Viaje al fin de



Yüklə 1,68 Mb.
səhifə27/41
tarix01.11.2017
ölçüsü1,68 Mb.
#24872
1   ...   23   24   25   26   27   28   29   30   ...   41

Salí de la tasca, a mi vez, sin haber vuelto a hablar con Robinson. El patrón me deseó un montón de cosas. Un agente de policía recorría el bulevar. Al pasar, animába­mos el silencio. Un comerciante, aquí, allá, se sobresalta­ba, liado con su cálculo agresivo, como un perro royendo un hueso. Una familia de juerga ocupaba toda la calle berreando en la esquina de la Place Jean-Jaurés, ya no avanzaba, ni un paso, aquella familia, vacilaba ante una callejuela, como una flotilla de pesca en plena tormenta. El padre tropezaba de una acera a otra y no paraba de orinar.

La noche estaba en casa.


Recuerdo también otra noche, por aquella época, a cau­sa de las circunstancias. En primer lugar, un poco después de la hora de cenar, oí un estruendo de cubos de basura. Sucedía con frecuencia en mi escalera, que zarandearan los cubos de la basura. Y después, los gemidos de una mujer, quejas. Entorné mi puerta, pero sin moverme.

Si salía espontáneamente en el momento de un acci­dente, tal vez me hubieran considerado un simple vecino y mi socorro médico habría parecido gratuito. Si me ne­cesitaban, ya podían llamarme como Dios manda y en­tonces les costaría veinte francos. La miseria persigue im­placable y minuciosa al altruismo y las iniciativas más amables reciben su castigo implacable. Conque esperé a que vinieran a llamar, pero nadie vino. Para economizar seguramente.

Sin embargo, casi había dejado de esperar, cuando apa­reció una niña ante mi puerta, estaba leyendo los nom­bres en los timbres... En definitiva, era a mí a quien venía a buscar de parte de la Sra. Henrouille.

«¿Quién está enfermo en casa de los Henrouille?», le pregunté.

«Es para un señor que se ha herido en su casa...»

«¿Un señor?» En seguida pensé en el propio Hen­rouille.

«¿Él?... ¿El Sr. Henrouille?»

«No... Un amigo que está en su casa...»

«¿Lo conoces, tú?»

«No.» Nunca lo había visto, a ese amigo.

Fuera hacía frío, la niña corría, yo andaba de prisa.

«¿Cómo ha ocurrido?»

«Eso no lo sé.»

Costeamos otro jardincillo, último recinto de un anti­guo bosque, donde por la noche venían a enredarse entre los árboles las largas brumas de invierno, suaves y lentas. Callejuelas, una tras otra. En unos instantes llegamos hasta su hotelito. La niña me dijo adiós. Tenía miedo de acercarse más. Henrouille nuera me esperaba en la escale­ra con marquesina. Su quinqué de petróleo vacilaba al viento.

«¡Por aquí, doctor! ¡Por aquí!», me llamó.

Yo le pregunté, al instante: «¿Es su marido quien se ha herido?»

«¡Entre, entre!», me dijo bastante brusca, sin darme tiempo a pensar. Y me tropecé con la vieja, que desde el pasillo se puso a chillar y acosarme. Una andanada.

«¡Si serán cabrones! ¡Si serán bandidos! ¡Doctor! ¡Han intentado matarme!»

Conque habían fracasado.

«¿Matarla? -dije yo, como muy sorprendido-. ¿Y por qué?»

«Porque no me decidía a diñarla bastante rápido, ¡no te fastidia! ¡Ni más ni menos! ¡La madre de Dios! ¡Ya lo creo que no quiero morirme!»

«¡Mamá! ¡Mamá! -la interrumpía la nuera-. ¡No está usted en su sano juicio! Pero, bueno, mamá, ¡le está usted contando cosas horribles al doctor!...»

«Cosas horribles, ¿verdad? Pues, mira, bicho, ¡tienes una cara como un templo! Conque no estoy en mi sano juicio, ¿eh? ¡Aún me queda bastante juicio para manda­ros a todos a la horca! ¡Para que te enteres!»

«Pero, ¿quién es el herido? ¿Dónde está?»

«¡Ahora lo verá usted! -me cortó la vieja-. ¡Está ahí arriba, en la cama, el asesino! Y, además, la ha ensuciado bien, la cama, ¿eh, bicho? ¡Lo ha ensuciado bien, tu as­queroso colchón, con su cochina sangre! ¡Y no con la mía! ¡Sangre que debe de ser como basura! ¡No lo vas a acabar de lavar nunca! Va a apestar durante siglos a san­gre de asesino, ¡ya verás tú! ¡Ah! ¡Hay gente que va al tea­tro en busca de emociones! Pero, mire, ¡está aquí, el teatro! ¡Está aquí, doctor! ¡Ahí arriba! ¡Y un teatro de verdad! ¡No fingido! ¡No vaya a quedarse sin sitio! ¡Suba rápido! ¡Tal vez esté muerto, ese cochino canalla, cuando llegue usted! Conque, ¡no va usted a ver nada!»

La nuera temía que la oyesen desde la calle y le orde­naba callar. Pese a las circunstancias, no me parecía de­masiado desconcertada, la nuera, muy contrariada sólo porque las cosas hubiesen salido torcidas, pero seguía con su idea. Incluso estaba absolutamente convencida de haber tenido razón.

«Pero, bueno, ¿ha escuchado usted eso, doctor? Fíjese, ¡lo que hay que oír! ¡Yo que, al contrario, siempre he in­tentado facilitarle la vida! Bien lo sabe usted... Yo que siempre le he propuesto ingresarla en el asilo de las hermanitas...»

Sólo le faltaba eso, a la vieja, oír hablar otra vez de las hermanitas.

«¡Al Paraíso! Sí, puta, ¡allí queríais enviarme todos! ¡La muy canalla! ¡Y para eso lo hicisteis venir, tu marido y tú, al sinvergüenza ese de ahí arriba! Para matarme, ya lo creo, y no para enviarme con las hermanitas, ¡si lo sa­bré yo! Le ha salido el tiro por la culata, eso sí que sí, ¡que lo había preparado bien mal! Vaya, doctor, a ver cómo ha quedado, ese cabrón, y, además, ¡él sólito se lo ha hecho!... ¡Y es de esperar que reviente! ¡Vaya, doctor! ¡Vaya a verlo, mientras está aún a tiempo!...»

Si la nuera no parecía desanimada, la vieja aún menos.

Y eso que había estado a punto de no contarlo, pero no estaba tan indignada como aparentaba. Camelo. Aquel asesinato fallido la había estimulado más bien, la había sacado de aquella como tumba sombría en que se ha­bía recluido desde hacía tantos años, en el fondo del jar­dín enmohecido. A su edad, una vitalidad tenaz volvía a embargarla. Gozaba de modo indecente con su victoria y también con el placer de disponer de un medio de fasti­diar, para siempre, a la agarrada de su nuera. Ahora la tenía en sus manos. No quería que se ocultara ni un solo detalle de aquel atentado fallido y de cómo había su­cedido.

«Y, además -proseguía, dirigiéndose a mí, en el mismo tono exaltado-, fue en casa de usted, verdad, donde lo conocí, al asesino, en su casa de usted, señor doctor... ¡Y eso que desconfiaba de él!... ¡Vaya si desconfiaba!... ¿Sabes lo que me propuso primero? ¡Liquidarte a ti, chi­ca! ¡A ti, bicho! ¡Y barato también! ¡Te lo aseguro! ¡Es que propone lo mismo a todo el mundo! ¡Ya se sabe!... Conque ya ves, desgraciada, ¡si sé yo bien a lo que se de­dicaba tu compinche! ¡Si estoy informada, eh! ¡Robinson se llama!... ¿A ver si no? ¡Anda, di que no se llama así! En cuanto lo vi rondando por aquí con vosotros, sospe­ché en seguida... ¡Y bien que hice! ¿Dónde estaría ahora, si no hubiera desconfiado?»

Y la vieja me contó una y otra vez cómo había sucedi­do todo. El conejo se había movido, mientras él ataba el petardo junto a la puerta de la jaula. Entretanto, ella, la vieja, lo observaba desde su refugio, «¡en primera fila!», como ella decía. Y el petardo con todas las postas le había explotado en plena cara, mientras preparaba su truco, en sus propios ojos. «No se está tranquilo, al hacer un asesi­nato. ¡Como es lógico!», concluyó.

En fin, que había sido el colmo de la torpeza y del fracaso.

«¡Así los han vuelto, a los hombres de ahora! ¡Exacto! ¡A eso los acostumbran! -insistía la vieja-. ¡Ahora tienen que matar para comer! Ya no les basta con robar su pan sólo... ¡Y matar a abuelas, además!... Eso nunca se había visto... ¡Nunca!... ¡Es el fin del mundo! ¡Ya sólo piensan en hacer daño! Pero, ¡ahora estáis todos hasta el cuello en ese maleficio!... ¡Y ése está ciego ahora! ¡Y vais a tener que cargar con él para siempre!... ¿Eh?... ¡Y no vais a aca­bar de aprender bribonadas!...»

La nuera no rechistaba, pero ya debía de haber prepa­rado su plan para salir del paso. Era una canalla recon­centrada. Mientras nosotros nos entregábamos a las refle­xiones, la vieja se puso a buscar a su hijo por las habitaciones.

«Y, además, es cierto, ¡tengo un hijo, doctor! ¿Dónde se habrá ido a meter? ¿Qué más estará tramando?»

Oscilaba por el pasillo, presa de unas carcajadas que no acababan nunca.

Que un viejo se ría, y tan fuerte, es algo que apenas ocurre salvo en los manicomios. Es como para pregun­tarse, al oírlo, adonde vamos a ir a parar. Pero estaba em­peñada en encontrar a su hijo. Se había escapado a la ca­lle. «¡Muy bien! ¡Que se esconda y que viva mucho aún! ¡Le está bien empleado verse obligado a vivir con ese otro que está ahí arriba! ¡A vivir los dos juntos, con ése, que no va a ver más! ¡A alimentarlo! ¡Es que le ha explo­tado en plena jeta, su petardo! ¡Lo he visto yo! ¡Lo he visto todo! Así, ¡bum! ¡Es que lo he visto todo! Y no era un conejo, ¡se lo aseguro! ¡Huy, la Virgen! Pero, ¿dónde está mi hijo, doctor? ¿Dónde está? ¿No lo ha visto us­ted? Es un canalla de mucho cuidado, también ése, que siempre ha sido un hipócrita peor aún que el otro, pero ahora todo el horror ha acabado saliendo de su cochina persona, ¡menudo! ¡Ah! Tarda mucho en salir, ¡qué le­che!, de una persona tan horrible. Pero, cuando sale, ¡es que ya es putrefacción de verdad! ¡No hay que darle vueltas, doctor! ¡No se lo pierda!» Y seguía divirtiéndo­se. También quería asombrarme con su superioridad ante los acontecimientos y confundirnos a todos de una vez, humillarnos, en una palabra.

Se había hecho con un papel favorable, que le propor­cionaba emoción. Una felicidad inagotable. Mientras eres capaz aún de desempeñar un papel, tienes asegurada la fe­licidad. Las jeremiadas, para vejestorios, lo que le habían ofrecido desde hacía veinte años, la tenían harta, a la vieja Henrouille. Ese papel, que le habían brindado en bandeja, virulento, inesperado, ya no lo soltaba. Ser viejo es no en­contrar ya un papel vehemente que desempeñar, es caer en un eterno e insípido «día sin función», donde ya sólo se espera la muerte. El gusto por la vida recuperaba, la vieja, de pronto, con un papel vehemente de revancha. De pronto, ya no quería morir, nunca. Con ese deseo de su­pervivencia, con esa afirmación, estaba radiante. Recupe­rar el fuego, un fuego de verdad en el drama.

Se caldeaba, ya no quería abandonarlo, el fuego nuevo, abandonarnos. Durante mucho tiempo, había dejado casi de creer en él. Había llegado a un punto en que ya no sa­bía qué hacer para no abandonarse a la muerte en el fon­do de su absurdo jardín y, de repente, se veía envuelta, mira por dónde, en una tremenda tormenta de actualidad dura, bien a lo vivo.

«¡Mi muerte! -gritaba ahora la vieja Henrouille-. ¡Quiero verla, mi muerte! ¿Me oyes? ¡Tengo ojos, yo, para verla! ¿Me oyes? ¡Aún tengo ojos, yo! ¡Quiero verla bien!»

Ya no quería morir, nunca. Estaba claro. Ya no creía en su muerte.
Ya se sabe que esas cosas son siempre difíciles de arreglar y que arreglarlas cuesta siempre muy caro. Para empezar, no sabían siquiera dónde meter a Robinson. ¿En el hos­pital? Eso podía provocar mil habladurías, evidentemen­te, chismes... ¿Enviarlo a su casa? No había ni que pensar en eso tampoco, por el estado en que tenía la cara. Con­que, con gusto o no, los Henrouille se vieron obligados a guardarlo en su casa.

A él, en la cama de la habitación de arriba, no le llega­ba la camisa al cuerpo. Auténtico terror sentía de que lo pusieran en la puerta y lo denunciasen. Era comprensi­ble. Era una de esas historias que no se podían, la verdad, contar a nadie. Mantenían las persianas de su cuarto bien cerradas, pero la gente, los vecinos, empezaron a pasar por la calle más a menudo que de costumbre, sólo para mirar los postigos y preguntar por el herido. Les daban noticias, les contaban trolas. Pero, ¿cómo impedir que se extrañaran? ¿Que chismorreasen? Conque exageraban la historia. ¿Cómo evitar las suposiciones? Por fortuna, aún no se había presentado ninguna denuncia concreta ante los tribunales. Ya era algo. En cuanto a su cara, yo hice lo que pude. No apareció ninguna infección y eso que la herida fue de lo más anfractuosa y sucia. En cuanto a los ojos, hasta en la córnea, yo preveía la existencia de cica­trices, a través de las cuales la luz no pasaría sino con mucha dificultad, si es que llegaba a pasar otra vez, la luz.

Ya buscaríamos un medio de arreglarle, mal que bien, la visión, si es que le quedaba algo que se pudiera arre­glar. De momento, había que remediar la urgencia y so­bre todo evitar que la vieja llegara a comprometernos a todos con sus chungos chillidos ante los vecinos y los cu­riosos. Ya podía pasar por loca, que eso no siempre expli­ca todo.

Si la policía se ponía a examinar nuestras aventuras, sabe Dios adonde nos arrastraría, la policía. Impedir aho­ra a la vieja que se comportara escandalosamente en su patinillo constituía una empresa delicada. Teníamos que intentar calmarla, por turno. No podíamos tratarla con violencia, pero la suavidad tampoco daba resultado siem­pre. Ahora la embargaba un sentimiento de venganza, nos hacía chantaje, sencillamente.

Yo iba a ver a Robinson, dos veces al día por lo menos. Gemía bajo las vendas, en cuanto me oía subir la escalera. Sufría, desde luego, pero no tanto como intentaba apa­rentar. Ya iba a tener motivos para afligirse, preveía yo, y mucho más aún cuando se diera cuenta exacta de cómo le habían quedado los ojos... Yo me mostraba bastante eva­sivo en relación con el porvenir. Los párpados le ardían mucho. Se imaginaba que era por esa comezón por lo que no veía.

Los Henrouille se habían puesto a cuidarlo muy escru­pulosamente, según mis indicaciones. Por ese lado no ha­bía problema.

Ya no se hablaba del intento. Tampoco se hablaba del futuro. Cuando yo me despedía de ellos por la noche, nos mirábamos todos por turno y con tal insistencia to­das las veces, que siempre me parecía inminente la posi­bilidad de que se suprimieran de una vez por todas unos a otros. Ese fin, pensándolo bien, me parecía lógico y oportuno. Las noches de aquella casa me resultaban difí­ciles de imaginar. Sin embargo, volvía a encontrármelos por la mañana y continuábamos juntos con las personas y las cosas donde nos habíamos quedado la noche ante­rior. La Sra. Henrouille me ayudaba a renovar el apósito con permanganato y entreabríamos un poco las persia­nas, para probar. Todas las veces en vano. Robinson no advertía siquiera que acabábamos de entreabrirlas...

Así gira el mundo a través de la noche amenazadora y silenciosa.

Y el hijo me recibía todas las mañanas con una obser­vación campesina: «Fíjese, doctor... ¡Ya son las últimas heladas!», comentaba lanzando los ojos al cielo bajo el pequeño peristilo. Como si eso tuviera importancia, el tiempo que hacía. Su mujer iba a intentar una vez más parlamentar con la suegra a través de la puerta atrancada y lo único que conseguía era aumentar su furia.

Mientras estuvo vendado, Robinson me contó cómo se había iniciado en la vida. En el comercio. Sus padres lo habían colocado, ya a los once años, en una zapatería de lujo para hacer recados. Un día que fue a entregar, una clienta lo invitó a gustar un placer que hasta entonces sólo había imaginado. No había vuelto nunca a casa del patrón, de tan abominable que le había parecido su pro­pia conducta. En efecto, follarse a una clienta en la época de que hablaba era aún un acto imperdonable. Sobre todo la camisa de aquella clienta, de muselina pura, le ha­bía causado una impresión extraordinaria. Treinta años después, la recordaba exactamente, aquella camisa. Con la dama de los frufrús en su piso atestado de cojines y de cortinas con flecos, su carne rosa y perfumada, el peque­ño Robinson se había llevado elementos para posteriores comparaciones desesperadas e interminables.

Sin embargo, muchas cosas habían sucedido después. Había visto continentes, guerras enteras, pero nunca se había recuperado del todo de aquella revelación. Pero le divertía volver a pensar en ello, volver a contarme esa especie de minuto de juventud que había tenido con la clienta. «Tener los ojos cerrados así hace pensar -comen­taba-. Es como un desfile... Parece que tuvieras un cine en la chola...» Yo no me atrevía aún a decirle que iba a te­ner tiempo de cansarse de su cinillo. Como todos los pensamientos conducen a la muerte, llegaría un momento en que sólo la vería a ésa, en su cine.

Justo al lado del hotelito de los Henrouille funcionaba ahora una pequeña fábrica con un gran motor dentro. Hacía temblar el hotelito de la mañana a la noche. Y otras fábricas, un poco más allá, que martilleaban sin cesar, cosas y más cosas, hasta de noche. «Cuando caiga la choza, ¡ya no estaremos! -bromeaba Henrouille al res­pecto, un poco inquieto, de todos modos-. ¡Por fuerza acabará cayendo!» Era cierto que el techo se desgranaba ya sobre el suelo en cascotes pequeños. Por mucho que un arquitecto los hubiera tranquilizado, en cuanto te pa­rabas a escuchar las cosas del mundo te sentías en su casa como en un barco, un barco que fuera de un temor a otro. Pasajeros encerrados y que pasaban mucho tiempo haciendo proyectos aún más tristes que la vida y econo­mías también y, recelosos, además, de la luz y también de la noche.

Henrouille subía al cuarto después de comer para leer­le un poco a Robinson, como yo le había pedido. Pasa­ban los días. La historia de aquella maravillosa clienta que había poseído en la época de su aprendizaje se la contó también a Henrouille. Y acabó siendo un motivo de risa general, la historia, para todo el mundo en la casa. Así acaban nuestros secretos, en cuanto los aireamos en público. Lo único terrible en nosotros y en la tierra y en el cielo acaso es lo que aún no se ha dicho. No estare­mos tranquilos hasta que no hayamos dicho todo, de una vez por todas, entonces quedaremos en silencio por fin y ya no tendremos miedo a callar. Listo.

Durante las semanas que aún duró la supuración de los párpados, pude entretenerlo con cuentos sobre sus ojos y el porvenir. Unas veces decíamos que la ventana estaba cerrada, cuando, en realidad, estaba abierta de par en par; otras veces, que estaba muy obscuro fuera.

Sin embargo, un día, estando yo vuelto de espaldas, fue hasta la ventana él mismo para darse cuenta y, antes de que yo pudiera impedírselo, se había quitado las ven­das de los ojos. Vaciló un momento. Tocaba, a derecha e izquierda, los montantes de la ventana, se negaba a creer, al principio, y, después, no le quedó más remedio que creer, de todos modos. Qué remedio.

«¡Bardamu! -me gritó entonces-. ¡Bardamu! ¡Está abierta, la ventana! ¡Te digo que está abierta!» Yo no sa­bía qué responderle, me quedé como un imbécil allí de­lante. Tenía los dos brazos extendidos por la ventana, al aire fresco. No veía nada, evidentemente, pero sentía el aire. Los alargaba entonces, sus brazos, así, en su obs­curidad, todo lo que podía, como para tocar el final. No lo quería creer. Obscuridad para él sólito. Volví a condu­cirlo hasta la cama y le di nuevos consuelos, pero ya no me creía. Lloraba. Había llegado al final él también. Ya no se le podía decir nada. Llega un momento en que estás completamente solo, cuando has alcanzado el fin de todo lo que te puede suceder. Es el fin del mundo. La propia pena, la tuya, ya no te responde nada y tienes que volver atrás entonces, entre los hombres, sean cuales fueren. No eres exigente en esos momentos, pues hasta para llorar hay que volver adonde todo vuelve a empezar, hay que volver a reunirse con ellos.

«Entonces, ¿qué van a hacer ustedes con él, cuando mejore?», pregunté a la nuera durante el almuerzo que si­guió a aquella escena. Precisamente me habían pedido que me quedara a comer con ellos, en la cocina. En el fondo, no sabían demasiado bien, ninguno de los dos, cómo salir de aquella situación. El desembolso de una pensión los espantaba, sobre todo a ella, mejor informada aún que él sobre los precios de los subsidios para impedi­dos. Incluso había hecho ya algunas gestiones ante la Asistencia Pública. Gestiones de las que procuraban no hablarme.

Una noche, después de mi segunda visita, Robinson intentó retenerme junto a él por todos los medios, para que me fuera un poco más tarde aún. No acababa de con­tar todo lo que se le ocurría, recuerdos de las cosas y los viajes que habíamos hecho juntos, incluso de lo que aún no habíamos intentado recordar. Se acordaba de cosas que aún no habíamos tenido tiempo de evocar. En su re­tiro, el mundo que habíamos recorrido parecía afluir con todas las quejas, las amabilidades, los trajes viejos, los amigos de los que nos habíamos separado, una auténtica leonera de emociones trasnochadas que inauguraba en su cabeza sin ojos.

«¡Me voy a matar!», me avisaba, cuando su pena le pa­recía demasiado grande. Y después conseguía avanzar un poco más, de todos modos, con su pena, como una carga demasiado pesada para él, infinitamente inútil, por un ca­mino en el que no encontraba a nadie a quien hablar de ella, de tan enorme y múltiple que era. No habría sabido explicarla, era una pena que superaba su instrucción.

Cobarde como era, yo lo sabía, y él también, por natu­raleza, aún abrigaba la esperanza de que lo salvaran de la verdad, pero, por otro lado, yo empezaba a preguntarme si existía en alguna parte gente cobarde de verdad... Pare­ce que siempre se puede encontrar, para cualquier hom­bre, un tipo de cosas por las que está dispuesto a morir y al instante y bien contento, además. Sólo, que no siempre se presenta su ocasión, de morir tan ricamente, la ocasión a su gusto. Entonces se va a morir como puede, en alguna parte... Se queda ahí, el hombre, en la tierra con aspecto de alelado, además, y de cobarde para todo el mundo, pero sin convencimiento, y se acabó. Es sólo apariencia, la cobardía.

Robinson no estaba dispuesto a morir en la ocasión que se le presentaba. Tal vez presentada de otro modo le hubiera gustado mucho más.

En resumen, la muerte es algo así como una boda.

Esa muerte no le gustaba en absoluto y se acabó. No había más que hablar.

Conque iba a tener que resignarse a aceptar su hundi­miento y desamparo. Pero de momento estaba del todo ocupado, del todo apasionado, embadurnándose el alma de modo repulsivo con su desgracia y su desamparo. Más adelante, pondría orden en su desgracia y entonces em­pezaría una nueva vida de verdad. Qué remedio.

«Créeme, si quieres -me recordaba, zurciendo retazos de memoria así, por la noche, después de cenar-, pero, mira, en inglés, aunque nunca he tenido demasiada facili­dad para las lenguas, había llegado, de todos modos, a poder sostener una pequeña conversación, al final, en Detroit... Bueno, pues, ahora ya casi he olvidado todo, todo salvo una cosa... Dos palabras... Que me vienen a la cabeza todo el tiempo desde que me ocurrió esto en los ojos: Gentlemen first! Es casi lo único que puedo decir ahora de inglés, no sé por qué... Desde luego, es fácil de recordar... Gentlemen first! Y, para intentar hacerlo cam­biar de ideas, nos divertíamos hablando juntos inglés de nuevo. Entonces repetíamos, pero a menudo: Gentlemen first! a tontas y a locas, como idiotas. Un chiste exclusivo para nosotros. Acabamos enseñándoselo al propio Henrouille, que subía de vez en cuando a vigilarnos.

Al remover los recuerdos, nos preguntábamos qué quedaría aún de todo aquello... Lo que habíamos conoci­do juntos... Nos preguntábamos qué habría sido de Molly, nuestra buena Molly... A Lola, en cambio, quería olvidarla, pero, a fin de cuentas, me habría gustado tener noticias de todas, aun así, de la pequeña Musyne tam­bién, de paso... Que no debía de vivir demasiado lejos, en París, ahora. Al lado, vamos... Pero habría tenido que emprender auténticas expediciones, de todos modos, para tener noticias de Musyne... Entre tanta gente, cuyos nombres, trajes, costumbres, direcciones había olvidado y cuyas amabilidades y sonrisas incluso, después de tan­tos años de preocupaciones, de ansias de comida, debían de haberse vuelto como quesos viejos a fuerza de muecas penosas... Los propios recuerdos tienen su juventud... Se convierten, cuando los dejas enmohecer, en fantasmas repulsivos, que no rezuman sino egoísmo, vanidades y mentiras... Se pudren como manzanas... Conque nos hablábamos de nuestra juventud, la saboreábamos y vol­víamos a saborear. Desconfiábamos. A mi madre, por cierto, llevaba mucho sin ir a verla... Y esas visitas no me sentaban nada bien en el sistema nervioso... Era peor que yo, para la tristeza, mi madre... Siempre en el cuchitril de su tienda, parecía acumular todas las decepciones que po­día a su alrededor después de tantos y tantos años... Cuando iba a verla, me contaba: «Mira, la tía Hortense murió hace dos meses en Coutances... Ya podrías haber ido... Y Clémentin, ¿sabes quién digo?... ¿El encerador que jugaba contigo, cuando eras pequeño?... Bueno, pues, a ése lo recogieron antes de ayer en la Rué d'Aboukir... No había comido desde hacía tres días...»


Yüklə 1,68 Mb.

Dostları ilə paylaş:
1   ...   23   24   25   26   27   28   29   30   ...   41




Verilənlər bazası müəlliflik hüququ ilə müdafiə olunur ©muhaz.org 2024
rəhbərliyinə müraciət

gir | qeydiyyatdan keç
    Ana səhifə


yükləyin