Viaje Al Fin De La Noche



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Los ríos lo pasan mal en el Mediodía. Parece que su­fren, siempre están secándose. Colinas, sol, pescadores, peces, barcos, zanjas, lavaderos, viñas, sauces llorones, todo el mundo los quiere, todo los reclama. Les exigen demasiada agua, conque queda poca en el lecho del río. Parece en algunos puntos un camino un poco inundado más que un río de verdad. Como habíamos salido en busca de diversión, teníamos que apresurarnos para en­contrarla. En cuanto acabamos las patatas fritas, decidi­mos dar una vuelta en barca, que nos distraería antes del almuerzo, yo remando, claro está, y ellos dos frente a mí, cogidos de la mano, Robinson y Madelon.

Conque salimos surcando las aguas, como se suele de­cir, y rozando el fondo aquí y allá, ella lanzando grititos y él no demasiado seguro tampoco. Moscas y más mos­cas. Libélulas que vigilaban el río con sus enormes ojos por doquier y moviendo la cola, temerosas. Un calor asombroso, como para hacer humear todas las superfi­cies. Nos deslizábamos desde los anchos remolinos pla­nos hasta las ramas muertas... Al ras de riberas ardientes pasamos, en busca de bocanadas de sombra que atrapá­bamos como podíamos detrás de árboles no demasia­do acribillados por el sol. Hablar daba más calor aún, de ser posible. No nos atrevíamos a decir que nos sentía­mos mal.

Robinson se cansó el primero, cosa natural, de la nave­gación. Entonces propuse que atracáramos delante de un restaurante. No éramos los únicos que habíamos tenido esa idea. Todos los pescadores de aquel tramo, la verdad, se habían instalado ya en la taberna, antes que nosotros, ávidos de aperitivos y parapetados tras sus sifones. Ro­binson no se atrevía a preguntarme si era cara, aquella tasca, que yo había elegido, pero al instante le quité esa preocupación asegurándole que todos los precios estaban anunciados y eran muy razonables. Era cierto. Ya no sol­taba la mano de su Madelon.

Puedo decir ahora que pagamos en aquel restaurante como si hubiéramos comido, pero sólo habíamos inten­tado jalar. Más vale no hablar de los platos que nos sir­vieron. Aún siguen allí.

Para pasar la tarde, después, organizar una sesión de pesca con Robinson era demasiado complicado y le ha­bríamos apenado, pues ni siquiera habría visto el flota­dor. Pero a mí, por otro lado, la idea de remar, después del trago de la mañana, me ponía enfermo. Ya tenía bas­tante. Había perdido el entrenamiento de los ríos de África. Había envejecido en eso como en todo.

Para cambiar, de todos modos, de ejercicio, dije enton­ces que un paseíto a pie, simplemente, a lo largo de la ori­lla, nos sentaría pero que muy bien, al menos hasta aque­llas hierbas altas que se veían a menos de un kilómetro de distancia, cerca de una cortina de álamos.

Ahí nos teníais de nuevo, a Robinson y a mí, en mar­cha y cogidos del brazo, mientras que Madelon nos pre­cedía unos pasos más adelante. Era más cómodo para avanzar entre las hierbas. En un recodo del río oímos las notas de un acordeón. De una gabarra procedía, el soni­do, una hermosa gabarra amarrada en aquel punto del río. La música hizo detener a Robinson. Era muy com­prensible en su caso y, además, que siempre había sentido debilidad por la música. Conque, contentos de haber en­contrado algo que lo divirtiera, nos sentamos en aquel césped mismo, menos polvoriento que el de la orilla en declive de al lado. Se veía que no era una gabarra corrien­te. Muy limpia y cuidada estaba, una gabarra para vivien­da exclusivamente, no para carga, toda llena de flores y con una casilla muy peripuesta y todo, para el perro. Le describimos la gabarra, a Robinson. Quería enterarse de todo.

«Me gustaría mucho, a mí también, vivir en un barco como ése -dijo entonces-. ¿Y a ti?», fue y preguntó a Madelon.

«¡Anda, que ya sé adonde quieres ir a parar! -respon­dió ella-. Pero, ¡eso es muy caro, Léon! ¡Es mucho más caro aún, estoy segura, que una casa de alquiler!»

Nos pusimos, los tres, a pensar en lo que podía cos­tar una gabarra así y no nos salía el cálculo... Cada uno daba una cifra. Por la costumbre que teníamos de contar en voz alta todo... La música del acordeón nos llegaba muy melosa, entretanto, e incluso la letra de una canción de acompañamiento... Al final, coincidimos en que de­bía de costar, tal cual, por lo menos cien mil francos, la gabarra. Como para dejarlo a uno turulato...
Ferme tesjolis yeux, car les heures sont breves...

Aupays merveilleux, au douxpays du ré-é-éve
Eso era lo que cantaban en el interior, voces de hom­bres y mujeres mezcladas, desafinando un poco, pero muy agradables, de todos modos, gracias al lugar. No de­sentonaba con el calor, el campo, la hora que era y el río.

Robinson se empeñaba en contar miles y cientos. Le parecía que valía más aún, tal como se la habíamos des­crito, la gabarra... Porque tenía una claraboya para ver mejor dentro y cobres por todos lados: lujo, vamos...

«Léon, no te canses -intentaba calmarlo Madelon-, túmbate en la hierba, que está muy mullida, y descansa un poco... Cien mil o quinientos mil, no está a nuestro alcance, ¿no?... Conque no vale la pena, verdad, que te hagas ilusiones...»

Pero estaba tumbado y se hacía ilusiones, de todos modos, con el precio, y quería enterarse a toda costa e in­tentar verla, la gabarra que valía tan cara...

«¿Tiene motor?», preguntaba... Nosotros no sabíamos.

Fui a mirar por detrás, ya que insistía, sólo por com­placerlo, para ver si veía el tubo de un motorcito.


Ferme tes jolis yeux, car la vie n'est qu'un songe...

L'amour n'est qu'un menson-on-on-ge...

Ferme tes jolis yeuuuuuuux!
Seguían así cantando, dentro. Nosotros, por fin, caí­mos rendidos de cansancio... Nos adormilaban.

En determinado momento, el podenco de la casilla sal­tó afuera y fue a ladrar sobre la pasarela en nuestra direc­ción. Despertamos sobresaltados y nos pusimos a gritar­le, al podenco. Miedo de Robinson.

Un tipo que parecía el propietario salió entonces al puente por la portezuela de la gabarra. ¡No quería que gritáramos a su perro y tuvimos unas palabras! Pero, cuando comprendió que Robinson estaba, por así decir, ciego, se calmó al instante, aquel hombre e incluso se mostró como un chorra. Dio marcha atrás y hasta se dejó llamar grosero para arreglar las cosas... Para resarcirnos, nos rogó que fuésemos a tomar café con él, en su gabarra, porque era su santo, fue y añadió. No quería que siguié­semos ahí, al sol, achicharrándonos, y que si patatín y que si patatán... Y que si veníamos al pelo, precisamente, porque eran trece a la mesa... Hombre joven era, el pa­trón, un fantasioso. Le gustaban los barcos, fue y nos ex­plicó también... Comprendimos en seguida. Pero a su mujer le daba miedo el mar, conque habían amarrado allí, por así decir, sobre los guijarros. En la gabarra, parecie­ron muy contentos de recibirnos. Su esposa, en primer lugar, mujer bella que tocaba el acordeón como un ángel. Y, además, ¡que eso de habernos invitado a tomar café era amable, de todos modos, de su parte! ¡Podríamos haber sido sabe Dios qué! Era, en una palabra, una prueba de confianza por su parte... En seguida comprendimos que no debíamos desairar a aquellos encantadores anfitrio­nes... Sobre todo ante sus invitados... Robinson tenía mu­chos defectos, pero era, de ordinario, un muchacho sen­sible. Para sus adentros, sólo por las voces, comprendió que había que comportarse bien y no soltar groserías. No íbamos bien vestidos, bien es verdad, pero sí muy lim­pios y decentes, de todos modos. El patrón de la gabarra, lo examiné de más cerca, debía de tener unos treinta años, con hermosos cabellos castaños y poéticos y un traje muy mono de estilo marinero, pero relamido. Su bella esposa tenía, por cierto, auténticos ojos «aterciope­lados».

Acababan de terminar su almuerzo. Los restos eran copiosos. No rechazamos el trozo de tarta, ¡ni hablar! Ni el oporto para acompañarlo. Desde hacía mucho tiempo, no había oído yo voces tan distinguidas. Tienen una forma de hablar, las personas distinguidas, que te intimida y a mí me asusta, sencillamente, sobre todo sus mujeres, y, sin embargo, son simples frases mal paridas y presun­tuosas, pero, eso sí, bruñidas como muebles antiguos. Dan miedo, sus frases, aun anodinas. Temes patinar enci­ma de ellas, al responderles simplemente. Y hasta cuando cobran tono barriobajero para cantar canciones de po­bres por diversión, lo conservan, ese acento distinguido, que te inspira recelo y asco, un acento en el que parece vibrar un latiguillo, siempre, el que se necesita, siempre, para hablar a los criados. Es excitante, pero al mismo tiempo te incita a cepillarte a sus mujeres, solo para verla derretirse, su dignidad, como ellos la llaman...

Expliqué en voz baja a Robinson el mobiliario que ha­bía a nuestro alrededor, todo él antiguo. Me recordaba un poco la tienda de mi madre, pero más limpio y mejor arreglado, evidentemente. En casa de mi madre siempre olía a rancio.

Y, además, colgados en los tabiques, cuadros del pa­trón, infinidad. Pintor él. Fue su mujer la que me lo reve­ló y con mil remilgos, encima. Su mujer lo amaba, se veía, a su hombre. Era un artista, el patrón, hermoso sexo, hermosos cabellos, hermosas rentas, todo lo nece­sario para ser feliz; y, encima, el acordeón, amigos, ensue­ños en el barco, sobre las aguas escasas y que se arremoli­naban, muy contentos de no partir nunca... Tenían todo aquello en su casa con toda la dulzura y el frescor precio­so del mundo entre los visillos y el hálito del ventilador y la divina seguridad.

Puesto que habíamos acudido, debíamos ponernos en consonancia. Bebidas heladas y fresas con nata, primero, mi postre preferido. Madelon se moría de ganas de repe­tir. También ella se dejaba conquistar ahora por los bue­nos modales. Los hombres la consideraban simpática, a Madelon, el suegro sobre todo, ricachón él, parecía muy contento de tenerla a su lado, a Madelon, y venga desvi­virse para agradarle. Venga buscar por toda la mesa más golosinas, sólo para ella, que estaba dándose una panza­da, de nata. Por lo que decía, era viudo, el suegro. ¡Me­nudo si lo había olvidado! Al cabo de poco, con los lico­res, Madelon tenía una curda de cuidado. El traje que llevaba Robinson y el mío también chorreaban fatiga y temporadas y más temporadas, pero en el refugio en que nos encontrábamos podía ser que no se viera. De todos modos, yo me sentía un poco humillado en medio de los demás, tan respetables en todo, limpios como america­nos, tan bien lavados, tan bien educados, listos para con­cursos de elegancia.

Madelon, ya piripi, no se contenía demasiado bien. Con su fino perfil puntiagudo dirigido a las pinturas, contaba tonterías; la anfitriona, que se daba cuenta un poco, volvió al acordeón para remediarlo, mientras todos cantaban y nosotros también en sordina, pero desafinan­do y sin gracia, la misma canción que un poco antes oía­mos fuera y después otra.

Robinson había encontrado el medio de entablar con­versación con un señor anciano que parecía conocerlo todo sobre la cultura del cacao. Tema apropiado. Un co­lonial, dos coloniales. «Cuando estaba yo en África -oí, para mi gran sorpresa, afirmar a Robinson-, cuando era ingeniero agrónomo de la Compañía Porduriére -repe­tía-, ponía a cosechar a la población entera de una aldea... etc.» No podía verme, conque se despachaba a gusto... Con ganas... Falsos recuerdos... Deslumbraba al señor anciano... ¡Mentiras! Lo único que se le ocurría para po­nerse a la altura del anciano competente. Él siempre tan reservado, Robinson, en su lenguaje, me irritaba y afligía al divagar así.

Lo habían instalado, con todos los honores, en un gran diván lleno de perfumes, con una copa de coñac en la mano derecha, mientras que con la otra evocaba con ges­tos ampulosos la majestad de las junglas vírgenes y los furores de los tornados ecuatoriales. Estaba disparado, disparado de lo lindo... Alcide se habría tronchado de risa, si hubiera estado allí, en un rincón. ¡Pobre Alcide!

No se puede negar, estábamos lo que se dice a gusto, en su gabarra. Sobre todo porque empezaba a alzarse una brisita del río y en los marcos de las ventanas flotaban los visillos encañonados como banderitas alegres.

Otra ronda de helados y después champán. Era su san­to, lo había repetido cien veces, el patrón. Se había pro­puesto obsequiar por una vez a todos e incluso a los transeúntes. A nosotros por una vez. Durante una hora, dos, tres tal vez, estaríamos todos reconciliados bajo su batuta, seríamos todos amigos, los conocidos y los demás e incluso los extraños, e incluso nosotros tres, a quienes habían recogido en la ribera, a falta de algo mejor, para no ser trece a la mesa. Iba a ponerme a cantar mi cancioncilla de alborozo y después cambié de parecer, demasiado orgulloso de pronto, consciente. Conque me pareció oportuno revelarles, para justificar mi invitación, pese a todo, en un arranque impulsivo, ¡que acababan de invitar en mi persona a uno de los médicos más distinguidos de la región parisina! ¡No podía sospecharlo, aquella gente, por mi pinta, evidentemente! ¡Ni por la mediocridad de mis compañeros! Pero, en cuanto supieron mi rango, se declararon encantados, halagados y, sin más tardar, todos y cada uno se pusieron a iniciarme en las desdichas parti­culares de su cuerpo; aproveché para aproximarme a la hija de un empresario, una primita muy robusta que pa­decía precisamente urticaria y eructos agrios a la más mínima.

Cuando no estás acostumbrado a los primores de la mesa y del bienestar, te embriagan fácilmente. La verdad pierde el culo para abandonarte. Basta con muy poquito siempre para que te deje libre. No te aferras a la verdad. En esa abundancia repentina de placeres, eres, antes de que te des cuenta, presa del delirio megalómano. Yo me puse a divagar, a mi vez, mientras hablaba de urticaria a la primita. Sales de las humillaciones cotidianas intentando, como Robinson, ponerte en consonancia con los ricos, mediante las mentiras, monedas del pobre. A todos nos da vergüenza nuestra carne mal presentada, nuestra osa­menta deficitaria. No podía decidirme a mostrarles mi verdad; era indigna de ellos, como mi trasero. Tenía que causar, a toda costa, buena impresión.

A sus preguntas me puse a responder con ocurrencias, como antes Robinson al anciano señor. ¡Me sentí, a mi vez, embargado por la soberbia!... ¡Que si mi numerosa clientela!... ¡Que si el exceso de trabajo!... Que si mi ami­go Robinson... el ingeniero, que me había ofrecido hospi­talidad en su hotelito tolosano...

Y es que, además, cuando ha comido y bebido bien, el anfitrión es fácil de convencer. ¡Por fortuna! ¡Todo cue­la! Robinson me había precedido en la dicha furtiva de las trolas improvisadas; seguirlo no exigía ya apenas es­fuerzo.

Con las gafas ahumadas que llevaba, Robinson, no se podía apreciar bien el estado de sus ojos. Atribuimos, gene­rosos, su desgracia a la guerra. Desde ese momento, nos vimos acomodados, realzados social y patrióticamente has­ta la altura de ellos, nuestros anfitriones, sorprendidos un poco, al principio, por la fantasía del marido, el pintor, a quien su situación de artista mundano forzaba, de todos modos, a algunas acciones insólitas de vez en cuando... Se pusieron, los invitados, a considerarnos de verdad a los tres de lo más amables e interesantes.

En su calidad de prometida, Madelon tal vez no de­sempeñara su papel todo lo púdicamente que requería la ocasión; excitaba a todo el mundo, incluidas las mujeres, hasta el punto de que yo me preguntaba si no iría a aca­bar todo aquello en una orgía. No. La conversación fue languideciendo, rota por el esfuerzo baboso de ir más allá de las palabras. No ocurrió nada.

Seguíamos aferrados a las frases y clavados a los coji­nes, muy atontados por el intento común de hacernos fe­lices, más profunda, más calurosamente y aún un poco más, unos a otros, con el cuerpo ahíto, con el espíritu ex­clusivamente, haciendo todo lo posible para mantener todo el placer del mundo en el presente, todo lo maravi­lloso que conocíamos en nosotros y en el mundo, para que el vecino empezara a disfrutarlo también y nos con­fesara, el vecino, que era eso, exacto, lo que buscaba, tan admirable, que sólo le faltaba esa dádiva nuestra precisa­mente, desde hacía tantos y tantos años, para ser por fin perfectamente feliz, ¡y para siempre! ¡Que por fin le ha­bíamos revelado su propia razón de ser! Y que había que ir a decírselo a todo el mundo entonces, ¡que había en­contrado su razón de ser! ¡Y que bebiéramos otra copa juntos para festejar y celebrar aquella delectación y que durase siempre así! ¡Que no cambiáramos nunca más de encanto! ¡Que sobre todo no volviéramos a los tiempos abominables, a los tiempos sin milagros, a los tiempos de antes de conocernos!... ¡Todos juntos en adelante! ¡Por fin! ¡Siempre!...

El patrón, por su parte, no pudo por menos de romper el encanto.

Tenía la manía de hablarnos de su pintura, que lo traía por la calle de la amargura, de sus cuadros, a todo trance y con cualquier motivo. Así, por su imbecilidad obstina­da, aun ebrios, la trivialidad volvió a embargarnos, abru­madora. Vencido ya, fui a dirigirle algunos cumplidos muy sinceros y resplandecientes, al patrón, felicidad en frases para los artistas. Eso era lo que necesitaba. En cuanto los hubo recibido, mis cumplidos, fue como un coito. Se dejó caer en uno de los sofás hinchados de a bordo y se quedó dormido en seguida, muy a gusto, feliz evidentemente. Los invitados, entretanto, se acariciaban mutuamente las facciones con miradas plomizas y mu­tuamente fascinadas, indecisos entre el sueño casi inven­cible y las delicias de una digestión milagrosa.

Yo, por mi parte, economicé ese deseo de dormitar y me lo reservé para la noche. Los miedos, supervivientes de la jornada, alejan demasiado a menudo el sueño y, cuando tienes la potra de hacerte, mientras puedes, con una peque­ña provisión de beatitud, habrías de ser muy imbécil para desperdiciarla en fútiles cabezadas previas. ¡Todo para la noche! ¡Es mi lema! Hay que pensar todo el tiempo en la noche. Y, además, que estábamos invitados también pa­ra la cena, era el momento de recuperar el apetito...

Aprovechamos el sopor reinante para escabullimos. Realizamos los tres una salida de lo más discreta, evitan­do a los invitados adormecidos y agradablemente despa­rramados en torno al acordeón de la patrona. Los ojos de ésta, dulcificados por la música, pestañeaban en busca de la sombra. «Hasta luego», nos dijo, cuando pasamos junto a ella y su sonrisa se acabó en un sueño.

No fuimos demasiado lejos, los tres, sólo hasta el lugar que yo había descubierto, en que el río hacía un recodo entre dos filas de álamos, altos álamos muy puntiagudos. Se veía desde allí todo el valle e incluso el pueblecito, a lo lejos, en su hueco, arrugado en torno al campanario plan­tado como un claro en el rojo del cielo.

«¿A qué hora tenemos un tren para volver?», se in­quietó al instante Madelon.

«¡No te preocupes! -la tranquilizó él-. Nos van a acompañar en coche, así hemos quedado... Lo ha dicho el patrón... Tienen coche...»

Madelon no volvió a insistir. Seguía ensimismada de placer. Una jornada de verdad excelente.

«Y tus ojos, Léon, ¿qué tal?», le preguntó entonces.

«Mucho mejor. No quería decirte nada aún, porque no estaba seguro, pero creo que sobre todo con el izquierdo empiezo a poder contar incluso las botellas sobre la mesa... He bebido de lo lindo, ¿te has fijado? ¡Y estaba bueno!...»

«El izquierdo es el lado del corazón», observó Madelon, dichosa. Estaba muy contenta, es comprensible, de que mejoraran los ojos de él.

«¡Bésame, entonces, y déjame besarte!» le propuso él. Yo empezaba a sentirme de sobra junto a sus efusiones. Sin embargo, me resultaba difícil alejarme, porque no sa­bía bien por dónde irme. Hice como que iba a hacer una necesidad detrás del árbol, en espera de que se les pasara. Eran cosas tiernas las que se decían. Yo los oía. Los diá­logos de amor más insulsos son siempre, de todos mo­dos, un poco graciosos, cuando conoces a las personas. Y, además, que nunca les había oído decir cosas así.

«¿Es verdad que me quieres?» le preguntaba ella.

«¡Tanto como a mis ojos!», le respondía él.

«¡No es poco lo que acabas de decir, Léon!... Pero, ¡aún no me has visto, Léon!... Tal vez cuando me veas con tus propios ojos y no sólo con los de los demás, ya no me quieras... Entonces volverás a ver a las otras muje­res y a lo mejor las amarás a todas... ¿Como tus ami­gos?...»

Esa observación, como quien no quiere la cosa, iba por mí. No me equivocaba yo... Creía que estaba lejos y no podía oírla... Así, que echó el resto... No perdía el tiem­po... Él, el amigo, se puso a protestar. «Pero, ¡bueno!...», decía. ¡Y que si todo eso eran simples suposiciones! Calumnias...

«Yo, Madelon, ¡ni mucho menos! -se defendía-. ¡Yo no soy de ese estilo! ¿Qué es lo que te hace pensar que soy como él?... ¿Con lo buena que has sido conmigo, además?... ¡Yo me encariño! ¡Yo no soy un cabrón! Es para siempre, ya te lo he dicho, ¡sólo tengo una palabra! ¡Es para siempre! Tú eres bonita, ya lo sé, pero lo serás aún más cuando te haya visto... ¿Qué? ¿Estás contenta ahora? ¿Ya no lloras? ¡Más que eso no puedo decirte!»

«¡Eso sí que es bonito, Léon!», le respondía ella en­tonces, al tiempo que se apretaba contra él. Estaban ha­ciéndose juramentos, ya no había quien los detuviese, el cielo no era ya bastante grande.

«Me gustaría que fueses siempre feliz conmigo... -le de­cía él, muy dulce, después-. Que no tuvieras nada que ha­cer y que tuvieses, sin embargo, todo lo que necesitaras...»

«¡Ah, qué bueno eres, Léon! Eres mejor de lo que pensaba... ¡Eres tierno! ¡Eres fiel! ¡Todo lo mejorcito!...»

«Es porque te adoro, cariñito mío...»

Y se excitaban aún más, con magreos. Y después, como para mantenerme alejado de su felicidad, volvían a dejarme como un trapo a mí.

Primero ella. «El doctor, tu amigo, es simpático, ¿ver­dad? -Volvía a la carga, como si no hubiera podido tra­garme-. ¡Es simpático!... No quiero hablar mal de él, ya que es un amigo tuyo... Pero es un hombre que parece brutal, de todos modos, con las mujeres... No quiero ha­blar mal de él, porque creo que es verdad que te aprecia. Pero, en fin, no es mi estilo... Voy a decirte una cosa... No te enfadarás, ¿verdad? -No, no se enfadaba por nada, Léon-. Pues mira, me parece que le gustan, al doctor, como demasiado, las mujeres... Como los perros un poco, ¿me comprendes?... ¿No te parece a ti?... ¡Es como si les saltara encima, parece, siempre! Hace daño y se va... ¿No te parece? ¿Que es así?»

Le parecía, al cabronazo, le parecía todo lo que ella quisiese, le parecía incluso que lo que ella decía era de lo más exacto y gracioso. De lo más divertido. La animaba a continuar, se relamía de gusto.

«Sí, es muy cierto, eso que has notado en él, Madelon; es buena persona, Ferdinand, pero lo que se dice delica­deza no es que tenga, eso desde luego, y fidelidad tampo­co, por cierto... ¡De eso estoy seguro!...»

«Has debido de conocerle amigas, ¿eh, Léon?»

Se informaba, la muy puta.

«¡La tira! -le respondió él, convencido-. Pero es que... mira... Para empezar... ¡No es exigente!...»

Había que sacar una conclusión de esas afirmaciones, de lo cual se encargó Madelon.

«Los médicos, ya es sabido, son todos unos guarros... La mayoría de las veces... Pero es que él, ¡me parece que es cosa mala en ese estilo!...»

«Ni que lo jures -aprobó él, mi buen, mi feliz amigo, y continuó-: Hasta tal punto, que muchas veces he pensa­do, de tan aficionado que lo he visto a eso, que tomaba drogas... Y, además, ¡es que tiene un aparato! ¡Si vieras qué tamaño! ¡No es natural...!»

«¡Ah, ah! -dijo Madelon, perpleja de pronto e inten­tando recordar mi aparato-. ¿Tú crees que tendrá enfer­medades entonces?» Estaba muy inquieta, afligida de re­pente por esas informaciones íntimas.

«Eso no sé -se vio obligado a reconocer él, con pena-, no puedo asegurarlo... Pero no me extrañaría con la vida que lleva.»

«De todos modos, tienes razón, debe de tomar dro­gas... Debe de ser por eso por lo que es tan extraño a veces...»


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