Viaje Al Fin De La Noche



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Es pecado, quieras que no, ser putero y pobre. Cuan­do Pomone se enteró de mi estado actual y de mi pasado médico, abandonó su reserva y me confió su tormento. Un vicio lo agotaba. Lo había contraído «tocándose» de continuo bajo su mesa durante las conversaciones que sostenía con sus clientes, investigadores, obsesionados del perineo. «Es mi oficio, ¡compréndalo! No es fácil abstenerse... ¡Con todo lo que vienen a contarme, esos cabrones!...» En una palabra, la clientela lo arrastraba a los abusos, como esos carniceros demasiado gruesos que siempre tienen tendencia a atiborrarse de carnes. Ade­más, estoy convencido de que tenía el bajo vientre per­manentemente recalentado por una traidora fiebre que le venía de los pulmones. Por cierto, que unos años después la tuberculosis se lo llevó al otro mundo. La cháchara in­finita de las clientas presuntuosas lo agotaba también en otro sentido, siempre tramposas, creadoras de montones de líos y alborotos por nada y por sus chichis, que, según ellas, no tenían igual en las cuatro partes del mundo.

A los hombres había que presentarles sobre todo ad­miradoras que tragaran para sus caprichos apasionados. Tantos como los de la Sra. Herote. En un solo correo matinal de la agencia Pomone llegaba bastante amor insa­tisfecho como para extinguir todas las guerras de este mundo. Pero es que esos diluvios sentimentales nunca trascienden la jodienda. Eso es lo malo.

Su mesa desaparecía bajo aquel revoltijo repulsivo de trivialidades ardientes. Con mi deseo de saber más, decidí interesarme durante un tiempo por la clasificación de ese tremendo tejemaneje epistolar. Se ordenaba, me explicó, por clases de afectos, como con las corbatas o las enfer­medades, los delirios primero, por un lado, y después los masoquistas y los viciosos, por otro, los flagelantes por aquí, los de «estilo aya» en otra página y así con todos. No tardan demasiado en convertirse en cargas, las dis­tracciones. ¡Nos expulsaron, pero bien, del Paraíso! ¡De eso no cabe duda! Pomone era de esa opinión también con sus manos húmedas y su vicio interminable, que le infligía a un tiempo placer y penitencia. Al cabo de unos meses me harté de él y de su comercio. Espacié mis vi­sitas.

En el Tarapout seguían considerándome muy decente, muy tranquilo, figurante puntual, pero, tras unas semanas de calma, la desgracia me volvió por el conducto más inesperado y me vi obligado, también de repente, a aban­donar la compañía para continuar mi puñetero camino. Considerados a distancia, aquellos tiempos del Tarapout no fueron, en resumen, sino una especie de escala prohibida y solapada. Siempre bien vestido, lo reconoz­co, durante aquellos cuatro meses, tan pronto de prínci­pe, dos veces de centurión, otro día aviador, y pagado generosa y regularmente. Comí en el Tarapout para años. Una vida de rentista sin las rentas. ¡Traición! ¡Desas­tre! Una noche, no sé por qué razón, cambiaron nuestro número. El nuevo preludio representaba los muelles de Londres. En seguida, me dio mala espina, nuestras ingle­sas tenían que cantar, desafinando y, en apariencia, a las orillas del Támesis, de noche, y yo hacía de policeman, papel del todo mudo, deambular de izquierda a derecha por delante del pretil. De pronto, cuando menos lo pen­saba, su canción se volvió más fuerte que la vida y hasta dio un vuelco al destino y lo inclinó hacia la desgracia. Conque, mientras cantaban, yo ya no podía pensar en otra cosa que en toda la miseria del pobre mundo y en la mía, sobre todo, porque la canción de aquellas putas me repetía en el corazón, como el atún en el estómago. ¡Y eso que creía haberlo digerido, haber olvidado lo más duro! Pero lo peor de todo era que se trataba de una can­ción que quería ser alegre y no lo conseguía. Y se conto­neaban, mis compañeras, al tiempo que cantaban, para que lo pareciese. Entonces sí que sí, la verdad, era como si pregonáramos la miseria, las angustias... ¡Exacto! ¡De paseo por la niebla con el alma en pena! Se deshacían en lamentos, envejecíamos por momentos con ellas. El de­corado rezumaba también pánico con avaricia. Y, sin em­bargo, continuaban, las chatis. No parecían comprender los tremendos efectos de pena que sobre todos nosotros provocaba su canción... Se quejaban de toda su vida, moviendo el esqueleto, riendo, al compás... Cuando viene de tan lejos, con tal seguridad, no puedes equivocarte ni re­sistirte.

Estábamos rodeados de miseria, pese al lujo que había en la sala, sobre nosotros, sobre el decorado, desbordaba, chorreaba por toda la tierra, de todos modos. Eran artis­tas como la copa de un pino... Exhalaban pena, sin que quisiesen impedirlo ni comprenderlo siquiera. Sólo sus ojos eran tristes. No basta con los ojos. Cantaban el fra­caso de la vida sin comprender. Seguían confundiéndolo con el amor, con puro y mero amor, no les habían ense­ñado el resto, a aquellas chavalitas. ¡Una penita cantaban, en apariencia! ¡Así lo llamaban! Todo parece penas de amor, cuando se es joven y no se sabe...



Where I go...where I look... It's only foryou... ou... Only foryou... ou...

Así cantaban.

Es la manía de los jóvenes de identificar toda la Hu­manidad con un chichi, uno solo, el sueño sagrado, la pa­sión de amor. Más adelante aprenderían tal vez, adonde iba a acabar todo eso, cuando ya no fueran rosas, cuando la miseria de verdad de su puñetero país las hubiera atra­pado, a las dieciséis, con sus gruesos muslos de yegua, sus chucháis saltarines... Por lo demás, estaban ya de mi­seria hasta el cuello, hundidas, las ricuras, no se iban a li­brar. A las entrañas, a la garganta, se les aferraba ya, la miseria, por todas las cuerdas de sus voces finas y falsas también.

La llevaban dentro. No hay traje, ni lentejuelas, ni luz, ni sonrisas que valgan para engañarla, para despistarla, respecto a los suyos, los encuentra donde se escondan, los suyos; se divierte haciéndoles cantar simplemente, en espera de su turno, todas las tonterías de la esperanza. Eso la despierta, la mece y la excita, a la miseria.

Nuestra pena es así, la grande, una distracción.

Conque, ¡allá el que canta canciones de amor! El amor es ella, la miseria, y nada más que ella, ella siempre, que viene a mentir en nuestra boca, mierda pura, y se acabó. Está en todas partes, la muy puta, no hay que desper­tarla, la miseria propia, ni en broma. No entiende las bromas. Y, sin embargo, tres veces al día lo repetían, mis inglesas, delante del decorado y con melodías de acor­deón. Por fuerza tenía que acabar muy mal.

Yo no me metía en nada, pero puedo asegurar que la vi venir, la catástrofe.

Primero, una de las chavalitas cayó enferma. ¡Muerte a las ricuras que provocan las desgracias! ¡Allá ellas y que la diñen! A propósito, tampoco hay que detenerse en las esquinas de las calles detrás de los acordeones, con fre­cuencia es ahí donde se pesca la enfermedad, el acceso de verdad. Conque vino una polaca para substituir a la que estaba enferma, en su cantinela. Tosía también, la polaca, en los entreactos. Una chica alta, fuerte y pálida era. En seguida nos hicimos confidencias. En dos horas conocí su alma entera, para el cuerpo esperé aún un poco. La manía de aquella polaca era mutilarse el sistema nervioso con amores imposibles. Como es lógico, había entrado en la puñetera canción de las inglesas como una seda, con su dolor y todo. Comenzaba con un tonillo simpático, su canción, como si nada, como todas las bailables, y des­pués, mira por dónde, te encogía el corazón a fuerza de ponerte triste, como si, al oírla, fueses a perder las ganas de vivir, pues no podía ser más cierto que todo se acaba, juventud y demás, entonces te inclinabas, después de que se hubieran extinguido canción y melodía, para acostarte en la cama auténtica, la tuya, la de verdad de la buena, la del agujero para acabar de una vez. Dos estribillos y casi ansiabas irte al plácido país de la muerte, el país de la ter­nura eterna y el olvido instantáneo como una niebla. Eran voces de niebla, las suyas, en una palabra.

Coreábamos todos el lamento del reproche, contra los que andan aún por ahí, con la vida a cuestas, que esperan a lo largo de los muelles, de todos los muelles del mun­do, a que acabe de pasar la vida, mientras se entretienen de cualquier modo, vendiendo cosas y naranjas a los otros fantasmas e informes y monedas falsas, policía, vi­ciosos, penas, contando chismes, en esa bruma de pacien­cia que nunca acabará...

Tania se llamaba mi nueva amiga de Polonia. Su vida era febril de momento, lo comprendí, por un empleadillo de banca cuadragenario que conocía desde Berlín. Quería re­gresar, a su Berlín, y amarlo pese a todo y a cualquier pre­cio. Para volver a verlo allí, habría hecho cualquier cosa.

Perseguía a los agentes teatrales, los que prometen contratos, hasta el fondo de sus escaleras apestosas. Le daban pellizcos en los muslos, los guarros, mientras espe­raba respuestas que nunca llegaban. Pero apenas si nota­ba sus manipulaciones, de tan embargada que estaba por su amor lejano. No pasó una semana en tales condiciones sin que sucediera una catástrofe de aúpa. Había atiborra­do el Destino de tentaciones desde hacía semanas y me­ses, como un cañón.

La gripe se llevó a su prodigioso amante. Nos entera­mos de la desgracia un sábado por la noche. Nada más recibir la noticia, me arrastró, desmelenada, extraviada, al asalto de la Gare du Nord. Eso no era nada aún, pero con su delirio pretendía ante la taquilla llegar a tiempo a Ber­lín para el entierro. Fueron necesarios dos jefes de esta­ción para disuadirla, hacerle comprender que era dema­siado tarde.

En el estado en que se encontraba, yo no podía pensar en abandonarla. Por lo demás, se aferraba a su tragedia, quería a toda costa mostrármela en pleno trance. ¡Qué ocasión! Los amores contrariados por la miseria y la dis­tancia son como los amores de marinero, son, digan lo que digan, irrefutables y logrados. En primer lugar, cuando no se tiene ocasión de verse con frecuencia, no se puede rega­ñar y eso ya es una gran ventaja. Como la vida no es sino un delirio atestado de mentiras, cuanto más lejos estás más mentiras puedes añadir y más contento estás entonces, es lógico y normal. La verdad no hay quien la trague.

Por ejemplo, ahora es fácil contar cosas sobre Jesucris­to. ¿Es que iba al retrete delante de todo el mundo, Jesu­cristo? Se me ocurre que no le habría durado demasiado el cuento, si hubiera hecho caca en público. Muy poca presencia, ésa es la cosa, sobre todo para el amor.

Una vez bien asegurados, Tania y yo, de que no había tren posible para Berlín, nos desquitamos con los telegra­mas. En la oficina de la Bolsa, redactamos uno muy largo, pero para enviarlo había otra dificultad, ya no sabíamos adonde enviarlo. No conocíamos a nadie en Berlín, sal­vo al muerto. A partir de aquel momento, sólo pudimos cambiar palabras sobre el deceso. Nos sirvieron, las pala­bras, para dar dos o tres veces más la vuelta a la Bolsa y después, como teníamos que adormecer el dolor, de todos modos, subimos despacio hacia Montmartre, al tiempo que farfullábamos pesares.

A partir de la Rué Lepic, empiezas a encontrar gente que va a buscar alegría a la parte alta de la ciudad. Se apresuran. Llegados al Sacré-Coeur, se ponen a mirar la noche, abajo, que forma un gran hueco con todas las ca­sas amontonadas en el fondo.

En la placita, en el café que nos pareció, por las apa­riencias, el menos caro, entramos. Tania me dejaba, por el consuelo y el agradecimiento, besarla donde quisiera. Le gustaba mucho beber también. En las banquetas a nues­tro alrededor, dormían ya juerguistas un poco borrachos.

El reloj de la pequeña iglesia se puso a dar las horas y después más horas hasta nunca acabar. Acabábamos de llegar al final del mundo, estaba cada vez más claro. No se podía ir más lejos, porque después de aquello ya sólo había los muertos.

Empezaban en la Place du Tertre, al lado, los muertos. Estábamos bien situados para localizarlos. Pasaban justo por encima de las Galeries Dufayel, al este, por consi­guiente.

Pero, aun así, hay que saber encontrarlos, es decir, desde dentro y con los ojos casi cerrados, porque los grandes ha­ces de luz de los anuncios molestan mucho, aun a través de las nubes, a la hora de divisarlos, a los muertos. Con ellos, los muertos, comprendí en seguida, habían admitido a Bébert, incluso nos hicimos una señita los dos, Bébert y yo, y también, no lejos de él, la chica tan pálida, abortada por fin, la de Rancy, bien vaciada esa vez de todas sus tripas.

Había la tira de otros antiguos clientes míos, por aquí, por allá, y clientas en las que ya no pensaba nunca, y otros más, el negro en una nube blanca, solo, al que ha­bían azotado más de la cuenta, allá, lo reconocí, en Topo, y el tío Grappa, ¡el viejo teniente de la selva virgen! De ésos me había acordado de vez en cuando, del teniente, del negro torturado y también de mi español, el cura; ha­bía venido, el cura, con los muertos aquella noche para las oraciones del cielo y su cruz de oro le molestaba mu­cho para revolotear de un cielo a otro. Se aferraba con su cruz a las nubes, a las más sucias y amarillas, y fui reco­nociendo a muchos otros desaparecidos, muchos, muchos otros... Tan numerosos, que da vergüenza, la ver­dad, no haber tenido tiempo de mirarlos mientras viven ahí, a tu lado, durante años...

Nunca se tiene bastante tiempo, es cierto, ni siquiera para pensar en uno mismo.

En fin, ¡todos aquellos cabrones se habían vuelto án­geles sin que me hubiera dado cuenta! Ahora había la tira de nubes llenas de ángeles y extravagantes e indecentes, por todos lados. ¡De paseo por encima de la ciudad! Bus­qué a Molly entre ellos, era el momento, mi amable, mi única amiga, pero no había venido con ellos... Debía de tener un cielo para ella sólita, cerca de Dios, de tan buena que había sido siempre, Molly... Me dio gusto no encon­trarla con aquellos golfos, porque eran sin duda unos muertos golfos aquellos, unos pillos, sólo la chusma y la pandilla de los fantasmas se habían reunido aquella noche por encima de la ciudad. Del cementerio de al lado, sobre todo, venían sin parar y nada distinguidos. Y eso que era un cementerio pequeño; comuneros, incluso, todos san­grando, que abrían la boca como para gritar aún y que ya no podían... Esperaban, los comuneros, con los otros, esperaban a La Perouse, el de las Islas, que los mandaba a todos aquella noche para la reunión... No acababa, La Perouse, de prepararse, por culpa de la pata de palo que se le torcía... y, además, que siempre le había costado po­nérsela, la pata de palo, y también por culpa de sus gran­des anteojos, que no aparecían.

No quería salir a las nubes sin llevar en torno al cuello sus anteojos; una idea, su famoso catalejo de aventuras, un auténtico cachondeo, el que te hace ver a la gente y las cosas de lejos, cada vez más lejos por el agujerito y cada vez más deseables, por fuera, a medida que te acercas y pese a ello. Cosacos enterrados cerca del Moulin no con­seguían salir de sus tumbas. Hacían esfuerzos espanto­sos, pero lo habían intentado ya muchas veces... Volvían a caer siempre en el fondo de sus tumbas, aún estaban borrachos desde 1820.

Aun así, un chaparrón los hizo saltar, a ellos también, serenados por fin, muy por encima de la ciudad. Enton­ces se disgregaron en su ronda y abigarraron la noche con su turbulencia, de una nube a otra... La Ópera, sobre todo, los atraía, al parecer, su gran brasero de anuncios en el medio; salpicaban, los aparecidos, para saltar a otro ex­tremo del cielo y tan agitados y numerosos, que te nubla­ban la vista. La Perouse, equipado por fin, quiso que lo izaran vertical al sonar las cuatro, lo sostuvieron y lo montaron a horcajadas y derecho. Una vez instalado por fin, a horcajadas, aún gesticulaba, de todos modos, y se movía. Las campanadas de las cuatro lo sacudieron, mientras se abotonaba. Detrás de La Perouse, la gran avalancha del cielo. Una desbandada abominable, llega­ban arremolinándose fantasmas, de los cuatro puntos cardinales, todos los aparecidos de todas las epopeyas... Se perseguían, se desafiaban y cargaban siglos contra si­glos. El Norte permaneció mucho tiempo recargado con su abominable barahúnda. El horizonte se despejó azula­do y el día se alzó al fin por un gran agujero que habían hecho pinchando la noche para escapar.

Después, encontrarlos de nuevo resulta muy difícil. Hay que saber salir del tiempo.

Por el lado de Inglaterra te los encuentras de nuevo, cuando llegas, pero por ese lado la niebla es todo el tiem­po tan densa, tan compacta, que es como auténticas velas que suben unas delante de las otras desde la Tierra hasta lo más alto del cielo y para siempre. Con hábito y aten­ción se puede llegar a encontrarlos de nuevo, de todos modos, pero nunca durante mucho tiempo por culpa del viento que no cesa de traer nuevas ráfagas y brumas de alta mar.

La gran mujer que está ahí, que guarda la Isla, es la úl­tima. Su cabeza está mucho más alta aún que las brumas más altas. Ella es lo único un poco vivo de la Isla. Sus ca­bellos rojos, por encima de todo, doran un poco aún las nubes, es lo único que queda del sol.

Intenta hacerse té, según explican.

Tiene que intentarlo, pues está ahí para la eternidad. Nunca acabará de hacerlo hervir, su té, por culpa de la niebla, que se ha vuelto demasiado densa y penetrante. El casco de un barco utiliza de tetera, el más bello, el mayor de los barcos, el último que ha podido encontrar en Southampton, se calienta el té, oleadas y más oleadas... Remueve... Da vueltas todo con un remo enorme... Con eso se entretiene.

No mira nada más, seria para siempre e inclinada.

La ronda ha pasado por encima de ella, pero ni siquiera se ha movido, está acostumbrada a que vengan to­dos los fantasmas del continente a perderse por allí... Se acabó.

Le basta con hurgar el fuego que hay bajo la ceniza, entre dos bosques muertos, con los dedos.

Intenta reavivarlo., todo le pertenece ahora, pero su té no hervirá nunca más.

Ya no hay vida para las llamas.

Ya no hay vida en el mundo para nadie, salvo un po­quito para ella y todo está casi acabado...


Tania me despertó en la habitación donde habíamos aca­bado acostándonos. Eran las diez de la mañana. Para des­hacerme de ella, le conté que no me sentía bien y que me iba a quedar un poco más en la cama.

La vida se reanudaba. Fingió creerme. En cuanto ella hubo bajado, me puse en camino, a mi vez. Tenía algo que hacer, en verdad. La zarabanda de la noche anterior me había dejado como una extraña sensación de remordi­miento. El recuerdo de Robinson venía a preocuparme. Era cierto que yo lo había abandonado a su suerte, a ése; peor aún, en manos del padre Protiste. Con eso estaba dicho todo. Desde luego, me habían contado que todo iba de perilla allí abajo, en Toulouse, y que la vieja Henrouille se había vuelto incluso de lo más amable con él. Claro, que, en ciertos casos, verdad, sólo oyes lo que quieres oír y lo que más te conviene... En el fondo, esas vagas indicaciones no demostraban nada.

Inquieto y curioso, me dirigí hacia Rancy en busca de noticias, pero exactas, precisas. Para llegar allí, había que volver a pasar por la Rué des Batignolles, donde vivía Pomone. Era mi camino. Al llegar cerca de su casa, me extrañó mucho vérmelo en la esquina de su calle, a Po­mone, como siguiendo a un señor bajito a cierta distan­cia. Para él, Pomone, que no salía nunca, debía de ser un auténtico acontecimiento. Lo reconocí también, al tipo que seguía, era un cliente, el Cid se hacía llamar en la correspondencia. Pero sabíamos también, por informes confidenciales, que trabajaba en Correos, el Cid.

Desde hacía años no dejaba en paz a Pomone para que le encontrara una amiguita bien educada, su sueño. Pero las señoritas que le presentaban nunca estaban bastante bien educadas para su gusto. Cometían faltas, según de­cía. Conque la cosa no marchaba. Pensándolo bien, exis­ten dos grandes especies de chorbitas, las que tienen «amplitud de miras» y las que han recibido «una buena educación católica». Dos formas, para las pelanas, de sen­tirse superiores, dos formas también de excitar a los in­quietos y los insatisfechos, el estilo «pajolero» y el estilo «mujer libre».

Todas las economías del Cid habían acabado, mes tras mes, en esas búsquedas. Ahora había llegado, con Pomo­ne, a quedarse sin recursos y sin esperanza también. Más adelante, me enteré de que había ido a suicidarse, el Cid, aquella misma noche en un solar. Por lo demás, en cuan­to había yo visto a Pomone salir de su casa, había sospe­chado que ocurría algo extraordinario. Conque los seguí largo rato por aquel barrio en el que las tiendas van desa­pareciendo calle adelante y hasta los colores, uno tras otro, para acabar en tascas precarias hasta los límites jus­tos del fielato. Cuando no tienes prisa, te pierdes con fa­cilidad en esas calles, despistado primero por la tristeza y por la demasiada indiferencia del lugar. Si tuvieras un poco de dinero, cogerías un taxi al instante para escapar de tanto hastío. La gente que encuentras arrastra un des­tino tan pesado, que lo sientes por ellos. Tras las ventanas con visillos, pequeños rentistas han dejado el gas abierto, seguro. No hay nada que hacer. ¡Me cago en la leche!, di­ces, lo que no sirve de nada.

Y, además, ni un banco para sentarse. Marrón y gris por todos lados. Cuando llueve, cae de todas partes tam­bién, de frente y de lado, y la calle resbala entonces como el dorso de un gran pez con una raya de lluvia en medio. No se puede decir siquiera que sea un desorden ese ba­rrio, es más bien como una cárcel, casi bien conservada, una cárcel que no necesita puertas.

Callejeando así, acabé perdiendo de vista a Pomone y a su suicidado después de la rué des Vinaigriers. Así, había llegado tan cerca de la Garenne-Rancy, que no pude por menos de ir a echar un vistazo por encima de las fortifi­caciones.

De lejos, es atractiva, la Garenne-Rancy, no se puede negar, por los árboles del gran cementerio. Poco falta para que te dejes engañar y jures que estás en el Bois de Boulogne.

Cuando se desean a toda costa noticias de alguien, hay que ir a preguntarlas a quienes las tienen. Al fin y al cabo, me dije entonces, no puedo perder gran cosa haciéndoles una visita, a los Henrouille. Debían de saber cómo iban las cosas en Toulouse. Y, mira por donde, fue una impru­dencia de lo lindo la que cometí. Se fía uno demasiado. No sabes que has llegado y, sin embargo, estás ya metido de lleno en las cochinas regiones de la noche. No tarda en sucederte una desgracia entonces. Basta con poco y, ade­más, es que no había que ir a ver de nuevo a cierta gente, sobre todo a ésos. Después es el cuento de nunca acabar.

De rodeos en rodeos, me vi como guiado de nuevo por la costumbre hasta poca distancia del hotelito. Casi no podía creerlo, al verlo en el mismo sitio, su hotelito. Em­pezó a llover. Ya no había nadie en la calle, excepto yo, que no me atrevía a avanzar más. Iba incluso a dar la vuelta sin insistir, cuando se entreabrió la puerta del ho­telito, lo justo para que me hiciera señas de que me acer­case, la hija. Ella, por supuesto, veía todo. Me había divi­sado, vacilante, en la acera de enfrente. Yo ya no deseaba acercarme, pero ella insistía y hasta me llamaba por mi nombre.

«¡Doctor!... ¡Venga, rápido!»

Así me llamaba, con autoridad... Yo temía llamar la atención. Conque me apresuré a subir su pequeña escali­nata y a encontrarme de nuevo en el pasillito con la estu­fa y volver a ver todo el decorado. Volví a sentir una ex­traña inquietud, de todos modos. Y después se puso a contarme que su marido llevaba dos meses muy enfermo e incluso que empeoraba cada vez más.

Al instante, desconfié, por supuesto.

«¿Y Robinson?», me apresuré a preguntar.

Al principio, eludió mi pregunta. Por fin, se decidió. «Están bien, los dos... Su arreglo funciona en Toulouse», acabó respondiendo, pero así, rápido. Y, sin más ni más, va y me asedia de nuevo a propósito de su marido, enfer­mo. Quería que fuese a ocuparme de él al instante, de su marido, y sin perder un minuto más. Que si yo era tan servicial... Que si conocía tan bien a su marido... Y que si patatín y que si patatán... Que si él sólo tenía confianza en mí... Que si no había querido que lo visitaran otros médicos... Que si no sabían mi dirección... En fin, zala­merías.


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