Con la mano libre, hurgaba entonces, solícito, en diferentes escondrijos y a derecha e izquierda en la tenebrosa tienda. Sacaba sin equivocarse nunca, con habilidad y presteza asombrosas, la cantidad exacta que necesitaba el parroquiano de tabaco en hojas hediondas, cerillas húmedas, latas de sardinas y grandes cucharadas de melaza, de cerveza superalcohólica en botellas trucadas, que dejaba caer bruscamente, si volvía a ser presa del frenesí de rascarse, por ejemplo, en las profundidades del pantalón. Entonces hundía el brazo entero, que no tardaba en salir por la bragueta, siempre entreabierta por precaución.
Aquella enfermedad que le roía la piel la designaba con un nombre local, «corocoro». «¡Esta cabronada de "corocoro"!... Cuando pienso que ese cerdo del director no ha pescado aún el "corocoro" -decía enfurecido-. ¡Me duele aún más el vientre!... ¡Está inmunizado contra el "corocoro"!... Está demasiado podrido. No es un hombre, ese chulo, ¡es una infección!... ¡Una puta mierda!...»
Al instante toda la asamblea estallaba en carcajadas y los negros clientes también, por emulación. Nos espantaba un poco, aquel compañero. Aun así, tenía un amigo; era un pobre tipo asmático y canoso que conducía un camión para la Compañía Porduriére. Siempre nos traía hielo, robado, evidentemente, por aquí, por allá, en los barcos del muelle.
Bebimos a su salud en la barra en medio de los clientes negros, que babeaban de envidia. Los clientes eran indígenas bastante despiertos como para acercarse a nosotros, los blancos; en una palabra, una selección. Los otros negros, menos avispados, preferían permanecer a distancia. El instinto. Pero los más espabilados, los más contaminados, se convertían en dependientes de tiendas. En éstas se los reconocía porque ponían de vuelta y media a los otros negros. El colega del «corocoro» compraba caucho en bruto, que le traían de la selva, en sacos, en bolas húmedas.
Estando allí, sin cansarnos nunca de escucharlo, una familia de recogedores de caucho, tímida, se quedó parada en el umbral. El padre delante de los demás, arrugado, con un pequeño taparrabos naranja y el largo machete en la mano.
No se atrevía a entrar, el salvaje. Sin embargo, uno de los dependientes indígenas lo invitaba: «¡Ven, moreno! ¡Ven a ver aquí! ¡Nosotros no comer salvajes!» Aquellas palabras acabaron decidiéndolos. Penetraron en aquel horno, en cuyo fondo echaba pestes nuestro hombre del «corocoro».
Al parecer, aquel negro nunca había visto una tienda, ni blancos tal vez. Una de sus mujeres lo seguía, con los ojos bajos, llevando a la cabeza, en equilibrio, el enorme cesto lleno de caucho en bruto.
Los dependientes se apoderaron, imperiosos, del cesto para pesar su contenido en la báscula. El salvaje comprendía tan poco lo de la báscula como lo demás. La mujer seguía sin atreverse a alzar la vista. Los otros negros de la familia los esperaban fuera, con ojos como platos. Los hicieron entrar también, a todos, incluidos los niños, para que no se perdiesen nada del espectáculo.
Era la primera vez que acudían todos así, juntos, desde el bosque hasta la ciudad de los blancos. Debían de haber pasado mucho tiempo, unos y otros, para recoger todo aquel caucho. Conque, por fuerza, el resultado a todos interesaba. Tarda en rezumar, el caucho, en los cubiletes colgados del tronco de los árboles. Muchas veces un vasito no acaba de llenarse en dos meses.
Pesado el cesto, nuestro rascador se llevó al padre, atónito, tras su mostrador y con un lápiz le hizo su cuenta y después le puso en la palma de la mano unas monedas y se la cerró. Y luego: «¡Vete! -le dijo, como si nada-. ¡Ahí tienes tu cuenta!...»
Todos los amigos blancos se tronchaban de risa, ante lo bien que había dirigido su business. El negro seguía plantado y corrido ante el mostrador con su calzón naranja en torno al sexo.
«¿Tú no saber dinero? ¿Salvaje, entonces? -le gritó para despertarlo uno de nuestros dependientes, listillo habituado y bien adiestrado seguramente para aquellas transacciones perentorias-. Tú no hablar "fransé", ¿eh? Tú gorila aún, ¿eh?... Tú, ¿hablar qué? ¿Eh? ¿Kous-Kous? ¿Mabillia? ¿Tú tonto el culo? ¡Bushman! ¡Tonto lo' cojone'!»
Pero seguía delante de nosotros, el salvaje, con las monedas dentro de la mano cerrada. Se habría largado corriendo, si se hubiera atrevido, pero no se atrevía.
«Tú, ¿comprar qué ahora con la pasta? -intervino oportuno, el "rascador"-. La verdad es que hacía mucho que no veía a uno tan gilipollas -tuvo a bien observar-. ¡Debe de venir de lejos éste! ¿Qué quieres? ¡Dame esa pasta!»
Le volvió a coger el dinero, imperioso, y en lugar de las monedas le arrebujó en la mano un gran pañuelo muy grande que había ido a sacar, raudo, de un escondrijo del mostrador.
El viejo negro no se decidía a marcharse con su pañuelo. Entonces el «rascador» hizo algo mejor. Evidentemente, conocía todos los trucos del comercio invasor. Agitando ante los ojos de uno de los negritos el gran pedazo verde de estameña: «¿No te parece bonito? ¿Eh, mocoso? ¿Nunca has visto pañuelos así? ¿Eh, monín? ¡Di, granujilla!» Y se lo anudó en torno al cuello, imperioso, para vestirlo.
La familia salvaje contemplaba ahora al pequeño adornado con aquella gran pieza de algodón verde... Ya no había nada que hacer, puesto que el pañuelo acababa de entrar en la familia. Sólo cabía aceptarlo, tomarlo y marcharse.
Conque todos se pusieron a retroceder despacio, cruzaron la puerta y, en el momento en que el padre se volvía, el último, para decir algo, el dependiente más espabilado, que llevaba zapatos, lo estimuló, al padre, con un patadón en pleno trasero.
Toda la pequeña tribu, reagrupada, silenciosa, al otro lado de la Avenue Faidherbe, bajo la magnolia, nos miró acabar nuestro aperitivo. Parecía que estuvieran intentando comprender lo que acababa de ocurrirles.
Era el hombre del «corocoro» quien nos invitaba. Incluso nos puso su fonógrafo. Había de todo en su tienda. Me recordaba los convoyes de la guerra.
Conque al servicio de la Compañía Porduriére del Pequeño Togo trabajaban, al mismo tiempo que yo, ya lo he dicho, en sus cobertizos y plantaciones, gran número de negros y pobres blancos de mi estilo. Los indígenas, por su parte, no funcionan sino a estacazos, conservan esa dignidad, mientras que los blancos, perfeccionados por la instrucción pública, andan solos.
La estaca acaba cansando a quien la maneja, mientras que la esperanza de llegar a ser poderoso y rico con que están atiborrados los blancos no cuesta nada, absolutamente nada. ¡Que no vengan a alabarnos el mérito de Egipto y de los tiranos tártaros! Estos aficionados antiguos no eran sino unos maletas petulantes en el supremo arte de hacer rendir al animal vertical su mayor esfuerzo en el currelo. No sabían, aquellos primitivos, llamar «Señor» al esclavo, ni hacerle votar de vez en cuando, ni pagarle el jornal, ni, sobre todo, llevarlo a la guerra, para liberarlo de sus pasiones. Un cristiano de veinte siglos, algo sabía yo al respecto, no puede contenerse cuando por delante de él acierta a pasar un regimiento. Le inspira demasiadas ideas.
Por eso, en lo que a mí respectaba, decidí andarme con mucho ojito y, además, aprender a callarme escrupulosamente, a ocultar mi deseo de largarme, a prosperar, por último, de ser posible y pese a todo, gracias a la Compañía Porduriére. No había ni un minuto que perder.
A lo largo de los cobertizos, al ras de las orillas cenagosas, pululaban, solapadas y permanentes, bandas de cocodrilos al acecho. Por ser del género metálico, gozaban con aquel calor hasta el delirio; los negros, también, al parecer.
En pleno mediodía, era como para preguntarse si era posible, toda la agitación de aquellas masas menesterosas a lo largo de los muelles, aquel alboroto de negros superexcitados y gaznápiros.
Para ejercitarme en la numeración de los sacos, antes de partir para la selva, tuve que entrenarme con la asfixia progresiva en el cobertizo central de la Compañía con los demás empleados, entre dos grandes básculas, encajonadas en medio de la multitud alcalina de negros harapientos, pustulosos y cantarines. Cada cual arrastraba tras sí su nubécula de polvo, que sacudía cadenciosamente. Los golpes sordos de los encargados del transporte se abatían sobre aquellas espaldas magníficas, sin provocar protestas ni quejas. Una pasividad de lelos. El dolor soportado con tanta sencillez como el tórrido aire de aquel horno polvoriento.
El director pasaba de vez en cuando, siempre agresivo, para asegurarse de que yo hacía progresos reales en la técnica de la numeración y del peso trucado.
Se abría paso hasta las básculas, por entre la marejada indígena, a estacazos. «Bardamu -me dijo, una mañana que estaba locuaz-, ve usted esos negros que nos rodean, ¿no?... Bueno, pues, cuando yo llegué al Pequeño Togo, pronto hará treinta años, ¡aún vivían sólo de la caza, la pesca y las matanzas entre tribus, los muy cochinos!... En mis comienzos de pequeño comerciante, los vi, como le digo, volver tras la victoria a su aldea, cargados con más de cien cestos de carne humana, chorreando sangre, ¡para darse una zampada!... ¿Me oye, Bardamu?... ¡Chorreando sangre! ¡La de sus enemigos! ¡Imagínese el banquete!... ¡Hoy ya no hay más victorias! ¡Estamos aquí nosotros! ¡Ni tribus! ¡Ni alboroto! ¡Ni faroladas! ¡Tan sólo mano de obra y cacahuetes! ¡A currelar! ¡Se acabó la caza! ¡Y los fusiles! ¡Cacahuetes y caucho!... ¡Para pagar el impuesto! ¡El impuesto para que nos traigan más caucho y cacahuetes! ¡Así es la vida, Bardamu! ¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes y caucho!... Y, además... ¡Hombre! Precisamente ahí viene el general Tombat.»
Venía, en efecto, a nuestro encuentro, el general, un viejo a punto de desplomarse bajo el enorme peso del sol.
Ya no era del todo militar, el general; sin embargo, tampoco civil aún. Era confidente de la Porduriére y servía de enlace entre la Administración y el Comercio. Enlace indispensable, aunque esos dos elementos estuvieran siempre en estado de competencia y hostilidad permanente. Pero el general Tombat maniobraba admirablemente. Acababa de salir, entre otros, de un reciente negocio sucio de venta de bienes enemigos, que en las alturas consideraban sin solución.
Al comienzo de la guerra, le habían rajado un poco la oreja, al general Tombat, lo justo para quedar disponible con honor, después de Charleroi. En seguida la había puesto al servicio de «la más grande Francia», su disponibilidad. Sin embargo, Verdún, que pertenecía a un pasado muy lejano, seguía preocupándole. Enseñaba, en la mano, radiotelegramas. «¡Van a resistir, nuestros soldaditos valientes! ¡Están resistiendo!...» Hacía tanto calor en el cobertizo y estábamos tan lejos de Francia, que dispensábamos al general Tombat de hacer otros pronósticos. De todos modos, repetimos en coro, por cortesía, y el director con nosotros: «¡Son admirables!», y, tras esas palabras, Tombat nos dejó.
Unos instantes después, el director se abrió otro camino violento entre los apretujados torsos y desapareció, a su vez, en el polvo de pimienta.
Aquel hombre, de ojos ardientes como carbones y consumido por la pasión de poseer la Compañía, me espantaba un poco. Me costaba acostumbrarme a su simple presencia. No habría imaginado que existiera en el mundo una osamenta humana capaz de aquella tensión máxima de codicia. Casi nunca nos hablaba en voz alta, sólo con medias palabras; daba la impresión de que no vivía, no pensaba sino para conspirar, espiar, traicionar con pasión. Contaban que robaba, falseaba, escamoteaba, él solo, más que todos los demás empleados juntos, nada holgazanes, por cierto, puedo asegurarlo. Pero no me cuesta creerlo.
Mientras duró mi período de prácticas en Fort-Gono, aún tenía ratos libres para pasearme por aquella ciudad, por llamarla de algún modo, donde, estaba visto, sólo encontraba un lugar de verdad deseable: el hospital.
Cuando llegas a alguna parte, te aparecen ambiciones. Yo tenía la vocación de enfermo y nada más. Cada cual es como es. Me paseaba en torno a aquellos pabellones hospitalarios y prometedores, dolientes, retirados, protegidos y no podía alejarme de ellos y de su antiséptico dominio sin pesar. Aquel recinto estaba rodeado de extensiones de césped, alegradas por pajarillos furtivos y lagartos inquietos y multicolores. Estilo «Paraíso terrenal».
En cuanto a los negros, en seguida te acostumbras a ellos, a su cachaza sonriente, a sus gestos demasiado lentos y a los pletóricos vientres de sus mujeres. La negritud hiede a miseria, a vanidades interminables, a resignaciones inmundas; igual que los pobres de nuestro hemisferio, en una palabra, pero con más hijos aún y menos ropa sucia y vino tinto.
Cuando había acabado de inhalar el hospital, de olfatearlo así, profundamente, iba, tras la multitud indígena, a inmovilizarme un momento ante aquella especie de pagoda erigida cerca del Fort por un figonero para la diversión de los juerguistas eróticos de la colonia.
Los blancos acaudalados de Fort-Gono paraban allí por la noche, se emperraban en el juego, al tiempo que pimplaban de lo lindo y bostezaban y eructaban a más y mejor. Por doscientos francos se podía uno cepillar a la bella patrona. Se las veían y se las deseaban, aquellos juerguistas, para conseguir rascarse, pues no cesaban de escapárseles los tirantes.
Por la noche, salía un gentío de las chozas de la ciudad indígena y se congregaba ante la pagoda, sin hartarse nunca de ver y oír a los blancos moviendo el esqueleto en torno al organillo, de cuerdas enmohecidas, que emitía valses desafinados. La patrona hacía ademanes, al escuchar la música, como si deseara bailar, transportada de placer.
Tras varios días de tanteos, acabé teniendo charlas furtivas con ella. Sus reglas, me confió, no le duraban menos de tres semanas. Efecto de los trópicos. Además, sus consumidores la dejaban exhausta. No es que hiciesen el amor con frecuencia, pero, como los aperitivos eran bastante caros en la pagoda, intentaban sacarle el jugo a su dinero al mismo tiempo, y le daban unos pellizcos que para qué en el culo, antes de irse. A eso se debía sobre todo su fatiga.
Aquella comerciante conocía todas las historias de la colonia y los amores que se trababan, desesperados, entre los oficiales, atormentados por las fiebres, y las escasas esposas de funcionarios, que se derretían, también ellas, con reglas interminables, desconsoladas y hundidas, junto a los miradores, en butacas permanentemente inclinadas.
Los paseos, las oficinas, las tiendas de Fort-Gono rezumaban deseos mutilados. Hacer todo lo que se hace en Europa parecía ser la obsesión máxima, la satisfacción, la mueca a toda costa de aquellos dementes, pese a la abominable temperatura y al apoltronamiento en aumento, invencible.
La tupida vegetación de los jardines se mantenía a duras penas, agresiva, feroz, entre las empalizadas, follaje rebosante que formaba lechugas delirantes en torno a cada casa, enorme clara de huevo sólida y avellanada en la que acababa de pudrirse una yemita europea. Así, había tantas ensaladeras completas como funcionarios a lo largo de la Avenue Fachoda, la más animada, la más frecuentada de Fort-Gono.
Cada noche volvía a mi morada, inacabable seguramente, donde el perverso boy me había hecho la cama, un esqueletito enteramente. Me tendía trampas, el boy, era lascivo como un gato, quería entrar en mi familia. Sin embargo, me asediaban otras preocupaciones muy distintas y mucho más vivas y sobre todo el proyecto de refugiarme por un tiempo más en el hospital, único armisticio a mi alcance en aquel carnaval tórrido.
Ni en la paz ni en la guerra sentía yo la menor inclinación hacia las futilidades. E incluso otras ofertas que me llegaron de otra procedencia, por mediación de un cocinero del patrón, de nuevo y muy sinceramente obscenas, me parecieron incoloras.
Por última vez hice la ronda de mis compañeros de la Porduriére para intentar informarme acerca de aquel empleado infiel, aquel al que yo debía, según las órdenes, ir a substituir, a toda costa, en su selva. Cháchara vana.
El Café Faidherbe, al final de la Avenue Fachoda, que zumbaba a la hora del crepúsculo con mil maledicencias, chismes y calumnias, tampoco me aportaba nada substancial. Sólo impresiones. En aquella penumbra salpicada de farolillos multicolores se vertían bidones de basura llenos de impresiones. Sacudiendo el encaje de las palmeras gigantes, el viento abatía nubes de mosquitos en las tazas. El gobernador, en la charla ambiente, quedaba para el arrastre. Su imperdonable grosería constituía el fondo de la gran conversación aperitiva en que el hígado colonial, tan nauseabundo, se descarga antes de la cena.
Todos los automóviles de Fort-Gono, una decena en total, pasaban y volvían a pasar en aquel momento por delante de la terraza. Nunca parecían ir demasiado lejos, los automóviles. La Place Faidherbe tenía un ambiente muy característico, con su recargada decoración, su superabundancia vegetal y verbal de ciudad provinciana y enloquecida del Mediodía de Francia. Los diez autos no abandonaban la Place Faidherbe sino para volver a ella cinco minutos después, realizando una vez más el mismo periplo con su cargamento de anemias europeas desteñidas, envueltas en tela gris, seres frágiles y quebradizos como sorbetes amenazados.
Pasaban así, durante semanas y años, unos delante de los otros, los colonos, hasta el momento en que ya ni se miraban, de tan hartos que estaban de detestarse. Algunos oficiales llevaban de paseo a su familia, atenta a los saludos militares y civiles, la esposa embutida en sus paños higiénicos especiales; por su parte, los niños, lastimosos ejemplares de gruesos gusanos blancos europeos, se disolvían, por el calor, en diarrea permanente.
No basta con llevar quepis para mandar, también hay que tener tropas. Bajo el clima de Fort-Gono, los mandos europeos se derretían más deprisa que la mantequilla. Allí un batallón era algo así como un terrón de azúcar en el café: cuanto más mirabas, menos lo veías. La mayoría del contingente estaba siempre en el hospital, durmiendo la mona del paludismo, atiborrado de parásitos por todos los pelos y todos los pliegues, escuadrones enteros tendidos entre pitillos y moscas, masturbándose sobre las sábanas enmohecidas, inventando trolas infinitas, de fiebre en accesos, escrupulosamente provocados y mimados.
Las pasaban putas, aquellos pobres tunelas, pléyade vergonzosa, en la dulce penumbra de los postigos verdes, chusqueros pronto desencantados, mezclados -el hospital era mixto- con los modestos dependientes de comercio, que huían, unos y otros, acosados, de la selva y los patronos.
En el embotamiento de las largas siestas palúdicas, hace tanto calor que hasta las moscas reposan. En el extremo de los brazos exangües y peludos cuelgan las novelas mugrientas a ambos lados de las camas, siempre descabaladas las novelas: la mitad de las hojas faltan por culpa de los disentéricos, que nunca tienen suficiente papel, y también de las hermanas de mal humor, que censuran a su modo las obras en que Dios no aparece respetado. Las ladillas de la tropa las atormentan también, como a todo el mundo, a las hermanas. Para rascarse mejor, van a alzarse las faldas al abrigo de los biombos, tras los cuales el muerto de esa mañana no llega a enfriarse, de tanto calor como tiene aún, él también.
Por lúgubre que fuese el hospital, aun así era el único lugar de la colonia donde podías sentirte un poco olvidado, al abrigo de los hombres de fuera, de los jefes. Vacaciones de esclavo; lo esencial, en una palabra, y la única dicha a mi alcance.
Me informaba sobre las condiciones de entrada, las costumbres de los médicos, sus manías. Ya sólo veía con desesperación y rebeldía mi marcha para la selva y me prometía ya contraer cuanto antes todas las fiebres que pasaran a mi alcance, para volver a Fort-Gono enfermo y tan descarnado, tan repugnante, que habrían de internarme y también repatriarme. Trucos para estar enfermo ya conocía, y excelentes, y aprendí otros nuevos, especiales, para las colonias.
Me aprestaba a vencer mil dificultades, pues ni los directores de la Compañía Porduriére ni los jefes de batallón se preocupan demasiado de acosar a sus flacas presas, transidas de tanto jugar a las cartas entre las camas meadas.
Me encontrarían dispuesto a pudrirme con lo que hiciera falta. Además, en general pasabas temporadas cortas en el hospital, a menos que acabaras en él de una vez por todas tu carrera colonial. Los más sutiles, los más tunelas, los mejor armados de carácter de entre los febriles conseguían a veces colarse en un transporte para la metrópoli. Era el milagro bendito. La mayoría de los enfermos hospitalizados se confesaban incapaces de nuevas astucias, vencidos por los reglamentos, y volvían a perder en la selva sus últimos kilos. Si la quinina los entregaba por completo a los gusanos estando en régimen hospitalario, el capellán les cerraba los ojos simplemente hacia las seis de la tarde y cuatro senegaleses de servicio embalaban esos restos exangües hacia el cercado de arcillas rojas, junto a la iglesia de Fort-Gono, tan caliente, ésa, bajo las chapas onduladas, que nunca entrabas en ella dos veces seguidas, más tropical que los trópicos. Para mantenerse en pie, en la iglesia, habría habido que jadear como un perro.
Así se van los hombres, a quienes, está visto, cuesta mucho hacer todo lo que les exigen: de mariposa durante la juventud y de gusano para acabar.
Intentaba aún conseguir, por aquí, por allá, algunos detalles, informaciones para hacerme una idea. Lo que me había descrito de Bikomimbo el director me parecía, de todos modos, increíble. En una palabra, se trataba de una factoría experimental, de un intento de penetración lejos de la costa, a diez jornadas por lo menos, aislada en medio de los indígenas, de su selva, que me presentaban como una inmensa reserva pululante de animales y enfermedades.
Me preguntaba si no estarían simplemente envidiosos de mi suerte, los otros, aquellos compañeros de la Porduriére, que pasaban por alternancias de abatimiento y agresividad. Su estupidez (lo único que tenían) dependía de la calidad del alcohol que acabaran de ingerir, de las cartas que recibiesen, de la mayor o menor cantidad de esperanza que hubieran perdido en la jornada. Por regla general, cuanto más se deterioraban, más galleaban. Eran fantasmas (como Ortolan en guerra) y habrían sido capaces de cualquier audacia.
El aperitivo nos duraba tres buenas horas. Siempre se hablaba del gobernador, pivote de todas las conversaciones, y también de los robos de objetos posibles e imposibles y, por último, de la sexualidad: los tres colores de la bandera colonial. Los funcionarios presentes acusaban sin rodeos a los militares de repantigarse en la concusión y el abuso de autoridad, pero los militares les devolvían la pelota con creces. Los comerciantes, por su parte, consideraban a aquellos prebendados hipócritas impostores y saqueadores. En cuanto al gobernador, desde hacía diez buenos años circulaba cada mañana el rumor de su revocación y, sin embargo, el telegrama tan interesante de esa caída en desgracia nunca llegaba y ello a pesar de las dos cartas anónimas, por lo menos, que volaban cada semana, desde siempre, dirigidas al ministro, y que referían mil sartas de horrores muy precisos imputables al tirano local.
Los negros tienen potra con su piel parecida a la de la cebolla; por su parte, el blanco se envenena, entabicado como está entre su ácido jugo y su camiseta de punto. Por eso, ¡ay de quien se le acerque! Lo del Amiral-Bragueton me había servido de lección.
En el plazo de pocos días, me enteré de detalles de lo más escandalosos a propósito de mi propio director. Sobre su pasado, lleno de más canalladas que una prisión de puerto de guerra. Se descubría de todo en su pasado e incluso, supongo, magníficos errores judiciales. Es cierto que su rostro lo traicionaba, innegable, angustiosa cara de asesino o, mejor dicho, para no señalar a nadie, de hombre imprudente, con una urgencia enorme de realizarse, lo que equivale a lo mismo.
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