Viaje Al Fin De La Noche



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Era cierto lo que me explicaba de que cogían a cual­quiera en la casa Ford. No había mentido. Aun así, yo no acababa de creérmelo, porque los pelagatos deliran con facilidad. Llega un momento, en la miseria, en que el alma abandona el cuerpo en ocasiones. Se encuentra muy mal en él, la verdad. Ya casi es un alma la que te habla. Y no es responsable, un alma.

En pelotas nos pusieron, claro está, para empezar. El reconocimiento se hacía como en un laboratorio. Desfilá­bamos despacio. «Estás hecho una braga -comentó antes que nada el enfermero al mirarme-, pero no importa.»

¡Y yo que había temido que no me dieran el currelo en cuanto notaran que había tenido las fiebres de África, si por casualidad me palpaban el hígado! Pero, al contrario, parecían muy contentos de encontrar a feos y lisiados en nuestra tanda.

«Para lo que vas a hacer aquí, ¡no tiene importancia la constitución!», me tranquilizó el médico examinador, en seguida.

«Me alegro -respondí yo-, pero, mire, señor, tengo instrucción yo e incluso empecé en tiempos los estudios de medicina...»

De repente, me miró con muy mala leche. Tuve la sen­sación de haber vuelto a meter la pata y en mi contra.

«¡No te van a servir de nada aquí los estudios, chico! No has venido aquí para pensar, sino para hacer los ges­tos que te ordenen ejecutar... En nuestra fábrica no nece­sitamos a imaginativos. Lo que necesitamos son chim­pancés... Y otro consejo. ¡No vuelvas a hablarnos de tu inteligencia! ¡Ya pensaremos por ti, amigo! Ya lo sabes.»

Tenía razón en avisarme. Más valía que supiera a qué atenerme sobre las costumbres de la casa. Tonterías ya había hecho bastantes para diez años por lo menos. En adelante me interesaba pasar por un calzonazos. Una vez vestidos, nos repartieron en filas cansinas, en grupos va­cilantes de refuerzo hacia los lugares de donde nos llega­ban los estrépitos de las máquinas. Todo temblaba en el inmenso edificio y nosotros mismos de los pies a las ore­jas, atrapados por el temblor, que llegaba de los cristales, el suelo y la chatarra, en sacudidas, vibraciones de arriba abajo. Te volvías máquina tú mismo a la fuerza, con toda la carne aún temblequeante, entre aquel ruido furioso, tremendo, que se te metía dentro y te envolvía la cabeza y más abajo, te agitaba las tripas y volvía a subir hasta los ojos con un ritmo precipitado, infinito, incansable. A medida que avanzábamos, perdíamos a los compañeros. Les sonreíamos un poquito a ésos, al separarnos, como si todo lo que sucedía fuera muy agradable. Ya no podía­mos hablarnos ni oírnos. Todas las veces se quedaban tres o cuatro en torno a una máquina.

De todos modos, resistías, te costaba asquearte de tu propia substancia, habrías querido detener todo aquello para reflexionar y oír latir en ti el corazón con facilidad, pero ya no podías. Aquello ya no podía acabar. Era como un cataclismo, aquella caja infinita de aceros, y nosotros girábamos dentro con las máquinas y con la tierra. ¡To­dos juntos! Y los mil rodillos y pilones que nunca caían a un tiempo, con ruidos que se atropellaban unos contra otros y algunos tan violentos, que desencadenaban a su alrededor como silencios que te aliviaban un poco.

La vagoneta llena de chatarra apenas podía pasar entre las máquinas. ¡Que se apartaran todos! Que saltasen para que pudiera arrancar de nuevo, aquella histérica. Y, ¡ha­le!, iba a agitarse más adelante, la muy loca, traqueteando entre poleas y volantes, a llevar a los hombres sus racio­nes de grilletes.

Los obreros inclinados, atentos a dar todo el placer posible a las máquinas, daban asco, venga pasarles pernos y más pernos, en lugar de acabar de una vez por todas, con aquel olor a aceite, aquel vaho que te quemaba los tímpanos y el interior de los oídos por la garganta. No era por vergüenza por lo que bajaban la cabeza. Cedías ante el ruido como ante la guerra. Te abandonabas ante las máquinas con las tres ideas que te quedaban vacilando en lo alto, detrás de la frente. Se acabó. Miraras donde mirases, ahora todo lo que la mano tocaba era duro. Y todo lo que aún conseguías recordar un poco estaba rí­gido también como el hierro y ya no tenía sabor en el pensamiento.

Habías envejecido más que la hostia de una vez.

Había que abolir la vida de fuera, convertirla también en acero, en algo útil. No nos gustaba bastante tal como era, por eso. Había que convertirla, pues, en un objeto, en algo sólido, ésa era la regla.

Intenté hablarle, al encargado, al oído, me respondió con un gruñido de cerdo y sólo con gestos me enseñó, muy paciente, la sencillísima maniobra que yo debía rea­lizar en adelante y para siempre. Mis minutos, mis horas, el resto de mi tiempo, como los demás, se consumirían en pasar clavijas pequeñas al ciego de al lado, que las cali­braba, ése, desde hacía años, las clavijas, las mismas. Yo en seguida empecé a cometer graves errores. No me rega­ñaron, pero, tras tres días de aquel trabajo inicial, me destinaron, como un fracasado ya, a conducir la carretilla llena de arandelas, la que iba traqueteando de una máqui­na a otra. Aquí dejaba tres; allí, doce; allá, cinco sólo. Nadie me hablaba. Ya sólo existíamos gracias a una como vacilación entre el embotamiento y el delirio. Ya sólo im­portaba la continuidad estrepitosa de los miles y miles de instrumentos que mandaban a los hombres.

Cuando a las seis todo se detenía, te llevabas contigo el ruido en la cabeza; yo lo conservaba la noche entera, el ruido y el olor a aceite también, como si me hubiesen puesto una nariz nueva, un cerebro nuevo para siempre.

Conque, a fuerza de renunciar, poco a poco, me con­vertí en otro... Un nuevo Ferdinand. Al cabo de unas se­manas. Aun así, volvía a sentir deseos de ver de nuevo a personas de fuera. No las del taller, por supuesto, que no eran sino ecos y olores de máquinas como yo, carnes en vibración hasta el infinito, mis compañeros. Un cuerpo auténtico era lo que quería yo tocar, un cuerpo rosa de au­téntica vida silenciosa y suave.

Yo no conocía a nadie en aquella ciudad y sobre todo a ninguna mujer. Con mucha dificultad conseguí averiguar la dirección de una «Casa», un burdel clandestino, en el barrio septentrional de la ciudad. Fui a pasearme por allí algunas tardes seguidas, después de la fábrica, en recono­cimiento. Aquella calle se parecía a cualquier otra, aun­que más limpia tal vez que la mía.

Había localizado el hotelito, rodeado de jardines, don­de pasaba lo que pasaba. Había que entrar rápido para que el guripa que hacía guardia cerca de la puerta pudiera hacer como que no había visto nada. Fue el primer lugar de América en que me recibieron sin brutalidad, con amabilidad incluso, por mis cinco dólares. Y había las chavalas bellas, llenitas, tersas de salud y fuerza gracio­sa, casi tan bellas, al fin y al cabo, como las del Laugh Calvin.

Y, además, a aquellas podías tocarlas sin rodeos. No pude por menos de volverme un parroquiano de aquel lugar. En él acababa toda mi paga. Necesitaba, al llegar la noche, las promiscuidades eróticas de aquellas criaturas tan espléndidas y acogedoras para recuperar el alma. El cine ya no me bastaba, antídoto benigno, sin efecto real contra la atrocidad material de la fábrica. Había que re­currir, para seguir adelante, a los tónicos potentes, des­madrados, a métodos más drásticos. A mí sólo me exi­gían cánones módicos en aquella casa, arreglos de amigos, porque les había traído de Francia, a aquellas da­mas, algunas cosillas. Sólo que el sábado por la noche, no había nada que hacer, había un llenazo y yo dejaba todo el sitio a los equipos de baseball que habían salido de juerga, con vigor magnífico, tíos cachas a quienes la feli­cidad parecía resultar tan fácil como respirar.

Mientras disfrutaban los equipos, yo, por mi parte, es­cribía relatos cortos en la cocina y para mí sólo. El entu­siasmo de aquellos deportistas por las criaturas del lugar no alcanzaba, desde luego, al fervor, un poco impotente, del mío. Aquellos atletas tranquilos en su fuerza estaban hartos de perfección física. La belleza es como el alcohol o el confort, te acostumbras a ella y dejas de prestarle atención.

Iban sobre todo, ellos, al picadero, por el cachondeo. Muchas veces acababan dándose unas hostias que para qué. Entonces llegaba la policía en tromba y se llevaba a todo el mundo en camionetas.

Hacia una de las jóvenes del lugar, Molly, no tardé en experimentar un sentimiento excepcional de confianza, que, en los seres atemorizados, hace las veces de amor.

Recuerdo, como si fuera ayer, sus atenciones, sus piernas largas y rubias, magníficamente finas y musculosas, pier­nas nobles. La auténtica aristocracia humana la confieren, digan lo que digan, las piernas, eso por descontado.

Llegamos a ser íntimos en cuerpo y espíritu y todas las semanas íbamos juntos a pasearnos unas horas por la ciu­dad. Tenía posibles, aquella amiga, ya que se hacía unos cien dólares al día en la casa, mientras que yo, en Ford, apenas ganaba diez. El amor que hacía para vivir apenas la fatigaba. Los americanos lo hacen como los pájaros.

Por la noche, tras haber conducido mi carrito ambu­lante, me imponía a mí mismo la obligación de aparecer, después de cenar, con cara amable para ella. Hay que ser alegre con las mujeres, al menos en los comienzos. Sentía un deseo vago y lancinante de proponerle cosas, pero ya no me quedaban fuerzas. Comprendía perfectamente el desánimo industrial, Molly, estaba acostumbrada a tratar con obreros.

Una tarde, sin más ni más, me ofreció cincuenta dóla­res. Primero la miré. No me atrevía. Pensaba en lo que habría dicho mi madre en un caso así. Y después pensé que mi madre, la pobre, nunca me había ofrecido tanto. Para agradar a Molly, fui, al instante, a comprar con sus dólares un bonito traje de color beige pastel (four piece suit), como estaban de moda en la primavera de aquel año. Nunca me habían visto llegar tan peripuesto al pica­dero. La patrona puso en marcha su enorme gramófono, con el exclusivo fin de enseñarme a bailar.

Después, fuimos al cine, Molly y yo, para estrenar mi traje nuevo. Por el camino me preguntaba si estaba celo­so, porque el traje me daba aspecto triste y ganas también de no volver nunca más a la fábrica. Un traje nuevo es algo que te trastorna las ideas. Ella daba besitos apasiona­dos a mi traje, cuando la gente no nos miraba. Yo inten­taba pensar en otra cosa.

De todos modos, ¡qué mujer, aquella Molly! ¡Qué ge­nerosa! ¡Qué carnes! ¡Qué plenitud juvenil! Un festín de deseos. Y me volvía la aprensión. ¿Chulo de putas?... pensaba.

«¡No vayas más a la Ford -me desanimaba, además, Molly-. Búscate mejor un empleillo en una oficina... De traductor, por ejemplo, es tu estilo... A ti los libros te gustan...»

Así me aconsejaba, con mucho cariño, quería que yo fuese feliz. Por primera vez un ser humano se interesaba por mí, desde dentro, podríamos decir, por mi egoísmo, se ponía en mi lugar y no se limitaba a juzgarme desde el suyo, como todos los demás.

¡Ah, si la hubiera conocido antes, a Molly, cuando aún estaba a tiempo de seguir un camino y no otro! ¡Antes de perder mi entusiasmo con la puta de Musyne y el bicho de Lola! Pero era demasiado tarde para rehacer la juven­tud. ¡Ya no creía en ella! En seguida te vuelves viejo y de forma irremediable. Lo notas porque has aprendido a amar tu desgracia, a tu pesar. Es la naturaleza, que es más fuerte que tú, y se acabó. Nos ensaya en un género y ya no podemos salir de él. Yo había seguido la dirección de la inquietud. Te tomas en serio tu papel y tu destino poco a poco y luego, cuando te quieres dar cuenta, es demasia­do tarde para cambiarlos. Te has vuelto inquieto y así te quedas para siempre.

Intentaba con mucha amabilidad retenerme junto a ella, Molly, disuadirme... «Mira, Ferdinand, ¡la vida aquí es igual que en Europa! No vamos a ser infelices juntos. -Y tenía razón en un sentido-. Invertiremos los aho­rros... compraremos un comercio... Seremos como todo el mundo...» Lo decía para calmar mis escrúpulos. Pro­yectos. Yo le daba la razón. Me daba vergüenza incluso que hiciera tantos esfuerzos por conservarme. Yo la ama­ba, desde luego, pero más aún amaba mi vicio, aquel deseo de huir de todas partes, en busca de no sé qué, por orgullo tonto seguramente, por convicción de una espe­cie de superioridad.

Yo no quería herirla, ella comprendía y se adelantaba a tranquilizarme. Era tan cariñosa, que acabé confesándole la manía que me aquejaba de largarme de todos lados. Me escuchó durante días y días explayarme y explicarme hasta el hastío, debatiéndome entre fantasmas y orgu­llos, y no se impacientaba: al contrario. Sólo intentaba ayudarme a vencer aquella angustia vana y boba. No comprendía muy bien adonde quería yo ir a parar con mis divagaciones, pero me daba la razón, de todos mo­dos, contra los fantasmas o con los fantasmas, a mi gusto. A fuerza de dulzura persuasiva, su bondad llegó a serme familiar y casi personal. Pero me parecía que yo empeza­ba entonces a hacer trampa con mi dichoso destino, con mi razón de ser, como yo la llamaba, y de repente cesé de contarle todo lo que pensaba. Volví solo a mi interior, muy contento de ser aún más desgraciado que antes por­que había llevado hasta mi soledad una nueva forma de angustia y algo que se parecía al sentimiento auténtico.

Todo esto es trivial. Pero Molly estaba dotada de una paciencia angélica, precisamente creía a pie juntillas en las vocaciones. A su hermana menor, por ejemplo, en la Universidad de Arizona, le había dado la manía de foto­grafiar los pájaros en sus nidos y las rapaces en sus guari­das. Conque, para que pudiera continuar asistiendo a los extraños cursos de aquella técnica especial, Molly le en­viaba regularmente, a su hermana fotógrafa, cincuenta dólares al mes.

Un corazón infinito, la verdad, con sublimidad auténti­ca dentro, que puede transformarse en parné, no en fantasmadas como el mío y tantos otros. En cuanto a mí, Molly estaba más que deseosa de interesarse pecuniariamente en mi mediocre aventura. Aunque por momentos le pareciera un muchacho bastante atolondrado, mi convicción le pa­recía real y digna de estímulo. Sólo me invitaba a estable­cer como un pequeño balance para una pensión presu­puestaria que quería concederme. Yo no podía decidirme a aceptar aquella dádiva. Un último resabio de delicadeza me impedía aprovechar más, especular con aquella natura­leza demasiado espiritual y cariñosa, la verdad. Por eso, entré deliberadamente en conflicto con la Providencia.

Di incluso, avergonzado, algunos pasos para volver a la Ford. Pequeños heroísmos sin resultado, por cierto. Llegué justo hasta la puerta de la fábrica, pero me quedé paralizado en aquel lugar liminar, y la perspectiva de to­das aquellas máquinas que me esperaban girando eliminó en mí sin remedio aquellas veleidades laborales.

Me coloqué ante la gran cristalera del generador eléc­trico, gigante multiforme que bramaba al absorber y re­peler no sabía yo de dónde, no sabía yo qué, por mil tu­bos relucientes, intrincados y viciosos como lianas. Una mañana que estaba así, contemplando boquiabierto, pasó por casualidad el ruso del taxi. «Chico -me dijo-, ¡ya te puedes despedir!... Hace tres semanas que no vienes... Ya te han substituido por una máquina... Y eso que te había avisado...»

«Así -me dije entonces-, al menos se acabó... Ya no tengo que volver...» Y salí de vuelta para la ciudad. Al lle­gar, volví a pasar por el consulado, para preguntar si ha­bían oído hablar por casualidad de un francés llamado Robinson.

«¡Pues claro! ¡Claro que sí! -me respondieron los cón­sules-. Incluso vino a vernos dos veces y aún tenía docu­mentación falsa. Por cierto, ¡que la policía lo busca! ¿Lo conoce usted?...» No insistí.

Desde entonces me esperaba encontrarlo a cada mo­mento, al Robinson. Sentía que estaba al caer. Molly se­guía tan tierna y cariñosa. Más cariñosa incluso que antes estaba, desde que se había convencido de que yo quería irme definitivamente. De nada servía que fuera cariñosa conmigo.

Molly y yo recorríamos con frecuencia los alrededores de la ciudad, las tardes que ella libraba. Colinitas peladas, bosquecillos de abedules en torno a lagos minúsculos, gente, aquí y allá, leyendo revistas insulsas bajo el pesado cielo de nubes plomizas. Evitábamos, Molly y yo, las confidencias complicadas. Además, ella ya sabía a qué atenerse. Era demasiado sincera como para tener dema­siadas cosas que decir sobre una pena. Lo que ocurría dentro le bastaba, en su corazón. Nos besábamos. Pero yo no la besaba bien, como debería haberlo hecho, de ro­dillas, en realidad. Siempre pensaba en otra cosa a la vez, en no perder tiempo ni ternura, como si quisiera guardar todo para algo, no sé qué, magnífico, sublime, para más adelante, pero no para Molly, no para aquello. Como si la vida fuera a llevarse, a ocultarme, lo que yo quería saber de ella, de la vida en el fondo de las tinieblas, mientras perdiese fervor abrazado a Molly, y entonces ya no fuera a quedar bastante, fuese a haber perdido todo, a fin de cuentas, por falta de fuerza, la vida fuera a haberme enga­ñado como a todos los demás, la Vida, la auténtica queri­da de los hombres de verdad.

Volvíamos hacia la muchedumbre y después yo la deja­ba delante de su casa, porque por la noche estaba ocupada con la clientela hasta la madrugada. Mientras se encargaba de sus clientes, yo sentía pena, de todos modos, y aquella pena me hablaba de ella tan bien, que la sentía aún más cerca de mí que en la realidad. Entraba en un cine para pa­sar el rato. A la salida del cine, montaba a un tranvía, aquí y allá, y deambulaba en la noche. Después de dar las dos, subían los viajeros tímidos de una clase que no se encuen­tra ni antes ni después de esa hora, tan pálidos siempre y somnolientos, en grupos dóciles, hasta los suburbios.

Con ellos se llegaba lejos. Mucho más lejos que las fá­bricas, hacia colonias imprecisas, callejuelas de casas indis­tintas. Sobre el pavimento resbaladizo por las finas lluvias del amanecer, el día brillaba con tonos azules. Mis compa­ñeros del tranvía desaparecían al mismo tiempo que sus sombras. Cerraban los ojos con el día. Costaba trabajo ha­cerles hablar, a aquellos taciturnos. Demasiada fatiga. No se quejaban, no, ellos eran quienes limpiaban durante la noche tiendas y más tiendas y las oficinas de toda la ciu­dad, después del cierre. Parecían menos inquietos que no­sotros, los de la jornada diurna. Tal vez porque habían lle­gado, ellos, al nivel más bajo de los hombres y las cosas.

Una de aquellas noches, cuando habíamos llegado al final del trayecto y estábamos apeándonos en silencio, me pareció que me llamaban por mi nombre: «¡Ferdinand! ¡Eh, Ferdinand!» Fue como un escándalo, por fuerza, en aquella penumbra. No me gustó nada. Por en­cima de los tejados, el cielo empezaba a aparecer de nue­vo en pequeños claros muy fríos, recortados por los ale­ros. Ya lo creo que me llamaban. Al volverme, lo reconocí al instante, a Leon. Se me acercó susurrando y entonces nos pusimos a hablar.

También él volvía de limpiar una oficina como los otros. Era lo único que había encontrado para ir tirando. Caminaba con mucha calma, con cierta majestad auténti­ca, como si acabara de realizar acciones peligrosas y, por así decir, sagradas en la ciudad. Por cierto, que ésa era la actitud que adoptaban todos aquellos limpiadores noc­turnos, ya lo había notado yo. En la fatiga y la soledad se manifiesta lo divino en los hombres. Lo manifestaba con ganas en los ojos, también él, cuando los abría mucho más de lo habitual, en la penumbra azulada en que nos encontrábamos. También él había limpiado ya filas y fi­las, sin fin, de lavabos y había dejado relucientes auténti­cas montañas de pisos y más pisos de silencio.

Añadió: «¡Te he reconocido en seguida, Ferdinand! Por tu forma de subir al tranvía... Figúrate, sólo de ver que te has puesto triste al descubrir que no había ninguna mujer. ¿Eh? ¿A que es propio de ti?» Era verdad que era propio de mí. Estaba visto, tenía el alma hecha una braga. No había, pues, motivo para que me sorprendiera aquella observación correcta. Pero lo que me sorprendió más bien fue que tampoco él hubiese triunfado en América. No era lo que había yo previsto.

Le hablé de la faena de la galera en San Tapeta. Pero no comprendía lo que quería decir. «¡Tienes fiebre!», se li­mitó a responderme. En un carguero había llegado él. Con gusto habría intentado colocarse en la Ford, pero no se había atrevido por sus papeles, demasiado falsos para enseñarlos. «Tan sólo sirven para llevarlos en el bolsillo», comentaba. Para los equipos de limpieza, no eran dema­siado exigentes respecto al estado civil. Tampoco pagaban demasiado, pero hacían la vista gorda. Era una especie de legión extranjera de la noche.

«Y tú, ¿qué haces? -me preguntó entonces-. ¿Sigues chiflado, entonces? ¿Aún no te has cansado de estas his­torias? ¿Aún sigues queriendo viajar?»

«Quiero volver a Francia -fui y le dije-. Ya he visto bastante, tienes razón, ya vale...»

«Mejor será -me respondió-, porque para nosotros no hay nada que arrascar... Hemos envejecido sin enterar­nos, ya sé yo lo que es eso... A mí también me gustaría volver, pero sigo con el problema de los papeles... Voy a esperar un poco para conseguirme unos buenos... No se puede decir que sea malo nuestro currelo. Los hay peo­res. Pero no aprendo el inglés... Hay gente que lleva treinta años en la limpieza y sólo ha aprendido en total Exit, porque está escrito en las puertas que limpiamos, y además Lavatory. ¿Comprendes?»

Comprendía. Si alguna vez hubiera llegado a faltarme Molly, me habría visto obligado a coger también aquel currelo nocturno.

No hay razón para que la cosa acabe.

En una palabra, mientras estás en la guerra, dices que será mejor con la paz y después te tragas esa esperanza, como si fuera un caramelo, y luego resulta que es mierda pura. No te atreves a decirlo al principio para no fastidiar a nadie. Te muestras amable, en una palabra. Y después un buen día acabas descubriendo el pastel delante de todo el mundo. Estás hasta los huevos de revolverte en la mierda. Pero de repente pareces muy mal educado a todo el mundo. Y se acabó.

En dos o tres ocasiones después de aquélla, nos cita­mos, Robinson y yo. Tenía muy mala pinta. Un desertor francés que fabricaba licores ilegales para los tunelas de Detroit le había cedido un rinconcito en su business. Eso lo tentaba, a Robinson. «Yo también haría un poco de "priva" para esos cerdos -me confiaba-, pero es que ya no tengo cojones... Siento que en cuanto el primer guri me dé para el pelo, me rajo... He visto demasiado... Y, además, tengo sueño todo el tiempo... Por fuerza: dormir de día no es dormir... Y eso sin contar el polvo de las ofi­cinas que te llena los pulmones... ¿Te das cuenta?... Acaba con cualquiera...»

Nos citamos para otra noche. Fui a reunirme con Molly y le conté todo. Para ocultarme la pena que le cau­saba, hizo muchos esfuerzos, pero no era difícil ver, de todos modos, que sufría. Ahora la besaba yo más a me­nudo, pero la suya era una pena profunda, más auténtica que la nuestra, porque nosotros más bien tenemos la cos­tumbre de exagerarla. Las americanas, al contrario. No nos atrevemos a comprender, a admitirla. Es un poco hu­millante, pero, aun así, es pena sin duda, no es orgullo, no son celos tampoco, ni escenas, sólo la pena de verdad del corazón y no nos queda más remedio que reconocer que todo eso no existe en nuestro interior, que para el placer de sentir pena estamos secos. Nos da vergüenza no ser más ricos de corazón y de todo y también haber juz­gado, de todos modos, a la humanidad más vil de lo que en el fondo es.

De vez en cuando, cedía a la tentación, Molly, de ha­cerme un pequeño reproche, pero siempre en términos mesurados, muy amables.

«Eres muy cariñoso, Ferdinand -me decía-, y sé que haces esfuerzos para no volverte tan malvado como los demás, sólo que no sé si sabes bien lo que deseas en el fondo... ¡Piénsalo bien! Por fuerza tendrás que buscarte el sustento allá, Ferdinand... Y, además, no vas a poder pasearte como aquí soñando despierto noche tras no­che... Como tanto te gusta hacer... Mientras yo trabajo... ¿Has pensado en eso, Ferdinand?»


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