No me atrevía a decirle que, a fin de cuentas, tenía razón, por los reproches que podría haberme hecho más adelante, si el nuevo plan llegaba a fracasar.
Para animarme, me enumeró algunos buenos motivos para no preocuparme de la vieja, porque, para empezar, no le quedaban, al fin y al cabo, muchos años de vida, en cualquier caso, por ser ya muy mayor. En resumidas cuentas, iba a preparar su marcha y se acabó.
De todos modos, era un asunto muy feo, pero que muy feo. Habían convenido todos los detalles, entre él y los hijos: como la vieja había vuelto a adoptar la costumbre de salir de su casa, una noche la enviarían a llevar la comida a los conejos... El petardo estaría preparado... Le estallaría en plena cara en cuanto tocase la puerta... Exactamente así había sido en la frutería... Ya tenía fama de loca en el barrio, el accidente no sorprendería a nadie... Dirían que se le había avisado para que no se acercara nunca a la conejera... Que había desobedecido... Y a su edad, seguro que no saldría con vida de un petardazo como el que le iban a preparar... así, en plena jeta.
Buena la había hecho yo, la verdad, contando aquella historia a Robinson.
Y volvió la música con la verbena, la que acompaña al recuerdo más lejano, desde la infancia, la que no cesa nunca, aquí y allá, en los rincones de la ciudad, en los lugarejos del campo, en todos los sitios donde los pobres van a sentarse el fin de semana, para saber qué ha sido de ellos. ¡El Paraíso!, les dicen. Y después se toca música para ellos, ora aquí ora allá, de una estación del año a otra, que con su sonido ramplón fusila todas las melodías que bailaban el año anterior los ricos. Es la música de organillo que sale del tiovivo, de los automóviles que no lo son, en realidad, de las montañas en absoluto rusas y del tablado del luchador que no tiene bíceps ni viene de Marsella, de la mujer que no tiene barba, del mago que es cornudo, del órgano que no es de oro, detrás del tiro al blanco cuyos huevos están vacíos. Es la fiesta para engañar a la gente el fin de semana.
¡Y a beber la cerveza sin espuma! Pero al camarero, por su parte, le apesta el aliento, la verdad, bajo los falsos bosquecillos. Y el cambio que devuelve contiene monedas extrañas, tan extrañas, que, semanas y semanas más tarde, aún no has acabado de examinarlas y te cuesta mucho trabajo deshacerte de ellas, al dar limosna. La verbena, vamos. Hay que divertirse como se pueda, entre el hambre y la cárcel, y tomar las cosas como vengan. Si estás sentado, no tienes motivo para quejarte. Algo es algo. «Le Tir des Nations», el mismo, volví a verlo, el que Lola había descubierto, tantos años antes, en las avenidas del parque de Saint-Cloud. Se vuelve a ver de todo en las verbenas; eructos de alegría, las verbenas. Desde entonces debían de haber vuelto a pasearse las muchedumbres en la gran avenida de Saint-Cloud... Los paseantes. La guerra había terminado. Por cierto, ¿sería el mismo propietario? ¿Habría vuelto de la guerra ése? Todo me interesaba. Reconocí los blancos, pero ahora disparaban, además, contra aeroplanos. Novedad. El progreso. La moda. La boda seguía allí, los soldados también y la Alcaldía con su bandera. Todo, en una palabra. Con muchas más cosas a las que disparar incluso que antes.
Pero la gente se divertía mucho más con los coches de choque, invención reciente, por los accidentes que no cesaban de suceder en ellos y las espantosas sacudidas que te producen en la cabeza y en las tripas. No cesaban de llegar otros atontados y boceras para chocar salvajemente, amontonarse en desorden una y otra vez y destrozarse el bazo dentro de los coches. Y no había manera de hacerlos desistir. Nunca pedían clemencia, jamás parecían haber sido tan felices. Algunos es que deliraban. Había que arrancarlos a sus catástrofes. Si les hubieran dado la muerte en premio por un franco, se habrían precipitado sobre los coches igual. Hacia las cuatro debía tocar, a mitad de la fiesta, la banda. Para reunir la banda, costaba Dios y ayuda, a causa de las tascas que los acaparaban a todos, por turno, a los músicos. Siempre faltaba uno. Lo esperaban. Iban a buscarlo. Mientras lo esperaban, mientras regresaban, volvía a darles sed y otros dos que desaparecían. Y vuelta a empezar.
Las rosquillas, estropeadas con tanto polvo, se volvían reliquias y daban una sed atroz a los ganadores.
Las familias, por su parte, esperaban a los fuegos artificiales para ir a acostarse. Esperar forma parte también de la fiesta. En la sombra tiritaban mil botellas, que a cada instante vibraban bajo las mesas. Pies que se agitaban para consentir o rebelarse. Ya no se oye la música, de tan conocidas que son las melodías, ni los asmáticos cilindros de los motores tras las barracas donde se mueven las atracciones que se pueden ver por dos francos. El corazón, cuando estás un poco bebido de fatiga, te resuena en las sienes. ¡Bim! ¡Bim! Así hace contra la especie de terciopelo ajustado a la cabeza y en el fondo de los oídos. Así es como llegas a estallar un día. ¡Así sea! Un día en que el movimiento de dentro se une al de fuera y en que todas tus ideas se desparraman y van a divertirse por fin con las estrellas.
Había muchos lloros en toda la feria, por los niños pisoteados, aquí y allá, entre las sillas, sin querer, y también por aquellos a los que enseñaban a dominar los deseos, los inocentes e inmensos goces de montar una y mil veces en el tiovivo. Hay que aprovechar la verbena para formar el carácter. Nunca es demasiado pronto para empezar. No saben aún, esos monines, que todo se paga. Creen que es por simpatía por lo que las personas mayores detrás de las taquillas iluminadas incitan a los clientes a gozar de las maravillas que atesoran, dominan y defienden con sonrisas vociferantes. No conocen la ley, los niños. A tortazos se la enseñan los padres, la ley, y los defienden contra los placeres.
La única verbena auténtica es la del comercio, profunda y secreta, además. Por la noche es cuando goza el comercio, cuando todos los inconscientes, los clientes, bobos paganos, se han marchado, cuando ha vuelto el silencio sobre la explanada y el último perro ha proyectado por fin su última gota de orina contra el billar japonés. Entonces pueden iniciarse las cuentas. Es el momento en que el comercio hace el recuento de sus fuerzas y sus víctimas con los cuartos.
El último domingo de verbena por la noche, la criada de Martrodin, el tabernero, se hizo una herida bastante profunda en la mano, al cortar salchichón.
Hacia las últimas horas de aquella misma noche todo a nuestro alrededor se volvió bastante claro, como si las cosas se hubieran hartado de rodar de una orilla a otra del destino, indecisas, hubiesen salido todas a un tiempo de la sombra y se hubieran puesto a hablarme. Pero hay que desconfiar de las cosas y de las personas en esos momentos. Crees que van a hablar, las cosas, y resulta que no dicen nada y vuelven a hundirse en la noche, muchas veces sin que hayas podido comprender lo que tenían que contarte. Ésa es, al menos, mi experiencia.
En fin, el caso es que volví a ver a Robinson en el café de Martrodin aquella misma noche, justo cuando iba a curar a la criada del tabernero. Recuerdo con exactitud las circunstancias. A nuestro lado había unos árabes, apretados en las banquetas y somnolientos. No parecía interesarles en absoluto lo que ocurría a su alrededor. Al hablar con Robinson, yo procuraba no volver a la conversación de la otra noche, cuando lo había sorprendido transportando tablas. La herida de la criada era difícil de coser y en el fondo del local no veía demasiado bien. Con tanta atención, no podía hablar. En cuanto hube acabado, Robinson me llevó a un rincón y me confirmó, él mismo, que estaba decidido, su asunto, y pronto iba a ser. Una confidencia así me molestaba mucho y habría preferido no recibirla.
«Pronto, ¿qué?»
«Ya sabes lo que quiero decir...»
«¿Sigues con eso?...»
«¡Adivina cuánto me dan ahora!»
Yo no tenía el menor interés en adivinar.
«¡Diez mil!... Sólo por guardar silencio...»
«¡Una bonita suma!»
«Ya me veo libre de apuros, ni más ni menos -añadió-.
¡Son los diez mil francos que siempre me habían faltado!... ¡Los diez mil francos del comienzo, vamos!... ¿Comprendes?... A decir verdad, yo nunca he tenido un oficio, pero, ¡con diez mil francos!...» Ya debía de haberles hecho chantaje. Quería que me diera cuenta de todo lo que iba a poder hacer, emprender, con aquellos diez mil francos... Me dejaba tiempo para pensarlo, apoyado él en la pared, en la penumbra. Un mundo nuevo. ¡Diez mil francos!
De todos modos, al volver a pensar en su asunto, yo me preguntaba si no correría algún riesgo yo personalmente, si no me estaba dejando llevar a una como complicidad, al no hacer ver al instante que desaprobaba su plan. Debería haberlo denunciado incluso. La moral de la Humanidad, a mí, me la trae floja, como a todo el mundo, por cierto. ¿Qué puedo hacer? Pero no hay que olvidar las cochinas historias y complicaciones que remueve la Justicia en el momento de un crimen sólo para divertir a los viciosos de los contribuyentes... Entonces ya no sabes cómo escapar... Ya lo había visto yo, eso. A la hora de escoger una miseria u otra, yo prefería la que no arma escándalo a la que se expone en los periódicos.
En resumidas cuentas, me sentía intrigado y fastidiado a un tiempo. Tras haber llegado hasta allí, me faltaba valor para seguir de verdad hasta el fondo del asunto. Ahora que había que abrir los ojos en la noche, casi prefería mantenerlos cerrados. Pero Robinson parecía interesado en que los abriera, en que me diese cuenta.
Para cambiar de conversación un poco, sin dejar de caminar, saqué a colación el tema de las mujeres. No le gustaban demasiado a él, las mujeres.
«Mira, de mujeres, yo paso, la verdad -decía-, con sus hermosos traseros, sus muslos gruesos, sus bocas en forma de corazón y sus vientres, en los que siempre crece algo, unas veces mocosos y otras enfermedades... ¡Con sus sonrisas no se paga el alquiler! ¿No? Ni siquiera a mí, en mi chabola, me serviría de nada, si tuviese una mujer, enseñar su culo al propietario a principios de mes, ¡no me iba a hacer una rebaja por eso!...»
La independencia era su debilidad, para Robinson. Él mismo lo decía. Pero el patrón, Martrodin, ya estaba cansado de nuestros «apartes» y nuestras intrigas en los rincones.
«¡Robinson, los vasos! ¡Joder! -ordenó-. ¿Es que voy a tener que lavarlos yo?»
Robinson dio un salto.
«Es que -me informó- trabajo unas horas aquí.»
Era la verbena, no había duda. Martrodin encontraba mil dificultades para acabar de contar su caja, eso le irritaba. Los árabes se fueron, salvo los dos que dormitaban aún contra la puerta.
«¿A qué esperan, ésos?»
«¡A la criada!», me respondió el patrón.
«¿Qué tal, los negocios?», fui y le pregunté entonces, por decir algo.
«Así así... Pero, ¡cuesta lo suyo! Mire, doctor, este local lo compré por sesenta billetes, al contado, antes de la crisis. Tendría que sacarle al menos doscientos... ¿Se da usted cuenta?... Es cierto que se llena, pero de árabes sobre todo... Ahora, que esa gente no bebe... Aún no tienen costumbre... Tendrían que venir polacos. Ésos, doctor, ésos sí que beben, la verdad... Donde estaba yo antes, en las Ardenas, menudo si tenía polacos, y que venían de los hornos de esmalte, no le digo más, ¿eh? ¡Venían ardiendo, de los hornos!... ¡Eso es lo que necesitaríamos aquí!... ¡La sed!... Y el sábado tiraban la casa por la ventana... ¡La Virgen! ¡Eso era currelar! ¡La paga entera! ¡Tracatrá!... Éstos, los moros, no es beber lo que les interesa, sino darse por culo... está prohibido beber en su religión, por lo visto, pero darse por culo no...»
Los despreciaba, Martrodin, a los moros. «¡Unos cabrones, vamos! ¡Hasta parece que se lo hacen a mi criada!... Son unos degenerados, ¿eh? ¡Vaya unas ideas! ¿Eh, doctor? ¿Qué le parece?»
El patrón, Martrodin, se apretaba con sus cortos dedos las bolsitas serosas que tenía bajo los ojos. «¿Qué tal los riñones? -le pregunté, al verle hacer eso. Yo lo trataba de los riñones-. Al menos, ya no tomará usted sal.»
«¡Albúmina otra vez, doctor! Antes de ayer encargué el análisis al farmacéutico... Oh, me importa tres cojones diñarla -añadió- de albúmina o de otra cosa, pero lo que me fastidia es trabajar como trabajo... ¡para sacar tan poco!...»
La criada había acabado de lavar los platos, pero la venda le había quedado tan sucia con los restos de comida, que hube de volver a hacérsela. Me ofreció un billete de cinco francos. Yo no quería aceptarlos, sus cinco francos, pero se empeñó en dármelos. Sévérine, se llamaba.
«¿Te has cortado el pelo, Sévérine?», comenté.
«¡Qué remedio! ¡Está de moda! -dijo-. Y, además, que el pelo largo con la cocina de aquí coge todos los olores...»
«¡Tu culo huele mucho peor! -la interrumpió Martrodin, que no podía hacer sus cuentas con nuestra cháchara-. Y eso no impide a tus clientes...»
«Sí, pero no es igual -replicó la Sévérine, muy ofendida-. Una cosa es el olor del pelo y otra el del culo... Y usted, patrón, ¿quiere que le diga a qué huele usted?... ¿No en una parte del cuerpo, sino en todo él?»
Estaba muy irritada, Sévérine. Martrodin no quiso oír el resto. Volvió a sus cochinas cuentas refunfuñando.
Sévérine no conseguía quitarse las zapatillas, con los pies hinchados por el servicio, para ponerse los zapatos. Conque se las dejó puestas para marcharse.
«¡Pues dormiré con ellas!», comentó incluso en voz alta al final.
«¡Venga, vete a apagar la luz al fondo! -le ordenó Martrodin-. ¡Cómo se ve que no me la pagas tú, la electricidad!»
«Con ellas dormiré», gimió Sévérine otra vez, al levantarse.
Martrodin no acababa nunca con sus sumas. Se había quitado el delantal y después el chaleco para mejor contar. Las pasaba canutas. Del fondo invisible del local nos llegaba un tintineo de platos, la tarea de Robinson y del otro lavaplatos. Martrodin trazaba grandes cifras infantiles con un lápiz azul que aplastaba entre sus gruesos dedos de asesino. La criada sobaba delante de nosotros, desgalichada en la silla. De vez en cuando, recuperaba un poco la conciencia en el sueño.
«¡Ay, mis pies! ¡Ay, mis pies!», decía entonces y después volvía a caer en la somnolencia.
Pero Martrodin se puso a despertarla con un buen berrido:
«¡Eh, Sévérine! ¡Llévate afuera a tus moros, venga! ¡Ya estoy harto!... ¡Daros el piro todos, hostias! Que ya es hora.»
Ellos, los árabes, no parecían tener la menor prisa, a pesar de la hora. Sévérine se despertó, por fin. «¡Es verdad que tengo que irme! -convino-. ¡Gracias, patrón!» Se llevó consigo a los dos moros. Se habían juntado para pagarle.
«Me los ventilo a los dos esta noche -me explicó, al marcharse-. Porque el domingo que viene no voy a poder, voy a Achares a ver a mi niño. Es que el sábado que viene es el día que libra la nodriza.»
Los árabes se levantaron para seguirla. No parecían nada sinvergüenzas. De todos modos, Sévérine los miraba un poco de soslayo, por el cansancio. «Yo no soy de la opinión del patrón, ¡yo prefiero a los moros! No son brutales como los polacos, los moros, pero son viciosos...
De eso no hay duda, son unos viciosos... En fin, que hagan todo lo que quieran, ¡no creo que eso me quite el sueño! ¡Venga! -les llamó-. ¡Vamos, chicos!»
Y se marcharon los tres, ella unos pasos delante. Los vimos cruzar la plaza apagada, salpicada con los restos de la verbena; el último farol iluminó el grupo brevemente y después se hundieron en la noche. Oímos un poco aún sus voces y después ya nada. Ya no había nada.
Salí de la tasca, a mi vez, sin haber vuelto a hablar con Robinson. El patrón me deseó un montón de cosas. Un agente de policía recorría el bulevar. Al pasar, animábamos el silencio. Un comerciante, aquí, allá, se sobresaltaba, liado con su cálculo agresivo, como un perro royendo un hueso. Una familia de juerga ocupaba toda la calle berreando en la esquina de la Place Jean-Jaurés, ya no avanzaba, ni un paso, aquella familia, vacilaba ante una callejuela, como una flotilla de pesca en plena tormenta. El padre tropezaba de una acera a otra y no paraba de orinar.
La noche estaba en casa.
Recuerdo también otra noche, por aquella época, a causa de las circunstancias. En primer lugar, un poco después de la hora de cenar, oí un estruendo de cubos de basura. Sucedía con frecuencia en mi escalera, que zarandearan los cubos de la basura. Y después, los gemidos de una mujer, quejas. Entorné mi puerta, pero sin moverme.
Si salía espontáneamente en el momento de un accidente, tal vez me hubieran considerado un simple vecino y mi socorro médico habría parecido gratuito. Si me necesitaban, ya podían llamarme como Dios manda y entonces les costaría veinte francos. La miseria persigue implacable y minuciosa al altruismo y las iniciativas más amables reciben su castigo implacable. Conque esperé a que vinieran a llamar, pero nadie vino. Para economizar seguramente.
Sin embargo, casi había dejado de esperar, cuando apareció una niña ante mi puerta, estaba leyendo los nombres en los timbres... En definitiva, era a mí a quien venía a buscar de parte de la Sra. Henrouille.
«¿Quién está enfermo en casa de los Henrouille?», le pregunté.
«Es para un señor que se ha herido en su casa...»
«¿Un señor?» En seguida pensé en el propio Henrouille.
«¿Él?... ¿El Sr. Henrouille?»
«No... Un amigo que está en su casa...»
«¿Lo conoces, tú?»
«No.» Nunca lo había visto, a ese amigo.
Fuera hacía frío, la niña corría, yo andaba de prisa.
«¿Cómo ha ocurrido?»
«Eso no lo sé.»
Costeamos otro jardincillo, último recinto de un antiguo bosque, donde por la noche venían a enredarse entre los árboles las largas brumas de invierno, suaves y lentas. Callejuelas, una tras otra. En unos instantes llegamos hasta su hotelito. La niña me dijo adiós. Tenía miedo de acercarse más. Henrouille nuera me esperaba en la escalera con marquesina. Su quinqué de petróleo vacilaba al viento.
«¡Por aquí, doctor! ¡Por aquí!», me llamó.
Yo le pregunté, al instante: «¿Es su marido quien se ha herido?»
«¡Entre, entre!», me dijo bastante brusca, sin darme tiempo a pensar. Y me tropecé con la vieja, que desde el pasillo se puso a chillar y acosarme. Una andanada.
«¡Si serán cabrones! ¡Si serán bandidos! ¡Doctor! ¡Han intentado matarme!»
Conque habían fracasado.
«¿Matarla? -dije yo, como muy sorprendido-. ¿Y por qué?»
«Porque no me decidía a diñarla bastante rápido, ¡no te fastidia! ¡Ni más ni menos! ¡La madre de Dios! ¡Ya lo creo que no quiero morirme!»
«¡Mamá! ¡Mamá! -la interrumpía la nuera-. ¡No está usted en su sano juicio! Pero, bueno, mamá, ¡le está usted contando cosas horribles al doctor!...»
«Cosas horribles, ¿verdad? Pues, mira, bicho, ¡tienes una cara como un templo! Conque no estoy en mi sano juicio, ¿eh? ¡Aún me queda bastante juicio para mandaros a todos a la horca! ¡Para que te enteres!»
«Pero, ¿quién es el herido? ¿Dónde está?»
«¡Ahora lo verá usted! -me cortó la vieja-. ¡Está ahí arriba, en la cama, el asesino! Y, además, la ha ensuciado bien, la cama, ¿eh, bicho? ¡Lo ha ensuciado bien, tu asqueroso colchón, con su cochina sangre! ¡Y no con la mía! ¡Sangre que debe de ser como basura! ¡No lo vas a acabar de lavar nunca! Va a apestar durante siglos a sangre de asesino, ¡ya verás tú! ¡Ah! ¡Hay gente que va al teatro en busca de emociones! Pero, mire, ¡está aquí, el teatro! ¡Está aquí, doctor! ¡Ahí arriba! ¡Y un teatro de verdad! ¡No fingido! ¡No vaya a quedarse sin sitio! ¡Suba rápido! ¡Tal vez esté muerto, ese cochino canalla, cuando llegue usted! Conque, ¡no va usted a ver nada!»
La nuera temía que la oyesen desde la calle y le ordenaba callar. Pese a las circunstancias, no me parecía demasiado desconcertada, la nuera, muy contrariada sólo porque las cosas hubiesen salido torcidas, pero seguía con su idea. Incluso estaba absolutamente convencida de haber tenido razón.
«Pero, bueno, ¿ha escuchado usted eso, doctor? Fíjese, ¡lo que hay que oír! ¡Yo que, al contrario, siempre he intentado facilitarle la vida! Bien lo sabe usted... Yo que siempre le he propuesto ingresarla en el asilo de las hermanitas...»
Sólo le faltaba eso, a la vieja, oír hablar otra vez de las hermanitas.
«¡Al Paraíso! Sí, puta, ¡allí queríais enviarme todos! ¡La muy canalla! ¡Y para eso lo hicisteis venir, tu marido y tú, al sinvergüenza ese de ahí arriba! Para matarme, ya lo creo, y no para enviarme con las hermanitas, ¡si lo sabré yo! Le ha salido el tiro por la culata, eso sí que sí, ¡que lo había preparado bien mal! Vaya, doctor, a ver cómo ha quedado, ese cabrón, y, además, ¡él sólito se lo ha hecho!... ¡Y es de esperar que reviente! ¡Vaya, doctor! ¡Vaya a verlo, mientras está aún a tiempo!...»
Si la nuera no parecía desanimada, la vieja aún menos.
Y eso que había estado a punto de no contarlo, pero no estaba tan indignada como aparentaba. Camelo. Aquel asesinato fallido la había estimulado más bien, la había sacado de aquella como tumba sombría en que se había recluido desde hacía tantos años, en el fondo del jardín enmohecido. A su edad, una vitalidad tenaz volvía a embargarla. Gozaba de modo indecente con su victoria y también con el placer de disponer de un medio de fastidiar, para siempre, a la agarrada de su nuera. Ahora la tenía en sus manos. No quería que se ocultara ni un solo detalle de aquel atentado fallido y de cómo había sucedido.
«Y, además -proseguía, dirigiéndose a mí, en el mismo tono exaltado-, fue en casa de usted, verdad, donde lo conocí, al asesino, en su casa de usted, señor doctor... ¡Y eso que desconfiaba de él!... ¡Vaya si desconfiaba!... ¿Sabes lo que me propuso primero? ¡Liquidarte a ti, chica! ¡A ti, bicho! ¡Y barato también! ¡Te lo aseguro! ¡Es que propone lo mismo a todo el mundo! ¡Ya se sabe!... Conque ya ves, desgraciada, ¡si sé yo bien a lo que se dedicaba tu compinche! ¡Si estoy informada, eh! ¡Robinson se llama!... ¿A ver si no? ¡Anda, di que no se llama así! En cuanto lo vi rondando por aquí con vosotros, sospeché en seguida... ¡Y bien que hice! ¿Dónde estaría ahora, si no hubiera desconfiado?»
Y la vieja me contó una y otra vez cómo había sucedido todo. El conejo se había movido, mientras él ataba el petardo junto a la puerta de la jaula. Entretanto, ella, la vieja, lo observaba desde su refugio, «¡en primera fila!», como ella decía. Y el petardo con todas las postas le había explotado en plena cara, mientras preparaba su truco, en sus propios ojos. «No se está tranquilo, al hacer un asesinato. ¡Como es lógico!», concluyó.
En fin, que había sido el colmo de la torpeza y del fracaso.
«¡Así los han vuelto, a los hombres de ahora! ¡Exacto! ¡A eso los acostumbran! -insistía la vieja-. ¡Ahora tienen que matar para comer! Ya no les basta con robar su pan sólo... ¡Y matar a abuelas, además!... Eso nunca se había visto... ¡Nunca!... ¡Es el fin del mundo! ¡Ya sólo piensan en hacer daño! Pero, ¡ahora estáis todos hasta el cuello en ese maleficio!... ¡Y ése está ciego ahora! ¡Y vais a tener que cargar con él para siempre!... ¿Eh?... ¡Y no vais a acabar de aprender bribonadas!...»
La nuera no rechistaba, pero ya debía de haber preparado su plan para salir del paso. Era una canalla reconcentrada. Mientras nosotros nos entregábamos a las reflexiones, la vieja se puso a buscar a su hijo por las habitaciones.
«Y, además, es cierto, ¡tengo un hijo, doctor! ¿Dónde se habrá ido a meter? ¿Qué más estará tramando?»
Oscilaba por el pasillo, presa de unas carcajadas que no acababan nunca.
Que un viejo se ría, y tan fuerte, es algo que apenas ocurre salvo en los manicomios. Es como para preguntarse, al oírlo, adonde vamos a ir a parar. Pero estaba empeñada en encontrar a su hijo. Se había escapado a la calle. «¡Muy bien! ¡Que se esconda y que viva mucho aún! ¡Le está bien empleado verse obligado a vivir con ese otro que está ahí arriba! ¡A vivir los dos juntos, con ése, que no va a ver más! ¡A alimentarlo! ¡Es que le ha explotado en plena jeta, su petardo! ¡Lo he visto yo! ¡Lo he visto todo! Así, ¡bum! ¡Es que lo he visto todo! Y no era un conejo, ¡se lo aseguro! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿dónde está mi hijo, doctor? ¿Dónde está? ¿No lo ha visto usted? Es un canalla de mucho cuidado, también ése, que siempre ha sido un hipócrita peor aún que el otro, pero ahora todo el horror ha acabado saliendo de su cochina persona, ¡menudo! ¡Ah! Tarda mucho en salir, ¡qué leche!, de una persona tan horrible. Pero, cuando sale, ¡es que ya es putrefacción de verdad! ¡No hay que darle vueltas, doctor! ¡No se lo pierda!» Y seguía divirtiéndose. También quería asombrarme con su superioridad ante los acontecimientos y confundirnos a todos de una vez, humillarnos, en una palabra.
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