Viaje al fin de



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«¡Eh -va y me dice Bébert-, doctor! ¿A que han reco­gido a uno en la Place des Fétes esta noche? ¿A que le ha­bían cortado el cuello con una navaja? Era usted el que estaba de servicio, ¿verdad?»

«No, no estaba yo de servicio, Bébert, yo no, era el doctor Frolichon...»

«¡Qué pena! Porque mi tía ha dicho que le habría gus­tado que hubiera sido usted... Que se lo habría contado todo...»

«Habrá que esperar a la próxima vez, Bébert.»

«Pasa mucho, ¿eh?, eso de que maten a gente por aquí», comentó también Bébert.

Atravesé su polvo, pero en aquel preciso instante pasa­ba la máquina barredora municipal, zumbando, y un gran tifón saltó del arroyo y colmó toda la calle de más nubes aún, más densas, de color pimienta. Ya no nos veíamos. Bébert saltaba de derecha a izquierda, estornu­dando y gritando, contento. Su cara ojerosa, sus cabellos pringosos, sus piernas de mono tísico, todo eso bailaba, convulsivo, en la punta de la escoba.

La tía de Bébert volvía de la compra, ya había pim­plado lo suyo, también hemos de decir que aspiraba un poco el éter, hábito contraído cuando servía en casa de un médico y había sufrido mucho con las muelas del jui­cio. Ya sólo le quedaban dos de los dientes delanteros, pero siempre se los lavaba sin falta. «Cuando, como yo, se ha servido en casa de un médico, se sabe lo que es la higiene.» Daba consultas médicas por el vecindario e in­cluso bastante lejos, hasta Bezons.

Me habría gustado saber si alguna vez pensaba en algo, la tía de Bébert. No, no pensaba en nada. Hablaba sin pa­rar y sin pensar nunca. Cuando estábamos a solas, sin in­discretos alrededor, me hacía una consulta de balde. Era halagador, en cierto sentido.

«Mire, doctor, tengo que decírselo, ya que es usted médico, ¡Bébert es un cochino!... "Se toca" Me di cuenta hace dos meses y me gustaría saber quién ha podido en­señarle esas guarrerías... ¡Y eso que lo he educado bien! Se lo prohibo... Pero vuelve a empezar...»

«Dígale que se volverá loco», le aconsejé, clásico.

Bébert, que nos estaba escuchando, no estaba de acuerdo.

«No me toco, no es verdad, fue ese chavea, el de los Gagat, quien me propuso...»

«¿Ve usted? Ya sospechaba yo -dijo la tía-. Los Ga­gat, ya sabe usted quiénes digo, los del quinto... Son todos unos viciosos. Al abuelo parece ser que le iba la marcha... ¿Eh? ¡Fíjese usted!... Oiga, doctor, ya que es­tamos, ¿no podría recetarle un jarabe para que no se toque?...»

La seguí hasta la portería para prescribir un jarabe an­tivicio para el chavalín Bébert. Yo era demasiado compla­ciente con todo el mundo y lo sabía de sobra. Nadie me pagaba. Visitaba de balde, sobre todo por curiosidad. Es un error. La gente se venga de los favores que le haces. La tía de Bébert aprovechó, como los demás, mi desinterés orgulloso. Abusó incluso más que la hostia. Yo me hacía el tonto, les dejaba mentirme. Les seguía la corriente. Me tenían en sus manos, lloriqueaban, los enfermos, cada día más, me tenían a su merced. Al mismo tiempo, me mos­traban, bajeza tras bajeza, todo lo que disimulaban en la trastienda de su alma y que no enseñaban a nadie, salvo a mí. No hay dinero para pagar esos horrores. Se te cuelan entre los dedos como serpientes viscosas.

Un día lo contaré todo, si llego a vivir bastante.

«¡Mirad, asquerosos! Dejadme ser amable algunos años más aún. No me matéis todavía. Dejadme parecer servil y desgraciado, lo contaré todo. Os lo aseguro y en­tonces os doblaréis de golpe, como las orugas babosas que en África venían a cagarse en mi choza, y os volveré más sutilmente cobardes e inmundos aún, tanto, pero es que tanto, que tal vez la diñéis, por fin».

«¿Es dulce?», preguntaba Bébert a propósito del ja­rabe.

«Sobre todo, no se lo recete dulce -recomendó la tía- a este pillo... No merece que sea dulce y, además, ¡bastante azúcar me roba ya! Tiene todos los vicios, ¡una cara muy dura! ¡Acabará asesinando a su madre!»

«Pero, ¡si no tengo madre!», replicó, rotundo, Bébert, siempre tan campante.

«¡Me cago en la leche! -dijo entonces la tía-. Como me contestes, te voy a dar una tunda, ¡que vas a saber tú lo que es bueno!» Y fue y se dirigió hacia él, pero Bébert había salido ya corriendo hacia la calle. «¡Viciosa!», le gritó en pleno corredor. La tía se puso colorada como un tomate y volvió hacia mí. Cambiamos de conversación.

«Tal vez debiera usted, doctor, ir a ver a los del entre­suelo del 4 de la Rué des Mineures... Es un antiguo em­pleado de notaría, le han hablado de usted... Yo le he di­cho que era el médico más amable con los enfermos que conozco.»

Al instante supe que me estaba mintiendo, la tía. Su médico preferido era Frolichon. Era el que recomendaba siempre, cuando podía; a mí, al contrario, me ponía verde en todo momento. Mi humanitarismo provocaba en ella un odio animal. Era un bicho, no hay que olvidarlo. Sólo, que Frolichon, a quien ella admiraba, le hacía pagar al contado, conque iba y me consultaba de balde. Para que me hubiera recomendado, tenía que ser, pues, otra con­sulta gratuita o, si no, un asunto muy sucio. Al marchar­me, pensé, de todos modos, en Bébert.

«Hay que sacarlo -le dije-, no sale bastante ese niño...»

«¿Adonde quiere que vayamos? Con la portería no puedo ir demasiado lejos...»

«Llévelo por lo menos al parque, los domingos...»

«Pero si hay más gente y polvo que aquí, en el par­que... Parecemos sardinas en lata.»

Su observación era pertinente. Busqué otro lugar que aconsejarle.

Tímidamente, le propuse el cementerio.

El cementerio de La Garenne-Rancy es el único espa­cio un poco arbolado y de cierta extensión por esa zona.

«¡Hombre, es verdad! No se me había ocurrido. ¡Po­dríamos ir allí!»

Justo entonces volvía Bébert.

«¿Y a ti, Bébert? ¿Te gustaría ir de paseo al cemente­rio? Tengo que preguntárselo, doctor, porque para los pa­seos también es terco como una mula, ¡se lo aseguro!...»

Precisamente Bébert carecía de opinión. Pero la idea gustó a la tía y eso bastaba. Sentía debilidad por los ce­menterios, la tía, como todos los parisinos. Parecía como si, a propósito de eso, se fuera a poner por fin a pensar. Examinaba los pros y los contras. Las fortificaciones están llenas de golfos... En el parque hay demasiado pol­vo, eso desde luego... Mientras que en el cementerio, es verdad, no se está mal... Y, además, la que allí va los do­mingos es gente bastante decente y que sabe comportar­se... Y, además, lo que es muy cómodo es que se puede hacer la compra de vuelta por el Boulevard de la Liberté, donde aún hay tiendas abiertas los domingos.

Y concluyó: «Bébert, lleva al doctor a casa de la señora Henrouille, Rué des Mineures... ¿Sabes dónde vive, eh, Bébert, la señora Henrouille?»

Bébert sabía dónde estaba todo, con tal de que fuera oportunidad para dar un garbeo.
Entre la Rué Ventru y la Place Lénine ya casi todas eran casas de alquiler. Los constructores habían cogido casi todo el campo que aún había allí, Les Garennes, como lo llamaban. Ya sólo quedaba un poquito, hacia el final, al­gunos solares, después del último farol de gas.

Encajonados entre los edificios, enmohecían así algu­nos hotelitos resistentes, cuatro habitaciones con una gran estufa en el pasillo de abajo; apenas encendían el fuego, cierto es, por economizar. Humea con la hume­dad. Eran hotelitos de rentistas, los que quedaban. En cuanto entrabas, tosías con el humo. No eran rentistas ri­cos los que habían quedado por allí, no, sobre todo los Henrouille, donde me habían enviado. Pero, aun así, eran gente que poseía alguna cosilla.

Al entrar, olía de lo lindo, en casa de los Henrouille, además del humo, el retrete y el guiso. Acababan de pa­gar su hotelito. Eso representaba sus cincuenta buenos años de economías. En cuanto entrabas en su casa y los veías, te preguntabas qué les pasaba, a los dos. Bueno, pues, lo que les pasaba, a los Henrouille, lo que en ellos parecía natural, era que nunca habían gastado, durante cincuenta años, un solo céntimo, ninguno de los dos, sin haberlo lamentado. Con su carne y su espíritu habían ad­quirido su casa, como el caracol. Pero el caracol lo hace sin darse cuenta.

Los Henrouille, en cambio, no salían de su asombro por haber pasado por la vida nada más que para tener una casa e, igual que las personas a las que acaban de sa­car de un encierro entre cuatro paredes, les resultaba ex­traño. Debe de poner una cara muy rara la gente, cuando la sacan de una mazmorra.

Desde antes de casarse, ya pensaban, los Henrouille, en comprarse una casa. Por separado, primero, y, des­pués, juntos. Se habían negado a pensar en otra cosa du­rante medio siglo y, cuando la vida los había obligado a pensar en otra cosa, en la guerra, por ejemplo, y sobre todo en su hijo, se habían puesto enfermos a morir.

Cuando se habían instalado en su hotelito, recién casa­dos, con sus diez años ya de ahorros cada uno, no estaba acabado del todo. Estaba situado aún en medio del cam­po, el hotelito. Para llegar hasta él, en invierno, había que coger los zuecos; los dejaban en la frutería de la esquina de la Révolte, al ir, por la mañana, al currelo, a las seis, en la parada del tranvía tirado por caballos, para París, a tres kilómetros de allí, por veinte céntimos.

Hace falta buena salud para perseverar toda una vida en régimen semejante. Su retrato estaba encima de la cama, en el primer piso, sacado el día de la boda. Tam­bién estaban pagados la alcoba y los muebles y desde ha­cía mucho incluso. Por cierto, que todas las facturas pa­gadas desde hace diez, veinte, cuarenta años estaban guardadas juntas y grapadas en el cajón de arriba de la cómoda y el libro de cuentas, totalmente al día, estaba abajo, en el comedor, donde nunca se comía. Henrouille te lo podía enseñar todo aquello, si lo deseabas. El sábado era él quien se encargaba de hacer el balance de cuentas en el comedor. Ellos siempre habían comido en la cocina.

Fui enterándome de todo aquello, poco a poco, por ellos y por otros y también por la tía de Bébert. Cuando los conocí mejor, me contaron ellos mismos su terror, el de toda su vida, el de que su hijo único, lanzado al co­mercio, hiciera malos negocios. Durante treinta años los había hecho despertarse casi cada noche, poco o mucho, ese siniestro pensamiento. ¡Una tienda de plumas, tenía el chico! ¡Imaginaos si ha habido crisis en el ramo de las plumas desde hace treinta años! Tal vez no haya habido un negocio peor que el de la pluma, más inseguro.

Hay negocios tan malos, que ni siquiera se le ocurre a uno pedir dinero prestado para sacarlos a flote, pero hay otros que siempre andan con préstamos a vueltas. Cuan­do pensaban en un préstamo así, aun ahora con la casa pagada y todo, se levantaban de sus sillas, los Henrouille, y se miraban rojos como tomates. ¿Qué habrían hecho ellos en un caso así? Se habrían negado.

Habían decidido desde siempre negarse a cualquier préstamo... Por los principios, para guardarle un peculio, una herencia y una casa, a su hijo, el Patrimonio. Así ra­zonaban. Hijo serio, desde luego, el suyo, pero en los ne­gocios puedes verte arrastrado...

A todas las preguntas respondía yo igual que ellos.

Mi madre, también, se dedicaba al comercio; nunca nos había aportado otra cosa que miserias, su comercio, un poco de pan y muchos quebraderos de cabeza. Con­que a mí no me gustaban tampoco, los negocios. El ries­go de ese hijo, el peligro de esa idea de préstamo, que ha­bría podido, en último caso, acariciar, en caso de dificultades con un vencimiento, lo comprendía a la pri­mera. No hacía falta explicarme. Él, Henrouille padre, había sido pasante de un notario en el Boulevard Sebas­topol durante cincuenta años. Conque, ¡menudo si conocía historias de dilapidación de fortunas! Incluso me con­tó algunas tremendas. La de su propio padre, en primer lugar; e incluso por la quiebra de su propio padre preci­samente no había podido hacer la carrera de profesor, Henrouille, después del bachillerato, y había tenido que colocarse en seguida de escribiente. Son cosas que no se olvidan.

Por fin, con la casa pagada, suya y bien suya, sin un céntimo de deudas, ¡ya no tenían que preocuparse, los dos, por la seguridad! Habían cumplido los sesenta y seis años.

Y, mira por dónde, fue él, entonces, y empezó a sentir­se indispuesto o, mejor dicho, hacía mucho que la sentía, esa indisposición, pero antes no hacía caso, con lo de la casa por pagar. Una vez que ésta fue asunto liquidado y concluido, firmado y bien firmado, se puso a pensar en su dichosa indisposición. Como mareos y después piti­dos de vapor en cada oído le daban.

Fue también por aquella época cuando empezó a com­prar el periódico, ¡ya que en adelante podían muy bien permitirse ese lujo! Precisamente en el periódico aparecía escrito y descrito todo lo que él sentía, Henrouille, en los oídos. Conque compró el medicamento que recomenda­ba el anuncio, pero no había experimentado el menor cambio; al contrario: parecían habérsele intensificado los pitidos. ¿Tal vez sólo de pensarlo? De todos modos, fue­ron juntos a consultar al médico del dispensario. «Es la presión arterial», les dijo éste.

La frase le había impresionado. Pero, en el fondo, aquella obsesión le aparecía en momento muy oportuno. Se había quemado la sangre tanto y durante tantos años, por la casa y los vencimientos de su hijo, que había algo así como un espacio libre de repente en la trama de an­gustias que lo tenían acogotado desde hacía cuarenta años con los vencimientos y alimentaban su constante fervor temeroso. Ahora que el médico le había hablado de su presión arterial, la escuchaba, su tensión, latir con­tra la almohada, en el fondo de su oído. Se levantaba in­cluso para tomarse el pulso y después se quedaba muy inmóvil, junto a la cama, de noche, mucho rato, para sen­tir su cuerpo estremecerse con leves sacudidas, cada vez que latía su corazón. Era su muerte, se decía, todo aque­llo, siempre había tenido miedo a la vida, ahora vinculaba su miedo a algo, a la muerte, a su tensión, igual que lo ha­bía vinculado durante cuarenta años al peligro de no po­der acabar de pagar la casa.

Seguía siendo desgraciado, igual, pero ahora tenía que apresurarse a buscar una nueva razón válida para serlo. No es tan fácil como parece. No basta con decirse: «Soy desgraciado.» Además, hay que demostrárselo, conven­cerse sin remedio. No pedía otra cosa él: poder encontrar para el miedo que sentía un motivo bien sólido y válido de verdad. Tenía 22 de tensión, según el médico. No es moco de pavo 22. El médico le había enseñado a encon­trar el camino de su muerte.

El dichoso hijo, comerciante en plumas, casi nunca aparecía. Una o dos veces por Año Nuevo. Y se acabó. Pero ahora, ¡ya podía venir, ya, el comerciante en plu­mas! Ya no había nada que pedir prestado a papá y mamá. Conque ya apenas iba a verlos, el hijo.

A la señora Henrouille, en cambio, tardé algún tiempo más en llegar a conocerla; ella, en cambio, no sufría de ninguna angustia, ni siquiera la de su muerte, que no era capaz de imaginar. Se quejaba sólo de su edad, pero sin pensarlo de verdad, por hacer como todo el mundo, y también de que la vida «subía». Su difícil misión estaba cumplida. La casa pagada. Para liquidar las letras más rá­pido, las últimas, se había puesto incluso a coser botones en chalecos para unos grandes almacenes. «Lo que hay que coser por cinco francos, ¡es que parece increíble!»

Y para ir a entregar el currelo, siempre tenía líos en el au­tobús; una tarde hasta le habían pegado. Una extranjera había sido, la primera extranjera, la única, a la que había hablado en su vida, para insultarla.

Las paredes del hotelito se conservaban aún bien secas en tiempos, cuando el aire circulaba alrededor, pero, aho­ra que las altas casas de alquiler la rodeaban, todo cho­rreaba humedad, hasta las cortinas, que se manchaban de moho.

Comprada la casa, la señora Henrouille se había mos­trado, durante todo el mes siguiente, risueña, perfecta, encantada, como una religiosa después de la comunión. Había sido ella incluso quien había propuesto a Hen­rouille: «Mira, Jules, a partir de hoy vamos a comprarnos el periódico todos los días, podemos permitírnoslo...» Así mismo. Acababa de pensar en él, de mirar a su mari­do, y después había mirado a su alrededor y, al final, ha­bía pensado en su madre, la suegra Henrouille. Se había vuelto a poner seria, al instante, la hija, como antes de que hubieran acabado de pagar. Y así fue como volvió todo a empezar, con aquel pensamiento, porque aún ha­bía que hacer economías en relación con la madre de su marido, la vieja esa, de la que no hablaba a menudo el matrimonio, ni a nadie de fuera.

En el fondo del jardín estaba, en el cercado en que se acumulaban las escobas viejas, las jaulas viejas de gallinas y todas las sombras de los edificios de alrededor. Vivía en una planta baja de la que casi nunca salía. Y, por cierto, que sólo para pasarle la comida era el cuento de nunca acabar. No quería dejar entrar a nadie en su reducto, ni siquiera a su hijo. Tenía miedo de que la asesinaran, se­gún decía.

Cuando se le ocurrió la idea, a la nuera, de emprender nuevas economías, habló primero con su marido, para tantearlo, para ver si no podrían ingresar, por ejemplo, a la vieja donde las hermanitas de San Vicente, religiosas que precisamente se ocupaban de esas viejas chochas en su asilo. Él no respondió ni que sí ni que no. Era otra cosa lo que lo tenía ocupado en aquel momento, los zumbidos en el oído, que no cesaban. A fuerza de pen­sarlo, de escucharlos, aquellos ruidos, se había dicho que le impedirían dormir, aquellos ruidos abominables. Y los escuchaba, en efecto, en lugar de dormir, silbidos, tambo­res, runruns... Era un nuevo suplicio. No podía quitárse­lo de la cabeza ni de día ni de noche. Llevaba todos los ruidos dentro.

Poco a poco, de todos modos, al cabo de unos meses así, la angustia se fue consumiendo y ya no le quedaba bastante para ocuparse sólo de ella. Conque volvió al mercado de Saint-Ouen con su mujer. Era, según decían, el más económico de los alrededores, el mercado de Saint-Ouen. Salían por la mañana para todo el día, por los cálculos y comentarios que iban a tener que cambiar sobre los precios de las cosas y las economías que acaso habrían podido hacer con esto en lugar de con lo otro... Hacia las once de la noche, en casa, volvía a darles el mie­do a ser asesinados. Era un miedo regular. El menos que su mujer. Él, sobre todo, los ruidos de los oídos, a los que, hacia esa hora, cuando la calle estaba del todo silen­ciosa, volvía a aferrarse desesperado. «¡Con esto no voy a poder dormir! -se repetía en voz alta para angustiarse mucho más-. ¡No te puedes hacer idea!»

Pero ella nunca había intentado entender lo que quería decir ni imaginar lo que lo atormentaba con sus proble­mas de oídos. «Pero, ¿me oyes bien?», iba y le preguntaba.

«Sí», le respondía él.

«Pues entonces, ¡no hay problema!... Más valdría que pensaras en lo de tu madre, que nos cuesta tan cara, y, además, que la vida sube todos los días... ¡Y es que su vi­vienda se ha vuelto una leonera!...»

La asistenta iba a su casa tres horas por semana para lavar, era la única visita que habían recibido durante mu­chos años. Ayudaba también a la señora Henrouille a ha­cer su cama y, para que la asistenta tuviera muchos de­seos de repetirlo por el barrio, cada vez que daban la vuelta al colchón juntas desde hacía diez años, la señora Henrouille anunciaba con la voz más alta posible: «¡En esta casa nunca hay dinero!» Como indicación y precau­ción, así, para desanimar a los posibles ladrones y ase­sinos.

Antes de subir a su alcoba, juntos, cerraban con mu­cho cuidado todas las salidas, sin quitarse ojo mutuamen­te. Y después iban a echar una mirada hasta la vivienda de la suegra, al fondo del jardín, para ver si su lámpara se­guía encendida. Era la señal de que aún vivía. ¡Gastaba una de petróleo! Nunca apagaba la lámpara. Tenía miedo de los asesinos, también ella, y de sus hijos al mismo tiempo. Desde que vivía allí, hacía veinte años, nunca ha­bía abierto las ventanas, ni en invierno ni en verano, y tampoco había apagado nunca la lámpara.

Su hijo le guardaba el dinero, a la madre, pequeñas rentas. El se encargaba. Le dejaban la comida delante de la puerta. Guardaban su dinero. Como Dios manda. Pero ella se quejaba de esas diversas disposiciones y no sólo de ellas, de todo se quejaba. A través de la puerta, ponía de vuelta y media a todos los que se acercaban a su cuar­to. «No es culpa mía que se haga usted vieja, abuela -in­tentaba parlamentar la nuera-. Tiene usted dolores como todas las personas ancianas...»

«¡Anciana lo serás tú! ¡Cacho sinvergüenza! ¡So guarra! ¡Vosotros sois los que me haréis cascar con vuestros asquerosos embustes!...»

Negaba la edad con furor, la vieja Henrouille... Y se debatía, irreconciliable, a través de su puerta, contra los azotes del mundo entero. Rechazaba como asquerosa impostura el contacto, las fatalidades y las resignaciones de la vida exterior. No quería ni oír hablar de todo aquello. «¡Son engaños! -gritaba-. ¡Y vosotros mismos los habéis inventado!»

De todo lo que sucedía fuera de su casucha se defendía atrozmente y de todas las tentaciones de acercamiento y conciliación también. Tenía la certeza de que, si abría la puerta, las fuerzas hostiles acudirían en tropel hasta den­tro de su casa, se apoderarían de ella y sería el fin una vez por todas.

«Ahora son astutos -gritaba-. Tienen ojos por toda la cabeza y bocas hasta el ojo del culo y más y sólo para mentir... Así son...»

No tenía pelos en la lengua, así había aprendido a ha­blar en París, en el mercado de Temple, donde había sido chamarilera como su madre, de muy joven... Era de una época en que la gente humilde aún no había aprendido a escucharse envejecer.

«¡Si no quieres darme dinero, me pongo a trabajar! -gritaba a su nuera-. ¿Oyes, bribona? ¡Me pongo a tra­bajar!»

«Pero, ¡si ya no puede usted trabajar, abuela!»

«Conque no puedo, ¿eh? ¡Intenta entrar aquí y verás! ¡Te voy a enseñar si puedo o no puedo!»

Y volvían a dejarla protegida en su reducto. De todos modos, querían enseñármela a toda costa, a la vieja, para eso me habían llamado, y para que nos recibiera, ¡menu­das artimañas hubo que utilizar! Pero, en fin, yo no aca­baba de entender del todo para qué me querían. La por­tera, la tía de Bébert, había sido quien les había dicho y repetido que yo era un médico muy agradable, muy ama­ble, muy complaciente... Querían saber si podía conse­guir mantenerla tranquila, a su vieja, sólo con medica­mentos... Pero lo que deseaban aún más, en el fondo (y, sobre todo, la nuera), era que la mandase internar de una vez por todas, a la vieja... Después de llamar a la puerta durante una buena media hora, abrió, por fin y de repen­te, y me la encontré ahí, delante, con los ojos ribeteados de serosidades rosadas. Pero su mirada bailaba, muy vi­varacha, de todos modos, por encima de sus mejillas flác­cidas y grises, una mirada que te atraía la atención y te hacía olvidar todo el resto, por el placer que te hacía sen­tir, a tu pesar, y que intentabas retener después por ins­tinto, la juventud.

Aquella mirada alegre animaba todo a su alrededor, en la sombra, con un júbilo juvenil, con una animación mí­nima, pero pura, de la que ahora carecemos; su cascada voz, cuando vociferaba, repetía, alegre, las palabras, cuando se dignaba hablar como todo el mundo y te las hacía brincar entonces, frases y oraciones, caracolear y todo y rebotar vivas con mucha gracia, como sabía la gente hacer con la voz y las cosas de su entorno en los tiempos en que no darse maña para contar y cantar, una cosa tras otra, con habilidad, era vergonzoso, propio de bobos y enfermos.

La edad la había cubierto, como a un árbol viejo y tembloroso, de ramas alegres.

Era alegre, la vieja Henrouille, cascarrabias, cocham­brosa, pero alegre. La indigencia en que vivía desde hacía más de veinte años no había dejado marca en su alma. Al contrario, se había encogido para defenderse del exterior, como si el frío, todo lo horrible y la muerte sólo debieran venir de él, no de dentro. De dentro nada parecía temer, parecía absolutamente segura de su cabeza, como de algo innegable y comprendido, de una vez por todas.


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