Viaje Al Fin De La Noche



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«¡Es cierto! —dije—. ¡Nada hay peor que la guerra!»

Ya era bastante de momento, en punto a confidencias, yo no tenía ganas de decir nada más. Pero fue él quien continuó sobre el mismo tema:

«Sobre todo ahora que las hacen tan largas, las gue­rras... -añadió-. En fin, ya verá, amigo, que esto no es de­masiado divertido, ¡y se acabó! No hay nada que hacer... Es como unas vacaciones... Pero es que, ¡vacaciones aquí! ¿No?... En fin, tal vez dependa del carácter, no puedo decir...»

«¿Y el agua?», pregunté. La que veía en mi cubilete, que me había vertido yo mismo, me inquietaba, amari­llenta; bebí, nauseabunda y caliente como la de Topo. Al tercer día tenía posos.

«¿Es ésta el agua?» La tortura del agua volvía a em­pezar.

«Sí, es la única que hay por aquí y, además, la de la llu­via... Sólo, que, cuando llueva, la cabaña no resistirá mu­cho tiempo. ¿Ve usted en qué estado se encuentra la ca­baña?» Veía, en efecto.

«Para comer -siguió diciendo- sólo hay conservas, hace un año que no jalo otra cosa... ¡Y no me he muer­to!... En un sentido es muy cómodo, pero el cuerpo no lo retiene; los indígenas jalan mandioca podrida, allá ellos, les gusta... Desde hace tres meses lo devuelvo todo... La diarrea. Tal vez la fiebre también; tengo las dos cosas... Y hasta veo más claro hacia las cinco de la tarde... Por eso noto que tengo fiebre, porque, por el calor, verdad, ¡es difícil tener más temperatura que la que se tiene aquí sólo con el calor del ambiente!... En una palabra, los escalo­fríos son los que te avisan de que tienes fiebre... Y tam­bién porque te aburres menos... Pero también eso debe de depender del carácter de cada uno... quizá podría uno beber alcohol para animarse, pero a mí no me gusta el al­cohol... No lo soporto...»

Me parecía que tenía mucho respeto por lo que él lla­maba «el carácter».

Y después, ya que estaba, me dio otras informaciones atractivas: «Por el día el calor, pero es que por la noche es el ruido lo que resulta más difícil de soportar... Es increí­ble... Son los bichos de la aldea que se persiguen para ce­pillarse o jalarse vivos a otros, no sé, eso es lo que me han dicho... el caso es que entonces, ¡se arma un jaleo!... Y las más ruidosas, ¡son también las hienas!... Llegan hasta ahí, muy cerca de la cabaña... Ya las oirá usted... No puede equivocarse... No son como los ruidos de la quinina... A veces se puede uno equivocar con las aves, los mosco­nes y la quinina... A veces pasa... Mientras que las hienas se ríen de lo lindo... Olfatean la carne de uno... ¡Eso las hace reír!... ¡Tienen prisa por verte cascar, esos bichos!... Según dicen, hasta se les puede ver los ojos brillar... Les gusta la carroña... Yo no las he mirado a los ojos... En cierto modo lo siento...».

«Pues, ¡sí que está esto divertido!», fui y respondí.

Pero aún faltaba algo para el encanto de las noches.

«Y, además, la aldea -añadió-. No hay ni cien negros en ella, pero arman un tiberio, los maricones, ¡como si fueran dos mil!... ¡Ya verá usted también lo que son ésos! ¡Ah! Si ha venido usted por el tam-tam, ¡no se ha equivo­cado de colonia!... Porque aquí lo tocan porque hay luna y después porque no la hay... Y luego porque esperan la luna... En fin, ¡siempre por algo! ¡Parece como si se entendieran con los bichos para fastidiarte, esos cabrones! Como para volverse loco, ¡se lo aseguro! Yo me los carga­ba a todos de una vez, ¡si no estuviera tan cansado!... Pero prefiero ponerme algodón en los oídos... Antes, cuando aún me quedaba vaselina en el botiquín, me la ponía, en el algodón, ahora pongo grasa de plátano en su lugar. Tam­bién va bien, la grasa de plátano... Así, ¡ya se pueden co­rrer de gusto con todos los truenos del cielo, esos marico­nes, si eso los excita! ¡A mí me la trae floja, con mi algodón engrasado! ¡No oigo nada! Los negros, se dará usted cuenta en seguida, ¡están hechos una mierda!... Pa­san el día en cuclillas, parecen incapaces de levantarse para ir a mear siquiera contra un árbol y después, en cuanto se hace de noche, ¡menudo! ¡Se vuelven viciosos! ¡Puro ner­vio! ¡Histéricos! ¡Pedazos de noche atacados de histeria! Ya ve usted cómo son los negros, ¡se lo digo yo! En fin, una panda de asquerosos... ¡Degenerados, vamos!...»

«¿Vienen a menudo a comprar?»

«¿A comprar? ¡Figúrese usted! Hay que robarles antes que le roben a uno, ¡eso es el comercio y se acabó! Por cierto que conmigo, durante la noche, no se andan con chiquitas, lógicamente con mi algodón bien engrasado en cada oído, ¿no? ¿Para qué van a andarse con remilgos? ¿Verdad?... Y, además, como ve, tampoco tengo puertas en la choza, conque vienen y se sirven, ¿no?, puede usted estar seguro... Menuda vida se pegan aquí ellos...»

«Pero, ¿y el inventario? -pregunté, presa del mayor asombro ante aquellas precisiones-. El director general me recomendó con insistencia que estableciera el inven­tario nada más llegar ¡y minuciosamente!»

«A mí -fue y me respondió con perfecta calma- el di­rector general me la trae floja... Tengo el gusto de decír­selo...»

«Pero, ¿va usted a verlo, al pasar otra vez por Fort-Gono?»

«No voy a ver nunca más m Fort-Gono ni al director... La selva es grande, amigo mío...»

«Pero, entonces, ¿adonde irá usted?»

«Si se lo preguntan, ¡responda que no lo sabe! Pero, como parece usted curioso, déjeme, ahora que aún está a tiempo, darle un puñetero consejo, ¡y muy útil! Mande a tomar por culo a la Compañía Porduriére como ella lo manda a usted y, si se da tanta prisa como ella, ¡le aseguro desde ahora mismo que ganará usted sin duda el Gran Premio!... ¡Conténtese, pues, con que yo le deje un poco de dinero en metálico y no pida más!... En cuanto a las mercancías, si es cierto que le ha recomendado hacerse cargo de ellas... respóndale al director que no quedaba nada, ¡y se acabó!... Si se niega a creerlo, pues, ¡tampoco importará demasiado!... ¡Ya nos consideran, convenci­dos, ladrones a todos, en cualquier caso! Conque no va a cambiar nada la opinión pública y para una vez que le va­mos a sacar algo... Además, no tema, ¡el director sabe más que nadie de chanchullos y no vale la pena contrade­cirlo! ¡Ésa es mi opinión! ¿Y la de usted? Ya se sabe que para venir aquí, verdad, ¡hay que estar dispuesto a matar a padre y madre! Conque...»

Yo no estaba del todo seguro de que fuera cierto, todo lo que me contaba, pero el caso es que aquel predecesor me pareció al instante un pirata de mucho cuidado.

Nada, pero es que nada, tranquilo me sentía yo. «Ya me he metido en otro lío de la hostia», me dije a mí mis­mo y cada vez más convencido. Dejé de conversar con aquel bandido. En un rincón, en desorden, descubrí a la buena de Dios las mercancías que tenía a bien dejarme, cotonadas insignificantes... Pero, en cambio, taparrabos y sandalias por docenas, pimienta en botes, farolillos, un irrigador y, sobre todo, una cantidad alarmante de latas de fabada «estilo de Burdeos» y, por último, una tarjeta postal en color: la Place Clichy.

«Junto al poste encontrará el caucho y el marfil que he comprado a los negros... Al principio, perdía el culo, y después, ya ve, tome, trescientos francos... ¡Ésa es la cuenta!»

Yo no sabía de qué cuenta se trataba, pero renuncié a preguntárselo.

«Quizá tendrá aún que hacer algunos trueques con mercancías -me avisó-, porque el dinero aquí, verdad, no se necesita para nada, sólo puede servir para largarse, el dinero...»

Y se echó a reír. Como tampoco quería yo contrariarlo por el momento, lo imité y me reí con él como si estuvie­ra muy contento.

A pesar de la indigencia en que se veía estancado desde hacía meses, se había rodeado de una servidumbre muy complicada, compuesta de chavales sobre todo, muy solí­citos a la hora de presentarle la única cuchara de la casa o el vaso sin pareja o también extraerle de la planta del pie, con delicadeza, las incesantes y clásicas niguas penetran­tes. A cambio, les pasaba, benévolo, la mano entre los muslos a cada instante. El único trabajo que le vi em­prender era el de rascarse personalmente; ahora que a ése se entregaba, como el tendero de Fort-Gono, con una agilidad maravillosa, que, sólo se observa, está visto, en las colonias.

El mobiliario que me legó me reveló todo lo que el in­genio podía conseguir con cajas de jabón rotas en materia de sillas, veladores y sillones. También me enseñó, aquel tipo sombrío, a proyectar a lo lejos, para distraerse, de un solo golpe breve, con la punta del pie pronta, las pesadas orugas con caparazón, que subían sin cesar, nuevas, tré­mulas y babosas, al asalto de nuestra choza selvática. Si, por torpeza, las aplastas, ¡pobre de ti! Te ves castigado con ocho días consecutivos de hedor extremo, que se desprende despacio de su papilla inolvidable. Él había leído en alguna parte que esos pesados horrores repre­sentaban, en el terreno de los animales, lo más antiguo que había en el mundo. Databan según afirmaba, ¡del se­gundo período geológico! «Cuando nosotros tengamos la misma antigüedad que ellas, ¡qué peste no echaremos!» Así mismo.

Los crepúsculos en aquel infierno africano eran es­pléndidos. No había modo de evitarlos. Trágicos todas las veces como tremendos asesinatos del sol. Una farolada inmensa. Sólo, que era demasiada admiración para un solo hombre. El cielo, durante una hora, se pavoneaba salpicado de un extremo a otro de escarlata en delirio, luego estallaba el verde en medio de los árboles y subía del suelo en estelas trémulas hasta las primeras estrellas. Después, el gris volvía a ocupar todo el horizonte y lue­go el rojo también, pero entonces fatigado, el rojo, y por poco tiempo. Terminaba así. Todos los colores recaían en jirones, marchitos, sobre la selva, como oropeles al cabo de cien representaciones. Cada día hacia las seis en punto ocurría.

Y la noche con todos sus monstruos entraba entonces en danza, entre miles y miles de berridos de sapos.

Ésa era la señal que esperaba la selva para ponerse a trepidar, silbar, bramar desde todas sus profundidades. Una enorme estación del amor y sin luz, llena hasta re­ventar. Árboles enteros atestados de francachelas vivas, de erecciones mutiladas, de horror. Acabábamos no pudiendo oírnos en nuestra choza. Tenía que gritar, a mi vez, por encima de la mesa como un autillo para que el compañero me entendiera. Estaba listo, yo que no apre­ciaba el campo.

«¿Cómo se llama usted? ¿No me acaba de decir Robinson?», le pregunté.

Estaba repitiéndome, el compañero, que los indígenas en aquellos parajes sufrían hasta el marasmo de todas las enfermedades posibles y que su estado era tan lastimoso, que no estaban en condiciones de dedicarse a comercio alguno. Mientras hablábamos de los negros, moscas e in­sectos, tan grandes, tan numerosos, vinieron a lanzarse en torno al farol, en ráfagas tan densas, que hubo que apagarlo.

La figura de aquel Robinson se me apareció una vez más, antes de apagar, cubierta por aquella rejilla dé insec­tos. Tal vez por eso sus rasgos se grabaron de modo más sutil en mi memoria, mientras que antes no me recorda­ban nada preciso. En la obscuridad seguía hablándome, mientras yo me remontaba por mi pasado, con el tono de su voz como una llamada, ante las puertas de los años y después de los meses y luego de los días, para preguntar dónde había podido conocer a aquel individuo. Pero no encontraba nada. No me respondían. Se puede uno per­der yendo a tientas entre las formas del pasado. Es espan­toso la de cosas y personas que permanecen inmóviles en el pasado de uno. Los vivos que extraviamos en las crip­tas del tiempo duermen tan bien con los muertos, que una misma sombra los confunde ya.

No sabes ya a quién despertar, si a los vivos o a los muertos.

Estaba intentando identificar a aquel Robinson, cuan­do unas carcajadas atrozmente exageradas, a poca distan­cia y en la obscuridad, me sobresaltaron. Y se callaron. Ya me había avisado, las hienas seguramente.

Y después sólo los negros de la aldea y su tam-tam, percusión desatinada sobre madera hueca, termitas del viento.

El propio nombre de Robinson me preocupaba sobre todo, cada vez más claramente. Nos pusimos a hablar de Europa en nuestra obscuridad, de las comidas que pue­des pedir allá, cuando tienes dinero, y de las bebidas, ¡madre mía, tan frescas! No hablábamos del día siguiente, en que me quedaría solo, allí, durante años tal vez, allí, con todas las fabadas... ¿Había que preferir la guerra? Desde luego, era peor. ¡Era peor!... Él mismo lo recono­cía... También él había estado en la guerra... Y, sin embar­go, se marchaba de allí... Estaba harto de la selva, pese a todo... Yo intentaba hacerlo volver sobre el tema de la guerra. Pero ahora él lo eludía.

Por último, en el momento en que nos acostábamos cada uno en un rincón de aquella ruina formada por ho­jas y mamparas, me confesó sin rodeos que, pensándolo bien, prefería arriesgarse a comparecer ante un tribunal civil por estafa a soportar por más tiempo la vida, a base de fabada, que llevaba allí desde hacía casi un año. Ya sa­bía a qué atenerme.

«¿No tiene algodón para los oídos?... -me preguntó-. Si no tiene, hágase uno con pelos de la manta y grasa de plátano. Así se hacen unos taponcitos perfectos... ¡No quiero oírlos berrear, a esos cerdos!»

Había de todo en aquella tormenta, excepto cerdos, pero se empeñaba en usar ese término impropio y ge­nérico.

La cuestión del algodón me impresionó de repente, como si ocultara alguna astucia abominable por su par­te. No podía evitar un miedo cerval a que me asesinara allí, sobre la «plegable», antes de marcharse con lo que quedaba en la choza... Esa idea me tenía petrificado. Pero, ¿qué hacer? ¿Llamar? ¿A quién? ¿A los antropófa­gos de la aldea?... ¿Desaparecido? ¡Ya lo estaba casi, en realidad! En París, sin fortuna, sin deudas, sin herencia, ya apenas existes, cuesta mucho no estar ya desapareci­do... Conque, ¿allí? ¿Quién iba a tomarse la molestia de ir hasta Bikomimbo, aunque sólo fuera a escupir en el agua, para honrar mi recuerdo? Nadie, evidentemente.

Pasaron horas cargadas de respiros y angustias. Él no roncaba. Todos aquellos ruidos, aquellas llamadas que llegaban del bosque me impedían oír su resuello. No ha­cía falta algodón. Sin embargo, a fuerza de tenacidad, aquel nombre de Robinson acabó revelándome un cuer­po, una facha, una voz incluso que había conocido... Y después, en el momento en que iba a abandonarme al sueño, el individuo entero se alzó ante mi cama, capté su recuerdo, no él, desde luego, sino el recuerdo precisa­mente de aquel Robinson, el hombre de Noirceur-sur-la-Lys, allí, en Flandes, a quien había acompañado aquella noche en que buscábamos juntos un agujero para escapar de la guerra y después también él más adelante en París... Reapareció todo... Acababan de pasar años en un instan­te. Yo había estado muy enfermo de la cabeza, me costa­ba... Ahora que sabía, que lo había identificado, no podía por menos de sentir pánico. ¿Me habría reconocido él? En cualquier caso, podía contar con mi silencio y mi complicidad.

«¡Robinson! ¡Robinson! -lo llamé, contento, como para anunciarle una buena noticia-. ¡Oye, chaval! ¡Oye, Robinson!...» Sin respuesta.

Con el corazón latiéndome como loco, me levanté y me preparé para recibir un buen golpe en el estómago... Nada. Entonces, con no poca audacia, me aventuré, a cie­gas, hasta el otro extremo de la choza, donde lo había visto acostarse. Se había marchado.

Esperé la llegada del día encendiendo una cerilla de vez en cuando. El día llegó en una tromba de luz y des­pués aparecieron los criados negros para ofrecerme, son­rientes, su enorme inutilidad, salvo que eran alegres. Ya intentaban enseñarme la despreocupación. En vano pro­curaba, mediante una serie de gestos muy meditados, ha­cerles comprender hasta qué punto me inquietaba la de­saparición de Robinson, no por ello parecía que dejara de importarles tres cojones. No cabe duda, es una locura completa ocuparse de algo distinto de lo que se tiene ante los ojos. En fin, yo lo que sentía sobre todo en aquel caso era la desaparición de la caja. Pero no es frecuente volver a ver a la gente que se marcha con la caja... Esa circuns­tancia me hizo suponer que Robinson renunciaría a vol­ver sólo para asesinarme. Menos mal.

¡Para mí solo el paisaje, pues! En adelante iba a tener todo el tiempo del mundo, pensé, para volver a ocupar­me de la superficie, de la profundidad de aquel inmenso follaje, de aquel océano de rojo, de amarillo jaspeado, de salazones flameantes, magníficos, seguramente, para quienes amen la naturaleza. Yo, desde luego, no la amaba. La poesía de los trópicos me repugnaba. La mirada, el pensamiento sobre aquellos conjuntos me repetían, como sardinas. Digan lo que digan, siempre será un país para mosquitos y panteras. Cada cual en su sitio.

Prefería volver de nuevo a mi choza y apuntalarla en previsión del tornado, que no podía tardar. Pero también tuve que renunciar bastante pronto a mi empresa de con­solidación. Lo que de trivial había en aquella estructura podía aún desplomarse, pero no volvería a alzarse nunca; la paja, infestada de parásitos, se deshilachaba; la verdad es que con mi vivienda no se habría podido hacer un uri­nario decente.

Tras haber descrito, con paso inseguro, unos círculos en la selva, tuve que volver a tumbarme y callarme, por el sol. Siempre el sol. Todo calla, todo tiene miedo a arder hacia el mediodía; basta, por cierto, con un tris, hierbas, animales y hombres en su punto de calor. Es la apoplejía meridiana.

Mi pollo, el único, la temía también, esa hora, volvía a la choza conmigo, él, el único, legado por Robinson. Vi­vió así conmigo tres semanas, el pollo, paseándose, si­guiéndome como un perro, cloqueando por cualquier cosa, viendo serpientes por todos lados. Un día de abu­rrimiento mortal me lo comí. No sabía a nada, su carne desteñida al sol como una tela de algodón. Tal vez fuera eso lo que me sentara mal. El caso es que el día siguiente de haberlo comido no podía levantarme. Hacia el medio­día, me arrastré atontado hacia la cajita de las medicinas. Sólo quedaba tintura de yodo y un plano de la Línea de metro norte-sur de París. Aún no había visto clientes en la factoría, sólo mirones negros, que no cesaban de gesti­cular y masticar cola, eróticos y palúdicos. Ahora se pre­sentaban en círculo en torno a mí, los negros, parecían discutir sobre mi mala cara. Estaba muy enfermo, hasta el punto de que me parecía que ya no necesitaba las pier­nas, colgaban tan sólo al borde de la cama como cosas despreciables y algo cómicas.

De Fort-Gono, del director, no me llegaban, mediante corredores nativos, sino cartas apestosas con broncas y estupideces, amenazadoras también. Los comerciantes, que se creen, todos, astutos de profesión, resultan en la práctica la mayoría de las veces ineptos insuperables. Mi madre, desde Francia, me instaba a cuidar la salud, como en la guerra. Bajo la guillotina, mi madre habría sido ca­paz de reñirme por haber olvidado la bufanda. No perdía oportunidad, mi madre, para intentar hacerme creer que el mundo era benévolo y que había hecho bien al conce­birme. Es el gran subterfugio de la incuria materna, esa supuesta providencia. Por lo demás, me resultaba muy fácil no responder a todos aquellos cuentos del patrón y de mi madre y nunca contestaba. Sólo, que esa actitud no mejoraba tampoco la situación.

Robinson había robado casi todo lo que había habido en aquel establecimiento frágil, ¿y quién me creería, si fuera a decirlo? ¿Escribirlo? ¿Para qué? ¿A quién? ¿Al patrón? Todas las tardes, hacia las cinco, tiritaba de fie­bre, a mi vez, pero es que con ganas, hasta el punto de que mi crujiente cama temblaba como si estuviera cas­cándomela. Negros de la aldea se habían apoderado, sin cumplidos, de mi servicio y mi choza; no los había llama­do, pero ya sólo mandarles marcharse exigía demasiado esfuerzo. Se peleaban en torno a lo que quedaba de la factoría, metiendo mano con ganas en los barriles de ta­baco, probándose los últimos taparrabos, apreciándolos, llevándoselos, contribuyendo aún más, de ser posible, al desorden de mi instalación. El caucho, tirado por el sue­lo, mezclaba su jugo con los melones de la selva, las dul­zonas papayas con sabor a peras orinadas, cuyo recuer­do, quince años después, de tantas como jalé en lugar de las judías, aún me da asco.

Intentaba hacerme idea del nivel de impotencia en el que había caído, pero no lo lograba. «¡Todo el mundo roba!», me había repetido por tres veces Robinson, antes de desaparecer. Ésa era también la opinión del delegado general. Con la fiebre, esas palabras me obsesionaban. «¡Tienes que espabilarte!»... me había dicho también Ro­binson. Intentaba levantarme. Tampoco lo conseguía. Sobre lo del agua de beber, tenía razón, lodo era; peor, posos. Unos negritos me traían muchos plátanos, grandes y pequeños, y naranjas sanguinas y siempre aquellas «pa­payas», pero, ¡me dolía tanto el vientre con todo aquello y con todo! Habría podido vomitar la tierra entera.

En cuanto notaba un poco de mejoría, me sentía me­nos atontado, el abominable miedo volvía a apoderarse de mí por entero, el de tener que rendir cuentas a la So­ciedad Porduriére. ¿Qué iba a decir, a aquella gente malé­fica? ¿Me creerían? Me mandarían detener, ¡seguro! ¿Quién me juzgaría, entonces? Tipos especiales, armados de leyes terribles, sacadas de quién sabe dónde, como el consejo de guerra, pero cuyas verdaderas intenciones nunca te comunican y que se divierten haciéndote escalar con ellas a cuestas, sangrando, el sendero a pico por enci­ma del infierno, el camino que conduce a los pobres al hoyo. La ley es el gran Parque de Atracciones del dolor.

Cuando el pelagatos se deja atrapar por ella, se le oye aún gritar siglos y más siglos después.

Prefería quedarme pasmado allí, temblando, babeando con los 40o, que verme forzado, lúcido, a imaginar lo que me esperaba en Fort-Gono. Llegó un momento en que ya no tomaba quinina para dejar que la fiebre me ocultara la vida. Te embriagas con lo que puedes. Mientras me cocía así, a fuego lento, durante días y semanas, se me acabaron las cerillas. Robinson no me había dejado otra cosa que fabada «estilo de Burdeos». Ahora que de ésta me dejó la tira, la verdad. Vomité latas enteras. Y, para llegar a ese resultado, aún había que calentarlas.

Esa penuria de cerillas me proporcionó una pequeña distracción, la de contemplar a mi cocinero encender el fuego con dos piedras en eslabón y hierbas secas. Al ver­lo hacer así, se me ocurrió hacer lo mismo. Además, tenía mucha fiebre y la idea cobró singular consistencia. Pese a ser torpe por naturaleza, tras una semana de aplicación, también yo sabía, igualito que un negro, prender el fuego entre dos piedras puntiagudas. En una palabra, empezaba a espabilarme en el estado primitivo. El fuego es lo prin­cipal; luego queda la caza, pero yo no tenía ambición. El fuego del sílex me bastaba. Me ejercitaba concienzudo. Sólo tenía eso que hacer, día tras día. En el juego de re­chazar las orugas del «secundario» no había adquirido tanta habilidad. Aún no había aprendido el truco. Aplas­taba muchas orugas. Perdía interés. Las dejaba entrar con libertad en mi choza, como amigas. Se produjeron dos grandes tormentas sucesivas, la segunda duró tres días enteros y, sobre todo, tres noches. Por fin pude beber agua de lluvia en el bidón, tibia, claro, pero en fin... Bajo los aguaceros las telas en existencia empezaron a desha­cerse, sin remedio, mezclándose unas con otras, mercan­cía inmunda.

Negros serviciales me fueron a buscar, muy dentro de la selva, manojos de lianas para amarrar mi choza al sue­lo, pero en vano, el follaje de las mamparas, al menor so­plo de viento, se ponía a batir enloquecido, por encima del techo, como alas heridas. No hubo solución. Todo por divertirse, en suma.

Los negros, pequeños y grandes, decidieron vivir en mi ruina con total familiaridad. Estaban joviales. Gran distracción. Entraban y salían de mi casa (si así podemos llamarla) como Pedro por la suya. Libertad. Nos enten­díamos por señas. Si no hubiera tenido fiebre, tal vez me habría puesto a aprender su lengua. Me faltó tiempo. En cuanto al encendido con piedras, pese a mis progre­sos, aún no había adquirido su mejor estilo, el expeditivo. Aún me saltaban muchas chispas a los ojos y eso hacía reír mucho a los negros.


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