Viaje al fin de



Yüklə 1,68 Mb.
səhifə17/41
tarix01.11.2017
ölçüsü1,68 Mb.
#24872
1   ...   13   14   15   16   17   18   19   20   ...   41

Dondequiera que estés, en cuanto llamas la atención de las autoridades, lo mejor es desaparecer y a toda velo­cidad. Nada de explicaciones. ¡Al agujero!, me dije.

A la derecha de mi banco se abría precisamente un agujero, amplio, en plena acera, del estilo del metro en nuestros pagos. Aquel agujero me pareció propicio, vasto como era, con una escalera dentro toda ella de mármol rosa. Ya había visto a mucha gente de la calle desaparecer en él y después volver a salir. En aquel subterráneo iban a hacer sus necesidades. Me di cuenta en seguida. De már­mol también la sala donde se producía la escena. Una es­pecie de piscina, pero vacía, una piscina infecta, ocupada sólo por una luz filtrada, mortecina, que iba a dar allí, so­bre los hombres desabrochados en medio de sus olores y rojos como tomates con el esfuerzo de soltar sus porque­rías delante de todo el mundo, con ruidos bárbaros.

Entre hombres, así, a la pata la llana, ante las risas de todos los que había alrededor, acompañados por las ex­presiones de aliento que se dirigían, como en el fútbol. Primero se quitaban la chaqueta, al llegar, como para ha­cer un ejercicio de fuerza. En una palabra, se ponían el uniforme, era el rito.

Y después, bien despechugados, soltando eructos y co­sas peores, gesticulando como en el patio de un manico­mio, se instalaban en la caverna fecal. Los recién llegados debían responder a mil bromas asquerosas mientras baja­ban los escalones de la calle, pero, aun así, parecían en­cantados, todos.

Así como arriba, en la acera, mantenían una actitud decorosa, los hombres, y estricta y triste incluso, así tam­bién la perspectiva de tener que vaciar las tripas en com­pañía tumultuosa parecía liberarlos y regocijarlos íntima­mente.

Las puertas de los retretes, cubiertas de garabatos, col­gaban, arrancadas de los goznes. Se pasaba de una a otra celda para charlar un poco; los que esperaban a encontrar un sitio libre fumaban puros enormes, al tiempo que da­ban palmaditas en el hombro al ocupante, en plena faena éste, obstinado, con la cara crispada y cubierta con las manos. Muchos gemían con ganas, como los heridos y las parturientas. A los estreñidos los amenazaban con torturas ingeniosas.

Cuando el sonido de una cadena anunciaba una vacante, redoblaban los clamores en torno al alvéolo libre, cuya posesión se jugaban muchas veces a cara o cruz. Los periódicos, nada más leídos, pese a ser espesos como co­jines, eran deshojados al instante por aquella jauría de trabajadores rectales. El humo no dejaba ver las caras. Yo no me atrevía a acercarme demasiado a ellos por sus olores.

Aquel contraste parecía a propósito para desconcertar a un extranjero. Todo aquel despechugamiento íntimo, aquella tremenda familiaridad intestinal, ¡y en la calle una discreción tan perfecta! Yo no salía de mi asombro.

Volví a subir a la luz por las mismas escaleras para des­cansar en el mismo banco. Repentino desenfreno de di­gestiones y vulgaridad. Descubrimiento del alegre comunismo de la caca., Dejaba por separado los aspectos tan desconcertantes de la misma aventura. No tenía fuerzas para analizarlos ni realizar su síntesis. Lo que deseaba, imperiosamente, era dormir. ¡Delicioso y raro frenesí!

Conque volví a seguir a la fila de peatones que se adentraban en una de las calles adyacentes y avanzamos a trompicones por culpa de las tiendas, cada uno de cuyos escaparates fragmentaba la multitud. La puerta de un ho­tel se abría ahí y creaba un gran remolino. La gente salía despedida a la acera por la vasta puerta giratoria y yo me vi engullido en sentido inverso hasta el gran vestíbulo del interior.

Asombroso, antes que nada... Había que adivinarlo todo, imaginar la majestuosidad del edificio, la amplitud de sus proporciones, porque todo sucedía en torno a bombillas tan veladas, que tardabas un tiempo en acos­tumbrarte.

Muchas mujeres jóvenes en aquella penumbra, hundidas en sillones profundos, como en estuches. Alrededor hombres atentos, pasando y volviendo a pasar, en silen­cio, a cierta distancia de ellas, curiosos y tímidos, a lo lar­go de la hilera de piernas cruzadas a magníficas alturas de seda. Me parecían, aquellas maravillosas, esperar allí acontecimientos muy graves y costosos. Evidentemen­te, no estaban pensando en mí. Así, pues, pasé, a mi vez, ante aquella larga tentación palpable, del modo más furtivo.

Como eran al menos un centenar, aquellas prestigiosas remangadas, dispuestas en una línea única de sillones, llegué a la recepción tan perplejo, tras haber absorbido una ración de belleza tan fuerte para mi temperamento, que iba tambaleándome.

En el mostrador, un dependiente engomado me ofre­ció con violencia una habitación. Me decidí por la más pequeña del hotel. En aquel momento debía de poseer unos cincuenta dólares, casi ninguna idea y ni la menor confianza.

Esperaba que fuera de verdad la habitación más peque­ña de América la que me ofreciese el empleado, pues su hotel, el Laugh Calvin, se anunciaba como el mejor surti­do entre los más suntuosos del continente.

Por encima de mí, ¡qué infinito de locales amueblados! Y muy cerca, en aquellos sillones, ¡qué tentación de vio­laciones en serie! ¡Qué abismos! ¡Qué peligros! Enton­ces, ¿el suplicio estético del pobre es interminable? ¿Más tenaz aún que su hambre? Pero no tuve tiempo de su­cumbir; los de la recepción se habían apresurado a entre­garme una llave, que me pesaba en la mano. No me atre­vía a moverme.

Un chaval avispado, vestido como un general de briga­da muy joven, surgió de la sombra ante mis ojos, impera­tivo comandante. El lustroso empleado de la recepción pulsó tres veces el timbre metálico y mi chaval se puso a silbar. Me despedían. Era la señal de partida. Nos lar­gamos.

Primero, por un pasillo, a buen paso, íbamos negros y decididos como un metro. Él conducía, el muchacho. Otra esquina, una vuelta y luego otra. Perdiendo el culo. Curvamos un poco nuestra trayectoria. Y pasamos. Ahí estaba el ascensor. Aspirados. ¿Ya estábamos? No. Otro pasillo. Más sombrío aún, ébano mural, me pareció, en todas las paredes. No tuve tiempo de examinarlo. El cha­val silbaba, cargaba con mi ligera maleta. Yo no me atre­vía a preguntarle nada. Había que avanzar, me daba cuenta perfectamente. En las tinieblas, aquí y allá, a nuestro paso, una bombilla roja y verde propagaba una orden. Largos trozos de oro señalaban las puertas. Hacía rato que habíamos pasado los números 1800 y después los 3000 y, sin embargo, seguíamos arrebatados por el mismo destino nuestro invencible. Seguía, el pequeño cazador con galones, al innominado en la sombra, como a su pro­pio instinto. Nada en aquel antro parecía cogerlo despre­venido. Su silbido modulaba un tono lastimero, cuando nos cruzábamos con un negro, una camarera, negra tam­bién. Y nada más.

Con el esfuerzo por acelerar, yo había perdido a lo lar­go de aquellos pasillos uniformes el poco aplomo que me quedaba al escapar de la Cuarentena. Me iba deshilachando como había visto hacerlo a mi choza con el viento de África entre los diluvios de agua tibia. Allí era presa, por mi parte, de un torrente de sensaciones desconocidas. Llega un momento, entre dos tipos de humanidad, en que te ves debatiéndote en el vacío.

De repente, el chaval, sin avisar, giró. Acabábamos de llegar. Me di de bruces contra una puerta; era mi habita­ción, una gran caja con paredes de ébano. Sólo encima de la mesa un poco de luz rodeaba una lámpara tímida y verdosa. El director del hotel Laugh Calvin avisaba al viajero que podía contar con su amistad y que se encar­garía, él personalmente, de hacer grata la estancia del via­jero en Nueva York. La lectura de aquel anuncio, coloca­do en lugar bien visible, debió de contribuir aún más, de ser posible, a mi marasmo.

Una vez solo, fue mucho peor. Toda aquella América venía a inquietarme, a hacerme preguntas tremendas y a inspirarme de nuevo malos presentimientos, allí mismo, en aquella habitación.

Sobre la cama, ansioso, intentaba familiarizarme, para empezar, con la penumbra de aquel recinto. Las murallas temblaban con un estruendo periódico por el lado de mi ventana. El paso del metro elevado. Se abalanzaba en­frente, entre dos calles, como un obús, lleno de carnes trémulas y picadas; pasaba a tirones por la lunática ciu­dad, de barrio en barrio. Se lo veía allá ir a lanzarse con el armazón estremecido justo por encima de un torrente de largueros, cuyo eco retumbaba aún muy atrás, de una muralla a otra, cuando había pasado a cien por hora. La hora de la cena me sorprendió durante aquella postración y la de ir a la cama también.

Había sido el metro, sobre todo, lo que me había deja­do atontado. Al otro lado del patio, que parecía un pozo, la pared se iluminó con una habitación, luego dos, y des­pués decenas. En algunas de ellas distinguía lo que pasa­ba. Eran parejas que se acostaban. Parecían tan decaídos como por nuestros pagos, los americanos, tras las horas verticales. Las mujeres tenían los muslos muy llenos y muy pálidos, al menos las que pude ver bien. La mayoría de los hombres se afeitaban, al tiempo que fumaban un puro, antes de acostarse.

En la cama se quitaban las gafas primero y después la dentadura postiza, que metían en un vaso, y dejaban todo a la vista. No parecían hablarse entre sí, entre sexos, exactamente como en la calle. Parecían animales grandes y muy dóciles, muy acostumbrados a aburrirse. Sólo vi, en total, a dos parejas que se hicieran, a la luz, las cosas que yo me esperaba y sin la menor violencia, por cierto. Las otras mujeres, por su parte, comían caramelos en la cama en espera de que el marido acabara de asearse. Y después todo el mundo apagó.

Es triste el espectáculo de la gente al acostarse; se ve claro que les importa tres cojones cómo vayan las cosas, se ve claro que no intentan comprender, ésos, el porqué de que estemos aquí. Les trae sin cuidado. Duermen de cualquier manera, son unos calzonazos, unos zopencos, sin susceptibilidad, americanos o no. Siempre tienen la conciencia tranquila.

Yo había visto demasiadas cosas poco claras como para estar contento. Sabía demasiado y no suficiente. Hay que salir, me dije, volver a salir. Tal vez lo encuentres, a Robinson. Era una idea idiota, evidentemente, pero recurría a ella para tener un pretexto a fin de salir otra vez, tanto más cuanto que en vano daba vueltas y más vueltas sobre aquella piltra tan pequeña, no lograba pegar ojo ni un instante. Ni siquiera masturbándote, en casos así, experi­mentas consuelo ni distracción. Conque te entra una de­sesperación que para qué.

Lo peor es que te preguntas de dónde vas a sacar bas­tantes fuerzas la mañana siguiente para seguir haciendo lo que has hecho la víspera y desde hace ya tanto tiempo, de dónde vas a sacar fuerzas para ese trajinar absurdo, para esos mil proyectos que nunca salen bien, esos inten­tos por salir de la necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello para acabar convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que volver a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día siguiente, cada vez más precario, más sórdido.

Es la edad también que se acerca tal vez, traidora, y nos amenaza con lo peor. Ya no nos queda demasiada música dentro para hacer bailar a la vida: ahí está. Toda la juventud ha ido a morir al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y adonde ir, fuera, decidme, cuando no llevas contigo la suma suficiente de delirio? La verdad es una agonía ya interminable. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca me he podido matar.

Conque lo mejor era salir a la calle, pequeño suicidio. Cada cual tiene sus modestos dones, su método para conquistar el sueño y jalar. Tenía que dormir para recuperar fuerzas suficientes a fin de ganarme el cocido el día siguiente. Recuperar la energía suficiente para encontrar un currelo mañana y atravesar en seguida, entretanto, el obscuro túnel del sueño. No hay que creer que sea fácil dormirse, una vez que se ha puesto uno a dudar de todo, por tantos miedos sobre todo como te han hecho sentir.

Me vestí y mal que bien llegué al ascensor, pero un poco atontado. Tuve que volver a pasar en el vestíbulo ante otras hileras, otros enigmas arrebatadores de piernas tan tentadoras, de caras tan delicadas y severas. Diosas, en una palabra, diosas busconas. Habríamos podido in­tentar llegar a un acuerdo. Pero temía que me detuvieran. Complicaciones. Casi todos los deseos del pobre están castigados con la cárcel. Y volví a engolfarme en la ca­lle. No era la misma multitud de antes. Ésta manifestaba un poco más de audacia, en su aborregamiento por las aceras, como si hubiese llegado, aquella multitud, a un país menos árido, el de la distracción, el país de la noche.

Avanzaba la gente hacia las luces colgadas en la noche y a lo lejos, serpiente agitada y multicolor. De todas las calles de los alrededores afluía. Forma un buen montón de dólares, pensé, una multitud así, ¡sólo en pañuelos, por ejemplo, o en medias de seda! ¡E incluso en pitillos sólo! ¡Y pensar que, aunque te pasees en medio de todo ese dinero, no consigues ni un céntimo más, ni para ir a comer siquiera! Es desesperante, cuando lo piensas, lo defendidos que van los hombres, unos de otros, como casas.

También yo fui callejeando hasta las luces, un cine y después otro y luego otro al lado y así toda la calle arri­ba. Perdíamos grandes pedazos de multitud delante de cada uno de ellos. Elegí uno en cuyas fotos había mujeres en combinación, ¡y qué muslos, amigos! ¡Firmes! ¡Am­plios! ¡Precisos! Y, además, cabecitas muy monas por en­cima, como dibujadas en contraste, delicadas, frágiles, a lápiz, sin retoques, perfectas, ni un descuido, ni una man­cha de tinta, perfectas, repito, monas pero firmes y conci­sas al mismo tiempo. Todo lo más peligroso que la vida puede desarrollar, auténticas imprudencias de belleza, esas indiscreciones sobre las divinas y profundas armo­nías posibles.

Se estaba bien, en aquel cine, cómodo y cálido. Órga­nos voluminosos de lo más tierno, como en una basílica, pero con calefacción, órganos como muslos. Ni un mo­mento perdido. Te sumerges de lleno en el perdón tibio. Habría bastado con dejarse llevar para pensar que el mundo acababa tal vez de convertirse por fin a la indul­gencia. Ya casi estabas en ella.

Entonces los sueños suben en la noche para ir a abra­sarse en el espejismo de la luz en movimiento. No está del todo vivo lo que sucede en las pantallas, queda dentro un gran espacio confuso, para los pobres, para los sueños y para los muertos. Tienes que atiborrarte rápido de sue­ños para atravesar la vida que te aguarda fuera, a la salida del cine, resistir unos días más esa atrocidad de cosas y hombres. Eliges, de entre los sueños, los que más te reaniman el alma. Para mí, eran, lo confieso, los de cochi­nadas. No hay que ser orgulloso, le sacas, a un milagro, lo que puedes retener. Una rubia con unos chucháis y una nuca inolvidables creyó oportuno venir a romper el silencio de la pantalla con una canción sobre su soledad. Habría sido capaz de llorar con ella.

¡Eso es lo bueno! ¡Qué ánimos te da! El valor, lo sen­tía ya, me iba a durar dos días por lo menos. No esperé siquiera a que volviesen a iluminar la sala. Estaba listo para todas las resoluciones del sueño, ahora que había absorbido un poco de ese admirable delirio del alma.

De regreso al Laugh Calvin, el portero, pese a haberlo saludado yo, no se dignó darme las buenas noches, como los de nuestros pagos, pero ahora me la sudaba su desprecio. Una vida interior intensa se basta a sí misma y podría fundir veinte años de hielo. Eso es.

En mi habitación, apenas había cerrado los ojos, cuan.-do la rubia del cine vino a cantarme de nuevo y al instan­te, para mí solo ahora, toda la melodía de su angustia. Yo la ayudaba, por así decir, a dormirme y lo conseguí bas­tante bien... Ya no estaba del todo solo... Es imposible dormir solo...
Para alimentarte económicamente en América, puedes ir a comprarte un panecillo caliente con una salchicha den­tro; es cómodo, se vende en las esquinas y es baratito. Comer en el barrio de los pobres no me importaba en absoluto, la verdad, pero no volver a encontrar nunca a aquellas hermosas criaturas para ricos, eso sí que resul­taba muy duro. En ese caso ya no vale la pena jalar si­quiera.

En el Laugh Calvin aún podía, por aquellas alfombras espesas, parecer que buscaba a alguien entre las bellísimas mujeres de la entrada, envalentonarme poco a poco en su equívoco ambiente. Al pensar en eso, me confesé que ha­bían tenido razón, los de la Infanta Combitta, ahora me daba cuenta, con la experiencia: para ser un pelagatos yo no tenía gustos serios. Habían hecho bien, los compañe­ros de la galera, al meterse conmigo. Sin embargo, seguí sin recuperar el valor. Volvía a tomar dosis y más dosis de cine, aquí y allá, pero apenas bastaban para recuperar el ánimo necesario con que dar un paseo o dos. Nada más. En África, había conocido, desde luego, un tipo de sole­dad bastante brutal, pero el aislamiento en aquel hormi­guero americano cobraba un cariz más abrumador aún.

Siempre había temido estar casi vacío, no tener, en una palabra, razón seria alguna para existir. Ahora, ante la evidencia de los hechos, estaba bien convencido de mi nulidad personal. En aquel medio demasiado diferente de aquel en que tenía mezquinas costumbres, me había como disuelto al instante. Me sentía muy próximo a dejar de existir, pura y simplemente. Así, ahora lo descubría, en cuanto habían dejado de hablarme de las cosas fami­liares, ya nada me impedía hundirme en una especie de hastío irresistible, en una forma de catástrofe dulzona y espantosa. Una asquerosidad.

La víspera de dejar mi último dólar en aquella aventu­ra, seguía hastiado y tan profundamente, que me negaba incluso a examinar las necesidades más urgentes. Somos, por naturaleza, tan fútiles, que sólo las distracciones pue­den impedirnos de verdad morir. Yo, por mi parte, me aferraba al cine con un fervor desesperado.

Al salir de las tinieblas delirantes de mi hotel, probaba aún a hacer algunas excursiones por las calles principales de los alrededores, carnaval insípido de casas vertigino­sas. Mi hastío se agravaba ante aquellas extensiones de fa­chadas, aquella monotonía llena de adoquines, ladrillos y bovedillas y comercio y más comercio, chancro del mun­do, que prorrumpía en anuncios prometedores y pustulentos. Cien mil mentiras meningíticas.

Por el lado del río, recorrí otras callejuelas y más calle­juelas, cuyas dimensiones se volvían más corrientes, es decir, que se habría podido, por ejemplo, desde la acera en que me encontraba, romper todos los cristales de un mismo inmueble de enfrente.

Los tufos de una fritura continua llenaban aquellos ba­rrios, las tiendas ya no montaban los escaparates, por los robos. Todo me recordaba los alrededores de mi hospital en Villejuif, hasta los niños de grandes rodillas patizam­bas por las aceras y también los organillos. Con gusto me habría quedado con ellos, pero tampoco me habrían ali­mentado, los pobres, y los habría visto a todos todo el tiempo y su tremenda miseria me daba miedo. Conque, al final, volví hacia la ciudad alta. «¡Serás cabrón! –me decía entonces-. ¡La verdad es que no tienes perdón de Dios!» Tenemos que resignarnos a conocernos cada día un poco mejor, ya que nos falta el valor para acabar con nuestros propios lloriqueos de una vez por todas.

Un tranvía pasaba por la orilla del Hudson hacia el centro de la ciudad, un vehículo viejo que temblaba con todas sus ruedas y su armazón inquieto. Tardaba una buena hora en hacer su recorrido. Sus viajeros se some­tían con paciencia a un complicado rito de pago mediante una especie de molinillo de café para monedas colocado a la entrada del vagón. El revisor los miraba pagar, vestido como uno de los nuestros, con uniforme de «miliciano balcánico prisionero».

Por fin llegábamos, molidos; volvía a pasar, al regreso de aquellas excursiones populistas, ante la inagotable y doble hilera de las bellezas de mi vestíbulo tantálico y volvía a pasar otra vez y siempre pensativo y deseoso.

Mi indigencia era tal, que ya no me atrevía a hurgarme en los bolsillos para cerciorarme. ¡Con tal de que Lola no hubiera decidido ausentarse en aquel momento!, pensa­ba... Pero, antes que nada, ¿querría recibirme? ¿Le daría un sablazo de cincuenta o de cien dólares, para empe­zar?... Vacilaba, sentía que no iba a tener todo el valor, salvo si comía y dormía bien, por una vez. Y después, si me salía bien aquella primera entrevista para el sablazo, me pondría al instante a buscar a Robinson, es decir, en cuanto hubiese recuperado suficientes fuerzas. ¡No era un tipo de mi estilo, él, Robinson! ¡Era un decidido, él, al menos! ¡Un bravo! ¡Ah, qué de trucos y triquiñuelas so­bre América debía de conocer! Tal vez dispusiera de un medio para adquirir esa certidumbre, esa tranquilidad que tanta falta me hacían a mí...

Si también él había desembarcado de una galera como me imaginaba y había pisado aquella orilla mucho antes que yo, ¡seguro que ahora ya se habría hecho una situación en América! ¡La impasible agitación de aquellos chi­flados no debía de afectarlo, a él! Tal vez yo también, pensándolo mejor, habría podido encontrar un empleo en una de aquellas oficinas, cuyos resplandecientes rótu­los leía desde fuera... Pero la idea de tener que penetrar en una de aquellas casas me espantaba y me vencía la ti­midez. Mi hotel me bastaba. Tumba gigantesca y odiosa­mente animada.

¿Sería tal vez que a los habituados no les causaban el mismo efecto que a mí aquellos amontonamientos de materia y alvéolos comerciales? ¿Aquellas organizaciones de largueros hasta el infinito? Para ellos tal vez fuese la seguridad todo aquel diluvio en suspenso, mientras que para mí no era sino un sistema abominable de coacciones, en forma de ladrillos, pasillos, cerrojos, ventanillas, una tortura arquitectónica gigantesca, inexpiable.

Filosofar no es sino otra forma de tener miedo y no conduce sino a simulacros cobardes.

Como ya sólo me quedaban tres dólares en el bolsillo, fui a verlos agitarse en la palma de mi mano, mis dólares, a la luz de los anuncios de Times Square, placita asom­brosa donde la publicidad salpica por encima de la multi­tud ocupada en elegir un cine. Me busqué un restaurante muy económico y acabé en uno de esos refectorios pú­blicos racionalizados donde el servicio se reduce al míni­mo y el rito alimentario está simplificado a la medida exacta de la necesidad natural.

En la entrada misma te ponen una bandeja en la mano y vas a ocupar tu sitio en la fila. A esperar. Vecinas muy agradables, candidatas a la cena como yo, no me decían ni pío... Debe de causar una sensación extraña, pensaba, poder permitirse abordar así a una de esas señoritas de nariz precisa y linda. «Señorita -le dirías-, soy rico, muy rico... dígame a qué podría invitarla...»

Entonces todo se vuelve sencillo al instante, divinamente, todo lo que era tan complicado un momento an­tes... Todo se transforma y el mundo tremendamente hostil rueda al instante a tus pies en forma de bola hipó­crita, dócil y aterciopelada. Tal vez entonces pierdas al mismo tiempo la agotadora costumbre de pensar en los triunfadores, en las fortunas felices, ya que puedes tocar con los dedos todo eso. La vida de la gente sin medios no es sino un largo rechazo en un largo delirio y sólo se co­noce de verdad, sólo se supera de verdad, lo que se posee. Yo, por mi parte, tenía, a fuerza de coger y dejar sueños, la conciencia a merced de las corrientes de aire, toda hen­dida por mil grietas y trastornada de modo repugnante.

Entretanto, no me atrevía a iniciar con aquellas jóve­nes del restaurante la más anodina conversación. Soste­nía, discreto y silencioso, mi bandeja. Cuando me llegó el turno de pasar ante las fuentes de loza llenas de salchi­chas y alubias, tomé todo lo que daban. Aquel refectorio estaba tan limpio, tan bien iluminado, que te sentías como transportado a la superficie de su mosaico, cual mosca sobre leche.

Las dependientas, estilo enfermeras, se encontraban tras las pastas, el arroz, la compota. Cada una con su es­pecialidad. Me atiborré con lo que distribuían las más amables. Por desgracia, no dirigían sonrisas a los clientes. En cuanto te servían, tenías que ir a sentarte a la chita ca­llando y dejar el sitio a otro. Andabas a pasitos cortos con tu bandeja en equilibrio como por una sala de opera­ciones. Era un cambio respecto a mi Laugh Calvin y mi cuartito ébano con ribetes de oro.


Yüklə 1,68 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   13   14   15   16   17   18   19   20   ...   41




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin