Viaje al fin de



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La comida de a bordo me pareció muy aceptable. Yo no cesaba de farfullar. Rápido, como había previsto el ca­pitán, recuperé fuerzas suficientes para ir a remar de vez en cuando con los compañeros. Pero donde había diez, de éstos, yo veía cien: la alucinación.

Nos fatigábamos bastante poco durante aquella trave­sía, porque la mayoría del tiempo navegábamos a vela. Nuestra condición en el entrepuente no era más nausea­bunda que la de los viajeros corrientes de clase baja en un vagón de domingo y menos peligrosa que la que había soportado en el Amiral-Bragueton. Tuvimos siempre mucha ventilación durante aquel paso del Este al Oeste del Atlántico. La temperatura bajó. En los entrepuentes nadie se quejaba. Nos parecía tan sólo un poco largo. Por mi parte, me había hartado de espectáculos del mar y de la selva para una eternidad.

Me habría gustado preguntar detalles al capitán sobre los fines y los medios de nuestra navegación, pero desde que me encontraba mejor había dejado de interesarse por mi suerte. Además, yo desatinaba demasiado para una conversación, la verdad. Ya sólo lo veía de lejos, como a un patrón de verdad.

A bordo, me puse a buscar a Robinson entre los galeo­tes y en varias ocasiones durante la noche, en pleno silen­cio, lo llamé en alta voz. No hubo respuesta, salvo algu­nas injurias y amenazas: la chusma.

Sin embargo, cuanto más pensaba en los detalles y las circunstancias de mi aventura, más probable me parecía que le hubieran hecho también a él la faena de San Tape­ta. Sólo que Robinson debía de remar ahora en otra gale­ra. Los negros de la selva debían de estar todos metidos en el comercio y el chanchullo. A cada cual su turno, era normal. Tienes que vivir y coger para vender las cosas y las personas que no vayas a comer enseguida. La relativa amabilidad de los indígenas hacia mí se explicaba del modo más indecente.

La Infanta Combitta siguió navegando semanas y más semanas por entre el oleaje atlántico, de mareo en acceso, y después una noche todo se calmó a nuestro alrededor. Yo había dejado de delirar. Estábamos balanceándonos en torno al ancla. El día siguiente, al despertarnos, com­prendimos, al abrir los ojos de buey, que acabábamos de llegar a nuestro destino. ¡Era un espectáculo morro­cotudo!


¡Menuda sorpresa! Por entre la bruma, era tan asombroso lo que descubríamos de pronto, que al principio nos negamos a creerlo, pero luego, cuando nos encontramos a huevo de­lante de aquello, por muy galeotes que fuéramos, nos entró un cachondeo de la leche, al verlo, vertical ante nosotros...

Figuraos que estaba de pie, la ciudad aquella, absoluta­mente vertical. Nueva York es una ciudad de pie. Ya ha­bíamos visto la tira de ciudades, claro está, y bellas, ade­más, y puertos y famosos incluso. Pero en nuestros pagos, verdad, están acostadas, las ciudades, al borde del mar o a la orilla de ríos, se extienden sobre el paisaje, es­peran al viajero, mientras que aquélla, la americana, no se despatarraba, no, se mantenía bien estirada, ahí, nada ca­chonda, estirada como para asustar.

Conque nos cachondeamos como lelos. Hace gracia, por fuerza, una ciudad construida vertical. Pero sólo po­díamos cachondearnos del espectáculo, nosotros, del cuello para arriba, por el frío que en aquel momento ve­nía de alta mar a través de una densa bruma gris y rosa, rápida y penetrante, al asalto de nuestros pantalones y de las grietas de aquella muralla, las calles de la ciudad, don­de las nubes se precipitaban también, empujadas por el viento. Nuestra galera dejaba su leve estela justo al ras de la escollera, donde iba a desembocar un agua color caca, que no dejaba de chapotear con una sarta de barquillas y remolcadores ávidos y cornudos.

Para un pelagatos nunca es cómodo desembarcar en ninguna parte, pero para un galeote es mucho peor aún, sobre todo porque los americanos no aprecian lo más mí­nimo a los galeotes procedentes de Europa. «Son todos unos anarquistas», dicen. En una palabra, sólo quieren recibir en sus tierras a los curiosos que les aporten parné, porque todos los dineros de Europa son hijos de Dólar.

Tal vez podría haber intentado, como otros lo habían logrado ya, atravesar el puerto a nado y después, una vez en el muelle, ponerme a gritar: «¡Viva Dólar! ¡Viva Dó­lar!» Es un buen truco. Mucha gente ha desembarcado de ese modo y después han hecho fortuna. No es seguro, es lo que cuentan sólo. En los sueños ocurren cosas peores. Yo tenía otro plan en la cabeza, además de la fiebre.

Como había aprendido en la galera a contar bien las pulgas (no sólo a atraparlas, sino también a sumarlas, a restarlas, en una palabra, a hacer estadísticas), oficio deli­cado, que parece cosa de nada, pero constituye toda una técnica, quería aprovecharlo. Los americanos serán lo que sean, pero en materia de técnica son unos entendi­dos. Les iba a gustar con locura mi forma de contar las pulgas, estaba seguro por adelantado. No podía fallar, en mi opinión.

Iba a ir a ofrecerles mis servicios, cuando, de pronto, dieron orden a nuestra galera de ir a pasar cuarentena en una ensenada contigua, al abrigo, a tiro de piedra de un pueblecito reservado, en el fondo de una bahía tranquila, a dos millas al Este de Nueva York.

Y nos quedamos allí, todos, en observación durante semanas y semanas, hasta el punto de que fuimos adqui­riendo hábitos. Así, todas las noches, después del rancho el equipo de aprovisionamiento bajaba del barco para ir al pueblo. Para lograr mis fines tenía que formar parte de aquel equipo.

Los compañeros sabían perfectamente lo que me proponía, pero a ellos no los tentaba la aventura. «Está loco -decían-, pero no es peligroso.» En la Infanta Combitta no se comía mal, les daban algún palo que otro, pero no demasiados; en una palabra, podía pasar. Era un currelo aceptable. Y, además, ventaja sublime, nunca los echaban de la galera y hasta les había prometido el Rey, para cuando tuvieran sesenta y dos años, un pequeño retiro. Esa perspectiva los hacía felices, así tenían algo con lo que soñar y, encima, el domingo, para sentirse libres, ju­gaban a votar.

Durante las semanas en que nos impusieron la cuaren­tena, gritaban todos juntos como descosidos en el entre­puente, se peleaban y se daban por culo también por tur­no. Y, en definitiva, lo que les impedía escapar conmigo era sobre todo que no querían ni oír hablar ni saber nada de aquella América, que a mí me apasionaba. Cada cual con sus monstruos y para ellos América era el Coco. In­cluso intentaron asquearme por completo. En vano les decía que tenía amigos en aquel país, mi querida Lola en­tre otros, quien debía de ser muy rica ahora, y, además, el Robinson, seguramente, que debía de haberse hecho una posición en los negocios, no querían dar su brazo a tor­cer y seguían con su aversión hacia Estados Unidos, su asco, su odio: «Siempre serás un chiflado», me decían. Un día hice como que iba con ellos a la fuente del pueblo y después les dije que no volvía a la galera. ¡Agur!

Eran buenos chavales, en el fondo, buenos trabajado­res y me repitieron una vez más que no lo aprobaban, pero, aun así, me desearon ánimo, suerte y felicidad, pero a su manera. «¡Anda! -me dijeron-. ¡Ve! Pero luego no digas que no te hemos avisado: para ser un piojoso, ¡tie­nes gustos raros! ¡Estás majareta de la fiebre! ¡Ya volve­rás de tu América y en un estado peor que el nuestro! ¡Tus gustos van a ser tu perdición! ¿Qué quieres apren­der? ¡Ya sabes demasiado para ser lo que eres!»

En vano les respondía que tenía amigos allí y que me esperaban. Como si hablara en chino.

«¿Amigos? -decían-. ¿Amigos? Pero, ¡si les importas tres cojones a tus amigos! ¡Hace mucho que te han olvi­dado, tus amigos!...»

«Pero, ¡es que quiero ver a los americanos! -les repetía en vano-. Y, además, ¡mujeres como las de aquí no se en­cuentran en ninguna parte!...»

«¡No seas chorra y vuelve con nosotros! -me respon­dían-. ¿No ves que no vale la pena? ¡Te vas a poner más enfermo de lo que estás! ¡Te lo vamos a decir ahora mis­mo, nosotros, lo que son los americanos! ¡O millonarios o muertos de hambre! ¡No hay término medio! ¡Seguro que no los vas a ver tú, a los millonarios, en el estado en que llegas! Pero con los muertos de hambre, ¡te vas a enterar tú de lo que vale un peine! ¡Descuida! ¡Y en seguidita!...»

Para que veáis cómo me trataron, los compañeros. Al final, me horripilaban todos, unos frustrados, soplapollas, subhombres. «¡Iros a tomar por culo todos! -fui y les respondí-. ¡Lo que pasa es que os morís de envidia! ¡Ya lo veremos eso de que los americanos me van a dar para el pelo! Pero, ¡lo que es seguro es que todos voso­tros tenéis menos cojones que un pajarito!»

¡Para que se enteraran! Entonces, ¡me quedé a gusto!

Como caía la noche, les silbaron desde la galera. Se pu­sieron otra vez a remar todos a compás, menos uno, yo. Esperé hasta que no se los oyera, pero es que nada, des­pués conté hasta cien y entonces corrí con todas mis fuerzas hasta el pueblo. Era un sitio muy mono, el pue­blo, bien iluminado, con casas de madera, que esperaban a que te sirvieses, dispuestas a derecha e izquierda de una capilla, en completo silencio también, sólo que yo era presa de escalofríos, el paludismo y, además, el miedo. Por aquí y por allá, te encontrabas un marino de aquella guarnición, que no parecía apurarse, e incluso niños y luego una niña de lo más musculosa: ¡América! Yo había llegado. Eso es lo que da gusto ver tras tantas aventuras amargas. Te vuelven las ganas de vivir, como al comer fruta. Había ido a parar al único pueblo que no servía para nada. Una pequeña guarnición de familias de mari­nos lo mantenía en buen estado con todas sus instalacio­nes para el posible día en que llegara una peste feroz en un barco como el nuestro y amenazase al gran puerto.

Sería en aquellas instalaciones en las que harían cascar al mayor número posible de extranjeros para que los otros de la ciudad no se contagiaran. Tenían incluso un cementerio muy mono preparado en las cercanías y todo cubierto de flores. Esperaban. Hacía sesenta años que es­peraban, no hacían otra cosa que esperar.

Encontré una pequeña cabaña vacía y me colé en ella y al instante me quedé dormido y desde por la mañana no se veía otra cosa que marineros por las callejuelas, con traje corto, cuadrados y bien plantados, cosa fina, dándo­le a la escoba y al cubo de agua en torno a mi refugio y por todas las encrucijadas de aquel pueblo teórico. De nada me sirvió aparentar indiferencia, tenía tanta hambre, que, pese a todo, me acerqué a un lugar en que olía a cocina.

Allí fue donde me descubrieron y arrinconaron entre dos escuadrones decididos a identificarme. En seguida se habló de lanzarme al agua. Cuando me llevaron por el conducto más rápido ante el Director de la Cuarentena, no me llegaba la camisa al cuerpo y, aunque la constante adversidad me había enseñado el desparpajo, me sentía aún demasiado embebido por la fiebre como para arries­garme a una improvisación brillante. No, me puse a diva­gar y sin convicción.

Más valía perder el conocimiento. Eso fue lo que me ocurrió. En su despacho, donde más tarde lo recobré, unas damas vestidas de colores claros habían substituido a los hombres a mi alrededor y me sometieron a un inte­rrogatorio vago y benévolo, con el que me habría con­tentado de muy buena gana. Pero ninguna indulgencia dura en este mundo y el día siguiente mismo los hombres se pusieron a hablarme de nuevo de la cárcel. Aproveché, por mi parte, para hablarles de pulgas, así, como quien no quiere la cosa... Que si sabía atraparlas... Contarlas... Que si era mi especialidad, y también agrupar esos pará­sitos en auténticas estadísticas. Veía perfectamente que mis actitudes les interesaban, les hacían poner mala cara, a mis guardianes. Me escuchaban. Pero de eso a creerme iba un trecho largo.

Por fin, apareció el comandante del puesto en persona. Se llamaba «Surgeon General», lo que no estaría mal de nombre para un pez. Se mostró grosero, pero más decidi­do que los otros. «¿Cómo dices, muchacho? -me dijo-. ¿Que sabes contar las pulgas? ¡Vaya, vaya!...» Se creía que me iba a confundir con un vacile así. Pero le devolví la pelota recitándole el pequeño alegato que había prepa­rado. «¡Yo creo en el censo de las pulgas! Es un factor de civilización, porque el censo es la base de un material de estadística de los más preciosos... Un país progresista debe conocer el número de sus pulgas, clasificadas por sexos, grupos de edad, años y estaciones...»

«¡Vamos, vamos! ¡Basta de palabras, joven! -me cortó el Surgeon General-. Antes que tú, ya han venido aquí muchos otros vivales de Europa, que nos han contado patrañas de esa clase, pero, en definitiva, eran unos anar­quistas como los otros, peor que los otros... ¡Ya ni si­quiera creían en la Anarquía! ¡Basta de fanfarronadas!... Mañana te pondremos a prueba con los emigrantes de ahí enfrente, en la Ellis Island, ¡en el servicio de duchas! El doctor Mischief, mi ayudante, me dirá si mientes. Hace dos meses que el Sr. Mischief me pide un agente "cuentapulgas". ¡Vas a ir con él de prueba! ¡Ya puedes dar media vuelta! Y si nos has engañado, ¡te tiraremos al agua! ¡Me­dia vuelta! ¡Y mucho ojo!»

Supe dar media vuelta ante aquella autoridad america­na, como lo había hecho ante tantas otras autoridades, es decir, presentándole primero la verga y después el trase­ro, tras haber girado, ágil, en semicírculo, todo ello acompañado del saludo militar.

Pensé que ese método de las estadísticas debía de ser tan bueno como cualquier otro para acercarme a Nueva York. El día siguiente mismo, Mischief, el médico militar de marras, me puso en pocas palabras al corriente de mi servicio; grueso y amarillento era aquel hombre y miope con avaricia y, además, llevaba enormes gafas ahumadas. Debía de reconocerme por el modo como los animales salvajes reconocen su caza, por el aspecto general, porque lo que es por los detalles era imposible con gafas como las que llevaba.

Nos entendimos sin problemas en relación con el cu­rrelo y creo incluso que, hacia el final de mi período de prueba, Mischief me tenía mucha simpatía. No verse es ya una buena razón para simpatizar y, además, sobre todo mi extraordinaria habilidad para atrapar las pulgas lo seducía. No había otro como yo en todo el puesto, para encerrarlas en cajas, las más rebeldes, las más queratinizadas, las más impacientes; era capaz de seleccionarlas según el sexo sobre el propio emigrante. Era un trabajo estupendo, puedo asegurarlo... Mischief había acabado fiándose por entero de mi destreza.

Hacia la noche, a fuerza de aplastar pulgas, tenía las uñas del pulgar y del índice magulladas y, sin embargo, no había acabado con mi tarea, ya que me faltaba aún lo más importante, ordenar por columnas los datos de su fi­liación: pulgas de Polonia, por una parte, de Yugoslavia... de España... Ladillas de Crimea... Sarnas de Perú... Todo lo que viaja, furtivo y picador, sobre la humanidad me pasaba por las uñas. Era, como se ve, una obra a la vez monumental y meticulosa. Las sumas se hacían en Nueva York, en un servicio especial dotado de máquinas eléctri­cas cuentapulgas. Todos los días, el pequeño remolcador de la Cuarentena atravesaba la ensenada de un extremo a otro para llevar allí nuestras sumas por hacer o por veri­ficar.

Así pasaron días y días, recobraba un poco la salud, pero, a medida que perdía el delirio y la fiebre en aquella comodidad, recuperé, imperioso, el gusto por la aventura y por nuevas imprudencias. Con 37o todo se vuelve trivial.

Sin embargo, habría podido quedarme allí, tranquilo, para siempre, bien alimentado con la manduca del pues­to, y con tanta mayor razón cuanto que la hija del Dr. Mischief, aún la recuerdo, gloriosa en su decimoquinto año, venía, a partir de las cinco, a jugar al tenis, vestida con faldas cortísimas, ante la ventana de nuestra oficina. En punto a piernas, raras veces he visto nada mejor, toda­vía un poco masculinas y, sin embargo, ya muy delicadas, una belleza de carne en sazón. Una auténtica provoca­ción a la felicidad, promesas como para gritar de gozo. Los jóvenes alféreces del destacamento no la dejaban ni a sol ni a sombra.

¡Los muy bribones no tenían que justificarse como yo con trabajos útiles! Yo no me perdía un detalle de sus manejos en torno a mi idolito. Varias veces al día me ha­cían palidecer. Acabé diciéndome que por la noche tam­bién yo podría pasar tal vez por marino. Acariciaba esas esperanzas, cuando un sábado de la vigésima tercera se­mana se precipitaron los acontecimientos. El compañero encargado de llevar las estadísticas, un armenio, fue as­cendido de improviso a agente cuentapulgas en Alaska para los perros de los prospectores.

Era un ascenso de primera y, por cierto, que él estaba encantado. En efecto, los perros de Alaska son precio­sos. Siempre hacen falta. Los cuidan bien. Mientras que los emigrantes importan tres cojones. Siempre hay dema­siados.

Como en adelante no teníamos a nadie a mano para llevar las sumas a Nueva York, en la oficina no se andaron con remilgos a la hora de nombrarme a mí. Mischief, mi patrón, me estrechó la mano en el momento de partir, al tiempo que me recomendaba portarme muy bien en la ciudad. Fue el último consejo que me dio, aquel hombre honrado, y no volvió a verme nunca, pero es que nunca. En cuanto llegamos al muelle, una tromba de lluvia em­pezó a caernos encima y después me caló mi fina chaque­ta y me empapó también las estadísticas, que fueron des­haciéndoseme poco a poco en la mano. Sin embargo, me guardé unas pocas con tampón bien grande sobresalien­do del bolsillo para tener aspecto, más o menos, de hom­bre de negocios en la ciudad y, presa del temor y la emo­ción, me precipité hacia otras aventuras.

Al alzar la nariz hacia toda aquella muralla, experi­menté una especie de vértigo al revés, por las ventanas demasiado numerosas y tan parecidas por todos lados, que daban náuseas.

Vestido precariamente y aterido, me apresuré hacia la hendidura más sombría que se pudiera descubrir en aquella fachada gigantesca, con la esperanza de que los peatones no me viesen apenas entre ellos. Vergüenza superflua. No tenía nada que temer. En la calle que había elegido, la más estrecha de todas, la verdad, no más ancha que un arroyo de nuestros pagos, y bien mugrienta en el fondo, bien húmeda, llena de tinieblas, caminaban ya tantos otros, pequeños y grandes, que me llevaron consi­go como una sombra. Subían como yo a la ciudad, hacia el currelo seguramente, con la nariz gacha. Eran los pobres de todas partes.
Como si supiera adonde iba, hice como que elegía otra vez y cambié de camino, seguí a mi derecha otra calle, mejor iluminada, Broadway se llamaba. El nombre lo leí en una placa. Muy por encima de los últimos pisos, arri­ba, estaba la luz del día junto con gaviotas y pedazos de cielo. Nosotros avanzábamos en la luz de abajo, enferma como la de la selva y tan gris, que la calle estaba llena de ella, como un gran amasijo de algodón sucio. Era como una herida triste, la calle, que no acababa nunca, con nosotros al fondo, de un lado al otro, de una pena a otra, hacia el extremo fin, que no se ve nunca, el fin de todas las calles del mundo.

No pasaban coches, sólo gente y más gente todavía.

Era el barrio precioso, me explicaron más adelante, el barrio del oro: Manhattan. Sólo se entra a pie, como a la iglesia. Es el corazón mismo, en Banco, del mundo de hoy. Sin embargo, hay quienes escupen al suelo al pasar. Hay que ser atrevido.

Es un barrio lleno de oro, un auténtico milagro, y has­ta se puede oír el milagro, a través de las puertas, con el ruido de dólares estrujados, el siempre tan ligero, el Dó­lar, auténtico Espíritu Santo, más precioso que la sangre.

De todos modos, tuve tiempo de ir a verlos e incluso hablarles, a aquellos empleados que guardaban la liqui­dez. Son tristes y están mal pagados.

Cuando los fieles entran en su Banco, no hay que creer que puedan servirse así como así, a capricho. En absolu­to. Hablan a Dólar susurrándole cosas a través de una re­jilla, se confiesan, vamos. Poco ruido, luces indirectas, una ventanilla minúscula entre altos arcos y se acabó. No se tragan la Hostia. Se la ponen sobre el corazón. No po­día quedarme largo rato admirándolos. Tenía que seguir a la gente de la calle entre las paredes de sombra lisa.

De repente, se ensanchó nuestra calle como una grieta que acabara en un estanque de luz. Nos encontramos ante un gran charco de claridad verdosa entre monstruos y monstruos de casas. En el centro de aquel claro, un pa­bellón de aire campestre y rodeado de infelices céspedes.

Pregunté a varios vecinos de la muchedumbre qué era aquel edificio que se veía, pero la mayoría fingieron no oírme. No tenían tiempo que perder. Un jovencito que pasaba muy cerca tuvo la gentileza de decirme que era la Alcaldía, antiguo monumento de la época colonial, según añadió, lo único histórico que había... que habían dejado allí... El perímetro de aquel oasis formaba una plaza, con bancos y hasta se estaba muy bien para contemplar la Al­caldía, sentado. No había casi ninguna otra cosa que ver en el momento en que llegué.

Esperé una buena media hora en el mismo sitio y, des­pués, de aquella penumbra, de aquella muchedumbre en marcha, discontinua, taciturna, surgió hacia mediodía, in­negable, una brusca avalancha de mujeres absolutamente bellas.

¡Qué descubrimiento! ¡Qué América! ¡Qué arroba­miento! ¡Recuerdo de Lola! ¡Su ejemplo no me había en­gañado! Era cierto.

Llegaba al centro de mi peregrinaje. Y, si no hubiera sufrido al mismo tiempo las continuas punzadas del hambre, me habría creído en uno de esos momentos de revelación estética sobrenatural. Las bellezas que descu­bría, incesantes, con un poco de confianza y comodidad me habrían arrebatado a mi condición trivialmente hu­mana. En una palabra, sólo me faltaba un bocadillo para creerme en pleno milagro. Pero, ¡cómo sentía la falta de ese bocadillo!

Sin embargo, ¡qué gracia de movimientos! ¡Qué in­creíble delicadeza! ¡Qué hallazgos de armonía! ¡Matices peligrosos! ¡Todas las tentaciones más logradas! ¡Todas las promesas posibles del rostro y del cuerpo entre tantas rubias! ¡Y unas morenas! ¡Y qué Ticianos! ¡Y más que se acercaban! ¿Será, pensé, Grecia que renace? ¡Llegaba en el momento oportuno!

Me parecieron tanto más divinas, aquellas apariciones, cuanto que no parecían advertir lo más mínimo que yo existiera, allí, al lado, en aquel banco, completamente lelo, babeante de admiración erótico-mística, de quinina y también de hambre, hay que reconocerlo. Si fuera posi­ble salir de la propia piel, yo habría salido en aquel preci­so momento, de una vez por todas. Ya nada me retenía.

Podían transportarme, sublimarme, aquellas modisti­llas inverosímiles, bastaba con que hicieran un gesto, con que dijesen una palabra y pasaría al instante y por entero al mundo del ensueño, pero seguramente tenían otras mi­siones que cumplir.

Una hora, dos horas pasé así, presa de la estupefacción. Ya no esperaba nada más.

No hay que olvidar las tripas. ¿Habéis visto la broma que gastan, por nuestros pagos, en el campo a los vaga­bundos? Les llenan un monedero viejo con las tripas po­dridas de un pollo. Bueno, pues, un hombre, os lo digo yo, es exactamente igual, sólo que más grande, móvil y voraz y con un sueño dentro.

Había que pensar en las cosas serias, no empezar a gas­tar en seguida mi pequeña reserva de dinero. No tenía mucho. Ni siquiera me atrevía a contarlo. Por lo demás, no habría podido, veía doble. Me limitaba a palparlos, escasos y tímidos, los billetes, a través de la ropa, en el bol­sillo, al alcance de la mano, junto con las estadísticas para el paripé.

También pasaban por allí hombres, jóvenes sobre todo, con cabezas como de palo de rosa, miradas secas y monó­tonas, mandíbulas nada corrientes, tan grandes, tan bas­tas... En fin, seguramente así es como sus mujeres las pre­fieren, las mandíbulas. Los sexos parecían ir cada uno por su lado en la calle. Las mujeres, por su parte, sólo miraban los escaparates de las tiendas, del todo acaparadas por el atractivo de los bolsos, los chales, las cositas de seda, ex­puestas, pocas a la vez, en cada vitrina, pero de forma pre­cisa, categórica. No aparecían muchos viejos en aquella multitud. Pocas parejas también. A nadie parecía extrañar que yo me quedara allí, solo, parado durante horas, en aquel banco, mirando pasar a todo el mundo. No obstan­te, en determinado momento, el policeman del centro de la calzada, colocado ahí como un tintero, empezó a sospe­char que yo tenía proyectos chungos. Era evidente.


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