Viaje al fin de



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«¡Pues claro! ¡Claro que sí! -me respondieron los cón­sules-. Incluso vino a vernos dos veces y aún tenía docu­mentación falsa. Por cierto, ¡que la policía lo busca! ¿Lo conoce usted?...» No insistí.

Desde entonces me esperaba encontrarlo a cada mo­mento, al Robinson. Sentía que estaba al caer. Molly se­guía tan tierna y cariñosa. Más cariñosa incluso que antes estaba, desde que se había convencido de que yo quería irme definitivamente. De nada servía que fuera cariñosa conmigo.

Molly y yo recorríamos con frecuencia los alrededores de la ciudad, las tardes que ella libraba. Colinitas peladas, bosquecillos de abedules en torno a lagos minúsculos, gente, aquí y allá, leyendo revistas insulsas bajo el pesado cielo de nubes plomizas. Evitábamos, Molly y yo, las confidencias complicadas. Además, ella ya sabía a qué atenerse. Era demasiado sincera como para tener dema­siadas cosas que decir sobre una pena. Lo que ocurría dentro le bastaba, en su corazón. Nos besábamos. Pero yo no la besaba bien, como debería haberlo hecho, de ro­dillas, en realidad. Siempre pensaba en otra cosa a la vez, en no perder tiempo ni ternura, como si quisiera guardar todo para algo, no sé qué, magnífico, sublime, para más adelante, pero no para Molly, no para aquello. Como si la vida fuera a llevarse, a ocultarme, lo que yo quería saber de ella, de la vida en el fondo de las tinieblas, mientras perdiese fervor abrazado a Molly, y entonces ya no fuera a quedar bastante, fuese a haber perdido todo, a fin de cuentas, por falta de fuerza, la vida fuera a haberme enga­ñado como a todos los demás, la Vida, la auténtica queri­da de los hombres de verdad.

Volvíamos hacia la muchedumbre y después yo la deja­ba delante de su casa, porque por la noche estaba ocupada con la clientela hasta la madrugada. Mientras se encargaba de sus clientes, yo sentía pena, de todos modos, y aquella pena me hablaba de ella tan bien, que la sentía aún más cerca de mí que en la realidad. Entraba en un cine para pa­sar el rato. A la salida del cine, montaba a un tranvía, aquí y allá, y deambulaba en la noche. Después de dar las dos, subían los viajeros tímidos de una clase que no se encuen­tra ni antes ni después de esa hora, tan pálidos siempre y somnolientos, en grupos dóciles, hasta los suburbios.

Con ellos se llegaba lejos. Mucho más lejos que las fá­bricas, hacia colonias imprecisas, callejuelas de casas indis­tintas. Sobre el pavimento resbaladizo por las finas lluvias del amanecer, el día brillaba con tonos azules. Mis compa­ñeros del tranvía desaparecían al mismo tiempo que sus sombras. Cerraban los ojos con el día. Costaba trabajo ha­cerles hablar, a aquellos taciturnos. Demasiada fatiga. No se quejaban, no, ellos eran quienes limpiaban durante la noche tiendas y más tiendas y las oficinas de toda la ciu­dad, después del cierre. Parecían menos inquietos que no­sotros, los de la jornada diurna. Tal vez porque habían lle­gado, ellos, al nivel más bajo de los hombres y las cosas.

Una de aquellas noches, cuando habíamos llegado al final del trayecto y estábamos apeándonos en silencio, me pareció que me llamaban por mi nombre: «¡Ferdinand! ¡Eh, Ferdinand!» Fue como un escándalo, por fuerza, en aquella penumbra. No me gustó nada. Por en­cima de los tejados, el cielo empezaba a aparecer de nue­vo en pequeños claros muy fríos, recortados por los ale­ros. Ya lo creo que me llamaban. Al volverme, lo reconocí al instante, a Leon. Se me acercó susurrando y entonces nos pusimos a hablar.

También él volvía de limpiar una oficina como los otros. Era lo único que había encontrado para ir tirando. Caminaba con mucha calma, con cierta majestad auténti­ca, como si acabara de realizar acciones peligrosas y, por así decir, sagradas en la ciudad. Por cierto, que ésa era la actitud que adoptaban todos aquellos limpiadores noc­turnos, ya lo había notado yo. En la fatiga y la soledad se manifiesta lo divino en los hombres. Lo manifestaba con ganas en los ojos, también él, cuando los abría mucho más de lo habitual, en la penumbra azulada en que nos encontrábamos. También él había limpiado ya filas y fi­las, sin fin, de lavabos y había dejado relucientes auténti­cas montañas de pisos y más pisos de silencio.

Añadió: «¡Te he reconocido en seguida, Ferdinand! Por tu forma de subir al tranvía... Figúrate, sólo de ver que te has puesto triste al descubrir que no había ninguna mujer. ¿Eh? ¿A que es propio de ti?» Era verdad que era propio de mí. Estaba visto, tenía el alma hecha una braga. No había, pues, motivo para que me sorprendiera aquella observación correcta. Pero lo que me sorprendió más bien fue que tampoco él hubiese triunfado en América. No era lo que había yo previsto.

Le hablé de la faena de la galera en San Tapeta. Pero no comprendía lo que quería decir. «¡Tienes fiebre!», se li­mitó a responderme. En un carguero había llegado él. Con gusto habría intentado colocarse en la Ford, pero no se había atrevido por sus papeles, demasiado falsos para enseñarlos. «Tan sólo sirven para llevarlos en el bolsillo», comentaba. Para los equipos de limpieza, no eran dema­siado exigentes respecto al estado civil. Tampoco pagaban demasiado, pero hacían la vista gorda. Era una especie de legión extranjera de la noche.

«Y tú, ¿qué haces? -me preguntó entonces-. ¿Sigues chiflado, entonces? ¿Aún no te has cansado de estas his­torias? ¿Aún sigues queriendo viajar?»

«Quiero volver a Francia -fui y le dije-. Ya he visto bastante, tienes razón, ya vale...»

«Mejor será -me respondió-, porque para nosotros no hay nada que arrascar... Hemos envejecido sin enterar­nos, ya sé yo lo que es eso... A mí también me gustaría volver, pero sigo con el problema de los papeles... Voy a esperar un poco para conseguirme unos buenos... No se puede decir que sea malo nuestro currelo. Los hay peo­res. Pero no aprendo el inglés... Hay gente que lleva treinta años en la limpieza y sólo ha aprendido en total Exit, porque está escrito en las puertas que limpiamos, y además Lavatory. ¿Comprendes?»

Comprendía. Si alguna vez hubiera llegado a faltarme Molly, me habría visto obligado a coger también aquel currelo nocturno.

No hay razón para que la cosa acabe.

En una palabra, mientras estás en la guerra, dices que será mejor con la paz y después te tragas esa esperanza, como si fuera un caramelo, y luego resulta que es mierda pura. No te atreves a decirlo al principio para no fastidiar a nadie. Te muestras amable, en una palabra. Y después un buen día acabas descubriendo el pastel delante de todo el mundo. Estás hasta los huevos de revolverte en la mierda. Pero de repente pareces muy mal educado a todo el mundo. Y se acabó.

En dos o tres ocasiones después de aquélla, nos cita­mos, Robinson y yo. Tenía muy mala pinta. Un desertor francés que fabricaba licores ilegales para los tunelas de Detroit le había cedido un rinconcito en su business. Eso lo tentaba, a Robinson. «Yo también haría un poco de "priva" para esos cerdos -me confiaba-, pero es que ya no tengo cojones... Siento que en cuanto el primer guri me dé para el pelo, me rajo... He visto demasiado... Y, además, tengo sueño todo el tiempo... Por fuerza: dormir de día no es dormir... Y eso sin contar el polvo de las ofi­cinas que te llena los pulmones... ¿Te das cuenta?... Acaba con cualquiera...»

Nos citamos para otra noche. Fui a reunirme con Molly y le conté todo. Para ocultarme la pena que le cau­saba, hizo muchos esfuerzos, pero no era difícil ver, de todos modos, que sufría. Ahora la besaba yo más a me­nudo, pero la suya era una pena profunda, más auténtica que la nuestra, porque nosotros más bien tenemos la cos­tumbre de exagerarla. Las americanas, al contrario. No nos atrevemos a comprender, a admitirla. Es un poco hu­millante, pero, aun así, es pena sin duda, no es orgullo, no son celos tampoco, ni escenas, sólo la pena de verdad del corazón y no nos queda más remedio que reconocer que todo eso no existe en nuestro interior, que para el placer de sentir pena estamos secos. Nos da vergüenza no ser más ricos de corazón y de todo y también haber juz­gado, de todos modos, a la humanidad más vil de lo que en el fondo es.

De vez en cuando, cedía a la tentación, Molly, de ha­cerme un pequeño reproche, pero siempre en términos mesurados, muy amables.

«Eres muy cariñoso, Ferdinand -me decía-, y sé que haces esfuerzos para no volverte tan malvado como los demás, sólo que no sé si sabes bien lo que deseas en el fondo... ¡Piénsalo bien! Por fuerza tendrás que buscarte el sustento allá, Ferdinand... Y, además, no vas a poder pasearte como aquí soñando despierto noche tras no­che... Como tanto te gusta hacer... Mientras yo trabajo... ¿Has pensado en eso, Ferdinand?»

En un sentido tenía mil veces razón, pero cada cual con su naturaleza. Yo tenía miedo a herirla. Sobre todo porque era fácil de herir.

«Te aseguro que te quiero, Molly, y te querré siem­pre... como puedo... a mi modo.»

Mi modo no era demasiado. Y, sin embargo, estaba buena, Molly, muy apetitosa. Pero yo sentía también aquella estúpida inclinación por los fantasmas. Tal vez no fuera del todo culpa mía. La vida te obliga a quedarte de­masiado tiempo con los fantasmas.

«Eres muy afectuoso, Ferdinand -me tranquilizaba ella-, no llores por mí... Estás como enfermo por tu deseo de saber siempre más... Eso es todo... En fin, debe de ser ése tu camino... Por ahí, solo... El viajero solitario es el que llega más lejos... ¿Vas a marcharte pronto, entonces?»

«Sí, voy a acabar mis estudios en Francia y después volveré», le aseguré con mucho rostro.

«No, Ferdinand, no volverás... Y, además, yo ya no es­taré aquí tampoco...»

No se dejaba engañar.

Llegó el momento de la marcha. Fuimos una tarde ha­cia la estación un poco antes de la hora en que ella entra­ba a trabajar. Antes yo había ido a despedirme de Robinson. Tampoco él estaba contento de que lo dejara. Me pasaba la vida abandonando a todo el mundo. En el an­dén de la estación, mientras Molly y yo esperábamos el tren, pasaron hombres que fingieron no reconocerla, pero murmuraban.

«Ya estás lejos, Ferdinand. Haces exactamente lo que deseas hacer, ¿no, Ferdinand? Eso es lo importante... Lo único que cuenta...»

Entró el tren en la estación. Yo ya no estaba demasiado seguro de mi aventura, cuando vi la máquina. Besé a Molly con todo el valor que me quedaba en el cuerpo. Me daba pena, pena de verdad, por una vez, todo el mun­do, ella, todos los hombres.

Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.

Años pasaron desde aquella marcha y más años... Es­cribí con frecuencia a Detroit y después a todas las direc­ciones que recordaba y donde podían conocerla, a Molly, saber de su vida. Nunca recibí respuesta.

Ahora la casa está cerrada. Eso es lo único que he sabi­do. Buena, admirable Molly, si aún puede leerme, desde un lugar que no conozco, quiero que sepa sin duda que yo no he cambiado para ella, que sigo amándola y siem­pre la amaré a mi modo, que puede venir aquí, cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tan­ta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin.

Para dejarla, necesité, desde luego, mucha locura y un carácter chungo y frío. Aun así, he defendido mi alma hasta ahora y Molly me regaló tanto cariño y ensueño en aquellos meses de América, que, si viniera mañana la muerte a buscarme, nunca llegaría a estar, estoy seguro, tan frío, ruin y grosero como los otros.
¡No acaba todo con haber regresado del Otro Mundo! Te vuelves a encontrar con el hilo de los días tirado por ahí, pringoso, precario. Te espera.

Anduve aún semanas y meses por los alrededores de la Place Clichy, de donde había salido, y por las cercanías también, haciendo trabajillos para vivir, por Batignolles. ¡Mejor no contarlo! Bajo la lluvia o en el calor de los au­tos, en pleno junio, un calor que te quema la garganta y el interior de la nariz, casi como en la Ford. Miraba para distraerme pasar y pasar, a la gente, camino del teatro o del Bois, al atardecer.

Siempre más o menos solo durante las horas libres, pa­saba el rato con libros y periódicos y también con todas las cosas que había visto. Reanudados los estudios, fui pasando los exámenes a trancas y barrancas, al tiempo que me ganaba las habichuelas. Está bien defendida la Ciencia, os lo aseguro; la Facultad es un armario bien cerrado. Muchos tarros y poca confitura. De todos mo­dos, cuando hube terminado mis cinco o seis años de tri­bulaciones académicas, obtuve mi título, muy rimbom­bante. Entonces me apalanqué en los suburbios, como correspondía a mi estilo, en La Garenne-Rancy, ahí, a la salida de París, justo después de la Porte Brancion.

Yo no tenía pretensiones ni ambición tampoco, sólo el deseo de respirar un poco y de jalar algo mejor. Tras po­ner la placa en la puerta, esperé.

La gente del barrio vino, recelosa, a contemplar mi placa. Fueron incluso a preguntar en la comisaría de poli­cía si era yo médico de verdad. Sí, les respondieron. Tie­ne el título, lo es. Entonces se repitió por todo Rancy que acababa de instalarse un médico de verdad, además de los otros. «¡Se va a morir de hambre! -predijo en se­guida mi portera-. ¡Ya hay pero que demasiados médicos por aquí!» Y era una observación exacta.

En los suburbios, la vida llega, por la mañana, sobre todo en los tranvías. Pasaban a montones con multitudes de atontolinados bamboleantes, desde el amanecer, por el Boulevard Minotaure, que bajaban hacia el currelo.

Los jóvenes parecían incluso contentos de ir al currelo. Aceleraban el tráfico, se aferraban a los estribos, los monines, cachondeándose. Hay que ver. Pero, cuando hace veinte años que conoces la cabina telefónica de la tasca, por ejemplo, tan sucia, que siempre la confundes con el retrete, se te quitan las ganas de bromear con las cosas se­rias y con Rancy, en particular. Entonces comprendes dónde te han metido. Las casas te obsesionan, impregna­das todas de orines y con fachadas tétricas; su corazón es del propietario. A ése no lo ves nunca. No se atrevería a aparecer. Envía a su administrador, el muy cabrón. Sin embargo, en el barrio dicen que se muestra muy amable, el casero, cuando se lo encuentran. Eso no compromete a nada.

La luz del cielo en Rancy es la misma que en Detroit, jugo de humo que empapa la llanura desde Levallois. Un desecho de casas destartaladas y sostenidas en el suelo por montañas de basura negra. Las chimeneas, altas y ba­jas, se parecen de lejos a los postes hundidos en el cieno a la orilla del mar. Ahí dentro estamos nosotros.

Hay que tener el valor de los cangrejos también, en Rancy, sobre todo cuando te vas haciendo mayor y estás seguro de que no volverás a salir de allí. Junto a la última parada del tranvía, ahí queda el puente pringoso que se lanza por encima del Sena, enorme cloaca al desnudo. A lo largo de las orillas, los domingos y por las noches la gente trepa a los ribazos para hacer pipí. A los hombres eso los pone meditabundos, sentirse ante el agua que pasa. Orinan con un sentimiento de eternidad, como ma­rinos. Las mujeres, ésas no meditan nunca. Con Sena o sin Sena. Por la mañana, el tranvía lleva, pues, a su multi­tud a apretujarse en el metro. Parece, al verlos escapar a todos en esa dirección, como si les hubiese ocurrido una catástrofe hacia Argenteuil, como si ardiera su tierra. Después de cada aurora, vuelve a darles, se aferran por racimos a las portezuelas, a las barandillas. Gran desba­rajuste. Y, sin embargo, lo que van a buscar a París es un patrón, el que te salva de cascar de hambre, tienen un miedo cerval a perderlo, los muy cobardes. Ahora bien, te la hace transpirar, su pitanza, el patrón. Apestas du­rante diez años, veinte años y más. No es de balde.

Ya en el tranvía, para hacer boca, unas broncas que para qué. Las mujeres son aún más protestonas que los mocosos. Por colarse sin pagar, serían capaces de parali­zar toda la línea. Es cierto que algunas de las pasajeras van ya borrachas, sobre todo las que bajan al mercado hacia Saint-Ouen, las de «quiero y no puedo». «¿A cuán­to van las zanahorias?», van y preguntan mucho antes de llegar para hacer ver que tienen con qué.

Comprimidos como basuras en la caja de hierro, atra­vesamos todo Rancy y con un olor que echa para atrás, sobre todo en verano. En las fortificaciones, se amena­zan, se insultan una última vez y después se pierden de vista, el metro se traga a todos y todo, trajes empapados, vestidos arrugados, medias de seda, metritis y pies sucios como calcetines, cuellos indesgastables y rígidos como vencimientos, abortos en curso, héroes de guerra, todo eso baja chorreando por la escalera con olor a alquitrán y ácido fénico y hasta la obscuridad, con el billete de vuel­ta, que cuesta, él solo, tanto como dos barritas de pan.

La lenta angustia del despido sin explicaciones (con un simple certificado) siempre acechando a los que llegan tarde, cuando el patrón quiera reducir sus gastos genera­les. Recuerdos de la «crisis» a flor de piel, de la última vez en el desempleo, de todos los periódicos con anun­cios que se hubo de leer, cinco reales, cinco reales... de las esperas para buscar currelo. Esos recuerdos bastan para estrangular a un hombre, por muy abrigado que vaya en su gabán «para todas las estaciones».

La ciudad oculta como puede sus muchedumbres de pies sucios en sus largas cloacas eléctricas. No volverán a la superficie hasta el domingo. Entonces, cuando estén fuera, más valdrá quedarse en casa. Un solo domingo viéndolas distraerse bastaría para quitarte para siempre las ganas de broma. En torno al metro, cerca de los bas­tiones, cruje, endémico, el olor de las guerras que colean, de los tufos de aldeas a medio quemar, a medio cocer, de las revoluciones que abortan, de los comercios en quie­bra. Los traperos de la zona llevan siglos quemando los mismos montoncitos húmedos en las zanjas al abrigo del viento. Son unos bárbaros maletas, esos traperos, presa de la priva y la fatiga. Van a toser al dispensario contiguo, en lugar de tirar los tranvías por los taludes e ir a echar una buena meada en la oficina de arbitrios. Ya no hay cojones. Digan lo que digan. Cuando vuelva la guerra, la próxima, volverán a hacer fortuna vendiendo pieles de ratas, cocaína, máscaras de chapa ondulada.

Yo había encontrado, para ejercer la profesión, un pisito cerca de las chabolas, desde donde veía bien los talu­des y al obrero que siempre está en lo alto, mirando al vacío, con el brazo en cabestrillo, herido en accidente la­boral, que ya no sabe qué hacer ni en qué pensar y que no tiene bastante para ir a beber y llenarse la conciencia.

Molly tenía más razón que una santa, empezaba yo a comprenderla. Los estudios te cambian, te infunden or­gullo. Hay que pasar sin falta por ellos para entrar en el fondo de la vida. Antes, lo único que haces es dar vueltas en torno a ella. Te consideras hombre libre, pero tro­piezas con naderías. Sueñas demasiado. Patinas con todas las palabras. No es eso, no es eso. Sólo son intenciones, apariencias. El decidido necesita otra cosa. Con la medi­cina, yo, no demasiado capaz, me había aproximado bas­tante, de todos modos, a los hombres, a los animales, a todo. Ahora lo único que había que hacer era lanzarse sin dudar al montón. La muerte corre tras ti, tienes que darte prisa y comer también, mientras buscas, y, encima, esqui­var la guerra. La tira de cosas que realizar. No es fácil.

Entretanto, pacientes no eran muchos precisamente los que acudían. Hace falta tiempo para arrancar, me de­cían para tranquilizarme. El enfermo, por el momento, era sobre todo yo.

No hay nada más lamentable que La Garenne-Rancy, me parecía, cuando no tienes clientes. La pura verdad. Valdría más no pensar en esos lugares, ¡y yo que había ido precisamente para pensar tranquilo y desde el otro extremo de la Tierra! Estaba guapo. ¡Pobre orgulloso! Se me cayó el mundo encima, pesado y negro... No era como para echarse a reír y, además, no había modo de quitármelo de encima. Menudo tirano es el cerebro, no hay otro igual.

En la planta baja de mi casa vivía Bézin, el modesto chamarilero que me decía siempre, cuando me detenía ante su tienda: «¡Hay que elegir, doctor! ¡Apostar en las carreras o tomar el aperitivo! ¡Una cosa u otra!... ¡Todo no se puede hacer!... ¡Yo el aperitivo es lo que prefiero! No me gusta el juego...»

El aperitivo que prefería era el de «genciana-casis». No era mal tipo, por lo general, pero, después de darle a la priva, un poco atravesado... Cuando iba a abastecerse al Mercado de las Pulgas, se pasaba tres días sin volver a casa, en «expedición», como él decía. Lo volvían a traer. Entonces profetizaba:

«El porvenir ya veo yo cómo va a ser... Como una or­gía interminable va a ser... Y con cine dentro... Basta con ver cómo es ya...»

Veía más lejos incluso en esos casos: «Veo también que habrán dejado de beber... Soy el último, yo, que bebe en el porvenir... Tengo que darme prisa... Conozco mi vicio...»

Todo el mundo tosía en mi calle. Eso mantiene ocupa­da a la gente. Para ver el sol, hay que subir por lo menos hasta el Sacré-Coeur, por culpa de los humos.

Desde allí sí que hay una vista magnífica; te dabas cuen­ta de que allá, en el fondo de la llanura, estábamos noso­tros y las casas donde vivíamos. Pero, cuando las buscabas con detalle, no las encontrabas, ni siquiera la tuya, de tan feo que era, tan feo y tan parecido, todo lo que veías.

Más al fondo aún, el Sena, que no deja de circular, como un gran moco en zigzag de un puente a otro.

Cuando vives en Rancy, ya ni siquiera te das cuenta de que te has vuelto triste. Ya no te quedan ganas de hacer gran cosa y se acabó. A fuerza de hacer economías en todo, por todo, se te han pasado todos los deseos.

Durante meses, pedí dinero prestado aquí y allá. La gente era tan pobre y desconfiada en mi barrio, que había de ser de noche para que se decidieran a llamarme, a mí, pese a ser médico barato. Pasé así noches y más noches buscando diez francos o quince francos por los patinillos sin luna.

Por la mañana, la calle se volvía como un gran tambor de alfombras sacudidas.

Aquella mañana, me encontré a Bébert en la acera, es­taba guardando la portería de su tía, que había salido a hacer la compra. También él levantaba una nube de la acera con una escoba, Bébert.

Quien no levantara polvo por aquellos andurriales, ha­cia las siete de la mañana, sería un guarro de tomo y lomo para los de su propia calle. Alfombras sacudidas, señal de limpieza, casa decente. Con eso basta. Ya te pue­de apestar la boca, que, después de eso, estás tranquilo. Bébert se tragaba todo el polvo que levantaba y también el que le enviaban desde los pisos. Sin embargo, llegaban hasta los adoquines algunas manchas de sol, pero como en el interior de una iglesia, pálidas y tamizadas, místicas.

Bébert me había visto llegar. Yo era el médico de la es­quina, donde para el autobús. Piel demasiado verdusca, manzana que nunca maduraría, Bébert. Se rascaba y de verlo me daban ganas a mí también, de rascarme. Es que también yo tenía pulgas, cierto es, que me pegaban los enfermos por las noches. Te saltan con gusto al abrigo, porque es el lugar más caliente y húmedo que se presen­ta. Eso te lo enseñan en la Facultad.

Bébert abandonó su alfombra para darme los buenos días. Desde todas las ventanas nos miraban hablar.

Mientras haya que amar a alguien, se corre menos ries­go con los niños que con los hombres, tienes al menos la excusa de esperar que sean menos cabrones que nosotros más adelante. Qué poco sabíamos.

Por su cara lívida bailaba aquella infinita sonrisa de afecto puro que nunca he podido olvidar. Una alegría para el universo.

Pocos seres, pasados los veinte años, conservan aún un poquito de ese afecto fácil, el de los animales. ¡El mundo no es lo que creíamos! ¡Y se acabó! Conque, ¡hemos cam­biado de jeta! ¡Y menudo cambio! ¡Por habernos equivo­cado! ¡Perfectos cabrones nos volvemos en un dos por tres! ¡Eso es lo que nos queda en la cara pasados los vein­te años! ¡Un error! Nuestra cara es un puro error.


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