. Así, las escasas energías que escapaban al paludismo, a la sed, al sol, se consumían en odios tan feroces, tan insistentes, que muchos colonos acababan muriéndose allí a consecuencia de ellos, autoenvenenados, como escor­piones.

No obstante, aquella anarquía muy virulenta se encon­traba encerrada en un marco de policía hermético, como los cangrejos dentro de un cesto. Se jodían pero bien, y en vano, los funcionarios; el gobernador encontraba para reclutar, a fin de mantener la obediencia en su colonia, a todos los milicianos míseros que necesitaba, negros en­deudados a quienes la miseria expulsaba por millares ha­cia la costa, vencidos por el comercio, en busca de un rancho. A aquellos reclutas les enseñaban el derecho y la forma de admirar al gobernador. Éste parecía pasear so­bre su uniforme todo el oro de sus finanzas y, con el sol encima, era como para verlo y no creerlo, sin contar las plumas.

Todos los años se marcaba un viajecito a Vichy, el go­bernador, y sólo leía el Boletín Oficial del Estado. Nume­rosos funcionarios habían vivido con la esperanza de que un día se acostara con su mujer, pero al gobernador no le gustaban las mujeres. No le gustaba nada. Sobrevivía a cada nueva epidemia de fiebre amarilla como por encan­to, mientras que tantas de las gentes que deseaban ente­rrarlo la diñaban como moscas a la primera pestilencia.

Recordaban que cierto «Catorce de Julio», cuando pa­saba revista a las tropas de la Residencia, caracoleando entre los espahíes de su guardia, en solitario delante de una bandera así de grande, cierto sargento, seguramente exaltado por la fiebre, se arrojó delante de su caballo para gritarle: «¡Atrás, cornudo!» Al parecer, quedó muy afec­tado, el gobernador, por aquella especie de atentado, que, por cierto, quedó sin explicación.

Resulta difícil mirar en conciencia a la gente y las cosas de los trópicos por los colores que de ellas emanan. Están en embullición, los colores y las cosas. Una latita de sardinas abierta en pleno mediodía sobre la calzada proyecta tantos reflejos diversos, que adquiere ante los ojos la im­portancia de un accidente. Hay que tener cuidado. No sólo son histéricos los hombres allí, las cosas también. La vida no llega a ser tolerable apenas hasta la caída de la no­che, pero, aun así, la obscuridad se ve acaparada casi al instante por los mosquitos en enjambres. No uno, dos, ni cien, sino billones. Salir adelante en esas condiciones lle­ga a ser una auténtica obra de preservación. Carnaval de día, espumadera de noche, la guerra a la chita callando.

Cuando en la cabaña a la que te retiras, y que parece casi propicia, reina por fin el silencio, las termitas vienen a asediarla, ocupadas como están eternamente, las muy inmundas, en comerte los montantes de la cabaña. Como el tornado embista entonces ese encaje traicionero, las ca­lles enteras quedan vaporizadas.

La ciudad de Fort-Gono, donde yo había ido a parar, aparecía así, precaria capital de Bragamance, entre el mar y la selva, pero provista, adornada, sin embargo, con to­dos los bancos, burdeles, cafés, terrazas que hacen falta e incluso un banderín de enganche, para constituir una pe­queña metrópoli, sin olvidar la Place Faidherbe y el Boulevard Bugeaud, para el paseo, conjunto de caserones ru­tilantes en medio de acantilados rugosos, rellenos de larvas y pateados por generaciones de cabritos de la guar­nición y administradores espabilados.

El elemento militar, hacia las cinco, refunfuñaba en torno a los aperitivos, licores cuyo precio, en el momen­to en que yo llegaba, acababan de aumentar precisamen­te. Una delegación de clientes iba a solicitar al goberna­dor una disposición oficial que prohibiera a las tabernas hacer de su capa un sayo con los precios corrientes del ajenjo y el casis. De creer a algunos parroquianos, nues­tra colonización se volvía cada vez más ardua por culpa del hielo. La introducción del hielo en las colonias, está demostrado, había sido la señal de la desvirilización del colonizador. En adelante, soldado a su helado aperitivo por la costumbre, iba a renunciar, el colonizador, a domi­nar el clima mediante su estoicismo exclusivamente. Los Faidherbe, los Stanley, los Marchand, observémoslo de pasada, no se quejaron nunca de la cerveza, el vino y el agua tibia y cenagosa que bebieron durante años. No hay otra explicación. Así se pierden las colonias.

Me enteré de muchas otras cosas al abrigo de las pal­meras que, en cambio, prosperaban con savia provocante a lo largo de aquellas calles de viviendas frágiles. Sólo aquella crudeza de verdor inusitado impedía al lugar pa­recerse enteramente a la Garenne-Bezons.

Al llegar la noche, se producía un hervidero de indíge­nas que hacían la carrera entre las nubéculas de mosqui­tos miserables y atiborrados de fiebre amarilla. Un re­fuerzo de elementos sudaneses ofrecía al paseante todo lo mejor que guardaban bajo los taparrabos. Por precios muy razonables te podías cepillar a una familia entera durante una hora o dos. A mí me habría gustado andar de sexo en sexo, pero por fuerza tuve que decidirme a buscar un lugar donde me dieran currelo.

El director de la Compañía Porduriére del Pequeño Congo buscaba, según me aseguraron, a un empleado principiante para regentar una de sus factorías en la selva. Acudí sin tardar a ofrecerle mis incompetentes pero so­lícitos servicios. No fue una recepción calurosa la que me reservó el director. Aquel maníaco -hay que llamarlo por su nombre- habitaba, no lejos del Gobierno, un pabellón especial, construido con madera y paja. Antes de haber­me mirado siquiera, me hizo algunas preguntas muy bru­tales sobre mi pasado; después, un poco calmado por mis respuestas de lo más ingenuas, su desprecio hacia mí tomó un cariz bastante indulgente. Sin embargo, aún no consideró conveniente pedirme que me sentara.

«Según sus documentos, sabe usted un poco de medi­cina», observó.

Le respondí que, en efecto, había hecho algunos estu­dios en esa materia.

«Entonces, ¡le servirán! -dijo-. ¿Quiere whisky?»

Yo no bebía. «¿Quiere fumar?» También lo recha­cé. Aquella abstinencia lo sorprendió. Puso mala cara in­cluso.

«No me gustan nada los empleados que no beben ni fuman... ¿No será usted pederasta por casualidad?... ¿No? ¡Lástima!... Ésos nos roban menos que los otros... La experiencia me lo ha enseñado... Se encariñan... En fin -tuvo a bien retractarse-, en general me ha parecido no­tar esa cualidad de los pederastas, a su favor... ¡Tal vez us­ted nos demuestre lo contrario!... -Y a renglón seguido-: Tiene usted calor, ¿eh? ¡Ya se acostumbrará! De todos modos, ¡no le quedará más remedio que acostumbrarse! Y el viaje, ¿qué tal?»

«¡Desagradable!», le respondí.

«Pues, mire, amigo, eso no es nada, ya verá lo que es bueno, cuando haya pasado un año en Bikomimbo, don­de lo voy a enviar para substituir a ese otro farsante...»

Su negra, en cuclillas cerca de la mesa, se hurgaba los pies y se limpiaba las uñas con una astillita.

«¡Vete de aquí, aborto! -le espetó su amo-. ¡Vete a buscar al boy\ ¡Y hielo también!»

El boy solicitado llegó muy despacio. Entonces el di­rector se levantó como un resorte, irritado, y recibió al boy con un tremendo par de sonoras bofetadas y dos pa­tadas en el bajo vientre.

«Esta gente me va a matar, ¡ya ve usted! -predijo el di­rector, al tiempo que suspiraba. Se dejó caer de nuevo en su sillón, cubierto de telas amarillas sucias y dadas de sí-. Hágame el favor, amigo -dijo de repente en tono amable y familiar, como desahogado por un rato con la brutalidad que acababa de cometer-, páseme la fusta y la quini­na... ahí, sobre la mesa... No debería excitarme así... Es absurdo dejarse llevar por el temperamento...»

Desde su casa dominábamos el puerto fluvial, que re­lucía por entre un polvo tan denso, tan compacto, que se oían los sonidos de su caótica actividad mejor de lo que se distinguían los detalles. Filas de negros, en la orilla, trajinaban bajo el látigo descargando, bodega tras bode­ga, los barcos nunca vacíos, subiendo por pasarelas tem­blorosas y estrechas, con sus grandes cestos llenos a la cabeza, en equilibrio, entre injurias, como hormigas ver­ticales.


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