Viaje Al Fin De La Noche



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Musyne deseaba con ganas también, como Lola, que yo volviera a escape al frente y me quedara en él y, como parecía tomármelo con calma, se decidió a precipitar las cosas, aun no siendo eso propio de su carácter.

Una noche en que, por excepción, volvíamos juntos a Billancourt, pasaron de repente los bomberos trompetistas y todos los vecinos de nuestra casa se precipitaron al sótano en honor de no sé qué zepelín.

Aquellos pánicos de poca monta, durante los cuales todo un barrio en pijama desaparecía cloqueando, tras la vela, en las profundidades para escapar a un peligro casi por entero imaginario, daban idea de la angustiosa futilidad de aquellos seres, tan pronto gallinas espan­tadas tan pronto corderos fatuos y dóciles. Semejan­tes incongruencias monstruosas son como para as­quear para siempre jamás al más paciente y tenaz de los sociófilos.

Desde el primer toque de clarín Musyne olvidaba que en el «Teatro en el frente» le habían descubierto gran he­roísmo. Insistía para que me precipitara con ella al fondo de los subterráneos del metro, en las alcantarillas, donde fuera, pero al abrigo y en las profundidades últimas y, so­bre todo, ¡al instante! De verlos a todos bajar corriendo así, grandes y pequeños, los inquilinos, frívolos o majes­tuosos, de cuatro en cuatro, hacia el agujero salvador, hasta yo acabé armándome de indiferencia. Cobarde o valiente, no quiere decir gran cosa. Conejo aquí, héroe allá, es el mismo hombre, no piensa más aquí que allá. Todo lo que no sea ganar dinero supera su capacidad de comprensión clara e infinitamente. Todo cuanto es vida o muerte le supera. Ni siquiera con su propia muerte es­pecula bien a derechas. Sólo comprende el dinero y el teatro.

Musyne lloriqueaba ante mi resistencia. Otros inquilinos nos instaban a acompañarlos; acabé dejándome con­vencer. En cuanto a la elección del sótano, se emitieron proposiciones diferentes. El sótano del carnicero acabó obteniendo la mayoría de las adhesiones; afirmaban que estaba situado a mayor profundidad que ningún otro del inmueble. Desde el umbral te llegaban bocanadas de un olor acre y bien conocido por mí, que al instante me re­sultó de todo punto insoportable.

«¿Vas a bajar ahí, Musyne, con la carne colgando de los ganchos?», le pregunté.

«¿Por qué no?», me respondió, muy extrañada.

«Pues, mira, yo -dije- hay cosas que no puedo olvidar y prefiero volver ahí arriba...»

«Entonces, ¿te vas?»

«¡Ven a buscarme cuando haya acabado todo!»

«Pero puede durar mucho...»

«Prefiero esperarte ahí arriba -le dije-. No me gusta la carne y esto pasará pronto.»

Durante la alarma, protegidos en sus reductos, los inquilinos intercambiaban cortesías atrevidas. Ciertas da­mas en bata, llegadas en el último momento, se apresu­raban con elegancia y mesura hacia aquella bóveda olorosa, en la que el carnicero y la carnicera hacían los honores, al tiempo que se excusaban por el frío artifi­cial, indispensable para la buena conservación de la mercancía.

Musyne desapareció con los demás. La esperé, arriba, en nuestra casa, una noche, todo un día, un año... No volvió nunca a reunirse conmigo.

Por mi parte, yo me volví, a partir de entonces, cada vez más difícil de contentar y ya sólo pensaba en dos cosas: salvar el pellejo y marcharme a América. Pero esca­par de la guerra constituía ya una tarea inicial, que me dejó sin aliento durante meses y más meses.

«¡Cañones! ¡Hombres! ¡Municiones!», exigían, sin pa­recer cansarse nunca, los patriotas. Al parecer, no se po­día dormir hasta arrancar del yugo germánico a la pobre Bélgica y a la pequeña e inocente Alsacia. Era una obse­sión que impedía, según nos decían, a los mejores de nosotros respirar, comer, copular. De todos modos, no parecía que les impidiera hacer negocios, a los supervi­vientes. La moral estaba alta en la retaguardia, no se po­día negar.

Tuvimos que reincorporarnos rápido a nuestros regi­mientos. Pero a mí, ya en el primer reconocimiento, me encontraron muy por debajo de la media aún y apto sólo para ser enviado a otro hospital, para casos de huesos y nervios. Una mañana salimos seis del cuartel, tres artille­ros y tres dragones, heridos y enfermos, en busca de aquel lugar donde reparaban el valor perdido, los reflejos abolidos y los brazos rotos. Primero pasamos, como to­dos los heridos de la época, por el control, en Val-de-Gráce, ciudadela ventruda, noble y rodeada de árboles y que olía de lo lindo a ómnibus por los pasillos, olor hoy, y seguramente para siempre, desaparecido, mezcla de pies, jergones y quinqués. No duramos mucho en Val; apenas nos vieron, dos oficiales intendentes, casposos y agotados de cansancio, nos echaron una bronca, como Dios manda, y nos amenazaron con enviarnos a consejo de guerra y otros intendentes nos echaron a la calle. No tenían sitio para nosotros, según decían, al tiempo que nos indicaban un destino impreciso: un bastión, por los alrededores de la ciudad.

De tabernas a bastiones, entre copas de pastis y cafés con leche, salimos, pues, los seis al azar de las direcciones equivocadas, en busca de aquel nuevo abrigo que parecía especializado en la curación de héroes incapaces, de nuestro estilo.

Uno solo de los seis poseía un rudimento de propie­dad, que conservaba entera, conviene señalarlo, en una cajita de metal de galletas Pernot, marca célebre entonces y de la que no he vuelto a oír hablar. Dentro escondía, nuestro compañero, cigarrillos y un cepillo de dientes; por cierto, que nos reíamos todos del cuidado, poco co­mún entonces, que dedicaba a sus dientes y lo tratába­mos, por ese refinamiento insólito, de «homosexual».

Por fin, tras muchas vacilaciones, llegamos, hacia me­dianoche, a los terraplenes hinchados de tinieblas de aquel bastión de Bicétre, el «43» se llamaba. Era el bueno.

Acababan de reformarlo para recibir a lisiados y carca­males. El jardín ni siquiera estaba acabado.

Cuando llegamos, el único habitante de la parte militar era la portera. Llovía con fuerza. Tuvo miedo de noso­tros, la portera, al oírnos, pero la hicimos reír al ponerle la mano al instante en el lugar correcto. «¡Creía que eran alemanes!», dijo. «¡Están lejos!», le respondimos. «¿De qué estáis enfermos?», nos preguntó, preocupada. «De to­do, pero, ¡de la pilila, no!», respondió un artillero. O sea, que no faltaba buen humor, la verdad, y, además, la por­tera lo apreciaba. En aquel mismo bastión vivieron con nosotros más adelante vejetes de la Asistencia Pública. Habían construido para ellos, con urgencia, nuevos edifi­cios provistos de kilómetros de vidrieras; allí dentro los guardaban hasta el fin de las hostilidades, como insectos. En las colinas de los alrededores, una erupción de parce­las diminutas se disputaban montones de barro, que se escurría, mal contenido entre hileras de cabañas preca­rias. Al abrigo de éstas crecían, de vez en cuando, una le­chuga y tres rábanos, que, sin que se supiera nunca por qué, babosas asqueadas cedían al propietario.

Nuestro hospital estaba limpio, así, al principio, durante varias semanas, que es como hay que apresurarse a ver cosas así, pues en este país carecemos del menor gus­to para la conservación de las cosas, somos incluso unos verdaderos guarros. Conque nos acostamos, ya digo, en la que se nos antojó de aquellas camas metálicas y a la luz de la luna; eran tan nuevos aquellos locales, que aún no llegaba la electricidad.

Por la mañana temprano, vino a presentarse nuestro nuevo médico jefe, muy contento de vernos, al parecer, todo cordialidad por fuera. Tenía sus razones para estar contento, acababan de ascenderlo a general. Aquel hom­bre tenía, además, los ojos más bellos del mundo, atercio­pelados y sobrenaturales, y los utilizaba lo suyo para en­candilar a cuatro enfermeras encantadoras y solícitas, que lo colmaban de atenciones y aspavientos y no se perdían ripio de su médico jefe. Desde el primer contacto se in­formó sobre nuestra moral. Cogiendo, campechano, del hombro a uno de nosotros y sacudiéndolo, paternal, nos expuso, con voz reconfortante, las reglas y el camino más corto para ir airosos y lo más pronto posible a que nos partiesen la cara de nuevo.

Fuera cual fuese su procedencia, la verdad es que la gente no pensaba en otra cosa. Era como para creer que disfrutaban con ello. El nuevo vicio. «Francia, amigos míos, ha puesto la confianza en vosotros; es una mujer, Francia, ¡la más bella de las mujeres! -entonó-. ¡Cuenta con vuestro heroísmo, Francia! Víctima de la más cobar­de, la más abominable agresión. ¡Tiene derecho a exigir de sus hijos que la venguen profundamente! ¡A recuperar la integridad de su territorio, aun a costa del mayor sacrifi­cio! Nosotros aquí, en lo que nos concierne, vamos a cumplir con nuestro deber. Amigos míos, ¡cumplid con el vuestro! ¡Nuestra ciencia os pertenece! ¡Es vuestra! ¡Todos sus recursos están al servicio de vuestra curación! ¡Ayudadnos, a vuestra vez, en la medida de vuestra buena voluntad! ¡Ya sé que podemos contar con ella! ¡Y que podáis pronto reintegraros a vuestros puestos, junto a vuestros queridos compañeros de las trincheras! ¡Vues­tros sagrados puestos! Para la defensa de nuestro querido suelo. ¡Viva Francia! ¡Adelante!» Sabía hablar a los sol­dados.

Estábamos, cada cual al pie de su cama, en posición de firmes, escuchándolo. Detrás de él, una morena del gru­po de sus bonitas enfermeras dominaba mal la emoción que la embargaba y que algunas lágrimas volvieron visi­ble. Sus compañeras se mostraron al instante solícitas con ella: «Pero, ¡querida! ¡Si va a volver, mujer!... Te lo aseguro...»

La que mejor la consolaba era una de sus primas, la ru­bia un poco regordeta. Al pasar junto a nosotros, soste­niéndola en sus brazos, me confió, la regordeta, que esta­ba tan desconsolada, su prima tan mona, por la marcha reciente de su novio, incorporado a la Marina. El fogoso jefe, desconcertado, se esforzaba por atenuar la hermosa y trágica emoción propagada por su breve y vibrante alo­cución. Se encontraba muy confuso y apenado ante ella. Despertar de una inquietud demasiado dolorosa en un corazón excepcional, evidentemente patético, todo sensi­bilidad y ternura. «Si lo hubiéramos sabido, doctor -se­guía susurrando la rubia prima-, le habríamos avisado... ¡Si usted supiera lo tiernamente que se aman!...» El grupo de las enfermeras y el propio doctor desaparecieron sin dejar de chacharear y susurrar por el corredor. Ya no se ocupaban de nosotros.

Intenté recordar y comprender el sentido de aquella alocución que acababa de pronunciar el hombre de ojos espléndidos, pero, a mí, lejos de entristecerme, me pare­cieron, tras reflexionar, extraordinariamente atinadas, aquellas palabras, para quitarme las ganas de morir. De la misma opinión eran los demás compañeros, pero éstos no veían en ellas, además, como yo, una actitud de desa­fío e insulto. Ellos no intentaban comprender lo que ocu­rría a nuestro alrededor en la vida, sólo discernían, y aun apenas, que el delirio ordinario del mundo había aumen­tado desde hacía unos meses, en tales proporciones, que, desde luego, ya no podía uno apoyar la existencia en nada estable.

Allí, en el hospital, como en la noche de Flandes, la muerte nos atormentaba; sólo, que aquí nos amenazaba desde más lejos, la muerte, irrevocable como allá, cierto es, una vez lanzada sobre nuestra trémula osamenta por la solicitud de la Administración.

Allí no nos abroncaban, desde luego, nos hablaban con dulzura incluso, nos hablaban todo el tiempo de cualquier cosa menos de la muerte, pero nuestra conde­na figuraba, no obstante, con toda claridad en el ángulo de cada papel que nos pedían firmar, en cada precau­ción que tomaban para con nosotros: medallas... bra­zaletes... el menor permiso... cualquier consejo... Nos sentíamos contados, acechados, numerados en la gran reserva de los que partirían mañana. Conque, lógicamen­te, todo aquel mundo ambiente, civil y sanitario, pare­cía más despreocupado que nosotros, en comparación. Las enfermeras, aquellas putas, no compartían nuestro destino, sólo pensaban, por el contrario, en vivir mu­cho tiempo, mucho más aún, y en amar, estaba claro, en pasearse y en hacer y volver a hacer el amor mil y diez mil veces. Cada una de aquellas angélicas se aferraba a su planecito en el perineo, como los forzados, para más ade­lante, su planecito de amor, cuando la hubiéramos diña­do, nosotros, en un barrizal cualquiera, ¡y sólo Dios sabe cómo!

Lanzarían entonces suspiros rememorativos especiales que las volverían más atrayentes aún; evocarían en silen­cios emocionados los trágicos tiempos de la guerra, los fantasmas... «¿Os acordáis del joven Bardamu -dirían en la hora crepuscular, pensando en mí-, aquel que tanto trabajo nos daba para impedir que protestara?... Tenía la moral muy baja, aquel pobre muchacho... ¿Qué habrá sido de él?»

Algunas nostalgias poéticas en el momento oportuno favorecen a una mujer tan bien como los cabellos vapo­rosos a la luz de la luna.

Al amparo de cada una de sus palabras y de su solici­tud, había que entender en adelante: «La vas a palmar, gentil soldado... La vas a palmar... Es la guerra... Cada cual con su vida... Con su papel... Con su muerte... Pare­ce que compartimos tu angustia... Pero no se comparte la muerte de nadie... Todo debe ser, para las almas y los cuerpos sanos, motivo de distracción y nada más y nada menos y nosotras somos chicas fuertes, hermosas, consi­deradas, sanas y bien educadas... Para nosotras todo se vuelve, por automatismo biológico, espectáculo gozoso, ¡y se convierte en alegría! ¡Así lo exige nuestra salud! Y las feas licencias del pesar nos resultan imposibles... Ne­cesitamos excitantes, sólo excitantes... Pronto quedaréis olvidados, soldaditos... Sed buenos y diñadla rápido... Y que acabe la guerra y podamos casarnos con uno de vuestros amables oficiales... ¡Sobre todo uno moreno!... ¡Viva la patria de la que siempre habla papá!... ¡Qué bue­no debe de ser el amor, cuando vuelve de la guerra!... ¡Nuestro maridito será condecorado!... Será distingui­do... Podrás sacar brillo a sus bonitas botas el hermoso día de nuestra boda, si aún existes, soldadito... ¿No te alegrarás entonces de nuestra felicidad, soldadito?...»

Todas las mañanas vimos y volvimos a ver a nuestro médico jefe, seguido de sus enfermeras. Era un sabio, se­gún supimos. En torno a nuestras salas pasaban corre­teando los vejetes del asilo contiguo a saltos inútiles y descompasados. Iban a escupir sus chismes con sus caries de una sala a otra, llevando consigo maledicencias y cotilleos trasnochados. Encerrados allí, en su miseria oficial, como en un cercado baboso, los viejos trabajadores pas­taban todo el excremento que se acumula en torno a las almas en los largos años de servidumbre. Odios impoten­tes, enmohecidos en la apestosa ociosidad de las salas co­munes. Sólo utilizaban sus últimas y trémulas energías para hacerse un poco más de daño y destruir lo que les quedaba de placer y aliento.

¡Supremo placer! En su acartonada osamenta ya no subsistía un solo átomo que no fuera estrictamente mal­intencionado.

Desde que quedó claro que nosotros, los soldados, compartiríamos las relativas comodidades del bastión con aquellos vejetes, empezaron a detestarnos al unísono, sin por ello dejar de venir al tiempo a mendigar y sin des­canso, haciendo cola por las ventanas, nuestras colillas y los mendrugos de pan duro caídos bajo los bancos. Sus apergaminados rostros se estrellaban a la hora de las co­midas contra los vidrios de nuestro refectorio. Por entre los pliegues legañosos de sus narices lanzaban miradas de ratas viejas y codiciosas. Uno de aquellos lisiados parecía más astuto y pillo que los demás, venía a cantarnos cancioncillas de su época para distraernos, el tío Birouette lo llamábamos. Estaba dispuesto a hacer todo lo que quisié­ramos, con tal de que le diésemos tabaco, cualquier cosa menos pasar ante el depósito de cadáveres del hospital, que, por cierto, nunca estaba vacío. Una de las bromas consistía en llevarlo hacia allá, como de paseo. «¿No quieres entrar?», le preguntábamos, cuando estábamos justo delante de la puerta. Entonces salía pitando y gru­ñendo, pero tan rápido y tan lejos, que no volvíamos a verlo durante dos días por lo menos, al tío Birouette. Ha­bía vislumbrado la muerte.

Nuestro médico jefe, el de los ojos bellos, profesor Bestombes, para hacernos recobrar ánimos, había hecho instalar todo un equipo muy complicado de artefactos eléctricos centelleantes, cuyas descargas periódicas su­fríamos, efluvios que, según decía, eran tonificantes y ha­bíamos de aceptar so pena de expulsión. Era muy rico, al parecer, Bestombes. Había que serlo para comprar todos aquellos chismes costosos y electrocutores. Su suegro, político importante, que había hecho grandes trapicheos con compras gubernamentales de terrenos, le permitía esas larguezas.

Había que aprovechar. Todo se arregla. Crímenes y castigos. Tal como era, no lo detestábamos. Examinaba nuestro sistema nervioso con un cuidado extraordinario y nos interrogaba con tono de familiaridad cortés. Esa campechanía calculada divertía deliciosamente a las en­fermeras, todas distinguidas, de su servicio. Todas las ma­ñanas esperaban, aquellas monadas, el momento de rego­cijarse con las manifestaciones de su gran gentileza; se relamían. En resumen, actuábamos todos en una obra en que él, Bestombes, había elegido el papel de sabio bene­factor y profunda, amablemente humano; el caso era en­tenderse.

En aquel nuevo hospital, yo compartía habitación con el sargento Branledore, reenganchado; era un antiguo huésped de los hospitales, Branledore. Hacía meses que arrastraba su intestino perforado por cuatro servicios di­ferentes.

Durante esas estancias había aprendido a atraer y des­pués conservar la simpatía activa de las enfermeras. Vo­mitaba, orinaba y evacuaba sangre bastante a menudo, Branledore; también tenía mucha dificultad para respirar, pero eso no habría bastado del todo para granjearle la buena disposición del personal, que veía cosas peores. Conque, entre dos ahogos, si pasaba por allí un médico o una enfermera: «¡Victoria! ¡Victoria! ¡Conseguiremos la Victoria!», gritaba Branledore a pleno pulmón o lo mur­muraba por lo bajinis, según los casos. Adaptado así a la ardiente literatura agresiva mediante un oportuno efecto teatral, gozaba de la consideración moral más elevada. Se sabía el truco, el tío.

Como todo era teatro, había que actuar y tenía toda la razón Branledore; nada parece más idiota ni irrita tanto, la verdad, como un espectador inerte que haya subido por azar a las tablas. Cuando se está ahí arriba, verdad, hay que adoptar el tono, animarse, actuar, decidirse o de­saparecer. Sobre todo las mujeres pedían espectáculo y eran despiadadas, las muy putas, para con los aficionados desconcertados. La guerra, no cabe duda, afecta a los ovarios; exigían héroes y quienes no lo eran del todo de­bían presentarse como tales o bien prepararse para sufrir el más ignominioso de los destinos.

Tras haber pasado ocho días en aquel nuevo servicio, habíamos comprendido la necesidad urgente de cambiar de actitud y, gracias a Branledore (representante de enca­jes en la vida civil), aquellos mismos hombres atemoriza­dos y que buscaban la sombra, presa de vergonzosos recuerdos de mataderos, que éramos al llegar, se convir­tieron en una pandilla de pájaros de aúpa, todos resueltos a la victoria y, os lo garantizo, armados de arranque y de­claraciones imponentes. En efecto, nuestro lenguaje se había vuelto recio y tan subido de tono, que hacía enro­jecer a veces a aquellas damas, si bien nunca se quejaban, porque es sabido que un soldado es tan bravo como des­preocupado y más grosero de lo debido y que cuanto más bravo más grosero es.

Al principio, al tiempo que imitábamos a Branledore lo mejor que podíamos, nuestras actitudes patrióticas no quedaban del todo bien, no eran muy convincentes. Ne­cesitamos una buena semana e incluso dos de ensayos in­tensivos para adoptar del todo el tono, el bueno.

En cuanto nuestro médico, el profesor agregado Bestombes notó, sabio él, la brillante mejora de nuestras cualidades morales, decidió, para estimularnos, autori­zarnos algunas visitas, empezando por las de nuestros padres.

Algunos soldados capaces, por lo que yo había oído contar, experimentaban, al mezclarse en los combates, como embriaguez e incluso viva voluptuosidad. Por mi parte, en cuanto intentaba imaginar una voluptuosidad de ese orden tan especial, me ponía enfermo durante ocho días al menos. Me sentía tan incapaz de matar a al­guien, que, desde luego, más valía renunciar y acabar de una vez. No es que hubiera carecido de experiencia, ha­bían hecho todo lo posible incluso para hacerme cogerle gusto, pero no tenía ese don. Tal vez habría necesitado una iniciación más lenta.

Un día decidí comunicar al profesor Bestombes las di­ficultades que encontraba en cuerpo y alma para ser tan bravo como me habría gustado y como las circunstan­cias, sublimes, desde luego, lo exigían. Temía que me considerara un descarado, un charlatán impertinente... Pero, ¡qué va! ¡Al contrario! El profesor se declaró muy contento de que, en aquel arranque de franqueza, acudie­ra a confiarle la confusión espiritual que sentía.

«Amigo Bardamu, ¡está usted mejorando! ¡Está usted mejorando, sencillamente!» Ésa era su conclusión. «Esta confidencia que acaba de hacerme, de forma absoluta­mente espontánea, la considero, Bardamu, indicio muy alentador de una mejoría notable en su estado mental... Por lo demás, Vaudesquin, observador modesto, pero tan sagaz, de los desfallecimientos morales entre los soldados del Imperio, resumió, ya en 1802, observaciones de ese género en una memoria, hoy clásica, si bien injusta­mente despreciada por nuestros estudiosos actuales, en la que notaba, como digo, con mucha exactitud y precisión, crisis llamadas "de confesión", que sobrevienen, señal ex­celente, al convaleciente moral... Nuestro gran Dupré, casi un siglo después, supo establecer a propósito del mismo síntoma su nomenclatura, ahora célebre, en la que esta crisis idéntica figura con el título de crisis de "acopio de recuerdos", crisis que, según el mismo autor, debe producirse, cuando la cura va bien encauzada, poco antes de la derrota total de las ideaciones angustiosas y de la liberación definitiva de la esfera de la conciencia, fenó­meno secundario, en resumen, en el curso del restable­cimiento psíquico. Por otra parte, Dupré, con su termi­nología tan caracterizada por las imágenes y cuyo secreto sólo él conocía, llama "diarrea cogitativa de liberación" a esa crisis que en el sujeto va acompañada de una sensa­ción de euforia muy activa, de una recuperación muy marcada de la actividad de comunicación, recuperación, entre otras, muy notable del sueño, que vemos prolon­garse de repente durante días enteros; por último, otra fase: superactividad muy marcada de las funciones geni­tales, hasta el punto de que no es raro observar en los mismos enfermos, antes frígidos, auténticas "carpantas eróticas". A eso se debe esta fórmula: "El enfermo no en­tra en la curación: ¡se precipita!" Tal es el término magní­ficamente descriptivo, verdad, de esos triunfos en la recu­peración, mediante el cual otro de nuestros grandes psiquiatras franceses del siglo pasado, Philibert Margeton, caracterizaba la recuperación de verdad triunfal de todas las actividades normales en un sujeto convaleciente de la enfermedad del miedo... En lo referente a usted, Bardamu, lo considero, pues, desde ahora, un auténtico convaleciente... ¿Le interesaría saber, Bardamu, ya que hemos llegado a esta conclusión satisfactoria, que maña­na, precisamente, presento en la Sociedad de Psicología Militar una memoria sobre las cualidades fundamentales del espíritu humano?... Es una memoria de calidad, me parece.»

«Desde luego, profesor, esas cuestiones me apasio­nan...»

«Pues bien, sepa usted, en resumen, Bardamu, que en ella defiendo esta tesis: que antes de la guerra el hombre seguía siendo un desconocido inaccesible para el psiquia­tra y los recursos de su espíritu un enigma...»

«Ésa es también mi muy modesta opinión, profesor...»

«Mire usted, Bardamu, la guerra, gracias a los medios incomparables que nos ofrece para poner a prueba los sistemas nerviosos, ¡hace de formidable revelador del es­píritu humano! Vamos a poder pasar siglos ocupados en meditar sobre estas revelaciones patológicas recientes, si­glos de estudios apasionados... Confesémoslo con fran­queza... ¡Hasta ahora sólo habíamos sospechado las ri­quezas emotivas y espirituales del hombre! Pero en la actualidad, gracias a la guerra, es un hecho... ¡Estamos penetrando, a consecuencia de una fractura, dolorosa, desde luego, pero decisiva y providencial para la ciencia, en su intimidad! Desde las primeras revelaciones, a mí, Bestombes, ya no me cupo duda sobre el deber del psicó­logo y del moralista modernos. ¡Era necesaria una refor­ma total de nuestras concepciones psicológicas!»


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