Viaje Al Fin De La Noche



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Es triste el espectáculo de la gente al acostarse; se ve claro que les importa tres cojones cómo vayan las cosas, se ve claro que no intentan comprender, ésos, el porqué de que estemos aquí. Les trae sin cuidado. Duermen de cualquier manera, son unos calzonazos, unos zopencos, sin susceptibilidad, americanos o no. Siempre tienen la conciencia tranquila.

Yo había visto demasiadas cosas poco claras como para estar contento. Sabía demasiado y no suficiente. Hay que salir, me dije, volver a salir. Tal vez lo encuentres, a Robinson. Era una idea idiota, evidentemente, pero recurría a ella para tener un pretexto a fin de salir otra vez, tanto más cuanto que en vano daba vueltas y más vueltas sobre aquella piltra tan pequeña, no lograba pegar ojo ni un instante. Ni siquiera masturbándote, en casos así, experi­mentas consuelo ni distracción. Conque te entra una de­sesperación que para qué.

Lo peor es que te preguntas de dónde vas a sacar bas­tantes fuerzas la mañana siguiente para seguir haciendo lo que has hecho la víspera y desde hace ya tanto tiempo, de dónde vas a sacar fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos mil proyectos que nunca salen bien, esos inten­tos por salir de la necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello para acabar convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día siguiente, cada vez más precario, más sórdido.

Es la edad también que se acerca tal vez, traidora, y nos amenaza con lo peor. Ya no nos queda demasiada música dentro para hacer bailar a la vida: ahí está. Toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adonde ir, fuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar.

Conque lo mejor era salir a la calle, pequeño suicidio. Cada cual tiene sus modestos dones, su método para conquistar el sueño y jalar. Tenía que dormir para recuperar fuerzas suficientes a fin de ganarme el cocido el día siguiente. Recuperar la energía suficiente para encontrar un currelo mañana y atravesar en seguida, entretanto, el obscuro túnel del sueño. No hay que creer que sea fácil dormirse, una vez que se ha puesto uno a dudar de todo, por tantos miedos sobre todo como te han hecho sentir.

Me vestí y mal que bien llegué al ascensor, pero un poco atontado. Tuve que volver a pasar en el vestíbulo ante otras hileras, otros enigmas arrebatadores de piernas tan tentadoras, de caras tan delicadas y severas. Diosas, en una palabra, diosas busconas. Habríamos podido in­tentar llegar a un acuerdo. Pero temía que me detuvieran. Complicaciones. Casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel. Y volví a engolfarme en la ca­lle. No era la misma multitud de antes. Ésta manifestaba un poco más de audacia, en su aborregamiento por las aceras, como si hubiese llegado, aquella multitud, a un país menos árido, el de la distracción, el país de la noche.

Avanzaba la gente hacia las luces colgadas en la noche y a lo lejos, serpiente agitada y multicolor. De todas las calles de los alrededores afluía. Forma un buen montón de dólares, pensé, una multitud así, ¡sólo en pañuelos, por ejemplo, o en medias de seda! ¡E incluso en pitillos sólo! ¡Y pensar que, aunque te pasees en medio de todo ese dinero, no consigues ni un céntimo más, ni para ir a comer siquiera! Es desesperante, cuando lo piensas, lo defendidos que van los hombres, unos de otros, como casas.

También yo fui callejeando hasta las luces, un cine y después otro y luego otro al lado y así toda la calle arri­ba. Perdíamos grandes pedazos de multitud delante de cada uno de ellos. Elegí uno en cuyas fotos había mujeres en combinación, ¡y qué muslos, amigos! ¡Firmes! ¡Am­plios! ¡Precisos! Y, además, cabecitas muy monas por en­cima, como dibujadas en contraste, delicadas, frágiles, a lápiz, sin retoques, perfectas, ni un descuido, ni una man­cha de tinta, perfectas, repito, monas pero firmes y conci­sas al mismo tiempo. Todo lo más peligroso que la vida puede desarrollar, auténticas imprudencias de belleza, esas indiscreciones sobre las divinas y profundas armo­nías posibles.

Se estaba bien, en aquel cine, cómodo y cálido. Órga­nos voluminosos de lo más tierno, como en una basílica, pero con calefacción, órganos como muslos. Ni un mo­mento perdido. Te sumerges de lleno en el perdón tibio. Habría bastado con dejarse llevar para pensar que el mundo acababa tal vez de convertirse por fin a la indul­gencia. Ya casi estabas en ella.

Entonces los sueños suben en la noche para ir a abra­sarse en el espejismo de la luz en movimiento. No está del todo vivo lo que sucede en las pantallas, queda dentro un gran espacio confuso, para los pobres, para los sueños y para los muertos. Tienes que atiborrarte rápido de sue­ños para atravesar la vida que te aguarda fuera, a la salida del cine, resistir unos días más esa atrocidad de cosas y hombres. Eliges, de entre los sueños, los que más te reaniman el alma. Para mí, eran, lo confieso, los de cochi­nadas. No hay que ser orgulloso, le sacas, a un milagro, lo que puedes retener. Una rubia con unos chucháis y una nuca inolvidables creyó oportuno venir a romper el silencio de la pantalla con una canción sobre su soledad. Habría sido capaz de llorar con ella.

¡Eso es lo bueno! ¡Qué ánimos te da! El valor, lo sen­tía ya, me iba a durar dos días por lo menos. No esperé siquiera a que volviesen a iluminar la sala. Estaba listo para todas las resoluciones del sueño, ahora que había absorbido un poco de ese admirable delirio del alma.

De regreso al Laugh Calvin, el portero, pese a haberlo saludado yo, no se dignó darme las buenas noches, como los de nuestros pagos, pero ahora me la sudaba su desprecio. Una vida interior intensa se basta a sí misma y podría fundir veinte años de hielo. Eso es.

En mi habitación, apenas había cerrado los ojos, cuan.-do la rubia del cine vino a cantarme de nuevo y al instan­te, para mí solo ahora, toda la melodía de su angustia. Yo la ayudaba, por así decir, a dormirme y lo conseguí bas­tante bien... Ya no estaba del todo solo... Es imposible dormir solo...
Para alimentarte económicamente en América, puedes ir a comprarte un panecillo caliente con una salchicha den­tro; es cómodo, se vende en las esquinas y es baratito. Comer en el barrio de los pobres no me importaba en absoluto, la verdad, pero no volver a encontrar nunca a aquellas hermosas criaturas para ricos, eso sí que resul­taba muy duro. En ese caso ya no vale la pena jalar si­quiera.

En el Laugh Calvin aún podía, por aquellas alfombras espesas, parecer que buscaba a alguien entre las bellísimas mujeres de la entrada, envalentonarme poco a poco en su equívoco ambiente. Al pensar en eso, me confesé que ha­bían tenido razón, los de la Infanta Combitta, ahora me daba cuenta, con la experiencia: para ser un pelagatos yo no tenía gustos serios. Habían hecho bien, los compañe­ros de la galera, al meterse conmigo. Sin embargo, seguí sin recuperar el valor. Volvía a tomar dosis y más dosis de cine, aquí y allá, pero apenas bastaban para recuperar el ánimo necesario con que dar un paseo o dos. Nada más. En África, había conocido, desde luego, un tipo de sole­dad bastante brutal, pero el aislamiento en aquel hormi­guero americano cobraba un cariz más abrumador aún.

Siempre había temido estar casi vacío, no tener, en una palabra, razón seria alguna para existir. Ahora, ante la evidencia de los hechos, estaba bien convencido de mi nulidad personal. En aquel medio demasiado diferente de aquel en que tenía mezquinas costumbres, me había como disuelto al instante. Me sentía muy próximo a dejar de existir, pura y simplemente. Así, ahora lo descubría, en cuanto habían dejado de hablarme de las cosas fami­liares, ya nada me impedía hundirme en una especie de hastío irresistible, en una forma de catástrofe dulzona y espantosa. Una asquerosidad.

La víspera de dejar mi último dólar en aquella aventu­ra, seguía hastiado y tan profundamente, que me negaba incluso a examinar las necesidades más urgentes. Somos, por naturaleza, tan fútiles, que sólo las distracciones pue­den impedirnos de verdad morir. Yo, por mi parte, me aferraba al cine con un fervor desesperado.

Al salir de las tinieblas delirantes de mi hotel, probaba aún a hacer algunas excursiones por las calles principales de los alrededores, carnaval insípido de casas vertigino­sas. Mi hastío se agravaba ante aquellas extensiones de fa­chadas, aquella monotonía llena de adoquines, ladrillos y bovedillas y comercio y más comercio, chancro del mun­do, que prorrumpía en anuncios prometedores y pustulentos. Cien mil mentiras meningíticas.

Por el lado del río, recorrí otras callejuelas y más calle­juelas, cuyas dimensiones se volvían más corrientes, es decir, que se habría podido, por ejemplo, desde la acera en que me encontraba, romper todos los cristales de un mismo inmueble de enfrente.

Los tufos de una fritura continua llenaban aquellos ba­rrios, las tiendas ya no montaban los escaparates, por los robos. Todo me recordaba los alrededores de mi hospital en Villejuif, hasta los niños de grandes rodillas patizam­bas por las aceras y también los organillos. Con gusto me habría quedado con ellos, pero tampoco me habrían ali­mentado, los pobres, y los habría visto a todos todo el tiempo y su tremenda miseria me daba miedo. Conque, al final, volví hacia la ciudad alta. «¡Serás cabrón! –me decía entonces-. ¡La verdad es que no tienes perdón de Dios!» Tenemos que resignarnos a conocernos cada día un poco mejor, ya que nos falta el valor para acabar con nuestros propios lloriqueos de una vez por todas.

Un tranvía pasaba por la orilla del Hudson hacia el centro de la ciudad, un vehículo viejo que temblaba con todas sus ruedas y su armazón inquieto. Tardaba una buena hora en hacer su recorrido. Sus viajeros se some­tían con paciencia a un complicado rito de pago mediante una especie de molinillo de café para monedas colocado a la entrada del vagón. El revisor los miraba pagar, vestido como uno de los nuestros, con uniforme de «miliciano balcánico prisionero».

Por fin llegábamos, molidos; volvía a pasar, al regreso de aquellas excursiones populistas, ante la inagotable y doble hilera de las bellezas de mi vestíbulo tantálico y volvía a pasar otra vez y siempre pensativo y deseoso.

Mi indigencia era tal, que ya no me atrevía a hurgarme en los bolsillos para cerciorarme. ¡Con tal de que Lola no hubiera decidido ausentarse en aquel momento!, pensa­ba... Pero, antes que nada, ¿querría recibirme? ¿Le daría un sablazo de cincuenta o de cien dólares, para empe­zar?... Vacilaba, sentía que no iba a tener todo el valor, salvo si comía y dormía bien, por una vez. Y después, si me salía bien aquella primera entrevista para el sablazo, me pondría al instante a buscar a Robinson, es decir, en cuanto hubiese recuperado suficientes fuerzas. ¡No era un tipo de mi estilo, él, Robinson! ¡Era un decidido, él, al menos! ¡Un bravo! ¡Ah, qué de trucos y triquiñuelas so­bre América debía de conocer! Tal vez dispusiera de un medio para adquirir esa certidumbre, esa tranquilidad que tanta falta me hacían a mí...

Si también él había desembarcado de una galera como me imaginaba y había pisado aquella orilla mucho antes que yo, ¡seguro que ahora ya se habría hecho una situación en América! ¡La impasible agitación de aquellos chi­flados no debía de afectarlo, a él! Tal vez yo también, pensándolo mejor, habría podido encontrar un empleo en una de aquellas oficinas, cuyos resplandecientes rótu­los leía desde fuera... Pero la idea de tener que penetrar en una de aquellas casas me espantaba y me vencía la ti­midez. Mi hotel me bastaba. Tumba gigantesca y odiosa­mente animada.

¿Sería tal vez que a los habituados no les causaban el mismo efecto que a mí aquellos amontonamientos de materia y alvéolos comerciales? ¿Aquellas organizaciones de largueros hasta el infinito? Para ellos tal vez fuese la seguridad todo aquel diluvio en suspenso, mientras que para mí no era sino un sistema abominable de coacciones, en forma de ladrillos, pasillos, cerrojos, ventanillas, una tortura arquitectónica gigantesca, inexpiable.

Filosofar no es sino otra forma de tener miedo y no conduce sino a simulacros cobardes.

Como ya sólo me quedaban tres dólares en el bolsillo, fui a verlos agitarse en la palma de mi mano, mis dólares, a la luz de los anuncios de Times Square, placita asom­brosa donde la publicidad salpica por encima de la multi­tud ocupada en elegir un cine. Me busqué un restaurante muy económico y acabé en uno de esos refectorios pú­blicos racionalizados donde el servicio se reduce al míni­mo y el rito alimentario está simplificado a la medida exacta de la necesidad natural.

En la entrada misma te ponen una bandeja en la mano y vas a ocupar tu sitio en la fila. A esperar. Vecinas muy agradables, candidatas a la cena como yo, no me decían ni pío... Debe de causar una sensación extraña, pensaba, poder permitirse abordar así a una de esas señoritas de nariz precisa y linda. «Señorita -le dirías-, soy rico, muy rico... dígame a qué podría invitarla...»

Entonces todo se vuelve sencillo al instante, divinamente, todo lo que era tan complicado un momento an­tes... Todo se transforma y el mundo tremendamente hostil rueda al instante a tus pies en forma de bola hipó­crita, dócil y aterciopelada. Tal vez entonces pierdas al mismo tiempo la agotadora costumbre de pensar en los triunfadores, en las fortunas felices, ya que puedes tocar con los dedos todo eso. La vida de la gente sin medios no es sino un largo rechazo en un largo delirio y sólo se co­noce de verdad, sólo se supera de verdad, lo que se posee. Yo, por mi parte, tenía, a fuerza de coger y dejar sueños, la conciencia a merced de las corrientes de aire, toda hen­dida por mil grietas y trastornada de modo repugnante.

Entretanto, no me atrevía a iniciar con aquellas jóve­nes del restaurante la más anodina conversación. Soste­nía, discreto y silencioso, mi bandeja. Cuando me llegó el turno de pasar ante las fuentes de loza llenas de salchi­chas y alubias, tomé todo lo que daban. Aquel refectorio estaba tan limpio, tan bien iluminado, que te sentías como transportado a la superficie de su mosaico, cual mosca sobre leche.

Las dependientas, estilo enfermeras, se encontraban tras las pastas, el arroz, la compota. Cada una con su es­pecialidad. Me atiborré con lo que distribuían las más amables. Por desgracia, no dirigían sonrisas a los clientes. En cuanto te servían, tenías que ir a sentarte a la chita ca­llando y dejar el sitio a otro. Andabas a pasitos cortos con tu bandeja en equilibrio como por una sala de opera­ciones. Era un cambio respecto a mi Laugh Calvin y mi cuartito ébano con ribetes de oro.

Pero si nos inundaban así, a los clientes, con tal profu­sión de luz, si nos arrancaban por un momento de la no­che habitual a nuestra condición, era porque formaba parte de un plan. Alguna idea del propietario. Yo descon­fiaba. Causa un efecto muy raro, después de tantos días de sombra, verse bañado de una vez en torrentes de iluminación. A mí aquello me producía una especie de pe­queño delirio suplementario. No necesitaba mucho, la verdad.

Bajo la mesita que me había correspondido, de lava in­maculada, no conseguía esconder los pies; me desborda­ban por todos lados. Me habría gustado que estuvieran en otra parte, mis pies, de momento, porque desde el otro lado del escaparate éramos observados por la gente de la fila que acabábamos de abandonar en la calle. Espe­raban a que hubiésemos acabado, nosotros, de jalar, para venir a instalarse, a su vez. Precisamente para ese fin y para mantenerlos con apetito era para lo que nosotros nos encontrábamos tan bien iluminados y Resaltados, a título de publicidad gratuita. Las fresas de mi pastel esta­ban acaparadas por tantos reflejos centelleantes, que no podía decidirme a comérmelas. No hay modo de escapar al comercio americano.

No obstante, pese al deslumbramiento de aquellas as­cuas y a aquella sujeción, advertí las idas y venidas por nuestros alrededores inmediatos de una camarera muy amable y decidí no perderme ni uno de sus lindos gestos.

Cuando me llegó el turno de que me cambiara el cubier­to, tomé buena nota de la forma imprevista de sus ojos, cuyo ángulo externo era mucho más agudo, ascendiente, que los de las mujeres de nuestros pagos. Los párpados on­dulaban también muy ligeramente hacia la ceja por el lado de las sienes. Crueldad, en una palabra, pero justo la nece­saria, una crueldad que se puede besar, amargura insidiosa como la de los vinos del Rhin, agradable a nuestro pesar.

Cuando estuvo cerca de mí, me puse a hacerle señitas de inteligencia, por así decir, a la camarera, como si la re­conociese. Ella me examinó sin la menor complacencia, como un animal, si bien con curiosidad. «Ésta es -me dije- la primera americana que, mira por dónde, se ve obligada a mirarme.»

Tras haber acabado la tarta luminosa, no me quedó más remedio que dejar el sitio a otro. Entonces, titubean­do un poco, en lugar de seguir el camino bien indicado que conducía, derecho, a la salida, me armé de audacia y, dejando de lado al hombre de la caja que nos esperaba a todos con nuestro parné, me dirigí hacia ella, la rubia, con lo que me destacaba, totalmente insólito, entre los raudales de luz disciplinada.

Las veinticinco dependientas, en su puesto tras las co­sas de comer, me hicieron señas, todas al mismo tiempo, de que me equivocaba de camino, me desviaba. Advertí una gran agitación de formas en la vitrina de la gente que esperaba y los que debían ponerse a jalar detrás de mí va­cilaron a la hora de sentarse. Acababa de romper el orden de cosas. Todo el mundo a mi alrededor estaba profun­damente asombrado: «¡Debe de ser otro extranjero!», decían.

Pero yo tenía mi idea, buena o mala, y no quería soltar a la bella que me había servido. Me había mirado, la monina, conque peor para ella. ¡Estaba harto de estar solo! ¡Basta de sueños! ¡Simpatía! ¡Contacto! «Señorita, me conoce usted muy poco, pero yo la amo, ¿quiere usted casarse conmigo?...» De este modo, el más honrado, me dirigí a ella.

Su respuesta no me llegó nunca, pues un guarda gigan­te, vestido por completo de blanco también, apareció en aquel preciso instante y me empujó hacia fuera, exacta, sencillamente, sin injurias ni brutalidad, hacia la noche, como a un perro que acaba de desmandarse.

Todo aquello se desarrollaba con normalidad, yo no tenía nada que decir.

Volví hacia el Laugh Calvin.

En mi habitación los mismos fragores de siempre ve­nían a estrellarse con su eco, a trombas, primero el es­truendo del metro, que parecía lanzarse sobre nosotros desde muy lejos, llevándose, cada vez que pasaba, todos sus acueductos para romper la ciudad con ellos, y des­pués, en los intervalos, llamadas incoherentes de los me­canismos de allá abajo, que subían de la calle y, además, ese rumor difuso de la multitud agitada, vacilante, fasti­diosa siempre, siempre marchándose y vacilando otra vez y volviendo. La gran mermelada de los hombres en la ciudad.

Desde donde yo estaba, allí arriba, se les podía gritar todo lo que se quisiera. Lo intenté. Me daban asco todos. No tenía descaro para decírselo de día, cuando los tenía delante, pero desde donde estaba no corría ningún riesgo; les grité: «¡Socorro! ¡Socorro!», sólo para ver si reaccio­naban. Ni lo más mínimo. Empujaban la vida y la noche y el día delante de ellos, los hombres. La vida esconde todo a los hombres. En su propio ruido no oyen nada. Se la suda. Y cuanto mayor y más alta es la ciudad, más se la suda. Os lo digo yo, que lo he intentado. No vale la pena.
Fue sólo por razones crematísticas, si bien de lo más ur­gentes e imperiosas, por lo que me puse a buscar a Lola. De no haber sido por esa lastimosa necesidad, ¡menudo si la habría dejado envejecer y desaparecer sin volver a verla nunca, a aquella puta! Al fin y al cabo, conmigo, no me cabía la menor duda, pensándolo bien, se había com­portado del modo más descarado y asqueroso.

El egoísmo de las personas que han tenido algo que ver en tu vida, cuando lo piensas, pasados los años, resul­ta innegable, tal como fue, es decir, de acero, de platino y mucho más duradero aún que el tiempo mismo.

Durante la juventud, a las indiferencias más áridas, a las granujadas más cínicas, llegas a encontrarles excu­sas de chifladuras pasionales y también qué sé yo qué sig­nos de romanticismo inexperto. Pero, más adelante, cuando la vida te ha demostrado de sobra la cantidad de cautela, crueldad y malicia que exige simplemente para mantenerla bien que mal, a 37o, te das cuenta, te empapas, estás en condiciones de comprender todas las guarradas que contiene un pasado. Basta con que te contemples es­crupulosamente a ti mismo y lo que has llegado a ser en punto a inmundicia. No queda misterio ni bobería, te has jalado toda la poesía por haber vivido hasta entonces. Un tango, la vida.

A la granujilla de mi amiga acabé descubriéndola, tras muchas dificultades, en el vigesimotercer piso de una Calle 77. Es increíble lo que pueden asquearte las personas a las que te dispones a pedir un favor. Era una casa señorial y de buen tono, la suya, como me había imaginado.

Por haber tomado previamente grandes dosis de cine, me encontraba casi dispuesto mentalmente, saliendo del marasmo en que me debatía desde mi desembarco en Nueva York, y el primer contacto fue menos desagrada­ble de lo que había previsto. No pareció experimentar viva sorpresa siquiera al volver a verme, Lola, sólo un poco de desagrado al reconocerme.

Intenté, a modo de preámbulo, esbozar una conversa­ción anodina con ayuda de los temas de nuestro pasado común y ello, por supuesto, en los términos más prudentes posibles, y mencioné, entre otros, pero sin insistir, la guerra como episodio. En eso metí la pata bien. Ella no quería volver a oír hablar nunca más de la guerra, en absoluto. La envejecía. Me devolvió, molesta, la pelota confiándome que la edad me había arrugado, inflado y caricaturizado tanto, que no me habría reconocido en la calle. Intercambiábamos cortesías. ¡Si la muy puta se imaginaba que me iba a herir con semejantes pijaditas...! Ni siquiera me digné responder a tan viles imperti­nencias.

Su mobiliario no era nada del otro jueves, pero era ale­gre, de todos modos, soportable, al menos así me pareció al salir de mi Laugh Calvin.

El método, los detalles de una fortuna rápida te dan siempre una impresión de magia. Desde la ascensión de Musyne y de la Sra. Herote, yo sabía que la jodienda es la pequeña mina de oro del pobre. Esas bruscas mudanzas femeninas me encantaban y habría dado, por ejemplo, mi último dólar a la portera de Lola sólo por tirarla de la lengua.

Pero no había portera en su casa. No había una sola portera en la ciudad. Una ciudad sin portera es algo sin historia, sin gusto, insípido como una sopa sin pimienta ni sal, una bazofia informe. ¡Ah, qué sabrosos los restos! Desperdicios, rebabas que rezuman de la alcoba, la coci­na, las buhardillas, chorrean en cascadas por la portería, el centro de la vida, ¡qué sabroso infierno! Ciertas porte­ras de nuestros pagos sucumben a su tarea, se las ve lacó­nicas, tose que tose, deleitadas, pasmadas; es que están abrumadas, las pobres mártires, consumidas por tanta verdad.

Contra la abominación de ser pobre, conviene, confe­sémoslo, es un deber, intentarlo todo, embriagarse con cualquier cosa, vino, del baratito, masturbación, cine. No hay que mostrarse difícil. Nuestras porteras suministran hasta en años de mala cosecha, admitámoslo, a quienes saben tomarlo y recalentarlo, más cerca del corazón, odio para todos los gustos y gratis, el suficiente para hacer sal­tar un mundo. En Nueva York te encuentras atrozmente desprovisto de esa guindilla vital, sórdida pero viva, irre­futable, sin la cual el espíritu se asfixia y se condena a no murmurar sino vagamente y farfullar pálidas calumnias. Nada que corroa, vulnere, saje, moleste, obsesione, sin portera, y añada leña al fuego del odio universal, lo avive con sus mil detalles innegables.


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