Viaje al fin de



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Y yo que corría tanto tras la mía y en torno del mun­do, además.

«Loca» la llamaban, a la vieja; es muy fácil de decir, eso de «loca». No había salido de aquel reducto más de tres veces en doce años, ¡y se acabó! Tal vez tuviera sus razones... No quería perder nada... No iba a decírnoslas a no­sotros, que habíamos perdido la inspiración de la vida.

La nuera volvía a su proyecto de internamiento. «¿No le parece, doctor, que está loca?... ¡Ya no hay modo de hacerla salir!... Sin embargo, ¡le sentaría bien de vez en cuando!... ¡pues claro, abuela, que le sentaría bien!... No diga que no... ¡Le sentaría bien!... Se lo aseguro.» La vieja sacudía la cabeza, cerrada, tozuda, salvaje, cuando la invi­taban así...

«No quiere que se ocupen de ella... Prefiere andar ahí, arrinconada... Hace frío en su cuarto y no hay fuego... No puede ser, vamos, que siga así... ¿Verdad, doctor, que no puede ser?...»

Yo hacía como que no entendía. Henrouille, por su parte, se había quedado junto a la estufa, prefería no sa­ber exactamente lo que andábamos tramando, su mujer, su madre y yo.,.

La vieja volvió a encolerizarse.

«Entonces, ¡devolvedme todo lo que me pertenece y me iré de aquí!... ¡Yo tengo para vivir!... ¡Y es que no volveréis a oír hablar de mí!... ¡De una vez por todas!...»

«¿Para vivir? Pero, bueno, abuela, ¡si con sus tres mil francos al año no puede vivir!.... ¡La vida ha subido desde la última vez que salió usted!... ¿Verdad, doctor, que sería mucho mejor que fuera al asilo de las hermanitas, como le decimos?... ¿Que la atenderán bien, las hermanitas?... Son muy buenas, las hermanitas...»

«¿Al asilo?... ¿Al asilo?... -se rebeló al instante-. ¡No he estado nunca en el asilo!... ¿Y por qué no a casa del cura, ya que estamos?... ¿Eh? Si no tengo bastante dine­ro, como decís, pues, ¡me pondré a trabajar!...»

«¿A trabajar? Pero, ¡abuela! ¿Dónde? ¡Ay, doctor! Mire usted qué idea: ¡trabajar! ¡A su edad! ¡Cuando va a cumplir los ochenta años! ¡Es una locura, doctor! ¿Quién iba a aceptarla? Pero, abuela, ¡usted está loca!...»

«¡Loca! ¡Ni hablar! ¡En ningún sitio!... Pero tú sí que sí, ¡en algún lado!... ¡Cacho canalla!...»

«¡Escúchela, doctor, cómo delira y me insulta ahora! ¿Cómo quiere usted que sigamos teniéndola aquí?»

La vieja se volvió entonces, me plantó cara a mí, su nuevo peligro.

«¿Qué sabe ése si yo estoy loca? ¿Acaso está dentro de mi cabeza? ¿O de la vuestra? ¡Tendría que estarlo para saberlo!... Conque, ¡largaos los dos!... ¡Marchaos de mi casa!... ¡Sois peores que el invierno de seis meses para amargarme!... Más vale que vaya a ver a mi hijo, ¡en lugar de andar de cháchara por aquí! ¡Necesita mucho más que yo un médico, ése! ¡Que ya ni le quedan dientes! ¡Y eso que los tenía bien bonitos, cuando yo me ocupaba de él!... Hale, venga, ¡largo de aquí los dos!» Y nos dio con la puerta en las narices.

Seguía espiándonos aún con su lámpara, cuando nos alejábamos por el patio. Cuando lo hubimos atravesado, cuando ya estuvimos bastante lejos, volvió a echarse a reír. Se había defendido bien.

Al regreso de aquella excursión enojosa, Henrouille seguía junto a la estufa y dándonos la espalda. Sin embar­go, su mujer no cesaba de acribillarme a preguntas y siempre en el mismo sentido... Tenía cara muy morena y taimada, la nuera. No separaba apenas los codos del cuerpo, cuando hablaba. No gesticulaba nada. De todos modos, estaba empeñada en que aquella visita del médico no fuera inútil, pudiese servir para algo... El coste de la vida aumentaba sin cesar... La pensión de la suegra no bastaba... Al fin y al cabo, también ellos envejecían... No podían seguir viviendo como antes, siempre con el miedo a que la vieja muriera desatendida... Provocara un incen­dio, por ejemplo... Entre sus pulgas y su suciedad... En lugar de ir a un asilo decente, donde se ocuparían muy bien de ella...

Como yo aparenté ser de su opinión, se volvieron aún más amables los dos... prometieron elogiarme mucho por el barrio. Si aceptaba ayudarlos... Compadecerme de ellos... Librarlos de la vieja... Tan desgraciada también ella, en las condiciones en que se empeñaba en vivir...

«Y, además, es que podríamos alquilar su vivienda», su­girió el marido, despertando de repente... Había meti­do la pata bien, al hablar de eso delante de mí. Su mujer le dio un pisotón por debajo de la mesa. Él no entendía por qué.

Mientras se peleaban, yo me imaginaba el billete de mil francos que podría ganarme sólo con extender el certifi­cado de internamiento. Parecían desearlo con ganas... Se­guramente la tía de Bébert les había informado en con­fianza sobre mí y les había contado que en todo Rancy no había un médico tan boqueras como yo... Que conse­guirían de mí lo que quisiesen... ¡No iban a ofrecer a Frolichon semejante papeleta! ¡Era un virtuoso, ése!

Estaba absorto en esas reflexiones, cuando la vieja irrumpió en la habitación donde conspirábamos. Parecía que se lo oliera. ¡Qué sorpresa! Se había remangado las harapientas faldas contra el vientre y ahí estaba ponién­donos verdes de repente y a mí en particular. Había ve­nido sólo para eso desde el fondo del patio.

«¡Granuja! -me decía a mí directamente-. ¡Ya te pue­des largar! ¡Fuera de aquí, te digo! ¡No vale la pena que te quedes!... ¡No voy a ir al manicomio!... Y a donde las monjas tampoco, ¡para que te enteres!... ¡De nada te va a servir hablar y mentir!... ¡No vas a poder conmigo, ven­dido!... ¡Irán ellos antes que yo, esos cabrones, que abu­san de una vieja!... Y tú también, canalla, irás a la cárcel. ¡Te lo digo yo! ¡Y dentro de poco, además!»

Estaba visto, no tenía potra yo. ¡Para una vez que se podían ganar mil francos de golpe! Me fui con viento fresco.

En la calle se asomaba aún por encima del pequeño pe­ristilo para insultarme de lejos, en plena negrura, en la que yo me había refugiado: «¡Canalla!... ¡Canalla!», gri­taba. Resonaba bien. ¡Qué lluvia! Corrí de un farol a otro hasta el urinario de la Place des Fetes. Primer re­fugio.


En el edículo, a la altura de las piernas, me encontré a Bébert precisamente. Había entrado para protegerse tam­bién él. Me había visto correr, al salir de la casa de los Henrouille. «¿Viene usted de su casa? -me preguntó-. Ahora tendrá usted que subir al quinto de nuestra casa, a ver a la hija...» A aquella clienta, de la que me hablaba, la conocía yo bien, la de las caderas anchas... La de los her­mosos muslos largos y suaves... Había un no sé qué de ternura, voluntad y gracia en sus movimientos, propio de las mujeres sexualmente equilibradas. Había venido a consultarme varias veces por el dolor de vientre que no se le iba. A los veinticinco años, con tres abortos a las es­paldas, sufría de complicaciones y su familia lo llamaba anemia.

Había que ver lo sólida y bien hecha que estaba, con un gusto por los coitos como pocas mujeres tienen. Dis­creta en la vida, de modales y expresión razonables. Nada histérica. Pero bien dotada, bien alimentada, bien equilibrada, auténtica campeona de su clase, así mismo. Una hermosa atleta para el placer. Nada había malo en eso. Sólo a hombres casados frecuentaba. Y sólo entendi­dos, hombres que sabían reconocer y apreciar los hermo­sos logros naturales y que no consideraban buen asunto a una viciosilla cualquiera. No, su piel trigueña, su sonrisa amable, sus andares y la amplitud noblemente móvil de sus caderas le valían entusiasmos profundos, merecidos, por parte de ciertos jefes de oficina que sabían lo que querían.

Sólo, que, claro está, no podían, de todos modos, di­vorciarse por eso, los jefes de negociado. Al contrario, era una razón para seguir felices en su matrimonio. Con­que, todas las veces, al tercer mes de estar encinta, iba, sin falta, a buscar a la comadrona. Cuando se tiene tempera­mento pero no un cornudo a mano, no todos los días hay diversión.

Su madre me entreabrió la puerta con precauciones de asesinato. Susurraba, la madre, pero tan fuerte, con tal in­tensidad, que era peor que las imprecaciones.

«¿Qué he podido hacer al cielo, doctor, para tener una hija así? Ah, por lo menos, ¡no diga nada en el barrio, doctor!... ¡Confío en usted!» No cesaba de agitar su es­panto ni de correrse de gusto con lo que podrían pensar sobre el caso los vecinos y las vecinas. En trance de ton­tería inquieta estaba. Duran mucho esos estados.

Me iba dejando acostumbrarme a la penumbra del pa­sillo, al olor de los puerros para la sopa, al empapelado de las paredes, a los ramajes absurdos de éstas, a su voz de estrangulada. Por fin, de farfulleos en exclamaciones, llegamos junto a la cama de la hija, postrada, la enferma, a la deriva. Quise examinarla, pero perdía tanta sangre, era tal papilla, que no se le podía ver ni un centímetro de vagina. Cuajarones. Hacía «gluglú» entre sus piernas como en el cuello cortado del coronel en la guerra. Me li­mité a colocarle de nuevo el algodón y a arroparla.

La madre no miraba nada, sólo se oía a sí misma. «¡Me voy a morir, doctor! -clamaba-. ¡Me voy a morir de ver­güenza!» No intenté disuadirla en absoluto. No sabía qué hacer. En el pequeño comedor contiguo, veíamos al padre, que se paseaba de un extremo a otro. Él no debía de tener preparada aún su actitud para el caso. Tal vez es­perara a que los acontecimientos se concretasen antes de elegir una actitud. Se encontraba en una especie de limbo. Las personas van de una comedia a otra. Mientras no esté montada la obra y no distingan aún sus contornos, su pa­pel propicio, permanecen ahí, con los brazos caídos, ante el acontecimiento, y los instintos replegados como un paraguas, bamboleándose de incoherencia, reducidos a sí mismos, es decir, a nada. Cabrones sin ánimos.

Pero la madre, ésa sí, lo desempeñaba, el papel princi­pal, entre la hija y yo. El teatro podía desplomarse, le im­portaba tres cojones, se encontraba a gusto en él, buena y bella.

Yo sólo podía contar con mis propias fuerzas para des­hacer la mierda del hechizo.

Aventuré el consejo de que la trasladaran de inmediato a un hospital para que la operasen rápido.

¡Ah, desgraciado de mí! Con ello le proporcioné su más hermosa réplica, la que estaba esperando.

«¡Qué vergüenza! ¡El hospital! ¡Qué vergüenza, doc­tor! ¡A nosotros! ¡Ya sólo nos faltaba esto! ¡El colmo!»

Yo no tenía nada más que decir. Me senté, pues, y es­cuché a la madre debatirse aún más tumultuosa, liada en los camelos trágicos. Demasiada humillación, demasiado apuro conducen a la inercia definitiva. El mundo es de­masiado pesado para uno. Abandonas. Mientras invoca­ba, provocaba al Cielo y al Infierno, atronaba con su des­gracia, yo bajaba la nariz y, al hacerlo, destrozado, veía formarse bajo la cama de la hija un charquito de sangre; un reguerito chorreaba despacio de ella a lo largo de la pared y hacia la puerta. Una gota, desde el somier, caía con regularidad. ¡Plaf! ¡Plaf! Las toallas entre las piernas rebosaban de rojo. Pregunté, de todos modos, con voz tí­mida si ya había expulsado toda la placenta. Las manos de la muchacha, pálidas y azuladas en los extremos, col­gaban a cada lado de la cama, sin fuerza. Ante mi pregun­ta, fue la madre de nuevo la que respondió con un torrente de jeremiadas repulsivas. Pero reaccionar era, des­pués de todo, demasiado para mí.

Estaba tan obsesionado, yo mismo, desde hacía tanto, por la mala suerte, dormía tan mal, que ya no tenía el me­nor interés, en aquella deriva, por que sucediera esto en lugar de lo otro. Me limitaba a pensar que para escu­char a aquella madre vociferante se estaba mejor sentado que de pie. Cualquier cosa basta, cuando has llegado a es­tar del todo resignado, para darte placer. Y, además, ¡qué fuerza no me habría hecho falta para interrumpir a aque­lla salvaje en el preciso momento en que no sabía «cómo salvar el honor de la familia»! ¡Qué papelón! Y, además, ¡es que seguía gritándolo! Tras cada aborto, yo lo sabía por experiencia, se explayaba del mismo modo, entrena­da, claro está, para hacerlo cada vez mejor. ¡Iba a durar lo que ella quisiera! Aquella vez me parecía dispuesta a de­cuplicar sus efectos.

Ella también, pensaba yo, debía de haber sido una criatura hermosa, la madre, bien pulposa en su tiempo, pero más verbal, de todos modos, derrochadora de ener­gía, más demostrativa que la hija, cuya concentrada inti­midad había sido un auténtico y admirable logro de la naturaleza. Esas cosas no se han estudiado aún maravillo­samente, como merecen. La madre adivinaba esa superio­ridad animal de la hija sobre ella y, celosa, reprobaba todo por instinto, su forma de dejarse cepillar hasta pro­fundidades inolvidables y de gozar como un continente.

El aspecto teatral del desastre la entusiasmaba, en cual­quier caso. Acaparaba con sus dolorosos trémolos el re­ducido mundillo en que estábamos enfangados por su culpa. Tampoco podíamos pensar en alejarla. Sin embar­go, yo debería haberlo intentado. Haber hecho algo... Era mi deber, como se suele decir. Pero me encontraba demasiado bien sentado y demasiado mal de pie.

Su casa era un poco más alegre que la de los Henrouilie, igual de fea, pero más confortable. Había buena tem­peratura. No era siniestro, como allá abajo, sólo feo, tranquilamente.

Atontado de fatiga, mis miradas vagaban por las cosas de la habitación. Cosillas sin valor que había poseído desde siempre la familia, sobre todo el tapete de la chime­nea con borlas de terciopelo rosa, de las que ya no se en­cuentran en los almacenes, y ese napolitano de porcelana y el costurero con espejo biselado, cuya réplica debía de tener una tía de provincias. No avisé a la madre sobre el charco de sangre que veía formarse bajo la cama ni sobre las gotas que seguían cayendo puntuales, habría gritado aún más fuerte sin por ello escucharme. No iba a acabar nunca de quejarse e indignarse. Tenía vocación.

Más valía callarse y mirar afuera, por la ventana, los terciopelos grises de la tarde que se apoderaban ya de la avenida de enfrente, casa por casa, primero las más pe­queñas y luego las demás, las grandes, y después la gente que se agitaba entre ellas, cada vez más débiles, equívo­cos y desdibujados, vacilando de una acera a otra antes de ir a hundirse en la obscuridad.

Más lejos, mucho más lejos que las fortificaciones, filas e hileras de lucecitas dispersas por toda la sombra como clavos, para tender el olvido sobre la ciudad, y otras lucecitas más que centelleaban entre ellas, verdes, pestañea­ban, rojas, venga barcos y más barcos, toda una escuadra venida allí de todas partes para esperar, trémula, a que se abriesen tras la Torre las enormes puertas de la Noche.

Si aquella madre se hubiera tomado un respiro, hubie­se guardado silencio un momento, habríamos podido por lo menos abandonarnos, renunciar a todo, intentar olvi­dar que había que vivir. Pero me acosaba.

«¿Y si le diera una lavativa, doctor? ¿Qué le parece?» No respondí ni que sí ni que no, pero aconsejé una vez más, ya que tenía la palabra, que la enviaran de inmediato al hospital. Otros aullidos, aún más agudos, más decidi­dos, más estridentes, como respuesta. Era inútil.

Me dirigí despacio hacia la puerta, a la chita callando.

Ahora la sombra nos separaba de la cama.

Ya casi no distinguía las manos de la muchacha, colo­cadas sobre las sábanas, a causa de su palidez semejante.

Volví a tomarle el pulso, más débil, más furtivo que antes. Su respiración era entrecortada. Seguía oyendo perfectamente, yo, la sangre que caía sobre el entarimado, como el tenue tictac de un reloj cada vez más lento. Era inútil. La madre me precedió hacia la puerta.

«Sobre todo -me recomendó, transida-, doctor, ¡promé­tame que no dirá nada a nadie! -suplicó-. ¿Me lo jura?»

Yo prometía todo lo que quisieran. Tendí la mano. Fueron veinte francos. Volvió a cerrar la puerta tras mí, poco a poco.

Abajo, la tía de Bébert me esperaba con su cara de cir­cunstancias. «¿Cómo va? ¿Mal?», preguntó. Comprendí que llevaba media hora ya, esperando allí, abajo, para re­cibir su comisión habitual: dos francos. No me fuera yo a escapar. «Y en casa de los Henrouille, ¿qué tal ha ido?», quiso saber. Esperaba recibir una propina por aquéllos también. «No me han pagado», respondí. Además, era cierto. La sonrisa preparada de la tía se volvió una mueca de desagrado. Desconfiaba de mí.

«¡Mira que es desgracia, doctor, no saber cobrar! ¿Cómo quiere que le respete la gente?... ¡Hoy se paga al contado o nunca!» También eso era cierto. Me largué. Había puesto las judías a cocer antes de salir. Era el mo­mento, caída la noche, de ir a comprar la leche. Durante el día, la gente sonreía al cruzarse conmigo con la botella en la mano. Lógico. No tenía criada.

Y después el invierno se alargó, se extendió durante meses y semanas aún. Ya no salíamos de la bruma y la lluvia en que estábamos inmersos.

Enfermos no faltaban, pero no había muchos que pu­dieran o quisiesen pagar. La medicina es un oficio ingra­to. Cuando los ricos te honran, pareces un criado; con los pobres, un ladrón. ¿«Honorarios»? ¡Bonita palabra! Ya no tienen bastante para jalar ni para ir al cine, ¿y aún vas a cogerles pasta para hacer unos «honorarios»? Sobre todo en el preciso momento en que la cascan. No es fácil. Lo dejas pasar. Te vuelves bueno. Y te arruinas.

Para pagar el mes de enero vendí primero mi aparador, para hacer sitio, expliqué en el barrio, y transformar mi comedor en estudio de cultura física. ¿Quién me creyó? En el mes de febrero, para liquidar las contribuciones, me pulí también la bicicleta y el gramófono, que me había dado Molly al marcharme. Tocaba No More Worries! Aún recuerdo incluso la tonada. Es lo único que me queda. Mis discos Bézin los tuvo mucho tiempo en su tienda y por fin los vendió.

Para parecer aún más rico conté entonces que iba a comprarme una moto, en cuanto empezara el buen tiem­po, y que por eso me estaba procurando un poco de dinero contante. Lo que me faltaba, en el fondo, era cara dura para ejercer la medicina en serio. Cuando me acom­pañaban hasta la puerta, después de haber dado a la fami­lia los consejos y entregado la receta, me ponía a hacer toda clase de comentarios sólo para eludir unos minutos más el instante del pago. No sabía hacer de puta. Tenían aspecto tan miserable, tan apestoso, la mayoría de mis clientes, tan torvo también, que siempre me preguntaba de dónde iban a sacar los veinte francos que habían de darme y si no irían a matarme, para desquitarse. Me ha­cían, de todos modos, mucha falta, a mí, los veinte fran­cos. ¡Qué vergüenza! Podría no haber acabado nunca de enrojecer.

«¡Honorarios!...» Así seguían llamándolos, los colegas. ¡Tan campantes! Como si la palabra fuese algo bien en­tendido y que ya no hiciera falta explicar... ¡Qué ver­güenza!, no podía dejar de decirme y no había salida. Todo se explica, lo sé bien. Pero, ¡no por ello deja de ser para siempre un desgraciado de aúpa el que ha recibido los cinco francos del pobre y del mindundi! Desde aque­lla época estoy seguro incluso de ser tan desgraciado como cualquiera. No es que hiciese orgías y locuras con sus cinco francos y sus diez francos. ,¡No! Pues el casero se me llevaba la mayor parte, pero, aun así, tampoco eso es excusa. Nos gustaría que fuera una excusa, pero aún no lo es. El casero es peor que la mierda. Y se acabó.

A fuerza de quemarme la sangre y de pasar entre los aguaceros helados de aquella estación, estaba adquirien­do más bien aspecto de tuberculoso, a mi vez. Fatalmen­te. Es lo que ocurre cuando hay que renunciar a casi todos los placeres. De vez en cuando, compraba huevos, aquí, allá, pero mi dieta esencial eran, en suma, las legum­bres. Tardan mucho en cocer. Pasaba horas en la cocina vigilando su ebullición, después de la consulta, y, como vivía en el primer piso, tenía desde allí una buena vista del patio. Los patios son las mazmorras de las casas de pisos. Tuve la tira de tiempo, para mirarlo, mi patio, y so­bre todo para oírlo.

Allí iban a caer, crujir, rebotar los gritos, las llamadas de las veinte casas del perímetro, hasta los desesperados pajaritos de las porteras, que enmohecían piando por la primavera, que no volverían a ver nunca en sus jaulas, junto a los retretes, todos agrupados, los retretes, allí, en el fondo de sombra, con sus puertas siempre desvencija­das y colgantes. Cien borrachos, hombres y mujeres, poblaban aquellos ladrillos y llenaban el eco con sus pen­dencias jactanciosas, sus blasfemias inseguras y desafora­das, tras las comidas de los sábados sobre todo. Era el momento intenso en la vida de las familias. Desafíos a be­rridos tras darle a la priva bien. Papá manejaba la silla, que había que ver, como un hacha, y mamá el tizón como un sable. ¡Ay de los débiles, entonces! El pequeño era quien cobraba. Los guantazos aplastaban contra la pared a to­dos los que no podían defenderse y responder: niños, pe­rros o gatos. A partir del tercer vaso de vino, el tinto, el peor, el perro era el que empezaba a sufrir, le aplastaban la pata de un gran pisotón. Así aprendería a tener hambre al mismo tiempo que los hombres. Menudo cachondeo, al verlo desaparecer aullando bajo la cama como un destri­pado. Era la señal. Nada estimula tanto a las mujeres piripis como el dolor de los animales, no siempre se tienen toros a mano. Se reanudaba la discusión en tono vindica­tivo, imperiosa como un delirio, la esposa era la que diri­gía, lanzando al macho una serie de llamadas estridentes a la lucha. Y después venía la refriega, los objetos rotos quedaban hechos añicos. El patio recogía el estrépito, cuyo eco resonaba por la sombra. Los niños chillaban ho­rrorizados. ¡Descubrían todo lo que había dentro de papá y mamá! Con los gritos atraían su ira.

Yo pasaba muchos días esperando que ocurriera lo que de vez en cuando sucedía al final de aquellas escenas do­mésticas.

En el tercero, delante de mi ventana, ocurría, en la casa de enfrente.

No podía ver yo nada, pero lo oía bien.

Todo tiene su final. No siempre es la muerte, muchas veces es algo distinto y bastante peor, sobre todo para los niños.

Vivían ahí, aquellos inquilinos, justo a la altura del pa­tio en que la sombra empezaba a ceder. Cuando estaban solos el padre y la madre, los días que eso sucedía, se pe­leaban primero largo rato y después se hacía un largo silen­cio. Se estaba preparando la cosa. La tomaban con la niña primero, la hacían venir. Ella lo sabía. Se ponía a llori­quear al instante. Sabía lo que le esperaba. Por la voz, de­bía de tener por lo menos diez años. Después de muchas veces, acabé comprendiendo lo que hacían, aquellos dos.

Primero la ataban, tardaban la tira, en atarla, como para una operación. Eso los excitaba. «¡Vas a ver tú, gra­nuja!», rugía él. «¡La muy cochina!», decía la madre. «¡Te vamos a enseñar, cochina!», iban y gritaban juntos y co­sas y más cosas que le reprochaban al mismo tiempo, cosas que debían de imaginar. Debían de atarla a los ba­rrotes de la cama. Mientras tanto, la niña se quejaba como un ratón cogido en la trampa. «Ya puedes llorar, ya, so guarra, que de ésta no te libras. ¡Anda, que de ésta no te libras!», proseguía la madre y después toda una an­danada de insultos, como para un caballo. Excitadísima. «¡Cállate, mamá! -respondía la pequeña bajito-. ¡Cállate, mamá! ¡Pégame, pero cállate, mamá!» No se libraba, des­de luego, y menuda tunda recibía. Yo escuchaba hasta el final para estar bien seguro de que no me equivocaba, de que era eso sin duda lo que sucedía. No habría podido comer mis judías, mientras ocurría. Tampoco podía ce­rrar la ventana. No era capaz de nada. No podía hacer nada. Me limitaba a seguir escuchando como siempre, en todas partes. Sin embargo, creo que me venían fuerzas, al escuchar cosas así, fuerzas para seguir adelante, unas fuerzas extrañas, y entonces, la próxima vez, podría caer aún más bajo, la próxima vez, escuchar otras quejas que aún no había oído o que antes me costaba comprender, porque parece que siempre hay más quejas aún, que to­davía no hemos oído ni comprendido.

Cuando le habían pegado tanto, que ya no podía lan­zar más alaridos, su hija, gritaba un poco aún, de todos modos, cada vez que respiraba, un gritito apagado.

Oía entonces al hombre decir en ese momento: «¡Ven tú, tía buena! ¡Rápido! ¡Ven para acá!» Muy feliz.


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