Los ríos lo pasan mal en el Mediodía. Parece que sufren, siempre están secándose. Colinas, sol, pescadores, peces, barcos, zanjas, lavaderos, viñas, sauces llorones, todo el mundo los quiere, todo los reclama. Les exigen demasiada agua, conque queda poca en el lecho del río. Parece en algunos puntos un camino un poco inundado más que un río de verdad. Como habíamos salido en busca de diversión, teníamos que apresurarnos para encontrarla. En cuanto acabamos las patatas fritas, decidimos dar una vuelta en barca, que nos distraería antes del almuerzo, yo remando, claro está, y ellos dos frente a mí, cogidos de la mano, Robinson y Madelon.
Conque salimos surcando las aguas, como se suele decir, y rozando el fondo aquí y allá, ella lanzando grititos y él no demasiado seguro tampoco. Moscas y más moscas. Libélulas que vigilaban el río con sus enormes ojos por doquier y moviendo la cola, temerosas. Un calor asombroso, como para hacer humear todas las superficies. Nos deslizábamos desde los anchos remolinos planos hasta las ramas muertas... Al ras de riberas ardientes pasamos, en busca de bocanadas de sombra que atrapábamos como podíamos detrás de árboles no demasiado acribillados por el sol. Hablar daba más calor aún, de ser posible. No nos atrevíamos a decir que nos sentíamos mal.
Robinson se cansó el primero, cosa natural, de la navegación. Entonces propuse que atracáramos delante de un restaurante. No éramos los únicos que habíamos tenido esa idea. Todos los pescadores de aquel tramo, la verdad, se habían instalado ya en la taberna, antes que nosotros, ávidos de aperitivos y parapetados tras sus sifones. Robinson no se atrevía a preguntarme si era cara, aquella tasca, que yo había elegido, pero al instante le quité esa preocupación asegurándole que todos los precios estaban anunciados y eran muy razonables. Era cierto. Ya no soltaba la mano de su Madelon.
Puedo decir ahora que pagamos en aquel restaurante como si hubiéramos comido, pero sólo habíamos intentado jalar. Más vale no hablar de los platos que nos sirvieron. Aún siguen allí.
Para pasar la tarde, después, organizar una sesión de pesca con Robinson era demasiado complicado y le habríamos apenado, pues ni siquiera habría visto el flotador. Pero a mí, por otro lado, la idea de remar, después del trago de la mañana, me ponía enfermo. Ya tenía bastante. Había perdido el entrenamiento de los ríos de África. Había envejecido en eso como en todo.
Para cambiar, de todos modos, de ejercicio, dije entonces que un paseíto a pie, simplemente, a lo largo de la orilla, nos sentaría pero que muy bien, al menos hasta aquellas hierbas altas que se veían a menos de un kilómetro de distancia, cerca de una cortina de álamos.
Ahí nos teníais de nuevo, a Robinson y a mí, en marcha y cogidos del brazo, mientras que Madelon nos precedía unos pasos más adelante. Era más cómodo para avanzar entre las hierbas. En un recodo del río oímos las notas de un acordeón. De una gabarra procedía, el sonido, una hermosa gabarra amarrada en aquel punto del río. La música hizo detener a Robinson. Era muy comprensible en su caso y, además, que siempre había sentido debilidad por la música. Conque, contentos de haber encontrado algo que lo divirtiera, nos sentamos en aquel césped mismo, menos polvoriento que el de la orilla en declive de al lado. Se veía que no era una gabarra corriente. Muy limpia y cuidada estaba, una gabarra para vivienda exclusivamente, no para carga, toda llena de flores y con una casilla muy peripuesta y todo, para el perro. Le describimos la gabarra, a Robinson. Quería enterarse de todo.
«Me gustaría mucho, a mí también, vivir en un barco como ése -dijo entonces-. ¿Y a ti?», fue y preguntó a Madelon.
«¡Anda, que ya sé adonde quieres ir a parar! -respondió ella-. Pero, ¡eso es muy caro, Léon! ¡Es mucho más caro aún, estoy segura, que una casa de alquiler!»
Nos pusimos, los tres, a pensar en lo que podía costar una gabarra así y no nos salía el cálculo... Cada uno daba una cifra. Por la costumbre que teníamos de contar en voz alta todo... La música del acordeón nos llegaba muy melosa, entretanto, e incluso la letra de una canción de acompañamiento... Al final, coincidimos en que debía de costar, tal cual, por lo menos cien mil francos, la gabarra. Como para dejarlo a uno turulato...
Ferme tesjolis yeux, car les heures sont breves...
Aupays merveilleux, au douxpays du ré-é-éve
Eso era lo que cantaban en el interior, voces de hombres y mujeres mezcladas, desafinando un poco, pero muy agradables, de todos modos, gracias al lugar. No desentonaba con el calor, el campo, la hora que era y el río.
Robinson se empeñaba en contar miles y cientos. Le parecía que valía más aún, tal como se la habíamos descrito, la gabarra... Porque tenía una claraboya para ver mejor dentro y cobres por todos lados: lujo, vamos...
«Léon, no te canses -intentaba calmarlo Madelon-, túmbate en la hierba, que está muy mullida, y descansa un poco... Cien mil o quinientos mil, no está a nuestro alcance, ¿no?... Conque no vale la pena, verdad, que te hagas ilusiones...»
Pero estaba tumbado y se hacía ilusiones, de todos modos, con el precio, y quería enterarse a toda costa e intentar verla, la gabarra que valía tan cara...
«¿Tiene motor?», preguntaba... Nosotros no sabíamos.
Fui a mirar por detrás, ya que insistía, sólo por complacerlo, para ver si veía el tubo de un motorcito.
Ferme tes jolis yeux, car la vie n'est qu'un songe...
L'amour n'est qu'un menson-on-on-ge...
Ferme tes jolis yeuuuuuuux!
Seguían así cantando, dentro. Nosotros, por fin, caímos rendidos de cansancio... Nos adormilaban.
En determinado momento, el podenco de la casilla saltó afuera y fue a ladrar sobre la pasarela en nuestra dirección. Despertamos sobresaltados y nos pusimos a gritarle, al podenco. Miedo de Robinson.
Un tipo que parecía el propietario salió entonces al puente por la portezuela de la gabarra. ¡No quería que gritáramos a su perro y tuvimos unas palabras! Pero, cuando comprendió que Robinson estaba, por así decir, ciego, se calmó al instante, aquel hombre e incluso se mostró como un chorra. Dio marcha atrás y hasta se dejó llamar grosero para arreglar las cosas... Para resarcirnos, nos rogó que fuésemos a tomar café con él, en su gabarra, porque era su santo, fue y añadió. No quería que siguiésemos ahí, al sol, achicharrándonos, y que si patatín y que si patatán... Y que si veníamos al pelo, precisamente, porque eran trece a la mesa... Hombre joven era, el patrón, un fantasioso. Le gustaban los barcos, fue y nos explicó también... Comprendimos en seguida. Pero a su mujer le daba miedo el mar, conque habían amarrado allí, por así decir, sobre los guijarros. En la gabarra, parecieron muy contentos de recibirnos. Su esposa, en primer lugar, mujer bella que tocaba el acordeón como un ángel. Y, además, ¡que eso de habernos invitado a tomar café era amable, de todos modos, de su parte! ¡Podríamos haber sido sabe Dios qué! Era, en una palabra, una prueba de confianza por su parte... En seguida comprendimos que no debíamos desairar a aquellos encantadores anfitriones... Sobre todo ante sus invitados... Robinson tenía muchos defectos, pero era, de ordinario, un muchacho sensible. Para sus adentros, sólo por las voces, comprendió que había que comportarse bien y no soltar groserías. No íbamos bien vestidos, bien es verdad, pero sí muy limpios y decentes, de todos modos. El patrón de la gabarra, lo examiné de más cerca, debía de tener unos treinta años, con hermosos cabellos castaños y poéticos y un traje muy mono de estilo marinero, pero relamido. Su bella esposa tenía, por cierto, auténticos ojos «aterciopelados».
Acababan de terminar su almuerzo. Los restos eran copiosos. No rechazamos el trozo de tarta, ¡ni hablar! Ni el oporto para acompañarlo. Desde hacía mucho tiempo, no había oído yo voces tan distinguidas. Tienen una forma de hablar, las personas distinguidas, que te intimida y a mí me asusta, sencillamente, sobre todo sus mujeres, y, sin embargo, son simples frases mal paridas y presuntuosas, pero, eso sí, bruñidas como muebles antiguos. Dan miedo, sus frases, aun anodinas. Temes patinar encima de ellas, al responderles simplemente. Y hasta cuando cobran tono barriobajero para cantar canciones de pobres por diversión, lo conservan, ese acento distinguido, que te inspira recelo y asco, un acento en el que parece vibrar un latiguillo, siempre, el que se necesita, siempre, para hablar a los criados. Es excitante, pero al mismo tiempo te incita a cepillarte a sus mujeres, solo para verla derretirse, su dignidad, como ellos la llaman...
Expliqué en voz baja a Robinson el mobiliario que había a nuestro alrededor, todo él antiguo. Me recordaba un poco la tienda de mi madre, pero más limpio y mejor arreglado, evidentemente. En casa de mi madre siempre olía a rancio.
Y, además, colgados en los tabiques, cuadros del patrón, infinidad. Pintor él. Fue su mujer la que me lo reveló y con mil remilgos, encima. Su mujer lo amaba, se veía, a su hombre. Era un artista, el patrón, hermoso sexo, hermosos cabellos, hermosas rentas, todo lo necesario para ser feliz; y, encima, el acordeón, amigos, ensueños en el barco, sobre las aguas escasas y que se arremolinaban, muy contentos de no partir nunca... Tenían todo aquello en su casa con toda la dulzura y el frescor precioso del mundo entre los visillos y el hálito del ventilador y la divina seguridad.
Puesto que habíamos acudido, debíamos ponernos en consonancia. Bebidas heladas y fresas con nata, primero, mi postre preferido. Madelon se moría de ganas de repetir. También ella se dejaba conquistar ahora por los buenos modales. Los hombres la consideraban simpática, a Madelon, el suegro sobre todo, ricachón él, parecía muy contento de tenerla a su lado, a Madelon, y venga desvivirse para agradarle. Venga buscar por toda la mesa más golosinas, sólo para ella, que estaba dándose una panzada, de nata. Por lo que decía, era viudo, el suegro. ¡Menudo si lo había olvidado! Al cabo de poco, con los licores, Madelon tenía una curda de cuidado. El traje que llevaba Robinson y el mío también chorreaban fatiga y temporadas y más temporadas, pero en el refugio en que nos encontrábamos podía ser que no se viera. De todos modos, yo me sentía un poco humillado en medio de los demás, tan respetables en todo, limpios como americanos, tan bien lavados, tan bien educados, listos para concursos de elegancia.
Madelon, ya piripi, no se contenía demasiado bien. Con su fino perfil puntiagudo dirigido a las pinturas, contaba tonterías; la anfitriona, que se daba cuenta un poco, volvió al acordeón para remediarlo, mientras todos cantaban y nosotros también en sordina, pero desafinando y sin gracia, la misma canción que un poco antes oíamos fuera y después otra.
Robinson había encontrado el medio de entablar conversación con un señor anciano que parecía conocerlo todo sobre la cultura del cacao. Tema apropiado. Un colonial, dos coloniales. «Cuando estaba yo en África -oí, para mi gran sorpresa, afirmar a Robinson-, cuando era ingeniero agrónomo de la Compañía Porduriére -repetía-, ponía a cosechar a la población entera de una aldea... etc.» No podía verme, conque se despachaba a gusto... Con ganas... Falsos recuerdos... Deslumbraba al señor anciano... ¡Mentiras! Lo único que se le ocurría para ponerse a la altura del anciano competente. Él siempre tan reservado, Robinson, en su lenguaje, me irritaba y afligía al divagar así.
Lo habían instalado, con todos los honores, en un gran diván lleno de perfumes, con una copa de coñac en la mano derecha, mientras que con la otra evocaba con gestos ampulosos la majestad de las junglas vírgenes y los furores de los tornados ecuatoriales. Estaba disparado, disparado de lo lindo... Alcide se habría tronchado de risa, si hubiera estado allí, en un rincón. ¡Pobre Alcide!
No se puede negar, estábamos lo que se dice a gusto, en su gabarra. Sobre todo porque empezaba a alzarse una brisita del río y en los marcos de las ventanas flotaban los visillos encañonados como banderitas alegres.
Otra ronda de helados y después champán. Era su santo, lo había repetido cien veces, el patrón. Se había propuesto obsequiar por una vez a todos e incluso a los transeúntes. A nosotros por una vez. Durante una hora, dos, tres tal vez, estaríamos todos reconciliados bajo su batuta, seríamos todos amigos, los conocidos y los demás e incluso los extraños, e incluso nosotros tres, a quienes habían recogido en la ribera, a falta de algo mejor, para no ser trece a la mesa. Iba a ponerme a cantar mi cancioncilla de alborozo y después cambié de parecer, demasiado orgulloso de pronto, consciente. Conque me pareció oportuno revelarles, para justificar mi invitación, pese a todo, en un arranque impulsivo, ¡que acababan de invitar en mi persona a uno de los médicos más distinguidos de la región parisina! ¡No podía sospecharlo, aquella gente, por mi pinta, evidentemente! ¡Ni por la mediocridad de mis compañeros! Pero, en cuanto supieron mi rango, se declararon encantados, halagados y, sin más tardar, todos y cada uno se pusieron a iniciarme en las desdichas particulares de su cuerpo; aproveché para aproximarme a la hija de un empresario, una primita muy robusta que padecía precisamente urticaria y eructos agrios a la más mínima.
Cuando no estás acostumbrado a los primores de la mesa y del bienestar, te embriagan fácilmente. La verdad pierde el culo para abandonarte. Basta con muy poquito siempre para que te deje libre. No te aferras a la verdad. En esa abundancia repentina de placeres, eres, antes de que te des cuenta, presa del delirio megalómano. Yo me puse a divagar, a mi vez, mientras hablaba de urticaria a la primita. Sales de las humillaciones cotidianas intentando, como Robinson, ponerte en consonancia con los ricos, mediante las mentiras, monedas del pobre. A todos nos da vergüenza nuestra carne mal presentada, nuestra osamenta deficitaria. No podía decidirme a mostrarles mi verdad; era indigna de ellos, como mi trasero. Tenía que causar, a toda costa, buena impresión.
A sus preguntas me puse a responder con ocurrencias, como antes Robinson al anciano señor. ¡Me sentí, a mi vez, embargado por la soberbia!... ¡Que si mi numerosa clientela!... ¡Que si el exceso de trabajo!... Que si mi amigo Robinson... el ingeniero, que me había ofrecido hospitalidad en su hotelito tolosano...
Y es que, además, cuando ha comido y bebido bien, el anfitrión es fácil de convencer. ¡Por fortuna! ¡Todo cuela! Robinson me había precedido en la dicha furtiva de las trolas improvisadas; seguirlo no exigía ya apenas esfuerzo.
Con las gafas ahumadas que llevaba, Robinson, no se podía apreciar bien el estado de sus ojos. Atribuimos, generosos, su desgracia a la guerra. Desde ese momento, nos vimos acomodados, realzados social y patrióticamente hasta la altura de ellos, nuestros anfitriones, sorprendidos un poco, al principio, por la fantasía del marido, el pintor, a quien su situación de artista mundano forzaba, de todos modos, a algunas acciones insólitas de vez en cuando... Se pusieron, los invitados, a considerarnos de verdad a los tres de lo más amables e interesantes.
En su calidad de prometida, Madelon tal vez no desempeñara su papel todo lo púdicamente que requería la ocasión; excitaba a todo el mundo, incluidas las mujeres, hasta el punto de que yo me preguntaba si no iría a acabar todo aquello en una orgía. No. La conversación fue languideciendo, rota por el esfuerzo baboso de ir más allá de las palabras. No ocurrió nada.
Seguíamos aferrados a las frases y clavados a los cojines, muy atontados por el intento común de hacernos felices, más profunda, más calurosamente y aún un poco más, unos a otros, con el cuerpo ahíto, con el espíritu exclusivamente, haciendo todo lo posible para mantener todo el placer del mundo en el presente, todo lo maravilloso que conocíamos en nosotros y en el mundo, para que el vecino empezara a disfrutarlo también y nos confesara, el vecino, que era eso, exacto, lo que buscaba, tan admirable, que sólo le faltaba esa dádiva nuestra precisamente, desde hacía tantos y tantos años, para ser por fin perfectamente feliz, ¡y para siempre! ¡Que por fin le habíamos revelado su propia razón de ser! Y que había que ir a decírselo a todo el mundo entonces, ¡que había encontrado su razón de ser! ¡Y que bebiéramos otra copa juntos para festejar y celebrar aquella delectación y que durase siempre así! ¡Que no cambiáramos nunca más de encanto! ¡Que sobre todo no volviéramos a los tiempos abominables, a los tiempos sin milagros, a los tiempos de antes de conocernos!... ¡Todos juntos en adelante! ¡Por fin! ¡Siempre!...
El patrón, por su parte, no pudo por menos de romper el encanto.
Tenía la manía de hablarnos de su pintura, que lo traía por la calle de la amargura, de sus cuadros, a todo trance y con cualquier motivo. Así, por su imbecilidad obstinada, aun ebrios, la trivialidad volvió a embargarnos, abrumadora. Vencido ya, fui a dirigirle algunos cumplidos muy sinceros y resplandecientes, al patrón, felicidad en frases para los artistas. Eso era lo que necesitaba. En cuanto los hubo recibido, mis cumplidos, fue como un coito. Se dejó caer en uno de los sofás hinchados de a bordo y se quedó dormido en seguida, muy a gusto, feliz evidentemente. Los invitados, entretanto, se acariciaban mutuamente las facciones con miradas plomizas y mutuamente fascinadas, indecisos entre el sueño casi invencible y las delicias de una digestión milagrosa.
Yo, por mi parte, economicé ese deseo de dormitar y me lo reservé para la noche. Los miedos, supervivientes de la jornada, alejan demasiado a menudo el sueño y, cuando tienes la potra de hacerte, mientras puedes, con una pequeña provisión de beatitud, habrías de ser muy imbécil para desperdiciarla en fútiles cabezadas previas. ¡Todo para la noche! ¡Es mi lema! Hay que pensar todo el tiempo en la noche. Y, además, que estábamos invitados también para la cena, era el momento de recuperar el apetito...
Aprovechamos el sopor reinante para escabullimos. Realizamos los tres una salida de lo más discreta, evitando a los invitados adormecidos y agradablemente desparramados en torno al acordeón de la patrona. Los ojos de ésta, dulcificados por la música, pestañeaban en busca de la sombra. «Hasta luego», nos dijo, cuando pasamos junto a ella y su sonrisa se acabó en un sueño.
No fuimos demasiado lejos, los tres, sólo hasta el lugar que yo había descubierto, en que el río hacía un recodo entre dos filas de álamos, altos álamos muy puntiagudos. Se veía desde allí todo el valle e incluso el pueblecito, a lo lejos, en su hueco, arrugado en torno al campanario plantado como un claro en el rojo del cielo.
«¿A qué hora tenemos un tren para volver?», se inquietó al instante Madelon.
«¡No te preocupes! -la tranquilizó él-. Nos van a acompañar en coche, así hemos quedado... Lo ha dicho el patrón... Tienen coche...»
Madelon no volvió a insistir. Seguía ensimismada de placer. Una jornada de verdad excelente.
«Y tus ojos, Léon, ¿qué tal?», le preguntó entonces.
«Mucho mejor. No quería decirte nada aún, porque no estaba seguro, pero creo que sobre todo con el izquierdo empiezo a poder contar incluso las botellas sobre la mesa... He bebido de lo lindo, ¿te has fijado? ¡Y estaba bueno!...»
«El izquierdo es el lado del corazón», observó Madelon, dichosa. Estaba muy contenta, es comprensible, de que mejoraran los ojos de él.
«¡Bésame, entonces, y déjame besarte!» le propuso él. Yo empezaba a sentirme de sobra junto a sus efusiones. Sin embargo, me resultaba difícil alejarme, porque no sabía bien por dónde irme. Hice como que iba a hacer una necesidad detrás del árbol, en espera de que se les pasara. Eran cosas tiernas las que se decían. Yo los oía. Los diálogos de amor más insulsos son siempre, de todos modos, un poco graciosos, cuando conoces a las personas. Y, además, que nunca les había oído decir cosas así.
«¿Es verdad que me quieres?» le preguntaba ella.
«¡Tanto como a mis ojos!», le respondía él.
«¡No es poco lo que acabas de decir, Léon!... Pero, ¡aún no me has visto, Léon!... Tal vez cuando me veas con tus propios ojos y no sólo con los de los demás, ya no me quieras... Entonces volverás a ver a las otras mujeres y a lo mejor las amarás a todas... ¿Como tus amigos?...»
Esa observación, como quien no quiere la cosa, iba por mí. No me equivocaba yo... Creía que estaba lejos y no podía oírla... Así, que echó el resto... No perdía el tiempo... Él, el amigo, se puso a protestar. «Pero, ¡bueno!...», decía. ¡Y que si todo eso eran simples suposiciones! Calumnias...
«Yo, Madelon, ¡ni mucho menos! -se defendía-. ¡Yo no soy de ese estilo! ¿Qué es lo que te hace pensar que soy como él?... ¿Con lo buena que has sido conmigo, además?... ¡Yo me encariño! ¡Yo no soy un cabrón! Es para siempre, ya te lo he dicho, ¡sólo tengo una palabra! ¡Es para siempre! Tú eres bonita, ya lo sé, pero lo serás aún más cuando te haya visto... ¿Qué? ¿Estás contenta ahora? ¿Ya no lloras? ¡Más que eso no puedo decirte!»
«¡Eso sí que es bonito, Léon!», le respondía ella entonces, al tiempo que se apretaba contra él. Estaban haciéndose juramentos, ya no había quien los detuviese, el cielo no era ya bastante grande.
«Me gustaría que fueses siempre feliz conmigo... -le decía él, muy dulce, después-. Que no tuvieras nada que hacer y que tuvieses, sin embargo, todo lo que necesitaras...»
«¡Ah, qué bueno eres, Léon! Eres mejor de lo que pensaba... ¡Eres tierno! ¡Eres fiel! ¡Todo lo mejorcito!...»
«Es porque te adoro, cariñito mío...»
Y se excitaban aún más, con magreos. Y después, como para mantenerme alejado de su felicidad, volvían a dejarme como un trapo a mí.
Primero ella. «El doctor, tu amigo, es simpático, ¿verdad? -Volvía a la carga, como si no hubiera podido tragarme-. ¡Es simpático!... No quiero hablar mal de él, ya que es un amigo tuyo... Pero es un hombre que parece brutal, de todos modos, con las mujeres... No quiero hablar mal de él, porque creo que es verdad que te aprecia. Pero, en fin, no es mi estilo... Voy a decirte una cosa... No te enfadarás, ¿verdad? -No, no se enfadaba por nada, Léon-. Pues mira, me parece que le gustan, al doctor, como demasiado, las mujeres... Como los perros un poco, ¿me comprendes?... ¿No te parece a ti?... ¡Es como si les saltara encima, parece, siempre! Hace daño y se va... ¿No te parece? ¿Que es así?»
Le parecía, al cabronazo, le parecía todo lo que ella quisiese, le parecía incluso que lo que ella decía era de lo más exacto y gracioso. De lo más divertido. La animaba a continuar, se relamía de gusto.
«Sí, es muy cierto, eso que has notado en él, Madelon; es buena persona, Ferdinand, pero lo que se dice delicadeza no es que tenga, eso desde luego, y fidelidad tampoco, por cierto... ¡De eso estoy seguro!...»
«Has debido de conocerle amigas, ¿eh, Léon?»
Se informaba, la muy puta.
«¡La tira! -le respondió él, convencido-. Pero es que... mira... Para empezar... ¡No es exigente!...»
Había que sacar una conclusión de esas afirmaciones, de lo cual se encargó Madelon.
«Los médicos, ya es sabido, son todos unos guarros... La mayoría de las veces... Pero es que él, ¡me parece que es cosa mala en ese estilo!...»
«Ni que lo jures -aprobó él, mi buen, mi feliz amigo, y continuó-: Hasta tal punto, que muchas veces he pensado, de tan aficionado que lo he visto a eso, que tomaba drogas... Y, además, ¡es que tiene un aparato! ¡Si vieras qué tamaño! ¡No es natural...!»
«¡Ah, ah! -dijo Madelon, perpleja de pronto e intentando recordar mi aparato-. ¿Tú crees que tendrá enfermedades entonces?» Estaba muy inquieta, afligida de repente por esas informaciones íntimas.
«Eso no sé -se vio obligado a reconocer él, con pena-, no puedo asegurarlo... Pero no me extrañaría con la vida que lleva.»
«De todos modos, tienes razón, debe de tomar drogas... Debe de ser por eso por lo que es tan extraño a veces...»
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