Viaje al fin de



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A la hora de la siesta, se veía, al pasar, desplomadas a la sombra de sus hotelitos del Boulevard Faidherbe, a algu­nas blancas aquí y allá, esposas de oficiales, de colonos, a las que el clima demacraba mucho más aún que a los hombres, vocecillas graciosamente vacilantes, sonrisas enormemente indulgentes, maquilladas sobre toda su pa­lidez como agónicas contentas. Daban menos muestras de valor y dignidad, aquellas burguesas trasplantadas, que la patrona de la pagoda, que sólo podía contar consigo mis­ma. Por su parte, la Compañía Porduriére consumía a muchos empleadillos blancos de mi estilo; cada tempora­da perdía decenas de esos subhombres, en sus factorías de la selva, cerca de los pantanos. Eran pioneros.

Todas las mañanas, el Ejército y el Comercio acudían a lloriquear por sus contingentes hasta las propias oficinas del hospital. No pasaba día sin que un capitán amenaza­ra, lanzando rayos y truenos, al gerente para que le de­volvieran a toda prisa sus tres sargentos jugadores de car­tas y palúdicos y los dos cabos sifilíticos, mandos que le faltaban precisamente para organizar una compañía. Si le respondían que habían muerto, esos holgazanes, en­tonces dejaba en paz a los administradores y se volvía, por su parte, a beber un poco más a la pagoda.

Apenas te daba tiempo de verlos desaparecer, hom­bres, días y cosas, en aquel verdor, aquel clima, calor y mosquitos. Todo se iba, era algo repugnante, en trozos, frases, miembros, penas, glóbulos, se perdían al sol, se derretían en el torrente de la luz y los colores y con ellos el gusto y el tiempo, todo se iba. En el aire no había sino angustia centelleante.

Por fin, el pequeño carguero que debía llevarme, costeando, hasta las cercanías de mi puesto, fondeó a la vista de Fort-Gono. El Papaoutah, se llamaba. Un barquito de casco muy plano, construido así para los estuarios. Lo alimentaban con leña. Yo era el único blanco a bordo y me concedieron un rincón entre la cocina y los retretes, íbamos tan despacio por el mar, que al principio pensé que se trataba de una precaución para salir de la ensena­da. Pero nunca aumentó la velocidad. Aquel Papaoutah tenía poquísima potencia. Avanzamos así, a la vista de la costa, faja gris infinita y tupida de arbolitos en medio de los danzarines vahos del calor. ¡Qué paseo! Papaoutah hendía el agua como si la hubiera sudado toda él mismo, con dolor. Deshacía una olita tras otra con precauciones de enfermera haciendo una cura. El piloto debía de ser, me parecía desde lejos, un mulato; digo «me parecía» porque nunca encontraba las fuerzas necesarias para su­bir arriba, a cubierta, a cerciorarme en persona. Me que­daba confinado con los negros, únicos pasajeros, a la sombra de la crujía, mientras el sol bañaba el puente, has­ta las cinco. Para que no te queme la cabeza por los ojos, el sol, hay que pestañear como una rata. A partir de las cinco puedes echar un vistazo al horizonte, la buena vida. Aquella franja gris, el país tupido a ras del agua, allí, es­pecie de sobaquera aplastada, no me decía nada. Era re­pugnante respirar aquel aire, aun de noche, tan tibio, ma­rino enmohecido. Toda aquella insipidez deprimía, con el olor de la máquina, además, y, de día, las olas demasiado ocres por aquí y demasiado azules por el otro lado. Se es­taba peor aún que en el Amiral-Bragueton, exceptuando a los asesinos militares, por supuesto.

Por fin, nos acercamos al puerto de mi destino. Me re­cordaron su nombre: «Topo». A fuerza de toser, expectorar, temblar, durante tres veces el trascurso de cuatro comidas a base de conservas, sobre aquellas aguas aceitosas como de haber lavado los platos, el Papaoutah acabó atracando.

En la pilosa orilla se destacaban tres enormes chozas techadas con paja. De lejos, cobraba, al primer vistazo, un aspecto bastante atrayente. La desembocadura de un gran río arenoso, el mío, según me explicaron, por donde debía yo remontar, en barca, para llegar al centro mismo de mi selva. En Topo, puesto al borde del mar, debía que­darme sólo unos días, según lo previsto, el tiempo nece­sario para adoptar mis últimas resoluciones coloniales.

Pusimos rumbo a un embarcadero liviano y el Papaoutah, antes de llegar a él, se llevó por delante, con su grueso vientre, la barra. De bambú era el embarcadero, lo recuer­do bien. Tenía su historia, lo rehacían cada mes, me enteré, a causa de los moluscos, ágiles y vivos, que acudían a milla­res a jalárselo, a medida que lo arreglaban. Esa construcción infinita era incluso una de las ocupaciones desesperantes que había de sufrir el teniente Grappa, comandante del puesto de Topo y de las regiones vecinas. El Papaoutah sólo hacía la travesía una vez al mes, pero los moluscos no tardaban más de un mes en jalarse su desembarcadero.

A la llegada, el teniente Grappa cogió mis papeles, ve­rificó su autenticidad, los copió en un registro virgen y me ofreció el aperitivo. Yo era el primer viajero, me con­fió, que acudía a Topo por espacio de más de dos años. Nadie iba a Topo. No había ninguna razón para ir a Topo. A las órdenes del teniente Grappa servía el sargen­to Alcide. En su aislamiento, no se estimaban nada. «Ten­go que desconfiar siempre de mi subalterno -me comuni­có también el teniente Grappa ya en nuestro primer contacto-. ¡Tiene cierta tendencia a la familiaridad!»

Como, en aquella desolación, si hubiera habido que imaginar acontecimientos, habrían resultado demasiado inverosímiles, pues el ambiente no se prestaba, el sargen­to Alcide preparaba por adelantado informes de «Sin no­vedad», que Grappa firmaba sin tardar y que el Papaou­tah llevaba, puntual, al gobernador general.

Entre las lagunas de los alrededores y en lo más recón­dito de la selva vegetaban algunas tribus enmohecidas, diezmadas, torturadas por el tripanosoma y la miseria crónica; aun así, aportaban un pequeño impuesto y a es­tacazos, por supuesto. Entre sus jóvenes reclutaban tam­bién a algunos milicianos para manejar por delegación esa misma estaca. Los efectivos de la milicia ascendían a doce hombres.

Puedo hablar de ellos, los conocí bien. El teniente Grappa los equipaba a su modo, a aquellos potrudos, y los alimentaba regularmente con arroz. Un fusil para doce y una banderita para todos. Sin zapatos. Pero, como todo es relativo en este mundo y comparativo, a los re­clutas indígenas les parecía que Grappa hacía las cosas muy bien. Incluso tenía que rechazar voluntarios todos los días y entusiastas, hijos de la selva hastiados.

La caza era escasa en los alrededores de la ciudad y, a falta de gacelas, se comían al menos una abuela por sema­na. Todas las mañanas, a partir de las siete, los milicianos de Alcide se ponían a hacer la instrucción. Como yo me alojaba en un rincón de su choza, que me había cedido, me encontraba en primera fila para asistir a aquella alga­rada. En ningún otro ejército del mundo figuraron nunca soldados con mejor voluntad. A la llamada de Alcide, y recorriendo la arena en fila de cuatro, de ocho y luego de doce, aquellos primitivos se desvivían con creces imagi­nando sacos, zapatos, bayonetas incluso, y, lo que es más, haciendo como que los utilizaban. Recién salidos de la naturaleza tan vigorosa y tan próxima, iban vestidos sólo con una apariencia de calzoncillo caqui. Todo lo demás debían imaginarlo y así lo hacían. A la orden de Alcide, perentoria, aquellos ingeniosos guerreros, dejando en el suelo sus ficticios sacos, corrían en el vacío al ataque de enemigos imaginarios con estocadas imaginarias. Tras ha­ber hecho como que se desabrochaban, formaban montones de ropa invisible y, ante otra señal, se apasionaban en abstracciones de mosquetería. Verlos diseminarse, ges­ticular minuciosamente y perderse en encajes de movi­mientos bruscos y prodigiosamente inútiles era depri­mente hasta el marasmo. Sobre todo porque en Topo el calor brutal y la asfixia, perfectamente concentrados por la arena entre los espejos del mar y del río, pulidos y conjugados, eran como para jurar por tu trasero que te encontrabas sentado por la fuerza sobre un pedazo de sol recién caído.

Pero aquellas condiciones implacables no impedían a Alcide gritar: al contrario. Sus alaridos tronaban por en­cima de aquel ejercicio fantástico y llegaban muy lejos, hasta la cresta de los augustos cedros del lindero tropical. Más lejos aún retumbaban incluso sus «¡firmes!».

Mientras tanto, el teniente Grappa preparaba su justi­cia. Ya volveremos a hablar de eso. También vigilaba sin cesar desde lejos, desde la sombra de su choza, la fugaz construcción del embarcadero maldito. A cada llegada del Papaoutah iba a esperar, optimista y escéptico, equi­pos completos para sus efectivos. En vano los reclamaba desde hacía dos años, sus equipos completos. Como era corso, Grappa se sentía tal vez más humillado que nadie al observar que sus milicianos seguían desnudos.

En nuestra choza, la de Alcide, se practicaba un pe­queño comercio, apenas clandestino, de cosillas y restos diversos. Por lo demás, todo el tráfico de Topo pasaba por Alcide, ya que tenía una pequeña provisión, la única, de tabaco en hoja y en paquetes, algunos litros de alcohol y algunos metros de algodón.

Los doce milicianos de Topo, sentían, era evidente, ha­cia Alcide auténtica simpatía y ello pese a que los abron­caba sin límites y les daba patadas en el trasero injusta­mente. Pero habían advertido en él, aquellos militares nudistas, elementos innegables del gran parentesco, el de la miseria incurable, innata. El tabaco los hacía sentirse unidos, por muy negros que fueran, por la fuerza de las cosas. Yo había llevado conmigo algunos periódicos de Europa. Alcide los hojeó con el deseo de interesarse por las noticias, pero, pese a intentar por tres veces centrar su atención en las columnas inconexas, no consiguió acabar­las. «Ahora -me confesó tras ese vano intento-, en el fondo, ¡me importan un bledo las noticias! ¡Hace tres años que estoy aquí!» Eso no quería decir que Alcide pretendiera sorprenderme dándoselas de ermitaño, no, sino que la brutalidad, la indiferencia demostrada del mundo entero hacia él lo obligaba, a su vez, a considerar, en su calidad de sargento reenganchado, el mundo ente­ro, fuera de Topo, como una Luna.

Por cierto, que era buen muchacho, Alcide, servicial y generoso y todo. Lo comprendí más adelante, demasiado tarde. Su formidable resignación lo aplastaba, esa cuali­dad básica que vuelve a la pobre gente, del ejército o de fuera de él, tan dispuesta a matar como a dar vida. Nun­ca, o casi, preguntan el porqué, los humildes, de lo que soportan. Se odian unos a otros, eso basta.

En torno a nuestra choza crecían, diseminadas, en ple­na laguna de arena tórrida, despiadada, esas curiosas florecillas frescas y breves, color verde, rosa o púrpura, que en Europa sólo se ven pintadas y en ciertas porcelanas, especie de campanillas primitivas y sin cursilería. Sopor­taban la larga jornada abominable, cerradas en su tallo, y, al abrirse por la noche, se ponían a temblar, graciosas, con las primeras brisas tibias.

Un día en que Alcide me vio ocupado en coger un ra­millete, me avisó: «Cógelas, si quieres, pero no las rie­gues, a esas jodias, que se mueren... Son de lo más frágil, ¡no se parecen a los girasoles de cuyo cuidado encargába­mos a los quintos en Rambouillet! ¡Se les podía mear en­cima!... ¡Se lo bebían todo!... Además, las flores son como los hombres... ¡Cuanto más grandes, más inútiles son!» Eso iba dirigido al teniente Grappa, evidentemen­te, cuyo cuerpo era grande y calamitoso, de manos bre­ves, purpúreas, terribles. Manos de quien nunca entende­ría nada. Por lo demás, Grappa no intentaba entender.

Pasé dos semanas en Topo, durante las cuales compartí no sólo la existencia y el papeo con Alcide, sus chinches (las de cama y las de arena), sino también su quinina y el agua del pozo cercano, inexorablemente tibia y diarreica.

Un día el teniente Grappa, sintiéndose amable, me in­vitó, por excepción, a ir a tomar café a su casa. Era celo­so, Grappa, y nunca enseñaba su concubina indígena a nadie. Así, pues, había elegido, para invitarme, un día en que su negra iba a visitar a sus padres a la aldea. También era el día de audiencia en su tribunal. Quería impresio­narme.

En torno a su cabaña, esperando desde la mañana tem­prano, se apiñaban los querellantes, masa heterogénea y abigarrada de taparrabos y testigos chillones. Pleiteantes y público de pie, mezclados en el mismo círculo, todos con fuerte olor a ajo, sándalo, mantequilla rancia, sudor azafranado. Como los milicianos de Alcide, todos aque­llos seres parecían interesados ante todo en agitarse fre­néticos en la ficción; alborotaban a su alrededor en un idioma de castañuelas, al tiempo que blandían por enci­ma de sus cabezas manos crispadas en un vendaval de ar­gumentos.

El teniente Grappa, hundido en su sillón de mimbre, crujiente y quejumbroso, sonreía ante todas aquellas in­coherencias reunidas. Se fiaba, para guiarse, del intérprete del puesto, que le respondía, a voz en grito, con deman­das increíbles.

Se trataba tal vez de un cordero tuerto que unos padres se negaban a restituir, pese a que su hija, vendida legalmente, no había sido entregada al marido, por culpa de un crimen que su hermano había encontrado medio de cometer, entretanto, en la persona de la hermana de éste, que guar­daba el cordero. Y muchas otras y más complicadas quejas.

A nuestra altura, cien rostros apasionados por aquellos problemas de intereses y costumbres enseñaban los dien­tes al emitir jijeitos secos o gluglús sonoros, palabras de negros.

El calor era máximo. Atisbabas el cielo por el ángulo del techo para ver si no se avecinaría una catástrofe. Ni siquiera una tormenta.

«¡Voy a ponerlos de acuerdo a todos en seguida! -de­cidió finalmente Grappa, a quien la temperatura y la palabrería inducían a las resoluciones-. ¿Dónde está el padre de la novia?... ¡Que me lo traigan!»

«¡Aquí está!», respondieron veinte compinches, al tiempo que empujaban a primera fila a un viejo negro bastante marchito, envuelto en un taparrabos amarillo que lo cubría con mucha dignidad, a la romana. Acompa­saba, el viejales, todo lo que contaban a su alrededor, con el puño cerrado. No parecía en absoluto haber acudido allí para quejarse, sino para distraerse un poco con oca­sión de un proceso del que ya no esperaba, desde hacía mucho, resultados positivos.

«¡Venga! -mandó Grappa-. ¡Veinte latigazos! ¡Acabe­mos de una vez! ¡Veinte latigazos a ese viejo macarra!... ¡Así aprenderá a venir a fastidiarme todos los jueves des­de hace dos meses con su historia de corderos de chicha y nabo!»

El viejo vio a los cuatro milicianos musculosos acer­cársele. Al principio, no entendía lo que querían de él y después puso ojos como platos, inyectados en sangre como los de un viejo animal horrorizado, al que nunca hubieran pegado. No intentaba resistirse en realidad, pero tampoco sabía cómo colocarse para recibir con el menor dolor posible aquella zurra de la justicia.

Los milicianos le tiraban de la tela. Dos de ellos que­rían a toda costa que se arrodillara, los otros le ordena­ban, al contrario, que se tumbara boca abajo. Por fin, se pusieron de acuerdo para dejarlo como estaba, simple­mente, en el suelo, con el taparrabos alzado y recibió de entrada en espalda y marchitas nalgas una somanta de vergajazos como para hacer bramar a una burra robus­ta durante ocho días. Se retorcía y la fina arena mezclada con sangre salpicaba en torno a su vientre; escupía are­na al gritar, parecía una perra pachona encinta, enorme, a la que torturaran con ganas.

Los asistentes permanecieron en silencio mientras duró la escena. Sólo se oían los ruidos del castigo. Ejecu­tado éste, el viejo, bien vapuleado, intentaba levantarse y rodearse con el taparrabos, a la romana. Sangraba en abundancia por la boca, por la nariz y sobre todo a lo largo de la espalda. La multitud se lo llevó con un mur­mullo de mil chismes y comentarios en tono de entierro.

El teniente Grappa volvió a encender su puro. Delante de mí, quería mantenerse distante de aquellas cosas. No es, creo, que fuera más neroniano que otro, sólo que no le gustaba tampoco que lo obligaran a pensar. Eso le fasti­diaba. Lo que lo volvía irritable en sus funciones judicia­les eran las preguntas que le hacían.

Ese mismo día asistimos también a otras dos correc­ciones memorables, consecutivas a otras historias des­concertantes, de dotes arrebatadas, promesas de envene­namiento... compromisos equívocos... hijos dudosos...

«¡Ah! Si supieran, todos, lo poco que me importan sus litigios, ¡no abandonarían su selva para venir a fastidiar­me así con sus gilipolleces!... ¿Acaso los tengo yo al co­rriente de mis asuntos? -concluía Grappa-. Sin embargo -prosiguió-, ¡voy a acabar creyendo que le han cogido gusto a mi justicia, esos marranos!... Hace dos años que intento asquearlos y, sin embargo, cada jueves vuelven...

Créame, si quiere, joven, ¡casi siempre vuelven los mis­mos!... ¡Unos viciosos, vamos!...»

Después la conversación versó sobre Toulouse, donde pasaba sin falta sus vacaciones y donde pensaba retirarse Grappa, al cabo de seis años, con su pensión. ¡Así lo te­nía previsto! Estábamos tomando, tan a gusto, el «calva­dos», cuando nos vimos de nuevo molestados por un ne­gro condenado a no sé qué pena y que llegaba con retraso para purgarla. Acudía espontáneamente, dos ho­ras después que los otros, a ofrecerse para recibir la so­manta. Como había realizado un recorrido de dos días y dos noches desde su aldea y por el bosque con ese fin, no estaba dispuesto a regresar con las manos vacías. Pero lle­gaba tarde y Grappa era intransigente en relación con la puntualidad penal. «¡Peor para él! ¡Que no se hubiera marchado la última vez!... ¡El jueves pasado fue cuando lo condené a cincuenta vergajazos, a ese cochino!»

El cliente protestaba, de todos modos, porque tenía una buena excusa: había tenido que volver a su aldea a toda prisa para enterrar a su madre. Tenía tres o cuatro madres para él solo. Discusiones...

«¡Habrá que dejarlo para la próxima audiencia!»

Pero apenas tenía tiempo, aquel cliente, para ir a su al­dea y volver, de entonces hasta el jueves próximo. Protes­taba. Se emperraba. Hubo que echarlo, a aquel masoquista, del campo a patadas en el culo. Eso le dio placer, de todos modos, pero no suficiente... En fin, acabó donde Alcide, quien aprovechó para venderle todo un surtido de tabaco en hoja, al masoquista, en paquete y en polvo para aspirar.

Muy divertido con aquellos múltiples incidentes, me despedí de Grappa, quien precisamente se retiraba, para la siesta, a su choza, donde ya se encontraba descansando su ama indígena, de vuelta de la aldea. Un par de chu­cháis espléndidos, aquella negra, bien educada por las hermanas de Gabón. No sólo sabía la joven hablar fran­cés ceceando, sino también presentar la quinina en la mermelada y sacar las niguas de la planta de los pies. Sa­bía ser agradable de cien modos al colonial, sin fatigarlo o fatigándolo, según su preferencia.

Alcide estaba esperándome, un poco molesto. Aquella invitación con que acababa de honrarme el teniente Grappa fue lo que le decidió seguramente a hacerme con­fidencias. Y eran subidas de tono, sus confidencias. Me hizo, sin que se lo pidiera, un retrato exprés de Grappa con caca humeante. Le respondí a todo que era de la mis­ma opinión. El punto débil de Alcide era que traficaba, pese a los reglamentos militares, absolutamente contra­rios, con los negros de la selva circundante y también con los doce tiradores de su milicia. Abastecía de tabaco a toda aquella gente, sin piedad. Cuando los milicianos ha­bían recibido su parte de tabaco, no les quedaba nada de la paga; se la habían fumado. Se la fumaban por adelanta­do incluso. Esa modesta práctica, en vista de la escasez de numerario en la región, perjudicaba, según Grappa, a la recaudación de impuestos.

El teniente Grappa, prudente, no quería provocar bajo su gobierno un escándalo en Topo, pero en fin, celoso tal vez, ponía mala cara. Le habría gustado que todas las mi­núsculas disponibilidades indígenas estuvieran destina­das, como es lógico, a los impuestos. Cada cual con su estilo y sus modestas ambiciones.

Al principio, la práctica del crédito en función del sala­rio les había parecido un poco extraña e incluso dura, a los tiradores, que trabajaban únicamente para fumar el tabaco de Alcide, pero se habían acostumbrado a fuerza de patadas en el culo. Ahora ya ni siquiera intentaban ir a cobrar su paga, se la fumaban por adelantado, tranquila­mente, junto a la choza de Alcide, entre las vivaces florecillas, entre dos ejercicios de imaginación.

En resumen, en Topo, por minúsculo que fuera el lu­gar, había, pese a todo, sitio para dos sistemas de civiliza­ción, la del teniente Grappa, más bien a la romana, que azotaba al sumiso para extraerle simplemente el tributo, del que, según la afirmación de Alcide, retenía una parte vergonzosa y personal, y el sistema de Alcide propia­mente dicho, más complicado, en el que se vislumbraban ya los signos de la segunda etapa civilizadora, el naci­miento en cada tirador de un cliente, combinación comercial o militar, en una palabra, mucho más moderna, más hipócrita, la nuestra.

En lo relativo a la geografía, el teniente Grappa calcu­laba apenas, con ayuda de algunos mapas muy aproximativos que tenía en el puesto, los vastos territorios confia­dos a su custodia. Tampoco tenía demasiado deseo de saber más sobre aquellos territorios. Los árboles, la selva ya se sabe, al fin y al cabo, lo que son, se los ve muy bien desde lejos.

Ocultas entre el follaje y los recovecos de aquella in­mensa tisana, algunas tribus extraordinariamente disemi­nadas se pudrían aquí y allá entre sus pulgas y sus moscas, embrutecidas por los tótems y atiborrándose de mandioca podrida... Pueblos de una ingenuidad perfecta y un cani­balismo candido, azotados por la miseria, devastados por mil pestes. Nada por lo que valiera la pena acercarse a ellos. Nada justificaba una expedición administrativa dolorosa y sin eco. Cuando había acabado de imponer la ley, Grappa prefería volverse hacia el mar y contemplar aquel horizonte por el que cierto día había aparecido él y por el que cierto día desaparecería, si todo iba bien. Pese a que aquel lugar había llegado a serme familiar y, al final, agradable, tuve, sin embargo, que pensar en abandonar por fin Topo para dirigirme a la tienda que me estaba prometida al cabo de unos días de navegación flu­vial y de peregrinaciones selváticas.

Alcide y yo habíamos llegado a entendernos muy bien. Intentábamos juntos pescar peces-sierra, especie de tibu­rones que pululaban delante de la choza. Él era tan poco hábil para ese juego como yo. No pescábamos nada.

Su choza estaba amueblada sólo con su cama desmon­table, la mía y algunas cajas vacías o llenas. Me parecía que debía de ahorrar bastante dinero gracias a su modes­to comercio.

«¿Dónde lo metes?... -le pregunté en varias ocasio­nes-. ¿Dónde lo escondes, tu asqueroso parné? -Era para hacerle rabiar-. Menuda vidorra te vas a dar, cuando re­greses.» Yo lo pinchaba. Y veinte veces por lo menos, mientras nos poníamos a comer el inevitable «tomate en conserva», imaginaba, para su regocijo, las peripecias de un periplo fenomenal, a su regreso a Burdeos, de burdel en burdel. No me respondía nada. Se limitaba a reírse, como si le divirtiera que le dijese esas cosas.

Aparte de la instrucción y las sesiones de justicia, no ocurría nada, la verdad, en Topo, conque, por fuerza, yo repetía lo más a menudo posible mi chiste de siempre, a falta de otros temas.

Hacia el final, una vez me dieron ganas de escribir al Sr. Puta, para darle un sablazo. Alcide se encargaría de echar al correo mi carta en el próximo Papaoutah. El material de es­critura de Alcide estaba guardado en una cajita de galletas, como la de Branledore, la misma exactamente. Así, pues, to­dos los sargentos reenganchados tenían la misma costum­bre. Pero, cuando me vio abrir la caja, Alcide hizo un gesto que me sorprendió, para impedírmelo. Me sentí violento. No sabía por qué me lo impedía; volví, pues, a dejarla sobre la mesa. «¡Bah! ¡Ábrela, anda! -dijo por fin-. ¡No tiene im­portancia!» Al instante vi, pegada al reverso de la tapa, la foto de una niña. Sólo la cabeza, una carita muy dulce, por cierto, con largos bucles, como se llevaban en aquella época. Cogí el papel y la pluma y volví a cerrar rápido la caja. Me sentía muy violento por mi indiscreción, pero también me preguntaba por qué lo habría turbado tanto aquello.


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