Viaje Al Fin De La Noche



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Y de repente la cabecita de Madelon se puso a cavilar. Añadió: «En el futuro tendremos que desconfiar un poco de él...»

«¿No tendrás miedo, de todos modos? -le preguntó él-. No es nada tuyo, al menos... ¿No se te habrá insi­nuado?»

«Ah, eso no, vamos, ¡me habría negado! Pero nunca se sabe lo que se le puede ocurrir... Suponte, por ejemplo, que le da un ataque... ¡Les dan ataques, a esa gente que toma drogas!... Desde luego, ¡no sería yo quien fuera a su consulta!...»

«¡Yo tampoco, ahora que lo dices!», aprobó Robinson. Y más ternura y caricias...

«¡Cielito!... ¡Cielito mío!...» Lo acunaba...

«¡Mi niña!... ¡Mi niña!...», le respondía él. Y después silencios interrumpidos por arranques de besos.

«Dime en seguida que me quieres todas las veces que puedas, mientras te beso hasta el hombro...»

Empezaba en el cuello el jueguecito.

«¡Qué sofocada estoy!... -exclamaba ella resoplando-. ¡Me asfixio! ¡Dame aire!» Pero él no la dejaba respirar. Volvía a empezar. Yo, en el césped de al lado, intentaba ver lo que iba a ocurrir. Él le cogía los pezones entre los labios y jugueteaba con ellos. Jueguecitos, vamos. Yo también estaba sofocadísimo, embargado por un montón de emociones y maravillado, además, de mi indiscreción.

«Vamos a ser muy felices, ¿eh? Dime, Léon. Dime que estás bien seguro de que vamos a ser felices.»

Eso era el entreacto. Y después más proyectos para el futuro que no acababan nunca, como para rehacer todo un mundo con ellos, pero un mundo sólo para ellos dos, ¡ya lo creo! Fuera yo, sobre todo, de él. Parecía que no pudiesen acabar nunca de deshacerse de mí, de despejar su intimidad de mi asquerosa evocación.

«¿Hace mucho que sois amigos, Ferdinand y tú?»

Eso la inquietaba...

«Años, sí... Aquí... Allá... -respondió él-. Nos conoci­mos por casualidad, en los viajes... Él es un tipo al que le gusta conocer países,.. A mí también, en cierto sentido, conque es como si hubiéramos viajado juntos desde hace mucho... ¿Comprendes?...» Reducía así nuestra vida a trivialidades ínfimas.

«Bueno, pues, ¡vais a tener que dejar de ser tan amiguitos, cariño! ¡Y desde ahora, además!... -le respondió ella, muy decidida, rotunda-. ¡Esto se va a acabar!... ¿Verdad, cariño, que se va a acabar?... Conmigo solita vas a viajar tú ahora... ¿Me has entendido?... ¿Eh, cariño?...»

«Entonces, ¿estás celosa de él?», preguntó un poco desconcertado, de todos modos, el muy gilipollas.

«¡No! No estoy celosa de él, pero te quiero demasia­do, verdad, Léon mío, quiero tenerte enterito para mí... No quiero compartirte con nadie... Y, además, es que ahora que yo te quiero, Léon mío, no es la clase de com­pañía que necesitas... Es demasiado vicioso... ¿Compren­des? ¡Dime que me adoras, Léon! ¡Y que me entiendes!»

«Te adoro.»

«Bien.»
Volvimos todos a Toulouse, aquella misma noche.

Dos días después se produjo el accidente. Tenía que marcharme, de todos modos, y, justo cuando estaba aca­bando la maleta para irme a la estación, oí a alguien gritar algo delante de la casa. Escuché... Tenía que bajar co­rriendo al panteón... Yo no veía a la persona que me lla­maba así... Pero por el tono de voz debía de ser pero que muy urgente... Era urgente que acudiera, al parecer.

«¿No puedo esperar ni un minuto?», respondí, para no precipitarme... Debía de ser hacia las seis, justo antes de cenar íbamos a despedirnos en la estación, así habíamos quedado. Nos iba bien a todos así, porque la vieja tenía que volver un poco después a casa. Precisamente esa noche, por un grupo de peregrinos que esperaba en el panteón.

«¡Venga rápido, doctor!... -insistía la persona de la calle-. ¡Acaba de ocurrir una desgracia a la Sra. Henrouille!»

«¡Bueno, bueno!... -dije-. ¡Voy en seguida! ¡Entendi­do!... ¡Bajo ahora mismo!»

Pero para tener tiempo de serenarme un poco: «Vaya usted delante -añadí-. Dígales que ya llego... Que voy corriendo... El tiempo de ponerme los pantalones...»

«Pero, ¡es que es muy urgente! -insistía aún la perso­na-. ¡Le repito que ha perdido el conocimiento!... ¡Se ha abierto la cabeza, al parecer!... ¡Se ha caído por las escale­ras del panteón!... ¡Rodando hasta abajo ha caído!...»

«¡Listo!», me dije para mis adentros al oír aquella bo­nita historia y no necesité pensarlo más. Me largué, derechito, a la estación. No necesitaba saber más.

Cogí el tren de las 7.15, a pesar de todo, pero por los pelos.

No nos despedimos.


A Parapine lo que le pareció, ante todo, al volver a ver­me, fue que yo tenía mala cara.

«Debiste de cansarte mucho en Toulouse», observó, receloso, como siempre.

Es cierto que habíamos tenido emociones allá, en Tou­louse, pero en fin, no había por qué quejarse, ya que me había librado de una buena, eso esperaba al menos, de los líos de verdad, al largarme en el momento crítico.

Conque le expliqué la aventura con detalle y también mis sospechas, a Parapine. Pero no le parecía ni mucho me­nos que yo hubiera actuado con demasiado acierto en aquella ocasión... De todos modos, no tuvimos tiempo de discutir el asunto, porque la cuestión de conseguir un cu­rrelo para mí se había vuelto en aquel momento tan urgen­te, que no podía pensar en otra cosa. No había, pues, tiem­po que perder en comentarios... Ya sólo me quedaban ciento cincuenta francos de economías y no sabía adonde ir ya a colocarme. ¿En el Tarapout?... Ya no contrataban a na­die. La crisis. ¿Volver a La Garenne-Rancy, entonces? ¿Volver a probar con la clientela? Lo pensé, desde luego, por un momento, pese a todo, pero como último recurso y de muy mala gana. Nada se apaga como un fuego sagrado.

Fue él, Parapine, quien me echó al final un buen cable con una modesta plaza que descubrió para mí en un ma­nicomio, precisamente, donde trabajaba desde hacía ya unos meses.

Las cosas iban aún bastante bien. En aquel manicomio, Parapine se ocupaba no sólo de llevar a los alienados al cine, sino también del tratamiento eléctrico. A horas de­terminadas, dos veces por semana, desencadenaba autén­ticas tormentas magnéticas por encima de las cabezas de los melancólicos reunidos a propósito en una habitación cerrada y muy obscura. Deporte mental, en una palabra, y la realización de la hermosa idea del doctor Baryton, su patrón. Roñoso él, por cierto, el compadre, que me ad­mitió a cambio de un salario mínimo, pero con un con­trato y cláusulas así de largas, todas ventajosas para él, evidentemente. Un patrono, en una palabra.

La remuneración en aquel manicomio era mínima, cierto es, pero, en cambio, la alimentación era bastante buena y el alojamiento perfecto. También podíamos ti­rarnos a las enfermeras. Estaba permitido y reconocido tácitamente. Baryton, el patrón, no tenía nada en contra de esas diversiones e incluso había comentado que esas facilidades eróticas mantenían el apego del personal a la casa. Ni tonto ni severo.

Y, además, que no era el momento de poner, para em­pezar, pegas ni condiciones, cuando me ofrecían un filete, que me venía más que de perilla. Pensándolo bien, yo no lograba comprender del todo por qué me había dado Pa­rapine de repente muestras de tan vivo interés. Su actitud para conmigo me inquietaba. Atribuirle a él, a Parapine, sentimientos fraternos... Era demasiado bello, la verdad, para ser cierto... Debía de ser algo más complicado. Pero todo llega...

A mediodía nos encontrábamos a la mesa, era la cos­tumbre, reunidos en torno a Baryton, nuestro patrón, alienista veterano, barba en punta, muslos cortos y car­nosos, muy amable, asuntos económicos aparte, capítulo a propósito del cual se mostraba, de lo más asqueroso cada vez que le proporcionábamos pretexto y ocasión.

Tocante a tallarines y vinos ásperos, nos mimaba, des­de luego. Según nos explicó, había heredado todo un vi­ñedo. ¡Peor para nosotros! Era un vino muy modesto, lo aseguro.

Su manicomio de Vigny-sur-Seine estaba siempre lle­no. Lo llamaban «Casa de salud» en los anuncios, por un gran jardín que lo rodeaba, donde nuestros locos se pa­seaban los días en que hacía bueno. Se paseaban por él, los locos, con aspecto de mantener con dificultad la cabe­za en equilibrio sobre los hombros, como, si tuvieran miedo constantemente de que se les desparramara por el suelo, el contenido, al tropezar. Ahí dentro se entrechocaban toda clase de cosas saltarinas y extravagantes, a las que se sentían horriblemente apegados.

No nos hablaban de sus tesoros mentales, los aliena­dos, sino con infinidad de contorsiones espantadas o ai­res condescendientes y protectores, al modo de adminis­tradores meticulosos y prepotentes. Ni por un imperio se habría podido sacarlos de sus cabezas. Un loco no es sino las ideas corrientes de un hombre pero bien encerradas en una cabeza. El mundo no pasa a través de su cabeza y se acabó. Se vuelve como un lago sin ribera, una cabeza cerrada, una infección.

Baryton se abastecía de tallarines y legumbres en París, al por mayor. Por eso, no nos apreciaban nada los co­merciantes de Vigny-sur-Seine. Nos tenían fila inclu­so, los comerciantes, estaba más claro que el agua. No nos quitaba el apetito, aquella animosidad. En la mesa, al comienzo de mi período de prueba, Baryton sacaba sin falta las conclusiones y la filosofía de nuestras des­hilvanadas conversaciones. Pero, por haberse pasado la vida entre los alienados, ganándose las habichuelas con aquel tráfico, compartiendo su rancho, neutralizando mal que bien sus insanias, nada le parecía más aburrido que tener, además, que hablar a veces de sus manías durante nuestras comidas. «¡No deben figurar en las conversaciones de la gente normal!», afirmaba defen­sivo y perentorio. Personalmente, se atenía a esa higiene mental.

A él le gustaba la conversación y de modo casi inquie­to, le gustaba divertida y sobre todo tranquilizadora y muy sensata. Sobre los chiflados no deseaba explayarse. Una antipatía instintiva hacia ellos le bastaba y le sobra­ba. En cambio, nuestros relatos de viajes le encantaban. Nunca se cansaba de oírlos. Parapine, desde mi llegada, se vio liberado de su cháchara. Yo había venido al pelo para distraer a nuestro patrón durante las comidas. Todas mis peregrinaciones salieron a colación, relatadas por ex­tenso, retocadas, por supuesto, literaturizadas como Dios manda, agradables. Baryton, al comer, hacía, con la len­gua y la boca, mucho ruido. Su hija se mantenía siempre a su diestra. Pese a contar sólo diez años, parecía ya mar­chita para siempre, su hija Aimée. Algo inanimado, una tez grisácea incurable desdibujaba a Aimée ante nuestra vista, como si nubéculas malsanas le pasaran de continuo por delante de la cara.

Entre Parapine y Baryton surgían pequeños roces. Sin embargo, Baryton no guardaba el menor rencor a nadie, siempre que no se inmiscuyera en los beneficios de su empresa. Sus cuentas constituyeron durante mucho tiem­po el único aspecto sagrado de su existencia.

Un día, Parapine, en la época en que aún le hablaba, le había declarado con toda crudeza en la mesa que care­cía de ética. Al principio, esa observación lo había ofen­dido, a Baryton. Y después todo se había arreglado. No se enfada uno por tan poca cosa. Con el relato de mis viajes Baryton experimentaba no sólo una emoción novelesca, sino también la sensación de hacer economías. «Después de haberlo oído a usted, Ferdinand, con lo bien que lo cuenta, ¡ya no le quedan a uno ganas de ir a verlos, esos países!» No podía ocurrírsele un cum­plido más amable. En su manicomio se recibía sólo a los locos fáciles de vigilar, nunca a los alienados muy avie­sos y de claras tendencias homicidas. Su manicomio no era un lugar siniestro en absoluto. Pocas rejas, sólo algu­nas celdas. El asunto más inquietante era tal vez, de entre todos, la pequeña Aimée, su propia hija. No se conta­ba entre los enfermos, la niña, pero el ambiente la ator­mentaba.

Algunos alaridos, de vez en cuando, llegaban hasta nuestro comedor, pero el origen de esos gritos era siem­pre bastante fútil. Duraban poco, por lo demás. Observá­bamos también largas y bruscas oleadas de frenesí, que sacudían de vez en cuando a los grupos de alienados, por un quítame allá esas pajas, durante sus interminables pa­seos entre los bosquecillos y los macizos de begonias. Acababan sin demasiados cuentos ni alarmas con baños calientes tibios y damajuanas de tebaína.

A las escasas ventanas de los refectorios que daban a la calle iban los locos a veces a gritar y alborotar al vecinda­rio, pero el horror se les quedaba más bien en el interior. Conservaban y se ocupaban personalmente de su horror, contra nuestras empresas terapéuticas. Les apasionaba, esa resistencia.

Al pensar ahora en todos los locos que conocí en casa del tío Baryton, no puedo por menos de poner en duda que existan otras realizaciones auténticas de nuestros temperamentos profundos que la guerra y la enfermedad, infinitos de pesadilla.

La gran fatiga de la existencia tal vez no sea, en una pa­labra, sino ese enorme esfuerzo que realizamos para se­guir siendo veinte años, cuarenta, más aún, razonables, para no ser simple, profundamente nosotros mismos, es decir, inmundos, atroces, absurdos. La pesadilla de tener que presentar siempre como un ideal universal, superhombre de la mañana a la noche, el subhombre claudi­cante que nos dieron.

Enfermos teníamos de todos los precios en el manico­mio y los más opulentos vivían en habitaciones Luis XV bien acolchadas. A éstos Baryton les hacía la visita diaria de alto precio. Ellos lo esperaban. De vez en cuando reci­bía un par de señoras bofetadas, Baryton, formidables, la verdad, largo tiempo meditadas. En seguida las apuntaba a la cuenta en concepto de tratamiento especial.

En la mesa Parapine se mantenía reservado; no es que mis éxitos oratorios ante Baryton lo hirieran ni mu­cho menos; al contrario, parecía bastante menos preo­cupado que antes, en la época de los microbios, y, en definitiva, casi contento. Conviene observar que había pasado un miedo de aúpa con sus historias de menores. Seguía un poco desconcertado respecto al sexo. En las horas libres vagaba por el césped del manicomio, tam­bién él, como un enfermo, y, cuando yo pasaba junto a él, me dirigía sonrisitas, pero tan indecisas, tan pálidas, aquellas sonrisas, que se podrían haber considerado des­pedidas.

Al admitirnos a los dos en su personal técnico, Bary­ton hacía una buena adquisición, ya que le habíamos aportado no sólo la entrega de todo nuestro tiempo, sino también distracción y ecos de aventuras a las que era muy aficionado y de las que se veía privado. Por eso, con frecuencia tenía el gusto de manifestarnos su contento. No obstante, expresaba algunas reservas respecto a Pa­rapine.

Nunca se había sentido del todo cómodo con Para­pine. «Mire usted, Ferdinand... -me dijo un día, confi­dencial-, ¡es ruso!» Ser ruso, para Baryton, era algo tan descriptivo, tan morfológico, irremisible, como «diabéti­co» o «negro». Lanzado a propósito de ese tema, que lo ponía nervioso desde hacía muchos meses, se puso a cavilar de lo lindo ante mí y para mí... Yo no lo reconocía, a Baryton. Precisamente íbamos juntos al estanco del pue­blo a buscar cigarrillos.

«Parapine me parece, verdad, Ferdinand, de lo más in­teligente, eso desde luego... Pero, de todos modos, ¡tiene una inteligencia enteramente arbitraria, ese muchacho! ¿No le parece a usted, Ferdinand?» «En primer lugar, no quiere adaptarse... Se le nota en seguida... Ni siquiera está a gusto con su trabajo... ¡Ni siquiera está a gusto en este mundo!... ¡Reconózcalo!... ¡Y en eso se equivoca! ¡Com­pletamente!... ¡Porque sufre!... ¡Ésa es la prueba! ¡Mire cómo me adapto yo, Ferdinand!...» (Se daba golpes en el esternón). «¿Que mañana la tierra se pone a girar en sen­tido contrario? Bueno, pues, ¡yo me adaptaré, Fer­dinand! Y, además, ¡en seguida! ¿Y sabe usted cómo, Fer­dinand? Dormiré de un tirón doce horas más, ¡y listo! ¡Y se acabó! ¡Hale! ¡Es así de sencillo! ¡Y ya estará he­cho! ¡Estaré adaptado! Mientras que ese Parapine, ¿sabe usted lo que hará en semejante aventura? ¡Rumiará pro­yectos y amarguras durante cien años más!... ¡Estoy seguro! ¡Se lo digo yo!... ¿Acaso no es verdad? ¡Perderá el sueño porque la tierra gire en sentido contrario!... ¡Le parecerá yo qué sé qué injusticia especial!... ¡Demasiada injusticia!... ¡Es su manía, por cierto, la injusticia!... Me hablaba y no paraba, de la injusticia, en la época en que se dignaba dirigirme la palabra... ¿Y cree usted que se contentará con lloriquear? ¡Eso sólo sería un mal me­nor!... Pero, ¡no! ¡Buscará en seguida un medio de hacer saltar la tierra! ¡Para vengarse, Ferdinand! Y lo peor, se lo voy a decir yo, Ferdinand, lo peor... Pero que esto quede entre nosotros... Pues, bien, es que lo encontrará, ¡el me­dio!... ¡Como se lo digo yo! ¡Ah! Mire, Ferdinand, inten­te comprender bien lo que voy a explicarle... Existe una clase de locos simples y otra clase, los torturados por la manía de la civilización... ¡Me horroriza pensar que Parapine sea uno de éstos!... ¿Sabe usted lo que me dijo un día?»

«No, señor...»

«Pues me dijo: "¡Entre el pene y las matemáticas, se­ñor Baryton, no existe nada! ¡Nada! ¡El vacío!" Y agá­rrese... ¿Sabe usted a qué está esperando para volver a hablarme?»

«No, señor Baryton, no tengo la menor idea...»

«Entonces, ¿no se lo ha contado?»

«No, aún no...»

«Pues a mí sí que me lo ha dicho... ¡Espera el adveni­miento de la era de las matemáticas! ¡Sencillamente! ¡Está absolutamente decidido! ¿Qué le parece ese impertinen­te comportamiento hacia mí? ¿Que soy mayor que él? ¿Su jefe?...»

No me quedaba más remedio que echarme a reír un poquito ante tal fantasía exorbitante. Pero a Baryton no le parecía broma. Encontraba motivos incluso para indig­narse por muchas otras cosas...

«¡Ah, Ferdinand! Ya veo que todo esto le parece ano­dino... Palabras inocentes, cuentos extravagantes entre tantos otros... Esa parece ser la conclusión de usted... Eso sólo, ¿verdad?... ¡Oh, imprudente Ferdinand! Al contra­rio, ¡permítame ponerlo en guardia contra esos extravíos, fútiles sólo en apariencia! ¡Está usted totalmente equivo­cado!... ¡Totalmente!... ¡Mil veces, en verdad!... A lo largo de mi carrera, ¡convendrá usted en que he oído casi todo lo que se puede oír, aquí y en otros sitios, en cuestión de delirios de todas clases! ¡No me he perdido ni uno!... No me lo va usted a negar, ¿verdad, Ferdinand?... Y yo no doy la impresión de ser propenso a las angustias, como no habrá usted dejado de observar, Ferdinand... Ni a las exageraciones... ¿No es así? Ante mi juicio, muy poca es la fuerza de una palabra e incluso de varias palabras, ¡e incluso de frases y discursos enteros!... Soy bastante sencillo de nacimiento y por naturaleza, ¡y no se me pue­de negar que soy uno de esos seres humanos a quienes las palabras no dan miedo!... Bueno, pues, tras un análisis concienzudo, Ferdinand, ¡me he visto obligado, en rela­ción con Parapine, a mantenerme en guardia!... Formular las más claras reservas... Su extravagancia no se parece a ninguna de las inofensivas y corrientes... Pertenece más bien, me ha parecido, a una de las raras formas temibles de originalidad, a una de esas manías fácilmente conta­giosas: ¡sociales y triunfantes, en una palabra!... Tal vez no se trate aún de locura del todo en el caso de su ami­go... ¡No! Tal vez sólo sea convicción exagerada... Pero yo me conozco el percal, tocante a demencias contagio­sas... ¡Nada es más grave que la convicción exagerada!... ¡He conocido muchos, Ferdinand, de esa clase de con­vencidos y de diversas procedencias, además!... ¡Los que hablan de justicia me han parecido, en definitiva, los más fanáticos!... Al principio, esos justicieros me interesaron un poco, lo confieso... Ahora me ponen negro, me irritan a más no poder, esos maníacos... ¿Opina usted igual?... Descubre uno en los hombres no sé qué facilidad de transmisión por ese lado que me espanta y en todos los hombres, ¿me oye usted?... ¡Fíjese, Ferdinand! ¡En to­dos! Como con el alcohol o el erotismo... La misma pre­disposición... La misma fatalidad... Infinitamente exten­dida... ¿Se ríe usted, Ferdinand? ¡Ahora me espanta usted también! ¡Frágil! ¡Vulnerable! ¡Inconsistente! ¡Peligroso Ferdinand! ¡Cuando pienso que me parecía usted serio!... No olvide que soy viejo, Ferdinand, ¡podría permitirme el lujo de cachondearme del porvenir! ¡Me estaría permi­tido! Pero, ¡usted!»

En principio, para siempre y en todas las cosas yo opinaba igual que mi patrón. No había hecho grandes progresos prácticos a lo largo de mi aperreada existencia, pero había aprendido, de todos modos, los principios adecuados de etiqueta propios de la servidumbre. Gracias a esas disposiciones, Baryton y yo nos habíamos hecho muy amigos en seguida, yo nunca le contrariaba, comía poco en la mesa. Un ayudante simpático, en una pala­bra, de lo más económico y nada ambicioso, nada ame­nazador.


Vigny-sur-Seine se presenta entre dos esclusas, entre sus dos oteros desprovistos de vegetación, es un pueblo que se transforma en suburbio. París va a absorberlo.

Pierde un jardín por mes. La publicidad, desde la en­trada, lo vuelve abigarrado como un ballet ruso. La hija del ordenanza sabe hacer cócteles. Sólo el tranvía se em­peña en pasar a la historia, no se irá sin revolución. La gente está inquieta, los hijos ya no tienen el mismo acen­to que sus padres. Te encuentras como incómodo, al pen­sarlo, de ser aún de Seine-et-Oise. Se está produciendo el milagro. El último parterre desapareció con la llegada de Laval al Ministerio y las asistentas cobran veinte cénti­mos más por hora desde las vacaciones. Se ha establecido un bookmaker. La empleada de la estafeta de correos compra novelas pederásticas e imagina otras mucho más realistas. El cura dice «mierda» cada dos por tres y da consejos sobre la Bolsa a los que son buenos. El Sena ha matado sus peces y se americaniza entre una fila doble de volquetes-tractores-remolcadores que le forman al ras de las riberas una terrible dentadura postiza de basuras y chatarra. Tres corredores de terrenos acaban de ir a la cárcel. Nos vamos organizando.

Esa transformación local del terreno no pasó inadver­tida a Baryton. Lamentaba con amargura que no se le hu­biera ocurrido comprar otros terrenos más en el valle contiguo veinte años antes, cuando aún te rogaban que te los quedaras por veinte céntimos el metro, como una tar­ta rancia. Los buenos tiempos pasados. Por fortuna, su Instituto Psicoterapéutico se defendía aún muy bien. Pero no sin problemas. Las insaciables familias no cesa­ban de reclamarle, de exigirle, una y mil veces sistemas más modernos de cura, más eléctricos, más misterio­sos, más todo... Mecanismos más modernos sobre todo, aparatos más impresionantes y al minuto, además, y no le quedaba más remedio que adoptarlos, so pena de verse superado por la competencia... por esas casas similares emboscadas en los oquedales vecinos de Asniéres, Passy, Montretout, al acecho, también ellas, de todos los viejos chochos de lujo.

Se apresuraba, Baryton, guiado por Parapine, a adap­tarse al gusto del momento, al mejor precio, por supues­to, en rebajas, en tiendas de ocasión, en saldos, pero sin cesar, a base de nuevos artefactos eléctricos, pneumáticos, hidráulicos, a fin de parecer así cada vez mejor equipado para correr tras las chifladuras de los quisquillosos y acaudalados internos. Gemía por verse obligado a utilizar esos aparatos inútiles... a granjearse el favor de los pro­pios locos...

«Cuando abrí mi manicomio -me confiaba un día, des­ahogándose por sus pesares- era justo antes de la Exposi­ción, la grande... Éramos, constituíamos, los alienistas, un número muy limitado de facultativos y mucho menos curiosos y depravados que hoy, ¡le ruego que me crea!... Ninguno de nosotros intentaba entonces estar tan loco como el cliente... Aun no había aparecido la moda de de­lirar con el pretexto de curar mejor, moda obscena, fíjese, como casi todo lo que nos llega del extranjero...

»En los tiempos en que me inicié, los médicos france­ses, Ferdinand, ¡aún se respetaban! No se creían obliga­dos a desatinar al mismo tiempo que sus enfermos... ¿Para ponerse a tono seguramente?... ¿Qué sé yo? ¡Complacerlos! ¿Adonde nos va a conducir eso?... ¡Dígame us­ted!... A fuerza de ser más astutos, más mórbidos, más perversos que los perseguidos más transtornados de nues­tros manicomios, de revolearnos con una especie de nuevo orgullo fangoso en todas las insanias que nos pre­sentan, ¿adonde vamos?... ¿Está usted en condiciones de tranquilizarme, Ferdinand, sobre la suerte de nuestra ra­zón?... ¿E incluso del simple sentido común?... A este rit­mo, ¿qué nos va a quedar del sentido común? ¡Nada! ¡Es de prever! ¡Absolutamente nada! Puedo predecírselo... Es evidente...


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