Viaje Al Fin De La Noche



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Sería en aquellas instalaciones en las que harían cascar al mayor número posible de extranjeros para que los otros de la ciudad no se contagiaran. Tenían incluso un cementerio muy mono preparado en las cercanías y todo cubierto de flores. Esperaban. Hacía sesenta años que es­peraban, no hacían otra cosa que esperar.

Encontré una pequeña cabaña vacía y me colé en ella y al instante me quedé dormido y desde por la mañana no se veía otra cosa que marineros por las callejuelas, con traje corto, cuadrados y bien plantados, cosa fina, dándo­le a la escoba y al cubo de agua en torno a mi refugio y por todas las encrucijadas de aquel pueblo teórico. De nada me sirvió aparentar indiferencia, tenía tanta hambre, que, pese a todo, me acerqué a un lugar en que olía a cocina.

Allí fue donde me descubrieron y arrinconaron entre dos escuadrones decididos a identificarme. En seguida se habló de lanzarme al agua. Cuando me llevaron por el conducto más rápido ante el Director de la Cuarentena, no me llegaba la camisa al cuerpo y, aunque la constante adversidad me había enseñado el desparpajo, me sentía aún demasiado embebido por la fiebre como para arries­garme a una improvisación brillante. No, me puse a diva­gar y sin convicción.

Más valía perder el conocimiento. Eso fue lo que me ocurrió. En su despacho, donde más tarde lo recobré, unas damas vestidas de colores claros habían substituido a los hombres a mi alrededor y me sometieron a un inte­rrogatorio vago y benévolo, con el que me habría con­tentado de muy buena gana. Pero ninguna indulgencia dura en este mundo y el día siguiente mismo los hombres se pusieron a hablarme de nuevo de la cárcel. Aproveché, por mi parte, para hablarles de pulgas, así, como quien no quiere la cosa... Que si sabía atraparlas... Contarlas... Que si era mi especialidad, y también agrupar esos pará­sitos en auténticas estadísticas. Veía perfectamente que mis actitudes les interesaban, les hacían poner mala cara, a mis guardianes. Me escuchaban. Pero de eso a creerme iba un trecho largo.

Por fin, apareció el comandante del puesto en persona. Se llamaba «Surgeon General», lo que no estaría mal de nombre para un pez. Se mostró grosero, pero más decidi­do que los otros. «¿Cómo dices, muchacho? -me dijo-. ¿Que sabes contar las pulgas? ¡Vaya, vaya!...» Se creía que me iba a confundir con un vacile así. Pero le devolví la pelota recitándole el pequeño alegato que había prepa­rado. «¡Yo creo en el censo de las pulgas! Es un factor de civilización, porque el censo es la base de un material de estadística de los más preciosos... Un país progresista debe conocer el número de sus pulgas, clasificadas por sexos, grupos de edad, años y estaciones...»

«¡Vamos, vamos! ¡Basta de palabras, joven! -me cortó el Surgeon General-. Antes que tú, ya han venido aquí muchos otros vivales de Europa, que nos han contado patrañas de esa clase, pero, en definitiva, eran unos anar­quistas como los otros, peor que los otros... ¡Ya ni si­quiera creían en la Anarquía! ¡Basta de fanfarronadas!... Mañana te pondremos a prueba con los emigrantes de ahí enfrente, en la Ellis Island, ¡en el servicio de duchas! El doctor Mischief, mi ayudante, me dirá si mientes. Hace dos meses que el Sr. Mischief me pide un agente "cuentapulgas". ¡Vas a ir con él de prueba! ¡Ya puedes dar media vuelta! Y si nos has engañado, ¡te tiraremos al agua! ¡Me­dia vuelta! ¡Y mucho ojo!»

Supe dar media vuelta ante aquella autoridad america­na, como lo había hecho ante tantas otras autoridades, es decir, presentándole primero la verga y después el trase­ro, tras haber girado, ágil, en semicírculo, todo ello acompañado del saludo militar.

Pensé que ese método de las estadísticas debía de ser tan bueno como cualquier otro para acercarme a Nueva York. El día siguiente mismo, Mischief, el médico militar de marras, me puso en pocas palabras al corriente de mi servicio; grueso y amarillento era aquel hombre y miope con avaricia y, además, llevaba enormes gafas ahumadas. Debía de reconocerme por el modo como los animales salvajes reconocen su caza, por el aspecto general, porque lo que es por los detalles era imposible con gafas como las que llevaba.

Nos entendimos sin problemas en relación con el cu­rrelo y creo incluso que, hacia el final de mi período de prueba, Mischief me tenía mucha simpatía. No verse es ya una buena razón para simpatizar y, además, sobre todo mi extraordinaria habilidad para atrapar las pulgas lo seducía. No había otro como yo en todo el puesto, para encerrarlas en cajas, las más rebeldes, las más queratinizadas, las más impacientes; era capaz de seleccionarlas según el sexo sobre el propio emigrante. Era un trabajo estupendo, puedo asegurarlo... Mischief había acabado fiándose por entero de mi destreza.

Hacia la noche, a fuerza de aplastar pulgas, tenía las uñas del pulgar y del índice magulladas y, sin embargo, no había acabado con mi tarea, ya que me faltaba aún lo más importante, ordenar por columnas los datos de su fi­liación: pulgas de Polonia, por una parte, de Yugoslavia... de España... Ladillas de Crimea... Sarnas de Perú... Todo lo que viaja, furtivo y picador, sobre la humanidad me pasaba por las uñas. Era, como se ve, una obra a la vez monumental y meticulosa. Las sumas se hacían en Nueva York, en un servicio especial dotado de máquinas eléctri­cas cuentapulgas. Todos los días, el pequeño remolcador de la Cuarentena atravesaba la ensenada de un extremo a otro para llevar allí nuestras sumas por hacer o por veri­ficar.

Así pasaron días y días, recobraba un poco la salud, pero, a medida que perdía el delirio y la fiebre en aquella comodidad, recuperé, imperioso, el gusto por la aventura y por nuevas imprudencias. Con 37o todo se vuelve trivial.

Sin embargo, habría podido quedarme allí, tranquilo, para siempre, bien alimentado con la manduca del pues­to, y con tanta mayor razón cuanto que la hija del Dr. Mischief, aún la recuerdo, gloriosa en su decimoquinto año, venía, a partir de las cinco, a jugar al tenis, vestida con faldas cortísimas, ante la ventana de nuestra oficina. En punto a piernas, raras veces he visto nada mejor, toda­vía un poco masculinas y, sin embargo, ya muy delicadas, una belleza de carne en sazón. Una auténtica provoca­ción a la felicidad, promesas como para gritar de gozo. Los jóvenes alféreces del destacamento no la dejaban ni a sol ni a sombra.

¡Los muy bribones no tenían que justificarse como yo con trabajos útiles! Yo no me perdía un detalle de sus manejos en torno a mi idolito. Varias veces al día me ha­cían palidecer. Acabé diciéndome que por la noche tam­bién yo podría pasar tal vez por marino. Acariciaba esas esperanzas, cuando un sábado de la vigésima tercera se­mana se precipitaron los acontecimientos. El compañero encargado de llevar las estadísticas, un armenio, fue as­cendido de improviso a agente cuentapulgas en Alaska para los perros de los prospectores.

Era un ascenso de primera y, por cierto, que él estaba encantado. En efecto, los perros de Alaska son precio­sos. Siempre hacen falta. Los cuidan bien. Mientras que los emigrantes importan tres cojones. Siempre hay dema­siados.

Como en adelante no teníamos a nadie a mano para llevar las sumas a Nueva York, en la oficina no se andaron con remilgos a la hora de nombrarme a mí. Mischief, mi patrón, me estrechó la mano en el momento de partir, al tiempo que me recomendaba portarme muy bien en la ciudad. Fue el último consejo que me dio, aquel hombre honrado, y no volvió a verme nunca, pero es que nunca. En cuanto llegamos al muelle, una tromba de lluvia em­pezó a caernos encima y después me caló mi fina chaque­ta y me empapó también las estadísticas, que fueron des­haciéndoseme poco a poco en la mano. Sin embargo, me guardé unas pocas con tampón bien grande sobresalien­do del bolsillo para tener aspecto, más o menos, de hom­bre de negocios en la ciudad y, presa del temor y la emo­ción, me precipité hacia otras aventuras.

Al alzar la nariz hacia toda aquella muralla, experi­menté una especie de vértigo al revés, por las ventanas demasiado numerosas y tan parecidas por todos lados, que daban náuseas.

Vestido precariamente y aterido, me apresuré hacia la hendidura más sombría que se pudiera descubrir en aquella fachada gigantesca, con la esperanza de que los peatones no me viesen apenas entre ellos. Vergüenza superflua. No tenía nada que temer. En la calle que había elegido, la más estrecha de todas, la verdad, no más ancha que un arroyo de nuestros pagos, y bien mugrienta en el fondo, bien húmeda, llena de tinieblas, caminaban ya tantos otros, pequeños y grandes, que me llevaron consi­go como una sombra. Subían como yo a la ciudad, hacia el currelo seguramente, con la nariz gacha. Eran los pobres de todas partes.
Como si supiera adonde iba, hice como que elegía otra vez y cambié de camino, seguí a mi derecha otra calle, mejor iluminada, Broadway se llamaba. El nombre lo leí en una placa. Muy por encima de los últimos pisos, arri­ba, estaba la luz del día junto con gaviotas y pedazos de cielo. Nosotros avanzábamos en la luz de abajo, enferma como la de la selva y tan gris, que la calle estaba llena de ella, como un gran amasijo de algodón sucio. Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que no se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo.

No pasaban coches, sólo gente y más gente todavía.

Era el barrio precioso, me explicaron más adelante, el barrio del oro: Manhattan. Sólo se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en Banco, del mundo de hoy. Sin embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido.

Es un barrio lleno de oro, un auténtico milagro, y has­ta se puede oír el milagro, a través de las puertas, con el ruido de dólares estrujados, el siempre tan ligero, el Dó­lar, auténtico Espíritu Santo, más precioso que la sangre.

De todos modos, tuve tiempo de ir a verlos e incluso hablarles, a aquellos empleados que guardaban la liqui­dez. Son tristes y están mal pagados.

Cuando los fieles entran en su Banco, no hay que creer que puedan servirse así como así, a capricho. En absolu­to. Hablan a Dólar susurrándole cosas a través de una re­jilla, se confiesan, vamos. Poco ruido, luces indirectas, una ventanilla minúscula entre altos arcos y se acabó. No se tragan la Hostia. Se la ponen sobre el corazón. No po­día quedarme largo rato admirándolos. Tenía que seguir a la gente de la calle entre las paredes de sombra lisa.

De repente, se ensanchó nuestra calle como una grieta que acabara en un estanque de luz. Nos encontramos ante un gran charco de claridad verdosa entre monstruos y monstruos de casas. En el centro de aquel claro, un pa­bellón de aire campestre y rodeado de infelices céspedes.

Pregunté a varios vecinos de la muchedumbre qué era aquel edificio que se veía, pero la mayoría fingieron no oírme. No tenían tiempo que perder. Un jovencito que pasaba muy cerca tuvo la gentileza de decirme que era la Alcaldía, antiguo monumento de la época colonial, según añadió, lo único histórico que había... que habían dejado allí... El perímetro de aquel oasis formaba una plaza, con bancos y hasta se estaba muy bien para contemplar la Al­caldía, sentado. No había casi ninguna otra cosa que ver en el momento en que llegué.

Esperé una buena media hora en el mismo sitio y, des­pués, de aquella penumbra, de aquella muchedumbre en marcha, discontinua, taciturna, surgió hacia mediodía, in­negable, una brusca avalancha de mujeres absolutamente bellas.

¡Qué descubrimiento! ¡Qué América! ¡Qué arroba­miento! ¡Recuerdo de Lola! ¡Su ejemplo no me había en­gañado! Era cierto.

Llegaba al centro de mi peregrinaje. Y, si no hubiera sufrido al mismo tiempo las continuas punzadas del hambre, me habría creído en uno de esos momentos de revelación estética sobrenatural. Las bellezas que descu­bría, incesantes, con un poco de confianza y comodidad me habrían arrebatado a mi condición trivialmente hu­mana. En una palabra, sólo me faltaba un bocadillo para creerme en pleno milagro. Pero, ¡cómo sentía la falta de ese bocadillo!

Sin embargo, ¡qué gracia de movimientos! ¡Qué in­creíble delicadeza! ¡Qué hallazgos de armonía! ¡Matices peligrosos! ¡Todas las tentaciones más logradas! ¡Todas las promesas posibles del rostro y del cuerpo entre tantas rubias! ¡Y unas morenas! ¡Y qué Ticianos! ¡Y más que se acercaban! ¿Será, pensé, Grecia que renace? ¡Llegaba en el momento oportuno!

Me parecieron tanto más divinas, aquellas apariciones, cuanto que no parecían advertir lo más mínimo que yo existiera, allí, al lado, en aquel banco, completamente lelo, babeante de admiración erótico-mística, de quinina y también de hambre, hay que reconocerlo. Si fuera posi­ble salir de la propia piel, yo habría salido en aquel preci­so momento, de una vez por todas. Ya nada me retenía.

Podían transportarme, sublimarme, aquellas modisti­llas inverosímiles, bastaba con que hicieran un gesto, con que dijesen una palabra y pasaría al instante y por entero al mundo del ensueño, pero seguramente tenían otras mi­siones que cumplir.

Una hora, dos horas pasé así, presa de la estupefacción. Ya no esperaba nada más.

No hay que olvidar las tripas. ¿Habéis visto la broma que gastan, por nuestros pagos, en el campo a los vaga­bundos? Les llenan un monedero viejo con las tripas po­dridas de un pollo. Bueno, pues, un hombre, os lo digo yo, es exactamente igual, sólo que más grande, móvil y voraz y con un sueño dentro.

Había que pensar en las cosas serias, no empezar a gas­tar en seguida mi pequeña reserva de dinero. No tenía mucho. Ni siquiera me atrevía a contarlo. Por lo demás, no habría podido, veía doble. Me limitaba a palparlos, escasos y tímidos, los billetes, a través de la ropa, en el bol­sillo, al alcance de la mano, junto con las estadísticas para el paripé.

También pasaban por allí hombres, jóvenes sobre todo, con cabezas como de palo de rosa, miradas secas y monó­tonas, mandíbulas nada corrientes, tan grandes, tan bas­tas... En fin, seguramente así es como sus mujeres las pre­fieren, las mandíbulas. Los sexos parecían ir cada uno por su lado en la calle. Las mujeres, por su parte, sólo miraban los escaparates de las tiendas, del todo acaparadas por el atractivo de los bolsos, los chales, las cositas de seda, ex­puestas, pocas a la vez, en cada vitrina, pero de forma pre­cisa, categórica. No aparecían muchos viejos en aquella multitud. Pocas parejas también. A nadie parecía extrañar que yo me quedara allí, solo, parado durante horas, en aquel banco, mirando pasar a todo el mundo. No obstan­te, en determinado momento, el policeman del centro de la calzada, colocado ahí como un tintero, empezó a sospe­char que yo tenía proyectos chungos. Era evidente.

Dondequiera que estés, en cuanto llamas la atención de las autoridades, lo mejor es desaparecer y a toda velo­cidad. Nada de explicaciones. ¡Al agujero!, me dije.

A la derecha de mi banco se abría precisamente un agujero, amplio, en plena acera, del estilo del metro en nuestros pagos. Aquel agujero me pareció propicio, vasto como era, con una escalera dentro toda ella de mármol rosa. Ya había visto a mucha gente de la calle desaparecer en él y después volver a salir. En aquel subterráneo iban a hacer sus necesidades. Me di cuenta en seguida. De már­mol también la sala donde se producía la escena. Una es­pecie de piscina, pero vacía, una piscina infecta, ocupada sólo por una luz filtrada, mortecina, que iba a dar allí, so­bre los hombres desabrochados en medio de sus olores y rojos como tomates con el esfuerzo de soltar sus porque­rías delante de todo el mundo, con ruidos bárbaros.

Entre hombres, así, a la pata la llana, ante las risas de todos los que había alrededor, acompañados por las ex­presiones de aliento que se dirigían, como en el fútbol. Primero se quitaban la chaqueta, al llegar, como para ha­cer un ejercicio de fuerza. En una palabra, se ponían el uniforme, era el rito.

Y después, bien despechugados, soltando eructos y co­sas peores, gesticulando como en el patio de un manico­mio, se instalaban en la caverna fecal. Los recién llegados debían responder a mil bromas asquerosas mientras baja­ban los escalones de la calle, pero, aun así, parecían en­cantados, todos.

Así como arriba, en la acera, mantenían una actitud decorosa, los hombres, y estricta y triste incluso, así tam­bién la perspectiva de tener que vaciar las tripas en com­pañía tumultuosa parecía liberarlos y regocijarlos íntima­mente.

Las puertas de los retretes, cubiertas de garabatos, col­gaban, arrancadas de los goznes. Se pasaba de una a otra celda para charlar un poco; los que esperaban a encontrar un sitio libre fumaban puros enormes, al tiempo que da­ban palmaditas en el hombro al ocupante, en plena faena éste, obstinado, con la cara crispada y cubierta con las manos. Muchos gemían con ganas, como los heridos y las parturientas. A los estreñidos los amenazaban con torturas ingeniosas.

Cuando el sonido de una cadena anunciaba una vacante, redoblaban los clamores en torno al alvéolo libre, cuya posesión se jugaban muchas veces a cara o cruz. Los periódicos, nada más leídos, pese a ser espesos como co­jines, eran deshojados al instante por aquella jauría de trabajadores rectales. El humo no dejaba ver las caras. Yo no me atrevía a acercarme demasiado a ellos por sus olores.

Aquel contraste parecía a propósito para desconcertar a un extranjero. Todo aquel despechugamiento íntimo, aquella tremenda familiaridad intestinal, ¡y en la calle una discreción tan perfecta! Yo no salía de mi asombro.

Volví a subir a la luz por las mismas escaleras para des­cansar en el mismo banco. Repentino desenfreno de di­gestiones y vulgaridad. Descubrimiento del alegre comunismo de la caca., Dejaba por separado los aspectos tan desconcertantes de la misma aventura. No tenía fuerzas para analizarlos ni realizar su síntesis. Lo que deseaba, imperiosamente, era dormir. ¡Delicioso y raro frenesí!

Conque volví a seguir a la fila de peatones que se adentraban en una de las calles adyacentes y avanzamos a trompicones por culpa de las tiendas, cada uno de cuyos escaparates fragmentaba la multitud. La puerta de un ho­tel se abría ahí y creaba un gran remolino. La gente salía despedida a la acera por la vasta puerta giratoria y yo me vi engullido en sentido inverso hasta el gran vestíbulo del interior.

Asombroso, antes que nada... Había que adivinarlo todo, imaginar la majestuosidad del edificio, la amplitud de sus proporciones, porque todo sucedía en torno a bombillas tan veladas, que tardabas un tiempo en acos­tumbrarte.

Muchas mujeres jóvenes en aquella penumbra, hundidas en sillones profundos, como en estuches. Alrededor hombres atentos, pasando y volviendo a pasar, en silen­cio, a cierta distancia de ellas, curiosos y tímidos, a lo lar­go de la hilera de piernas cruzadas a magníficas alturas de seda. Me parecían, aquellas maravillosas, esperar allí acontecimientos muy graves y costosos. Evidentemen­te, no estaban pensando en mí. Así, pues, pasé, a mi vez, ante aquella larga tentación palpable, del modo más furtivo.

Como eran al menos un centenar, aquellas prestigiosas remangadas, dispuestas en una línea única de sillones, llegué a la recepción tan perplejo, tras haber absorbido una ración de belleza tan fuerte para mi temperamento, que iba tambaleándome.

En el mostrador, un dependiente engomado me ofre­ció con violencia una habitación. Me decidí por la más pequeña del hotel. En aquel momento debía de poseer unos cincuenta dólares, casi ninguna idea y ni la menor confianza.

Esperaba que fuera de verdad la habitación más peque­ña de América la que me ofreciese el empleado, pues su hotel, el Laugh Calvin, se anunciaba como el mejor surti­do entre los más suntuosos del continente.

Por encima de mí, ¡qué infinito de locales amueblados! Y muy cerca, en aquellos sillones, ¡qué tentación de vio­laciones en serie! ¡Qué abismos! ¡Qué peligros! Enton­ces, ¿el suplicio estético del pobre es interminable? ¿Más tenaz aún que su hambre? Pero no tuve tiempo de su­cumbir; los de la recepción se habían apresurado a entre­garme una llave, que me pesaba en la mano. No me atre­vía a moverme.

Un chaval avispado, vestido como un general de briga­da muy joven, surgió de la sombra ante mis ojos, impera­tivo comandante. El lustroso empleado de la recepción pulsó tres veces el timbre metálico y mi chaval se puso a silbar. Me despedían. Era la señal de partida. Nos lar­gamos.

Primero, por un pasillo, a buen paso, íbamos negros y decididos como un metro. Él conducía, el muchacho. Otra esquina, una vuelta y luego otra. Perdiendo el culo. Curvamos un poco nuestra trayectoria. Y pasamos. Ahí estaba el ascensor. Aspirados. ¿Ya estábamos? No. Otro pasillo. Más sombrío aún, ébano mural, me pareció, en todas las paredes. No tuve tiempo de examinarlo. El cha­val silbaba, cargaba con mi ligera maleta. Yo no me atre­vía a preguntarle nada. Había que avanzar, me daba cuenta perfectamente. En las tinieblas, aquí y allá, a nuestro paso, una bombilla roja y verde propagaba una orden. Largos trozos de oro señalaban las puertas. Hacía rato que habíamos pasado los números 1800 y después los 3000 y, sin embargo, seguíamos arrebatados por el mismo destino nuestro invencible. Seguía, el pequeño cazador con galones, al innominado en la sombra, como a su pro­pio instinto. Nada en aquel antro parecía cogerlo despre­venido. Su silbido modulaba un tono lastimero, cuando nos cruzábamos con un negro, una camarera, negra tam­bién. Y nada más.

Con el esfuerzo por acelerar, yo había perdido a lo lar­go de aquellos pasillos uniformes el poco aplomo que me quedaba al escapar de la Cuarentena. Me iba deshilachando como había visto hacerlo a mi choza con el viento de África entre los diluvios de agua tibia. Allí era presa, por mi parte, de un torrente de sensaciones desconocidas. Llega un momento, entre dos tipos de humanidad, en que te ves debatiéndote en el vacío.

De repente, el chaval, sin avisar, giró. Acabábamos de llegar. Me di de bruces contra una puerta; era mi habita­ción, una gran caja con paredes de ébano. Sólo encima de la mesa un poco de luz rodeaba una lámpara tímida y verdosa. El director del hotel Laugh Calvin avisaba al viajero que podía contar con su amistad y que se encar­garía, él personalmente, de hacer grata la estancia del via­jero en Nueva York. La lectura de aquel anuncio, coloca­do en lugar bien visible, debió de contribuir aún más, de ser posible, a mi marasmo.

Una vez solo, fue mucho peor. Toda aquella América venía a inquietarme, a hacerme preguntas tremendas y a inspirarme de nuevo malos presentimientos, allí mismo, en aquella habitación.

Sobre la cama, ansioso, intentaba familiarizarme, para empezar, con la penumbra de aquel recinto. Las murallas temblaban con un estruendo periódico por el lado de mi ventana. El paso del metro elevado. Se abalanzaba en­frente, entre dos calles, como un obús, lleno de carnes trémulas y picadas; pasaba a tirones por la lunática ciu­dad, de barrio en barrio. Se lo veía allá ir a lanzarse con el armazón estremecido justo por encima de un torrente de largueros, cuyo eco retumbaba aún muy atrás, de una muralla a otra, cuando había pasado a cien por hora. La hora de la cena me sorprendió durante aquella postración y la de ir a la cama también.

Había sido el metro, sobre todo, lo que me había deja­do atontado. Al otro lado del patio, que parecía un pozo, la pared se iluminó con una habitación, luego dos, y des­pués decenas. En algunas de ellas distinguía lo que pasa­ba. Eran parejas que se acostaban. Parecían tan decaídos como por nuestros pagos, los americanos, tras las horas verticales. Las mujeres tenían los muslos muy llenos y muy pálidos, al menos las que pude ver bien. La mayoría de los hombres se afeitaban, al tiempo que fumaban un puro, antes de acostarse.

En la cama se quitaban las gafas primero y después la dentadura postiza, que metían en un vaso, y dejaban todo a la vista. No parecían hablarse entre sí, entre sexos, exactamente como en la calle. Parecían animales grandes y muy dóciles, muy acostumbrados a aburrirse. Sólo vi, en total, a dos parejas que se hicieran, a la luz, las cosas que yo me esperaba y sin la menor violencia, por cierto. Las otras mujeres, por su parte, comían caramelos en la cama en espera de que el marido acabara de asearse. Y después todo el mundo apagó.


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