Viaje al fin de



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La infancia, la suya, no sabía Robinson por dónde co­gerla, cuando pensaba en ella, pues menos alegre era difí­cil de imaginar. Aparte del episodio con la clienta, no en­contraba en ella nada que no lo desesperara hasta vomitar en los rincones, como en una casa donde no hubiera sino cosas repugnantes y que apestasen, escobas, cubos, adefe­sios, bofetadas... El señor Henrouille no tenía nada que contar de la suya hasta la mili, salvo que en aquella época le habían hecho la foto de chorchi con borla y que seguía aún ahora, esa foto, justo encima del armario de luna.

Cuando Henrouille había vuelto a bajar, Robinson me comunicaba su miedo a no cobrar ahora sus diez mil francos prometidos... «En efecto, ¡no cuentes demasiado con ellos!», le decía yo mismo. Prefería prepararlo para esa otra decepción.

Trocitos de plomo, lo que quedaba de la descarga, afloraban en los bordes de las heridas. Yo se los quitaba por etapas, unos pocos cada día. Le hacía mucho daño, cuando le hurgaba así justo por encima de las conjun­tivas.

En vano habíamos tomado toda clase de precauciones, la gente del barrio se había puesto a hablar, de todos mo­dos, con ganas. Por fortuna, Robinson no tenía idea de esas habladurías, se habría puesto aún más enfermo. Es­tábamos, ni que decir tiene, envueltos en sospechas. Henrouille hija hacía cada vez menos ruido al recorrer la casa en zapatillas. No contabas con ella y te la encontra­bas a tu lado.

Ahora que estábamos en medio de los arrecifes, la me­nor duda bastaría ahora para hacernos zozobrar a todos. Todo iría entonces a reventar, resquebrajarse, chocar, deshacerse y desparramarse por la orilla. Robinson, la abuela, el petardo, el conejo, los ojos, el hijo inverosímil, la nuera asesina, quedaríamos desplegados ahí, entre to­das nuestras basuras y nuestros cochinos pudores, ante los curiosos estremecidos. Yo no las tenía todas conmigo. No es que hubiera hecho nada, yo, verdaderamente cri­minal. Era sobre todo culpable por desear en el fondo que todo aquello continuara. E incluso no veía ya incon­veniente en que nos fuéramos todos juntos a pasear cada vez más lejos en la noche.

Pero es que no había necesidad siquiera de desear, la cosa seguía sola, ¡y a escape, además!


Los ricos no necesitan matar en persona para jalar. Dan trabajo a los demás, como ellos dicen. No hacen el mal en persona, los ricos. Pagan. Se hace todo lo posible para complacerlos y todo el mundo muy contento. Mientras que sus mujeres son bellas, las de los pobres son feas. Es así desde hace siglos, aparte de los vestidos elegantes. Preciosas, bien alimentadas, bien lavadas. Desde que el mundo es mundo, no se ha llegado a otra cosa.

En cuanto al resto, en vano te esfuerzas, resbalas, pati­nas, vuelves a caer en el alcohol, que conserva a los vivos y a los muertos, no llegas a nada. Está más que demostra­do. Y desde hace tantos siglos que podemos observar nuestros animales nacer, penar y cascar ante nosotros, sin que les haya ocurrido, tampoco a ellos, nada extraordina­rio nunca, salvo reanudar sin cesar el mismo fracaso insí­pido donde tantos otros animales lo habían dejado. Sin embargo, deberíamos haber comprendido lo que ocurría. Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin em­bargo, seguimos ahí, esperando cosas... Ni siquiera para pensar la muerte servimos.

Las mujeres de los ricos, bien alimentadas, bien enga­ñadas, bien descansadas, ésas, se vuelven bonitas. Eso es cierto. Al fin y al cabo, tal vez eso baste. No se sabe. Se­ría al menos una razón para existir.

«Las mujeres en América, ¿no te parece que eran más bellas que las de aquí?» Cosas así me preguntaba, Robinson, desde que daba vueltas a los recuerdos de los viajes. Sentía curiosidades, se ponía a hablar incluso de las mujeres.

Ahora yo iba a verlo un poco menos a menudo, por­que fue por aquella época cuando me destinaron a la con­sulta de un pequeño dispensario para tuberculosos de la vecindad. Hay que llamar las cosas por su nombre, con eso me ganaba ochocientos francos al mes. Los enfermos eran sobre todo gente de las chabolas, esa como aldea que nunca consigue desprenderse del todo del barro, en­cajonada entre las basuras y bordeada de senderos donde las chavalas demasiado despiertas y mocosas hacen novi­llos para pescar, junto a las vallas, de un sátiro a otro, un franco, patatas fritas y la blenorragia. País de cine de van­guardia, donde la ropa sucia infesta los árboles y todas las ensaladas chorrean orina los sábados por la noche. En mi terreno, no hice, durante aquellos meses de práctica especializada, ningún milagro. Y, sin embargo, había gran necesidad de milagros. Pero a mis clientes no les interesa­ba que yo hiciera milagros; contaban, al contrario, con su tuberculosis para que los pasaran del estado de miseria absoluta en que se asfixiaban desde siempre al de mise­ria relativa que confieren las minúsculas pensiones del Estado. Arrastraban sus esputos más o menos positivos de licencia en licencia desde la guerra. Adelgazaban a fuerza de fiebre mantenida por la poca comida, los mu­chos vómitos, la enormidad de vino y el trabajo, de todos modos, un día de cada tres, a decir verdad.

La esperanza de la pensión los poseía en cuerpo y alma. Les llegaría un día, como la gracia, la pensión, con tal de que tuvieran fuerza para esperar un poco aún, an­tes de cascarla del todo. No se sabe lo que es volver y esperar algo hasta que no se ha observado lo que pue­den llegar a esperar y volver los pobres que esperan una pensión.

Pasaban tardes y semanas enteras esperando, en la entrada y en el umbral de mi miserable dispensario, mientras fuera llovía, y removiendo sus esperanzas de porcentajes, sus deseos de esputos francamente bacila­res, esputos de verdad, esputos tuberculosos «ciento por ciento». La curación venía mucho después que la pensión en sus esperanzas; también pensaban, desde luego, en la curación, pero apenas, hasta tal punto los embelesaba el deseo de ser rentistas, un poquito rentistas, en cuales­quiera condiciones. Ya no podían existir en ellos, aparte de ese deseo intransigente, definitivo, sino pequeños de­seos subalternos y su propia muerte se volvía, en compa­ración, algo bastante accesorio, un riesgo deportivo como máximo. La muerte, al fin y al cabo, no es sino cuestión de unas horas, de minutos incluso, mientras que una renta es como la miseria, algo que dura toda la vida. Los ricos se emborrachan de otro modo y no pueden lle­gar a comprender esos frenesíes por la seguridad. Ser rico es otra embriaguez, es olvidar. Para eso incluso es para lo que se llega a rico, para olvidar.

Poco a poco había perdido yo la costumbre de prome­terles la salud, a mis enfermos. No podía alegrarlos de­masiado, la perspectiva de estar bien de salud. Al fin y al cabo, estar bien de salud no es sino un apaño. Sirve pa­ra trabajar, la salud, ¿y qué más? Mientras que una pen­sión del Estado, aun ínfima, es algo divino, pura y sim­plemente.

Cuando no se tiene dinero para ofrecer a los pobres, más vale callarse. Cuando se les habla de otra cosa, y no de dinero, se los engaña, se miente, casi siempre. Los ri­cos son fáciles de divertir, con simples espejos, por ejem­plo, para que en ellos se contemplen, ya que no hay nada mejor en el mundo para mirar que los ricos. Para reani­marlos, se los eleva, a los ricos, cada diez años, a un gra­do más de la Legión de Honor, como una teta vieja, y ya los tenemos ocupados durante otros diez años. Y listo. Mis clientes, en cambio, eran unos egoístas, pobres, ma­terialistas encerrados en sus cochinos proyectos de retiro, mediante el esputo sangrante y positivo. El resto les daba por completo igual. Hasta las estaciones les daban igual. De las estaciones sólo sentían y querían saber lo relativo a la tos y la enfermedad, que en invierno, por ejemplo, te acatarras mucho más que en verano, pero que en prima­vera, en cambio, escupes sangre con facilidad y que du­rante los calores puedes llegar a perder tres kilos por se­mana... A veces los oía hablarse entre ellos, cuando creían que yo no estaba, mientras esperaban su turno. Contaban sobre mí horrores sin fin y mentiras como para quedarse turulato. Criticarme así debía de animarlos, infundirles qué sé yo qué valor misterioso, que necesitaban para ser cada vez más implacables, resistentes y malvados pero bien, para durar, para resistir. Hablar mal así, maldecir, menospreciar, amenazar, les sentaba bien, era como para pensarlo. Y, sin embargo, había hecho todo lo posible, yo, para serles agradable, por todos los medios; estaba de su parte e intentaba serles útil, les daba mucho yoduro para hacerles escupir sus cochinos bacilos y todo ello sin conseguir nunca neutralizar su mala leche...

Se quedaban ahí delante de mí, sonrientes como cria­dos, cuando les hacía preguntas, pero no me querían, en primer lugar porque los ayudaba, y también porque no era rico y recibir mis cuidados quería decir recibirlos gra­tis y eso nunca es halagador para un enfermo, ni siquiera para el que esta pendiente de conseguir una pensión. Por detrás no había, pues, perrerías que no hubiesen propa­gado sobre mí. Tampoco tenía auto yo, al contrario que la mayoría de los demás médicos de los alrededores, y era también como una invalidez, en su opinión, que fuese a pie. En cuanto los excitaban un poco, a mis enfermos, y los colegas no perdían ocasión de hacerlo, se vengaban, parecía, de toda mi amabilidad, de que fuera tan servicial, tan solícito. Todo eso es normal. El tiempo pasaba, de to­dos modos.

Una noche, cuando mi sala de espera estaba casi vacía, entró un sacerdote a hablar conmigo. Yo no lo conocía, a aquel cura, estuve a punto de ponerlo de patitas en la ca­lle. No me gustaban los curas, tenía mis razones, sobre todo desde que me habían hecho la faena del embarque en San Tapeta. Pero aquél, en vano me esforzaba por re­conocerlo, para darle un rapapolvo a ciencia cierta, la verdad es que no lo había visto nunca. Y, sin embargo, de noche debía de circular con frecuencia por Rancy, pues era de la vecindad. ¿Sería que me evitaba cuando salía? Lo pensé. En fin, debían de haberle avisado de que a mí no me gustaban los curas. Se notaba por el modo furtivo como inició el palique. Conque nunca nos habíamos tro­pezado en torno a los mismos enfermos. Servía en una iglesia de allí al lado, desde hacía veinte años, según me dijo. Fieles había a montones, pero no muchos que le pa­garan. Pordiosero, más que nada, en una palabra. Eso nos aproximaba. La sotana que lo cubría me pareció un ropa­je muy incómodo para deambular en el fango de las cha­bolas. Se lo comenté. Insistí incluso en la extravagante in­comodidad de semejante atuendo.

«¡Se acostumbra uno!», me respondió.

La impertinencia de mi comentario no le quitó las ga­nas de mostrarse más amable aún. Evidentemente, venía a pedirme algo. Su voz apenas se elevaba sobre una mono­tonía confidencial, que se debía, así me imaginé al menos, a su profesión. Mientras hablaba, prudente y preliminar, yo intentaba imaginarme lo que debía de hacer, aquel cura, para ganarse sus calorías, montones de muecas y promesas, del estilo de las mías... Y después me lo imagi­naba, para divertirme, desnudo ante su altar... Así es como hay que acostumbrarse a transponer desde el primer momento a los hombres que vienen a visitarte, los comprendes mucho más rápido después, disciernes al instante en cualquier personaje su realidad de enorme y ávido gusano. Es un buen truco de la imaginación. Su co­chino prestigio se disipa, se evapora. Desnudo ante ti ya no es, en una palabra, sino una alforja petulante y jactan­ciosa que se afana farfullando, fútil, en un estilo o en otro. Nada resiste a esa prueba. Sabes a qué atenerte al instante. Ya sólo quedan las ideas y las ideas nunca dan miedo. Con ellas nada está perdido, todo se arregla. Mientras que a veces es difícil soportar el prestigio de un hombre vestido. Conserva la tira de pestes y misterios en la ropa.

Tenía dientes pésimos, el padre, podridos, ennegreci­dos y rodeados de sarro verdusco, una piorrea alveolar curiosita, en una palabra. Iba yo a hablarle de su piorrea, pero estaba demasiado ocupado contándome cosas. No cesaban de rezumar, las cosas que me decía, contra sus raigones, a impulsos de una lengua todos cuyos movi­mientos espiaba yo. Lengua desollada, la suya, en nume­rosas zonas minúsculas de sus sanguinolentos bordes.

Yo tenía la costumbre, e incluso el placer, de esas ob­servaciones íntimas y meticulosas. Cuando te detienes a observar, por ejemplo, el modo como se forman y profie­ren las palabras, no resisten nuestras frases al desastre de su baboso decorado. Es más complicado y más penoso que la defecación, nuestro esfuerzo mecánico de la con­versación. Esa corola de carne abotargada, la boca, que se agita silbando, aspira y se debate, lanza toda clase de so­nidos viscosos a través de la hedionda barrera de la caries dental, ¡qué castigo! Y, sin embargo, eso es lo que nos ex­hortan a transponer en ideal. Es difícil. Puesto que no somos sino recintos de tripas tibias y a medio pudrir, siempre tendremos dificultades con el sentimiento. Ena­morarse no es nada, permanecer juntos es lo difícil. La basura, en cambio, no pretende durar ni crecer. En ese sentido, somos mucho más desgraciados que la mierda, ese empeño de perseverar en nuestro estado constituye la increíble tortura.

Está visto que no adoramos nada más divino que nues­tro olor. Toda nuestra desgracia se debe a que debemos seguir siendo Jean, Pierre o Gastón, a toda costa, durante años y años. Este cuerpo nuestro, disfrazado de molécu­las agitadas y triviales, se revela todo el tiempo contra esta farsa atroz del durar. Quieren ir a perderse, nuestras moléculas, ¡ricuras!, lo más rápido posible, en el univer­so. Sufren por ser sólo «nosotros», cornudos del infinito. Estallaríamos, si tuviéramos valor; no hacemos sino flaquear día tras día. Nuestra tortura querida está encerrada ahí, atómica, en nuestra propia piel, con nuestro orgullo.

Como yo callaba, consternado por la evocación de esas ignominias biológicas, el padre creyó tenerme en el bote y aprovechó incluso para mostrarse de lo más con­descendiente y familiar conmigo. Evidentemente, se ha­bía informado sobre mí por adelantado. Con infinitas precauciones, abordó el vidrioso tema de mi reputación médica en la vecindad. Habría podido ser mejor, me dio a entender, mi reputación, si hubiera actuado de modo muy distinto al instalarme y ello desde los primeros mo­mentos de mi ejercicio en Rancy. «Los enfermos, querido doctor, no lo olvidemos nunca, son en principio conser­vadores... Temen, como es fácil de comprender, que lle­guen a faltarles la tierra y el cielo...»

Según él, yo debería, pues, haberme aproximado desde el principio a la Iglesia. Tal era su conclusión de orden es­piritual y práctico también. No era mala idea. Yo me guardaba bien de interrumpirlo, pero esperaba con pa­ciencia que fuera al grano respecto a los motivos de su visita.

Para un tiempo triste y confidencial no se podía pedir nada mejor que el que hacía fuera. Era tan feo el tiempo, y de modo tan frío, tan insistente, como para pensar que ya no volveríamos a ver nunca el resto del mundo al salir, que se habría deshecho, el mundo, asqueado.

Mi enfermera había logrado, por fin, rellenar sus fi­chas, todas sus fichas, hasta la última. Ya no tenía excusa alguna para quedarse allí escuchándonos. Conque se marchó, pero muy molesta, dando un portazo tras sí, a través de una furiosa bocanada de lluvia.


Durante la conversación, aquel cura dio su nombre, pa­dre Protiste se llamaba. Me comunicó, de reticencias en reticencias, que hacía ya un tiempo que realizaba gestio­nes junto con Henrouille hija con vistas a colocar a la vieja y a Robinson, los dos juntos, en una comunidad re­ligiosa, una barata. Aún estaban buscando.

Mirándolo bien, habría podido pasar, el padre Protiste, por un empleado de comercio, como los demás, tal vez incluso por un jefe de departamento, mojado, verdoso y resecado cien veces. Era plebeyo de verdad por la humil­dad de sus insinuaciones. Por el aliento también. Yo no me equivocaba casi nunca con los alientos. Era un hom­bre que comía demasiado de prisa y bebía vino blanco.

Henrouille nuera, me contó, para empezar, había ido a verlo al presbiterio, poco después del atentado, para que los sacara del tremendo apuro en que acababan de meter­se. A mí me parecía, mientras contaba eso, que buscaba excusas, explicaciones, parecía como avergonzarse de aquella colaboración. No valía la pena, la verdad, que se andara con remilgos por mí. Comprende uno las cosas. Había venido a vernos de noche. Y se acabó. ¡Peor para él, además! Una como cochina audacia se había apodera­do de él también, poco a poco, con el dinero. ¡Allá él! Como todo mi dispensario estaba en completo silencio y la noche caía sobre las chabolas, bajó entonces la voz del todo para hacerme sus confidencias sólo a mí. Pero, de todos modos, en vano susurraba, todo lo que me contaba me parecía, pese a todo, inmenso, insoportable, por la calma, seguramente, que nos rodeaba, como llena de ecos. ¿Acaso dentro de mí sólo? ¡Chsss!, me daban ganas de apuntarle todo el tiempo, en el intervalo entre las pa­labras que pronunciaba. De miedo me temblaban un poco los labios incluso y al final de las frases dejaba de pensar.

Ahora que se había unido a nuestra angustia, ya no sa­bía demasiado cómo hacer, el cura, para avanzar detrás de nosotros cuatro en la negrura. Una pequeña pandilla. ¿Quería saber cuántos éramos ya en la aventura? ¿Adon­de íbamos? Para poder, también él, coger la mano de los nuevos amigos hacia ese final que tendríamos que alcan­zar todos juntos o nunca. Ahora éramos del mismo viaje. Aprendía a andar en la noche, el cura, como nosotros, como los otros. Tropezaba aún. Me preguntaba qué debía hacer para no caer. ¡Que no viniera, si tenía miedo! Lle­garíamos al final juntos y entonces sabríamos lo que ha­bíamos ido a buscar en la aventura. La vida es eso, un cabo de luz que acaba en la noche.

Y, además, puede que no lo supiéramos nunca, que no encontrásemos nada. Eso es la muerte.

La cuestión de momento era avanzar bien a tientas. Por lo demás, desde el punto al que habíamos llegado ya no podíamos retroceder. No había opción. Su cochina justicia con sus leyes estaba por todos lados, en la esqui­na de cada corredor. Henrouille hija llevaba de la mano a la vieja y su hijo y yo a ellas y a Robinson también. Está­bamos juntos. Exacto. Le expliqué todo eso en seguida al cura. Y comprendió.

Quisiéramos o no, en el punto en que nos encontrába­mos ahora, no habría sido plato de gusto que nos hubie­ran sorprendido y descubierto los transeúntes, le dije también al cura, e insistí mucho en eso. Si nos encontrábamos con alguien, tendríamos que aparentar que íbamos de paseo, como si tal cosa. Ésa era la consigna. Conservar la naturalidad. Así, pues, el cura ahora sabía todo, com­prendía todo. Me estrechaba la mano con fuerza, a su vez. Tenía mucho miedo, como es lógico, él también. Los comienzos. Vacilaba, farfullaba incluso como un ino­cente. Ya no había camino ni luz en el punto en que nos encontrábamos, sólo prudencia en su lugar y que nos pa­sábamos de unos a otros y en la que no creíamos dema­siado tampoco. Nada recoge las palabras que se dicen en esos casos para tranquilizarse. El eco no devuelve nada, has salido de la Sociedad. El miedo no dice ni sí ni no. Recoge todo lo que se dice, el miedo, todo lo que se piensa, todo.

Ni siquiera sirve en esos casos desorbitar los ojos en la obscuridad. Es horror inútil y se acabó. Se ha apode­rado de todo, la noche, y hasta de las miradas. Te deja vacío. Hay que cogerse de la mano, de todos modos, pa­ra no caer. La gente de la luz ya no te comprende. Estás separado de ella por todo el miedo y permaneces aplasta­do por él hasta el momento en que la cosa acaba de un modo o de otro y entonces puedes reunirte por fin con esos cabrones de todo un mundo en la muerte o en la vida.

Lo que tenía que hacer el padre de momento era ayu­darnos y espabilarse para aprender, era su currelo. Y, ade­más, que había venido, sólo para eso, ocuparse de la co­locación de la tía Henrouille, para empezar, y a escape, y de Robinson también, al tiempo, en donde las hermanitas de provincias. Le parecía posible, y a mí también, por cierto, ese arreglo. Sólo, que habría que esperar meses para una vacante y nosotros no podíamos esperar más. Hartos estábamos.

La nuera tenía toda la razón: cuanto antes, mejor. ¡Que se fueran! ¡Que nos viésemos libres de ellos! Conque Protiste estaba probando otro arreglo. Parecía, reco­nocí al instante, de lo más ingenioso. Y, además, que en­trañaba una comisión para los dos, para el cura y para mí. El arreglo tenía que decidirse sin tardanza y yo debía de­sempeñar mi modesto papel. El consistente en convencer a Robinson para que se marchara al Mediodía, aconsejar­lo al respecto y de forma totalmente amistosa, por su­puesto, pero apremiante, de todos modos.

Al no conocer todos los entresijos del arreglo de que hablaba el cura, tal vez debería haberme reservado la opi­nión, haber exigido garantías para mi amigo, por ejemplo... Pues, al fin y al cabo, era, pensándolo bien, un arreglo muy raro el que nos presentaba, el padre Protiste. Pero estábamos todos tan apremiados por las circunstancias, que lo esencial era no perder tiempo. Prometí todo lo que deseaban, mi apoyo y el secreto. Aquel Protiste parecía es­tar de lo más acostumbrado a las circunstancias delicadas de ese género y yo tenía la sensación de que me iba a facili­tar mucho las cosas.

¿Por dónde empezar, ante todo? Había que organizar una marcha discreta para el Mediodía. ¿Qué pensaría, Robinson, del Mediodía? Y, además, la marcha con la vieja, a la que había estado a punto de asesinar... Yo insis­tiría... ¡Y listo!... No le quedaba más remedio que acep­tar, y por toda clase de razones, no todas demasiado po­sitivas, pero sólidas todas.

Para oficio raro, el que les habían buscado a Robinson y a la vieja en el Mediodía lo era y raro de verdad. En Toulouse erá. ¡Ciudad bonita, Toulouse! Por cierto, ¡que la íbamos a ver! ¡Íbamos a ir a verlos, allí! Quedamos en que yo iría a Toulouse, en cuanto estuvieran instalados, en su casa y en su currelo y todo.

Y después, pensándolo bien, me fastidiaba que se mar­chara tan pronto Robinson, allí, y al mismo tiempo me daba mucho gusto, sobre todo porque por una vez me ganaba un beneficio curiosito y de verdad. Me iban a dar mil francos. Así estaba convenido también. Lo único que tenía que hacer era convencer a Robinson para que se fuese al Mediodía, asegurándole que no había clima me­jor para las heridas de sus ojos, que allí estaría la mar de bien y que, en una palabra, tenía una potra que para qué de salir tan bien librado. Era el modo de decidirlo.

Tras cinco minutos de reflexionar así, ya estaba yo del todo convencido y preparado para una entrevista decisi­va. A hierro caliente, batir de repente, ésa es mi opinión. Al fin y al cabo, no iba a estar peor allí que aquí. La idea que había tenido aquel Protiste parecía, pensándolo bien, muy razonable, la verdad. Esos curas saben, qué caram­ba, apagar los peores escándalos.

Un comercio tan decente como cualquier otro, eso era lo que les ofrecían a Robinson y a la vieja en definiti­va. Una especie de sótano con momias era, si no había entendido yo mal. Dejaban visitarlo, el sótano bajo una iglesia, a cambio de un óbolo. Turistas. Y todo un ne­gocio, me aseguraba Protiste. Ya estaba yo casi conven­cido y al instante un poco envidioso. No se presenta todos los días la oportunidad de hacer trabajar a los muertos.

Cerré el dispensario y nos dirigimos a casa de los Henrouille, bien decididos, el cura y yo, por entre los char­cos. Era una novedad, pero lo que se dice una novedad. ¡Mil francos de esperanza! Yo había cambiado de opi­nión sobre el cura. Al llegar al hotelito, encontramos a los esposos Henrouille junto a Robinson, en la alcoba del primer piso. Pero, ¡en qué estado, Robinson!

«¡Ya estás aquí! -fue y me dijo con el alma en vilo, en cuanto me oyó subir-. ¡Siento que va a pasar algo!... ¿Es verdad?», me preguntó jadeando.

Y ya lo teníamos otra vez lloriqueando antes de que yo hubiese podido decir una palabra siquiera. Los otros, los Henrouille, me hacían señas, mientras Robinson pe­día socorro: «¡Menudo lío! -me dije-. ¡Qué prisas tienen ésos!... ¡Siempre con excesivas prisas! ¿Habrán levan­tado la liebre así, en frío?... ¿Sin preparación? ¿Sin espe­rarme?...»


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