Viaje Al Fin De La Noche



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Algunas tiendas abren también el domingo por cabezonería: la vendedora de zapatillas sale y pasea, parlo­teando, de un escaparate vecino a otro, sus kilos de vari­ces en las piernas.

En el quiosco, los periódicos de la mañana cuelgan de­formados y un poco amarillos ya, formidable alcachofa de noticias ya casi rancia. Un perro se mea, rápido, enci­ma; la vendedora dormita.

Un autobús vacío corre hacia su cochera. Las ideas también acaban teniendo su domingo, te sientes mas afortunado aún que de costumbre. Estás ahí, vacío. Dan ganas de charlar. Estás contento. No tienes nada de que hablar, porque en el fondo no te sucede nada, eres dema­siado pobre. ¿Habrás asqueado a la existencia? Sería normal.

«¿No se te ocurre algo, a ti, que pudiera yo hacer, para dejar mi oficio, que me está matando?»

Salía de su reflexión.

«Me gustaría dejarlo, ¿comprendes? Estoy harto de matarme a currelar como un mulo... Quiero ir a pasear­me, yo también... ¿No conocerás a alguien que necesite a un chófer, por casualidad?... Conoces la tira de gente, tú.»

Eran ideas de domingo, ideas de caballero, las que se le ocurrían. Yo no me atrevía a disuadirlo, a insinuarle que con una cara de asesino boqueras como la suya nadie le confiaría nunca su automóvil, que siempre conservaría su pinta extraña, con o sin librea.

«La verdad es que no me das muchos ánimos. Enton­ces, según tú, ¿no voy a librarme nunca?... O sea, ¿que no vale la pena siquiera que lo intente?... En América no corría demasiado, me decías... En África, el calor me ma­taba... Aquí, no soy bastante inteligente... El caso es que en todas partes algo me sobra o me falta... Pero todo eso, ya lo veo, ¡son cuentos! ¡Ah, si tuviera pasta!... Todo el mundo me consideraría muy simpático aquí... allá... Y en todas partes... En América incluso... ¿Acaso no es verdad lo que digo? ¿Y tú?... Lo que nos haría falta es ser pro­pietarios de una casita de pisos con seis inquilinos que pagaran puntuales...»

«Eso sí que es verdad», respondí.

No salía de su asombro por haber llegado a esa impor­tante conclusión él solo. Conque me echó una mirada rara, como si de repente descubriera en mí un aspecto in­sólito de desgraciado.

«La verdad es que tú, cuando lo pienso, eres capitán general. Vendes tus trolas a los que están cascando y todo lo demás te la trae floja... Nadie te controla, nada... Lle­gas y te marchas cuando quieres; en una palabra, tienes libertad... Pareces amable, pero, ¡menudo cabrón estás hecho tú, en el fondo!...»

«¡Eres injusto, Robinson!»

«Oye, búscame algo, ¡anda!»

Estaba decidido a dejar para otros su trabajo con los ácidos...

Nos marchamos por las callejuelas laterales. Al atar­decer, aún se podría pensar que es un pueblo Rancy. Las puertas de los huertos están entornadas. El gran pa­tio está vacío. La casita del perro, también. Una tarde, como ésta, hace ya mucho, los campesinos se marcharon de su casa, expulsados por la ciudad, que salía de París. Ya sólo quedan uno o dos comercios de aquellos tiem­pos, invendibles y enmohecidos e invadidos ya por las glicinas fláccidas, que cuelgan por las paredes, carmesíes de tanto anuncio pegado. La rastra colgada entre dos ca­nalones ya no puede herrumbrarse más. Es un pasado que ya nadie toca. Se va sólito. Los inquilinos de ahora están demasiado cansados por la tarde como para ponerse a arreglar nada delante de sus casas, cuando regresan. Se limitan a ir con sus mujeres a apretujarse en las tascas que quedan y beber. El techo muestra las marcas del humo de los quinqués colgantes de entonces. Todo el ba­rrio temblequea sin quejarse con el continuo runrún de la nueva fábrica. Las tejas musgosas caen rodando sobre los salientes adoquines, como sólo existen ya en Versalles y en las prisiones venerables.

Robinson me acompañó hasta el parquecillo munici­pal, totalmente rodeado de almacenes, adonde van a olvi­darse sobre los céspedes tiñosos todos los abandonados de los alrededores, entre la bolera para los viejos cho­chos, la Venus raquítica y el montículo de arena para ju­gar a hacer pis. Y nos pusimos a hablar otra vez de esto y lo otro.

«Mira, lo que siento es no poder soportar la bebida. -Su obsesión-. Cuando bebo, me da un dolor de estóma­go, que es que me muero. ¡Peor aún! -Y me demostraba al instante, con una serie de eructos, que ni siquiera había soportado bien la bebida de aquella misma tarde-. ¿Ves? Así.»

Delante de su portal, se despidió de mí. «El Castillo de las Corrientes de Aire», como él decía. Desapareció. Yo creía que no iba a volver a verlo por un tiempo.

Mis negocios parecieron recuperarse un poco y justo aquella misma noche.

Simplemente, de la casa donde estaba la comisaría me llegaron dos llamadas urgentes. El domingo por la noche todos los suspiros, las emociones, las impaciencias se des­madran. El amor propio está de vacaciones y además achispado. Tras una jornada entera de libertad alcohólica, los esclavos, mira por dónde, se estremecen un poco, cuesta trabajo hacerlos comportarse, resoplan, bufan y hacen sonar sus cadenas.

Tan sólo en la casa en la que estaba la comisaría, se desarrollaban dos dramas a la vez. En el primero agonizaba un canceroso, mientras que en el tercero había un aborto y la comadrona no conseguía ventilarlo. Daba, aquella matrona, consejos absurdos a todo el mundo, al tiempo que enjuagaba toallas y más toallas. Y después, entre dos inyecciones, se escapaba para ir a pinchar al canceroso de abajo, a diez francos la ampolla de aceite de alcanfor; baratito, ¿no? Para ella la jornada no tenía desperdicio.

Todas las familias de aquella casa habían pasado el do­mingo en camisón y en mangas de camisa haciendo fren­te a los acontecimientos y bien reforzadas, las familias, por alimentos salpimentados. Apestaba a ajo y a olores aún más sabrosos por los pasillos y la escalera. Los pe­rros se divertían haciendo cabriolas hasta el sexto. La portera quería enterarse de todo. Te la encontrabas por todos lados. Sólo bebía blanco, ésa, porque el tinto pro­longa la regla.

La comadrona, enorme y con bata, ponía en escena los dos dramas, en el primero, en el tercero, saltarina, trans­pirante, arrebatada y vindicativa. Mi llegada la irritó. Ella que tenía a su público bien cogido, la diva.

En vano me las ingenié para tratarla con tino, para ha­cerme notar lo menos posible, considerar todo bien (cuando, en realidad, no había hecho, en su misión, sino abominables torpezas); mi llegada, mis palabras, la ho­rrorizaban. No había nada que hacer. Una comadrona vi­gilada es tan amable como un panadizo. Ya no sabes dón­de ponerla para que te perjudique lo menos posible. Las familias desbordaban por el piso, desde la cocina hasta los primeros peldaños, mezclándose con los otros parien­tes de la casa. ¡Y menudo si había parientes! Gordos y flacos aglomerados en racimos somnolientos bajo las lu­ces de los quinqués colgantes. Pasaba el tiempo y llega­ban más, de provincias, donde la gente se acuesta antes que en París. Esos ya estaban hartos. Todo lo que yo les contaba, a aquellos parientes del drama de abajo como a los del de arriba, se lo tomaban a mal.

La agonía del primer piso duró poco. Tanto mejor y tanto peor. En el preciso momento en que le subía el últi­mo suspiro, su médico de cabecera, el doctor Omanon, subió, mira por dónde, como si tal cosa, para ver si había muerto, su cliente, y me echó una bronca él también, o casi, porque me encontró a su cabecera. Entonces le ex­pliqué, a Omanon, que estaba de servicio municipal del domingo y que mi presencia era muy natural y volví a subir al tercero con mucha dignidad.

La mujer de arriba seguía sangrando por el chichi. Poco le faltaba para ponerse a morir también sin tardan­za. Un minuto para ponerle una inyección y ahí me te­níais otra vez, abajo, junto al tipo de Omanon. Todo ha­bía terminado. Omanon acababa de marcharse. Pero, de todos modos, se había quedado con mis veinte francos, el muy cabrón. Un fracaso. Conque no quise perderme el sitio que había conseguido en la casa del aborto. Así es que subí a escape.

Ante la vulva sangrante, expliqué más cosas aún a la familia. La comadrona, evidentemente, no opinaba como yo. Parecía casi que se ganara su parné contradiciéndome. Pero yo estaba allí, mala suerte, ¡allá películas si le gustaba o no! ¡Se acabaron las fantasías! ¡Me iba a ganar por lo menos cien pavos, si sabía montármelo y persistir! Calma de nuevo y ciencia, ¡qué leche! Resistir los asaltos en forma de comentarios y preguntas llenas de vino blan­co que se cruzan implacables por encima de tu cabeza inocente es un currelo que para qué, nada cómodo. La fa­milia decía lo que pensaba entre suspiros y eructos. La comadrona esperaba, por su parte, que yo metiera la pata bien, que me largase y le dejase los cien francos. Pero, ¡ya podía esperar sentada, la comadrona! Y mi alquiler, ¿qué? ¿Quién lo pagaría? Aquel parto iba de culo desde por la mañana, ya lo creo. Sangraba de lo lindo, ya lo creo también, pero no salía, ¡y había que saber aguantar!

Ahora que el otro canceroso había muerto abajo, su público de agonía subía, furtivo, aquí. Puestos a pasar la noche en blanco, hecho ya el sacrificio, había que apro­vechar para no perderse ninguna de las distracciones de los alrededores. La familia de abajo vino a ver si la cosa iba a terminar allí tan mal como en su casa. Dos muertos en la misma noche, en la misma casa, ¡iba a ser una emo­ción para toda la vida! ¡Ni más ni menos! Se oía, por los cascabeles, a los perros de todo el mundo saltando y haciendo cabriolas por las escaleras. Subían también, ésos. Gente venida de lejos entraba, con lo que ya no se cabía, susurrando. Las jovencitas aprendían de repente «las cosas de la vida», como dicen las madres; ponían, tiernas, cara de enteradas ante la desgracia. El instinto fe­menino de consolar. Un primo, que las espiaba desde por la mañana, estaba muy sorprendido. Ya no las dejaba ni a sol ni a sombra. Era una revelación en su fatiga. Todo el mundo estaba descamisado. Se casaría con una de ellas, el primo, pero le habría gustado verles las piernas tam­bién, ya que estaba, para poder elegir mejor.

Aquella expulsión de feto no avanzaba, el conducto debía de estar seco, no se deslizaba, sólo seguía sangran­do. Iba a ser su sexto hijo. ¿Dónde estaba el marido? Lo mandé llamar.

Había que encontrar al marido para poder enviar a su mujer al hospital. Una parienta me lo había propuesto, que la enviara al hospital. Una madre de familia que quería irse a acostar, qué caramba, por los niños. Pero, cuando se habló del hospital, ya no se ponían de acuerdo. A unos les parecía bien lo del hospital, otros se mostra­ban absolutamente contrarios, por las conveniencias. No querían ni siquiera oír hablar de eso. Incluso se dijeron al respecto palabras duras, entre parientes, que no olvidarían nunca. Pasaron a la familia. La comadrona despre­ciaba a todo el mundo. Pero era al marido a quien yo, por mi parte, quería encontrar para poder consultarlo, para que nos decidiéramos, por fin, en un sentido o en otro. Entonces va y sale de entre un grupo, más indeciso aún que todos los demás, el marido. Y, sin embargo, era él quien tenía que decidir. ¿El hospital? ¿O no? ¿Qué quería? No sabía. Quería mirar. Conque fue y miró. Le destapé el agujero de su mujer, de donde chorreaban coá­gulos y después gluglús y luego toda su mujer entera, que mirara. Su mujer, que gemía como un perro enorme al que hubiera pillado un auto. No sabía, en una palabra, lo que quería. Le pasaron un vaso de blanco para darle fuerzas. Se sentó.

Aun así, no se le ocurría nada. Era un hombre, aquel, que trabajaba con ganas durante el día. Todo el mundo lo conocía bien en el mercado y en la estación sobre to­do, donde cargaba sacos de los hortelanos, y no peque­ños, grandes y pesados, desde hacía quince años. Era famoso. Llevaba pantalones anchos, vagarosos, y la cha­queta también. No los perdía, pero no parecían impor­tarle demasiado, la chaqueta y los pantalones. Sólo la tie­rra y seguir derecho en pie sobre ella parecía importarle, con los dos pies separados, como si se fuera a poner a temblar, la tierra, de un momento a otro, debajo. Pierre se llamaba.

Esperamos. «¿Qué te parece, Pierre?», le preguntaron por turnos todos. Se rascó y después fue a sentarse, aquel Pierre, a la cabecera de su mujer, como si le costara reco­nocerla, ella que no paraba de traer al mundo dolores, y después lloró, algo así como una lágrima, Pierre, y des­pués se volvió a levantar. Entonces volvieron a hacerle la misma pregunta. Fui preparando un volante para ingreso en el hospital. «¡Vamos, piensa, Pierre!», le pedía todo el mundo. Lo intentaba, desde luego, pero hacía señas de que no le venía. Se levantó y fue a vacilar hacia la cocina llevándose el vaso. ¿Para qué esperarlo? Habría podido durar el resto de la noche, su vacilación de marido, todo el mundo lo comprendía perfectamente. Mejor irse a otra parte.

Cien francos perdidos para mí, ¡y se acabó! Pero, de todos modos, con aquella comadrona habría tenido pro­blemas... Estaba visto. Y, además, ¡que no me iba a meter en maniobras operatorias delante de todo el mundo, con lo cansado que estaba! «¡Mala suerte! -me dije-. ¡Vámo­nos! Otra vez será... ¡Resignación! ¡Dejemos a la puta de la naturaleza en paz!»

Apenas había llegado al descansillo, cuando ya me buscaban todos y el marido perdiendo el culo tras mí.

«¡Eh, doctor! -fue y me gritó-. ¡No se vaya!»

«¿Qué quiere usted que haga?», le respondí.

«¡Espere! ¡Lo acompaño, doctor!... ¡Por favor, señor doctor!...»

«De acuerdo», le dije y entonces le dejé acompañarme hasta abajo. Y fuimos y bajamos. Al pasar por el prime­ro, entré, de todos modos, a decir adiós a la familia del muerto canceroso. El marido entró conmigo en la habita­ción, volvimos a salir. En la calle, caminaba a mi paso. Fuera hacía un frío que pelaba. Encontramos un perrito que se entrenaba a responder a los otros de la zona con largos aullidos. Y menudo si era cabezón y lastimero. Ya sabía ladrar con ganas. Pronto sería un perro de verdad.

«Hombre, pero si es "Yema de huevo" -observó el marido; muy contento de reconocerlo y cambiar de con­versación-. Lo criaron con biberón las hijas del lavandero de la Rué des Gonesses, este jodio, siempre salido... ¿Las conoce usted, a las hijas del lavandero?»

«Sí», respondí.

Sin dejar de caminar, se puso a contarme, entonces, las formas que había de criar a los perros con leche sin que saliera demasiado caro. De todos modos, seguía, detrás de aquellas palabras, buscando una idea en relación con lo de su mujer.

Había una tasca abierta cerca del portal.

«¿Entra usted, doctor? Le invito a un café...»

No iba yo a despreciárselo. «¡Entremos! -dije-. Dos con leche.» Y aproveché para hablarle otra vez de su mu­jer. Eso le ponía muy serio, que le hablara de ella, pero yo seguía sin conseguir que se decidiera. Sobre la barra sobre­salía un ramo de flores. Por el santo del dueño de la tasca, Martrodin. «¡Un regalo de los chavales!», nos anunció en persona. Conque tomamos un vermut con él, para no des­preciárselo. Por encima de la barra se veía aún el texto de la ley sobre la embriaguez y un certificado de estudios en­marcado. De repente, al ver aquello, el marido se empeñó en que Martrodin le recitara los nombres de todas las subprefecturas de Loiret-Cher, porque él se los había aprendi­do y aún se los sabía. Después, se empeñó en que el nom­bre que figuraba en el certificado no era el del dueño de la tasca y entonces se enfadaron y volvió a sentarse a mi lado, el marido. La duda se apoderó de él por entero. Tanto le preocupaba, que ni siquiera me vio marchar...

Nunca volví a verlo, al marido. Nunca. Me sentía muy decepcionado por todo lo que había sucedido aquel do­mingo y, además, muy fatigado.

En la calle, apenas había hecho cien metros, cuando me vi a Robinson, que venía hacia mí, cargado con toda clase de tablas, pequeñas y grandes. A pesar de la obscu­ridad, lo reconocí. Muy molesto por haberme encontra­do, se escabullía, pero lo detuve.

«Conque, ¿no has ido a acostarte?», le dije.

«¡Un momento!... -me respondió-. ¡Vuelvo de las obras!»

«¿Qué vas a hacer con toda esa madera? ¿Obras tam­bién?... ¿Un ataúd?... ¿Las has robado al menos?...»

«No, una conejera...»

«¿Crías conejos ahora?»

«No, es para los Henrouille...»

«¿Los Henrouille? ¿Tienen conejos?»

«Sí, tres, que van a poner en el patio, ya sabes, donde vive la vieja...»

«Pues, ¡vaya unas horas de hacer conejeras!...»

«Es una idea de su mujer...»

«Pues, ¡menuda idea!... ¿Qué quiere hacer con los co­nejos? ¿Venderlos? ¿Sombreros de copa?...»

«Mira, eso se lo preguntas, cuando la veas; a mí con que me dé los cien francos...»

Aquella idea me parecía muy rara, la verdad, así, de noche. Insistí.

Entonces cambió de conversación.

«Pero, ¿cómo es que has ido a su casa? -volví a pre­guntarle-. Tú no los conocías, a los Henrouille.»

«Me llevó la vieja a su casa, el día que la conocí en tu consulta... Es una charlatana, esa vieja, cuando se pone... No te puedes hacer idea... No hay quien la haga callar... Conque se hizo como amiga mía y después ellos tam­bién... Hay gente que me aprecia, ¡para que veas!...»

«Nunca me habías contado nada de eso a mí... Pero, ya que vas a su casa, debes de saber si la van a mandar inter­nar, a la vieja.»

«No, por lo que me han dicho, no han podido...»

Aquella conversación no le hacía ninguna gracia, lo notaba, yo, no sabía cómo librarse de mí. Pero cuanto más se escabullía más me empeñaba yo en enterarme...

«La verdad es que la vida es dura, ¿no te parece? Hay que recurrir a unas cosas, ¿eh?», repetía con vaguedad. Pero yo volvía al tema. Estaba decidido a no dejarle escu­rrir el bulto...

«Dicen que tienen más dinero de lo que parece, los Henrouille. ¿Qué piensas tú, ahora que vas a su casa?»

«Sí, es muy posible que tengan, pero, de todos modos, ¡les encantaría deshacerse de la vieja!»

El disimulo no había sido nunca su fuerte.

«Es que como la vida, verdad, está cada día más cara, les gustaría deshacerse de ella. Me dijeron que tú no que­rías certificar que estaba loca... ¿Es verdad?»

Y, sin esperar a mi respuesta, me preguntó con mucho interés hacia dónde me dirigía.

«¿Y tú? ¿Vuelves de una visita?»

Le conté un poco mi aventura con el marido que aca­baba de perder por el camino. Eso le hizo reír con ganas; sólo, que al mismo tiempo le hizo toser.

Se encogía tanto, en la obscuridad, para toser, que casi no lo veía yo, aun tan cerca; las manos, sólo, le veía un poco, que se juntaban despacio como una gran flor pálida delante de la boca y temblando en la obscuridad. No ce­saba nunca. «¡Son las corrientes de aire!», dijo, por fin, al acabar de toser, cuando llegábamos ante su casa.

«Eso sí, ¡menudo si hay corrientes de aire en mi casa! ¡Y pulgas también! ¿Tienes tú también pulgas en tu casa?...»

Tenía, en efecto. «Pues, claro -le respondí-. Las cojo en casa de los enfermos.»

«¿No te parece que huele a meado en las casas de los enfermos?», me preguntó entonces.

«Sí y a sudor también...»

«De todos modos -dijo despacio, tras haberlo pensa­do-, me habría gustado mucho, a mí, ser enfermero.»

«¿Por qué?»

«Porque, digan lo que digan, los hombres, verdad, cuando están sanos, dan miedo... Sobre todo desde la guerra... Yo sé en qué piensan... No siempre se dan cuenta de ello... Pero yo sé ahora en qué piensan... Cuando están de pie, piensan en matarte... Mientras que, digan lo que digan, cuando están en­fermos no dan tanto miedo... Ya te digo, puedes esperarte cualquier cosa, cuando están de pie. ¿No es verdad?»

«¡Ya lo creo que es verdad!», no me quedó más reme­dio que decir.

«¿Y tú? ¿No fue por eso también por lo que te hiciste médico?», me preguntó, además.

Después de pensarlo, me di cuenta de que tal vez tu­viera razón Robinson. Pero en seguida le dieron nuevos ataques de tos.

«Tienes los pies mojados, vas a coger una pleuresía, andando por ahí de noche... Anda, vete a casa -le aconse­jé-. Ve a acostarte...»

De tanto toser, se ponía nervioso.

«La vieja Henrouille, ¡a ésa sí que le van a dar para el pelo!», fue y me dijo, tosiendo y riendo, al oído.

«¿Cómo así?»

«¡Ya verás!...», fue y me dijo.

«¿Qué están tramando?»

«No te puedo decir nada más... Ya verás...»

«Venga, cuéntame, Robinson, no seas desgraciado, ya sabes que yo no repito nada a nadie...»

Ahora, de repente, sentía deseos de contármelo todo, tal vez para demostrarme al mismo tiempo que no había que considerarlo tan resignado y rajado como parecía.

«¡Anda! -lo insté en voz muy baja-. Sabes de sobra que yo no hablo nunca...»

Era la excusa que necesitaba para confesarse.

«Eso no se puede negar, sabes callarte», reconoció. Y entonces fue y se puso en serio a cantar de plano...

Estábamos solos, a aquella hora, en el Boulevard Contumance.

«¿Recuerdas -comenzó-, la historia de los vendedores de zanahorias?»

Al principio, yo no recordaba aquella historia.

«¡Que sí, hombre! -insistió-. ¡Si me la contaste tú mismo!...»

«¡Ah, sí!...» Y de repente la recordé con claridad.

«¿El ferroviario de la Rué des Brumaires?... ¿El que recibió un petardo en los testículos, al ir a robar los co­nejos?...»

«Sí, en la frutería del Quai d'Argenteuil...»

«¡Es cierto!... Ahora caigo -dije-. ¿Y qué?» Porque aún no veía yo qué tenía que ver aquella historia con el caso de la vieja Henrouille.

No tardó en concretar.

«¿Es que no comprendes?»

«No», dije... Pero después no quise comprender más.

«Pues, ¡anda que no tardas tú ni nada!...»

«Es que me parece que vas por mal camino, pero que muy malo... -No pude por menos de observar-. ¿No iréis a asesinar a la vieja Henrouille ahora para complacer a la nuera?»

«Mira, yo me limito a hacer la conejera que me han pe­dido... Del petardo serán ellos quienes se ocupen... si quieren...»

«¿Cuánto te han dado por eso?»

«Cien francos por la madera más doscientos cincuenta francos por el trabajo y luego mil francos más por el asunto simplemente... Y como comprenderás... Esto es sólo el comienzo... Es una historia que, bien contada, ¡es como una renta!... Eh, chaval, ¿te das cuenta?...»

Me daba cuenta, en efecto, y no me sorprendía dema­siado. Me entristecía y se acabó, un poco más. Todo lo que se dice para disuadir a la gente en esos casos es insig­nificante siempre. ¿Acaso la vida es considerada con ellos? ¿De quién o de qué van a tener piedad, entonces? ¿Para qué? ¿De los demás? ¿Se ha visto alguna vez a al­guien bajar al infierno a substituir a otro? Nunca. Se ve enviar a otros a él. Y se acabó.

La vocación de asesino que de repente se había apode­rado de Robinson me parecía, en resumidas cuentas, como una especie de progreso más bien frente a lo que había observado hasta entonces en la otra gente, siempre dividida entre el odio y el cariño, siempre aburrida por la imprecisión de sus tendencias. Desde luego, por haber seguido en la noche a Robinson hasta donde habíamos llegado, yo había aprendido cosas, la verdad.

Pero había un peligro: la Ley. «Es peligrosa -observé-la Ley. Si te cogen, con tu salud, vas dado... No saldrás de la cárcel... ¡No resistirás!...»

«Mala suerte, entonces -me respondió-. Estoy dema­siado harto de la vida normal, de todo el mundo... Eres viejo, esperas aún tu ocasión de divertirte y cuando lle­ga... después de mucha paciencia, si llega... estás muerto y enterrado desde hace mucho... Son para los inocentes, los oficios honrados, como se suele decir... Además, tú lo sa­bes tan bien como yo...»

«Puede ser... Pero los otros, los golpes duros, todo el mundo los probaría, si no hubiera riesgos... Y la policía tiene mala leche, ya lo sabes... Hay sus pros y sus con­tras...» Examinábamos la situación.

«No te digo que no, pero, como comprenderás, traba­jando como yo trabajo, en las condiciones en que estoy, sin dormir, tosiendo, en currelos que no aguantaría una mula... Ahora nada peor me puede ocurrir... En mi opi­nión... Nada...»


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