Viaje Al Fin De La Noche



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Desconcierto tanto más sensible cuanto que Lola, sor­prendida en su medio, me provocaba precisamente una nueva repugnancia, tenía unas ganas irreprimibles de vo­mitar sobre la vulgaridad de su éxito, de su orgullo, úni­camente trivial y repulsivo, pero, ¿con qué? Por efecto de un contagio instantáneo, el recuerdo de Musyne se me volvió en el mismo instante igual de hostil y repugnante. Un odio intenso nació en mí hacia aquellas dos mujeres, aún dura, se incorporó a mi razón de ser. Me faltó toda una documentación para librarme a tiempo y por fin de toda indulgencia presente y futura hacia Lola. No se pue­de rehacer lo vivido.

El valor no consiste en perdonar, ¡siempre perdonamos más de la cuenta! Y eso no sirve de nada, está demostra­do. Detrás de todos los seres humanos, en la última fila, ¡se ha colocado a la criada! Por algo será. No lo olvide­mos nunca. Una noche habrá que adormecer para siem­pre a la gente feliz, mientras duermen, os lo digo yo, y acabar con ella y con su felicidad de una vez por todas. El día siguiente no se hablará más de su felicidad y habre­mos conseguido la libertad de ser desgraciados cuanto queramos, igual que la criada. Pero sigo con mi relato: iba y venía, pues, por la habitación, Lola, sin demasiada ropa encima y su cuerpo me parecía, de todos modos, muy apetecible aún. Un cuerpo lujoso siempre es una viola­ción posible, una efracción preciosa, directa, íntima en el cogollo de la riqueza, del lujo y sin desquite posible.

Tal vez sólo esperara un gesto mío para despedirme. En fin fue sobre todo la puñetera gusa la que me inspiró prudencia. Primero, jalar. Y, además, no cesaba de con­tarme las futilidades de su existencia. Habría que cerrar el mundo, está visto, durante dos o tres generaciones al me­nos, si ya no hubiera mentiras que contar. Ya no tendría­mos nada o casi que decirnos. Pasó a preguntarme lo que pensaba yo de su América. Le confié que había llegado a ese punto de debilidad y angustia en que casi cualquiera y cualquier cosa te resulta temible y, en cuanto a su país, sencillamente me espantaba más que todo el conjunto de amenazas directas, ocultas e imprevisibles que en él en­contraba, sobre todo por la enorme indiferencia hacia mí, que lo resumía, a mi parecer.

Tenía que ganarme el cocido, le confesé también, por lo que en breve plazo debía superar todas aquellas sensi­blerías. En ese sentido me encontraba muy atrasado y le garanticé mi más sincero agradecimiento, si tenía la ama­bilidad de recomendarme a algún posible empresario entre sus relaciones... Pero lo más rápido posible... Me contentaría perfectamente con un salario muy modesto... Y fui y le solté muchas otras zalamerías y sandeces. Le cayó bastante mal aquella propuesta humilde pero indis­creta. Desde el primer momento se mostró desalentado­ra. No conocía absolutamente a nadie que pudiera darme un currelo o una ayuda, respondió. Pasamos a hablar, por fuerza, de la vida en general y después de la suya en par­ticular.

Estábamos espiándonos así, moral y físicamente, cuan­do llamaron al timbre. Y, después, casi sin transición ni pausa, entraron en la habitación cuatro mujeres, maqui­lladas, maduras, carnosas, músculo y joyas, muy íntimas con Lola. Tras presentármelas sin demasiados detalles, Lola, muy violenta (era visible), intentaba llevárselas a otro cuarto, pero ellas, poco complacientes, se pusieron a acaparar mi atención todas juntas, para contarme todo lo que sabían sobre Europa. Viejo jardín, Europa, atesta­do de locos anticuados, eróticos y rapaces. Recitaban de memoria el Chabanais y los Inválidos.

Yo, por mi parte, no había visitado ninguno de esos dos lugares. Demasiado caro el primero, demasiado leja­no el segundo. A modo de réplica, fui presa de un arran­que de patriotismo automático y fatigado, más necio aún que el que te asalta en esas ocasiones. Les repliqué, enérgico, que su ciudad me deprimía. Una especie de fe­ria aburrida, les dije, cuyos encargados se empeñaban, de todos modos, en hacerla parecer divertida...

Al tiempo que peroraba así, artificial y convencional, no podía dejar de percibir con mayor claridad aún otras razones, además del paludismo, para la depresión física y moral que me abrumaba. Se trataba, por lo demás, de un cambio de costumbres, tenía que aprender una vez más a reconocer nuevos rostros en un medio nuevo, otras for­mas de hablar y mentir. La pereza es casi tan fuerte como la vida. La trivialidad de la nueva farsa que has de interpretar te agobia y, en resumidas cuentas, necesitas aún más cobardía que valor para volver a empezar. Eso es el exilio, el extranjero, esa inexorable observación de la existencia, tal como es de verdad, durante esas largas ho­ras lúcidas, excepcionales, en la trama del tiempo huma­no, en que las costumbres del país precedente te abando­nan, sin que las otras, las nuevas, te hayan embrutecido aún lo suficiente.

Todo en esos momentos viene a sumarse a tu inmundo desamparo para forzarte, impotente, a discernir las cosas, las personas y el porvenir tales como son, es decir, esque­letos, simples nulidades, que, sin embargo, deberás amar, querer, defender, animar, como si existieran.

Otro país, otras gentes a tu alrededor, agitadas de for­ma un poco extraña, algunas pequeñas vanidades menos disipadas, cierto orgullo ya sin su razón de ser, sin su mentira, sin su eco familiar: con eso basta, la cabeza te da vueltas, la duda te atrae y el infinito, un humilde y ri­dículo infinito, se abre sólo para ti y caes en él...

El viaje es la búsqueda de esa nulidad, de ese modesto vértigo para gilipollas...

Se reían con ganas, las cuatro visitantes de Lola, al oír­me pronunciar así mi rimbombante confesión de Jean-Jacques de pacotilla ante ellas. Me aplicaron un montón de nombres que, con las deformaciones americanas de su habla zalamera e indecente, apenas comprendí. Chorbas patéticas.

Cuando entró el criado negro para servir el té, guarda­mos silencio.

Sin embargo, una de aquellas visitantes debía de tener más vista que las demás, pues anunció en voz bien alta que yo estaba temblando de fiebre y que debía de pade­cer también una sed fuera de lo normal. La merienda que sirvieron me gustó mucho, pese a mi tembleque. Aque­llos sandwiches me salvaron la vida, puedo asegurarlo.

Siguió una conversación sobre los méritos comparati­vos de las casas de tolerancia parisinas, sin que yo me to­mara la molestia de participar en ella. Aquellas bellezas probaron muchos más licores complicados y después, to­talmente animadas y confidenciales bajo su influencia, enrojecieron hablando de «matrimonios». Pese a estar muy ocupado con la manducatoria, no pude dejar de no­tar al tiempo que se trataba de matrimonios muy especia­les, debían de ser incluso uniones entre sujetos muy jóve­nes, entre niños, por los cuales recibían comisiones.

Lola advirtió que yo seguía la conversación con aten­ción y curiosidad. Me lanzaba miradas bastante severas. Había dejado de beber. Los hombres que conocía allí, Lola, los americanos, no pecaban, como yo, de curiosos, nunca. Me mantuve con cierta dificultad dentro de los límites de su vigilancia. Tenía ganas de hacer mil pregun­tas a aquellas mujeres.

Por fin, las invitadas acabaron dejándonos, se marcharon con movimientos torpes, exaltadas por el alcohol y sexualmente reavivadas. Se excitaban perorando con un erotismo curioso: elegante y cínico. Yo presentía en aquello un re­gusto isabelino cuyas vibraciones me habría gustado mu­cho sentir yo también, muy preciosas, desde luego, y con­centradas al máximo en la punta de mi órgano. Pero aquella comunión biológica, decisiva durante un viaje, aquel men­saje vital, tan sólo pude presentirlos, con gran disgusto, por cierto, y tristeza acrecentada. Incurable melancolía.

En cuanto hubieron cruzado la puerta, las amigas, Lola se mostró francamente excitada. Aquel intermedio le había desagradado profundamente. Yo no dije ni pío.

«¡Qué brujas!», renegó unos minutos después.

«¿De qué las conoces?», le pregunté.

«Son amigas de toda la vida...»

No estaba dispuesta a hacer más confidencias por el momento.

Por sus modales, bastante arrogantes, para con ella, me había parecido que aquellas mujeres tenían, en cierto me­dio, ascendiente sobre Lola e incluso una autoridad bas­tante grande, innegable, indiscutible. Nunca iba a saber yo nada más.

Lola dijo que debía salir, pero me invitó a quedarme esperándola allí, en su casa, y comiendo un poco, si aún tenía hambre. Como había abandonado el Laugh Calvin sin pagar la cuenta y sin intención tampoco de volver, ni mucho menos, me alegró mucho la autorización que me concedía, unos momentos más de calorcito antes de ir a afrontar la calle, ¡y qué calle, señores!...

En cuanto me quedé solo, me dirigí por un pasillo ha­cia el lugar de donde había visto salir al negro a su servi­cio. A medio camino del office, nos encontramos y le es­treché la mano. Me condujo, confiado, a su cocina, lindo lugar bien ordenado, mucho más lógico y vistoso que el salón.

Al instante, se puso a escupir ante mí sobre el magnífi­co embaldosado y como sólo los negros saben hacerlo, lejos, copiosa, perfectamente. También yo escupí por cortesía, pero como pude. En seguida entramos en confi­dencias. Lola, según me informó, poseía un barco-salón en el río, dos autos en la carretera y una bodega con lico­res de todos los países del mundo. Recibía catálogos de los grandes almacenes de París. Así mismo. Se puso a re­petirme sin fin aquellas mismas informaciones escuetas. Dejé de escucharlo.

Mientras dormitaba junto a él, me vino a la memoria el pasado, los tiempos en que Lola me había dejado en el París de la guerra. Aquella caza, persecución, emboscada, verbosa, falsa, cauta, Musyne, los argentinos, sus barcos llenos de carne, Topo, las cohortes de destripados de la Place Clichy, Robinson, las olas, el mar, la miseria, la co­cina tan blanca de Lola, su negro y nada más y yo en medio como cualquier otro. Todo podía continuar. La gue­rra había quemado a unos, calentado a otros, igual que el fuego tortura o conforta, según estés dentro o delante de él. Hay que espabilarse y se acabó.

También era cierto lo que decía, que yo había cambia­do mucho. La existencia es que te retuerce y tritura el rostro. A ella también le había triturado el rostro, pero menos, mucho menos. Los pobres van dados. La miseria es gigantesca, utiliza tu cara, como una bayeta, para lim­piar las basuras del mundo. Algo queda.

Sin embargo, yo creía haber notado en Lola algo nue­vo, instantes de depresión, de melancolía, lagunas en su optimista necedad, instantes de esos en que la persona ha de hacer acopio de energía para llevar un poco más ade­lante lo conseguido en su vida, en sus años, ya demasiado pesados, a pesar suyo, para el ánimo que aún tiene, su co­china poesía.

De repente, su negro se puso de nuevo a agitarse. Vol­vía a darle la manía. Como nuevo amigo, quería atibo­rrarme de pasteles, cargarme de puros. Al final, sacó, con infinitas precauciones, de un cajón una masa redonda y emplomada.

«¡La bomba! -me anunció, furioso. Retrocedí-. Li­berta! Liberta!», vociferaba, jovial.

Volvió a guardar todo en su sitio y escupió espléndida­mente otra vez. ¡Qué emoción! Estaba radiante. Su risa me asombró también, un cólico de sensaciones. Un gesto más o menos, me decía yo, apenas tiene importancia. Cuando Lola volvió, por fin, de sus recados, nos encon­tró juntos en el salón, en pleno fumeque y cachondeo. Hizo como que no notaba nada.

El negro se largó a escape; a mí ella me llevó a su habi­tación. La encontré triste, pálida y temblorosa. ¿De dón­de volvería? Empezaba a hacerse muy tarde. Era la hora en que los americanos se sienten desamparados porque la vida sólo vibra ya a cámara lenta a su alrededor. En el garaje, un auto de cada dos. Es el momento de las confiden­cias a medias. Pero hay que apresurarse a aprovecharlo. Me preparaba interrogándome, pero el tono que eligió para hacerme ciertas preguntas sobre la vida que llevaba yo en Europa me irritó profundamente.

No ocultó que me consideraba capaz de todas las baje­zas. Esa hipótesis no me ofendía, sólo me molestaba. Pre­sentía perfectamente que yo había ido a verla para pedirle dinero y ya eso solo creaba entre nosotros una animosi­dad muy natural. Todos esos sentimientos rayan en el crimen. Seguíamos en el nivel de las trivialidades y yo ha­cía lo imposible para que no se produjera una bronca de­finitiva entre nosotros. Se interesó, entre otras cosas, por los detalles de mis travesuras genitales, me preguntó si no habría abandonado en algún sitio, durante mis vagabun­deos, a un niño que ella pudiera adoptar. Extraña idea que se le había ocurrido. Era su manía, la adopción de un niño. Pensaba, con bastante simpleza, que un fracasado de mi estilo debía de haber plantado raíces clandestinas casi por todas las latitudes. Ella era rica, me confió, y se moría por poder dedicarse a un niño, pero no lo conse­guía. Había leído todas las obras de puericultura y sobre todo las que se ponen líricas hasta el pasmo al hablar de las maternidades, libros que, si los asimilas del todo, te quitan las ganas de copular, para siempre. Toda virtud tiene su literatura inmunda.

Como ella deseaba sacrificarse exclusivamente por un «chiquitín», a mí no me acompañaba la suerte. Sólo po­día ofrecerle el grandullón que yo era, absolutamente re­pulsivo para ella. Sólo valen, en una palabra, las miserias bien presentadas para tener éxito, las que van bien prepa­radas por la imaginación. Nuestra charla languideció: «Mira, Ferdinand -me propuso, al final-, ya hemos ha­blado bastante, te voy a llevar al otro extremo de Nueva York, para visitar a mi protegido, un pequeño del que me ocupo con mucho gusto, aunque su madre me fastidia...» ¡Vaya unas horas! Por el camino, en el coche, hablamos de su catastrófico negro.

«¿Te ha enseñado sus bombas?», me preguntó. Le con­fesé que me había sometido a esa dura prueba.

«Mira, Ferdinand, no es peligroso, ese maníaco. Carga sus bombas con mis facturas viejas... En tiempos formaba parte, en Chicago, de una sociedad secreta, muy temible, para la emancipación de los negros... Eran, por lo que me han contado, gente horrible... La banda fue disuelta por las autoridades, pero ha conservado ese gusto por las bombas, mi negro... Nunca las carga con pólvora... Le basta el espíritu... En el fondo, no es sino un artista... Nunca acabará de hacer la revolución... Pero lo conser­vo, ¡es un doméstico excelente! Y, al fin y al cabo, tal vez sea más honrado que los otros, que no hacen la revo­lución...»

Y volvió a su manía de la adopción.

«Es una lástima, la verdad, que no tengas una hija en alguna parte, Ferdinand, un estilo soñador como el tuyo iría muy bien a una mujer, mientras que a un hombre no le queda nada bien...»

La lluvia, al azotarlo, volvía a cerrar la noche sobre nuestro auto, que se deslizaba sobre la larga cinta de ce­mento liso. Todo me resultaba hostil y frío, hasta su mano, pese a mantenerla bien cogida en la mía. Todo nos separaba. Llegamos ante una casa muy diferente por el aspecto de la que acabábamos de abandonar. En un piso de una primera planta, un niño de diez años más o menos nos esperaba junto a su madre. El mobiliario de aquellos cuartos imitaba el estilo Luis XV, olían a guiso reciente. El niño fue a sentarse en las rodillas de Lola y la besó con mucha ternura. La madre me pareció también de lo más cariñosa con Lola y, mientras ésta charlaba con el pequeño, yo me las arreglé para llevarme a la madre a la habita­ción contigua.

Cuando volvimos, el niño estaba ensayando un paso de baile que acababa de aprender en las clases del Conserva­torio. «Tiene que recibir algunas lecciones particulares más -concluyó Lola-, ¡y quizá pueda presentarlo al Théátre du Globe, amiga Vera! ¡Tal vez tenga un brillante porvenir, este niño!» La madre, tras esas palabras alenta­doras, se deshizo en lágrimas de agradecimiento. Al mis­mo tiempo recibió un pequeño fajo de billetes verdes, que guardó en el pecho, como si fueran una carta de amor.

«El pequeño me gusta bastante -observó Lola, cuando estuvimos de nuevo fuera-, pero tengo que soportar tam­bién a la madre y no me gustan las madres demasiado as­tutas... Y, además, es que ese pequeño es demasiado vi­cioso... No es ésa la clase de cariño que deseo... Quisiera experimentar un sentimiento absolutamente maternal... ¿Me comprendes, Ferdinand?...» Con tal de poder jalar, comprendo todo lo que quieran; lo mío ya no es inteli­gencia, es caucho.

No se apeaba de su deseo de pureza. Cuando hubimos llegado, unas calles más adelante, me preguntó dónde iba yo a dormir aquella noche y me acompañó unos pasos más por la acera. Le respondí que, si no encontraba unos dólares en aquel mismo momento, no podría acostarme en ninguna parte.

«De acuerdo -respondió ella-. Acompáñame hasta mi casa y te daré un poco de dinero y después te vas a donde quieras.»

Quería dejarme tirado en plena noche y lo antes posi­ble. Cosa normal. De tanto verte expulsado así, a la no­che, has de acabar por fuerza en alguna parte, me decía yo. Era el consuelo. «Ánimo, Ferdinand -me repetía a mí mismo, para alentarme-, a fuerza de verte echado a la ca­lle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a todos, a todos esos cabrones, y que debe de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso no van ellos hasta el fin de la noche!»

Después todo fue frialdad entre nosotros, en su auto. Las calles que cruzábamos nos amenazaban con todo su silencio armado hasta arriba de piedra, hasta el infinito, con una especie de diluvio en suspenso. Una ciudad al acecho, monstruo lleno de sorpresas, viscoso de asfalto y lluvias. Por fin, aminoramos la marcha. Lola me precedió hacia su portal.

«¡Sube! -me invitó-. ¡Sígueme!»

Otra vez su salón. Yo me preguntaba cuánto iría a darme para acabar de una vez y librarse de mí. Estaba buscando billetes en un bolsillo colocado sobre un mue­ble. Oí el intenso crujido de los billetes arrugados. ¡Qué segundos! Ya sólo se oía en la ciudad aquel ruido. Sin embargo, me sentía tan violento aún, que le pregunté, no sé por qué, tan inoportuno, cómo estaba su madre, de quien me había olvidado.

«Está enferma, mi madre», dijo, al tiempo que se vol­vía para mirarme a la cara.

«Entonces, ¿dónde está ahora?»

«En Chicago.»

«¿Qué enfermedad tiene?»

«Cáncer de hígado... La he llevado a los mejores espe­cialistas de la ciudad... Su tratamiento me cuesta muy caro, pero la salvarán. Me lo han prometido.»

Precipitadamente, me dio muchos otros detalles relati­vos al estado de su madre en Chicago. De golpe se puso de lo más tierna y familiar y ya no pudo por menos de pedirme un consuelo íntimo. Estaba en mis manos.

«Y tú, Ferdinand, piensas también que la curarán, ¿verdad?»

«No -respondí muy franco, muy categórico-, los cán­ceres de hígado son absolutamente incurables.»

De pronto, palideció hasta el blanco de los ojos. Era la primera, pero es que la primera, vez que la veía yo des­concertada, a aquella puta, por algo.

«Pero, Ferdinand, ¡si los especialistas me han asegura­do que curaría! Me lo han garantizado... ¡Por escrito!... Son, verdad, unas eminencias...»

«Por la pasta, Lola, habrá siempre, por fortuna, emi­nencias médicas... Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar... Y tú también, Lola, harías lo mismo...»

Lo que le decía le pareció, de pronto, tan innegable, tan evidente, que no intentó discutir más.

Por una vez, por primera vez quizás en su vida, Le iba a faltar desparpajo.

«Oye, Ferdinand, me estás causando una pena infinita, ¿te das cuenta?... Quiero con locura a mi madre, lo sabes, ¿no?, que la quiero con locura...»

¡Muy a propósito! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿qué cojones puede importarle al mundo? ¿Que quiera uno o no a su madre?

Sollozaba, sumida en su vacío, Lola.

«Ferdinand, tú eres un fracasado despreciable -prosi­guió furiosa- ¡y un malvado horrible!... Te estás vengan­do así, del modo más cobarde posible, por tu desesperada situación, viniendo a decirme cosas espantosas... ¡Estoy segura incluso de que estás haciendo mucho daño a mi madre al hablar así!...»

En su desesperación había resabios del método Coué.

Su excitación no me daba, ni mucho menos, el miedo que la de los oficiales del Amiral-Bragueton, los que pre­tendían liquidarme para distraer a las damas ociosas.

Miraba yo atento a Lola, mientras me ponía verde, y sentía algo de orgullo, al comprobar, en cambio, que mi indiferencia o, mejor dicho, mi alegría, iba en aumen­to, a medida que me insultaba más. Por dentro somos amables.

«Para deshacerse de mí -calculé- va a tener que darme ahora por lo menos veinte dólares... Tal vez más inclu­so...»

Tomé la ofensiva: «Lola, préstame, por favor, el dinero que me has prometido o, si no, me quedo a dormir aquí y me vas a oír repetir todo lo que sé sobre el cáncer, sus complicaciones, sus trasmisiones por herencia, pues el cáncer es, por si no lo sabías, hereditario, Lola. ¡No hay que olvidarlo!»

A medida que yo recalcaba, perfilaba los detalles sobre el caso de su madre, la veía palidecer ante mí, a Lola, flaquear, debilitarse. «¡Toma, puta! -me decía yo-. ¡Duro ahí, Ferdinand! ¡Para una vez que tienes la sartén por el mango!... No la sueltes... ¡Tardarás mucho en encontrar uno tan sólido!...»

«¡Toma! -dijo, completamente crispada-. ¡Aquí tienes tus cien dólares! ¡Lárgate y no vuelvas nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca!... Out! Out! Out! ¡Cerdo asqueroso!...»

«Pero, dame un besito, Lola, a pesar de todo. ¡Anda!... ¡No estamos enfadados!», propuse para ver hasta qué ex­tremo podría asquearla. Entonces sacó un revólver del cajón y no precisamente en broma. La escalera me bastó, ni siquiera llamé al ascensor.

De todos modos, aquel broncazo me devolvió las ga­nas de trabajar y el valor. El día siguiente mismo cogí el tren para Detroit, donde, según me aseguraron, era fácil encontrar muchos currelillos no demasiado duros y bien pagados.
La gente me decía por la calle lo mismo que el sargento en el bosque. «¡Mire! -me decían-. No tiene pérdida, es justo enfrente.»

Y vi, en efecto, los grandes edificios rechonchos y acristalados, a modo de jaulas sin fin para moscas, en las que se veían hombres moviéndose, pero muy lentos, como si ya sólo forcejearan muy débilmente con yo qué sé qué imposible. ¿Eso era Ford? Y, además, por todos lados y por encima, hasta el cielo, un estruendo múltiple y sordo de torrentes de aparatos, duro, la obstinación de las máquinas girando, rodando, gimiendo, siempre a punto de romperse y sin romperse nunca.

«Conque es aquí... -me dije-. No es apasionante...» Era incluso peor que todo lo demás. Me acerqué más, hasta la puerta, donde en una pizarra decía que necesita­ban gente.

No era yo el único que esperaba. Uno de los que aguardaban me dijo que llevaba dos días allí y aún en el mismo sitio. Había venido desde Yugoslavia, aquel bo­rrego, a pedir trabajo. Otro pelagatos me dirigió la pala­bra, venía a currelar, según decía, sólo por gusto, un ma­níaco, un fantasma.

En aquella multitud casi nadie hablaba inglés. Se espia­ban entre sí como animales desconfiados, apaleados con frecuencia. De su masa subía el olor de entrepiernas ori­nadas, como en el hospital. Cuando te hablaban, esquivabas la boca, porque el interior de los pobres huele ya a muerte.

Llovía sobre nuestro gentío. Las filas se comprimían bajo los canalones. Se comprime con facilidad la gente que busca currelo. Lo que les gustaba de Ford, fue y me explicó el viejo ruso, dado a las confidencias, era que contrataban a cualquiera y cualquier cosa. «Sólo, que ándate con ojo -añadió, para que supiera a qué atenerme-, no hay que po­nerse chulito en esta casa, porque, si te pones chulito, en un dos por tres te pondrán en la calle y te sustituirá, en un dos por tres también, una máquina de las que tienen siem­pre listas y, si quieres volver, ¡te dirán que nanay!» Hablaba castizo, aquel ruso, porque había estado años en el «taxi» y lo habían echado a consecuencia de un asunto de tráfico de cocaína en Bezons y, para colmo, se había jugado el coche a los dados con un cliente en Biarritz y lo había perdido.


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